IV.
Un hombre nada más
Las lágrimas se le subieron a los ojos cuando
tuvo que decirles a todos los asistentes al simposio que se encontraban
retenidos hasta nuevo mandato. El invierno había comenzado en Gijón, y allí, en
el suntuoso teatro de la Universidad Laboral, acaso floreciera la primavera de
los nobles ideales.
Todo
se había presentado inopinadamente fácil. Fácil fue trasladar al comando con
sus pertrechos desde la lejana Madrid; fácil fue (gracias a los camaradas de
Asturias) encontrar los medios de acceder al recinto de la Universidad Laboral
sin despertar sospechas: sólo se necesitó ocultarse en lugares escogidos
previamente, interceptar el camión de uno de los proveedores, introducir en él
las armas y la munición, y, ya en el recinto, actuar sin la menor dilación ni
titubeo… Cada uno a su puesto... El personal de seguridad fue neutralizado
antes de que pudiera darse la voz de alarma, sin que fuera necesario el
derramamiento de sangre.
Acordado
estaba de antes el cometido que había de cumplir cada miembro del comando, los
cuerpos de edificio que debían ser ocupados: el Patio Corintio, para impedir
toda entrada directa desde el exterior; la Torre Mirador, por su indiscutible
valor estratégico; la Facultad de Comercio, la Cafetería y el Auditorio, para
cortar las otras salidas y cubrir la vista de los Jardines Históricos; el
edificio de Radiotelevisión, para ejercer control sobre las comunicaciones a
distancia, pese al relativo aislamiento del inmueble; el Laboratorio de
Prototipos y la Casa Joven, a efectos de tener a la vista la principal vía de
acceso a Gijón. Se decidió, no obstante, cortar la comunicación con el Centro
Integrado de Formación Profesional y el Centro de Arte, debido a la escasez de
miembros del comando.
Con
el cuadrilátero de seguridad establecido y los rehenes tomados, la situación
estaba controlada aparentemente.
Ahora
Barrientos se encontraba en el proscenio del Teatro. Sentía fijas en su
sudadera verde (con el ya legendario eslogan: “Escuela pública: de tod@s para
tod@s”) las miradas de gran parte de las
autoridades educativas del país, entre consejeros, coordinadores de zona y
distintos asesores. Las lágrimas pugnaban por romper la barrera de sus
párpados. Y la voz se le puso acorchada cuando pronunció con la mayor
solemnidad de que fue capaz:
-Señoras
y señores, quedan detenidos en nombre de los sagrados principios de la
educación pública, gratuita y universal.
A
muchos de los allí presentes les entró una risa nerviosa.
-¿Qué
broma es ésta? –preguntaron algunos.
-¿Una
broma? –retrucó Barrientos, invistiéndose de circunstancial aplomo-. Eso mismo
nos preguntábamos la gente del pueblo cuando veíamos mermados nuestros
derechos, tan duramente logrados a lo largo de decenios, sin que los cargos
políticos renunciaran en apariencia a ninguno de sus privilegios. ¿Qué
esperaban? ¿Qué aguantásemos las tortas que quisieran darnos por todos lados?
¿Es el pueblo el culpable de la crisis que padecemos? ¿Por qué no pagan los
banqueros, los políticos corruptos y los oportunistas que nos han llevado a la
actual situación de quiebra? El pueblo dice: “Hasta aquí hemos llegado, basta
de castigos y mentiras, ya está bien de tantas familias sumidas en la
desesperación y de tratar a las personas como si fueran cobayas de
laboratorio”.
A
cada nueva palabra, crecía la indignación de Barrientos. Su tono de voz ya no
era tan mesurado y vacilante, sino que se mostraba sulfurado por el peso de
tantas injusticias. Las lágrimas habían terminado por desprenderse de sus ojos,
pero ya no eran sinónimo de debilidad, sino de fortaleza de alma.
En
el teatro cundían los murmullos. Sólo cinco miembros del comando vigilaban, con
las armas preparadas ante cualquier eventualidad. Y esto representaba asimismo
una preocupación añadida para Barrientos, pues era consciente de los escasos
efectivos de que disponía para mantener el control en tan espacioso recinto.
-Yo
sólo soy un profesor –reanudó su discurso-. Sí, uno de esos vagos privilegiados que sólo trabajan
veinte horas a la semana, ¿verdad, consejera? –añadió lanzando una mirada
acerada a la responsable de educación de la Comunidad de Madrid-. Uno de los
que lució con orgullo la camiseta verde en lugares públicos, precisamente en
defensa de la educación pública. La camiseta que tantas molestias causaba a las
autoridades educativas, hasta el punto de exigir la lista de los profesores que
la utilizaban en sus clases. La camiseta que propició en los colegios
electorales la detención de todos aquellos que fueron con ella a votar. La camiseta
que ahora constituye el uniforme del comando que lidero… Están ustedes aquí, y
van a escuchar, de grado o por la fuerza, las súplicas del pueblo que han
pretendido ignorar.
-¿Qué
quieren de nosotros? –se levantó el consejero de Castilla-La Mancha.
-¿Sabe
usted lo que es ser profesor? Me consta que usted no ha trabajado nunca en un
aula.
-El
futuro de la educación está en manos capacitadas –arguyó el coordinador de los
servicios periféricos de la provincia de Ciudad Real.
-Me
he informado acerca de sus capacitadas
manos –dijo Barrientos-, y usted ostenta dos cargos públicos, sin estar nunca
disponible en ninguno de los dos. Oportunistas de su laya sobran en la vida
pública… Precisamente, queremos que la educación quede en manos capacitadas,
sin que los políticos se atrevan a poner sus zarpas en algo que ni de lejos
aciertan a entender. La educación supone trabajo, amor, dedicación e
inteligencia. ¿Quiénes de ustedes la conciben así? Están equivocados… El
servicio público no son prebendas, ni oportunidades de riqueza ni de medrar en
la carrera política… Están equivocados.
-En
resumidas cuentas –terció la consejera de Madrid-, ¿qué es lo que pretenden con
actuaciones de este calibre?
No
pudo evitar quedarse pensativo. Era demasiado sublime lo que habían iniciado.
La situación se complicaba a cada segundo que transcurría. En cierto modo, no
resultaba tan peregrino que las lágrimas siguieran empapando sus ojos.
-Señora
consejera, pretendemos un compromiso serio por parte de nuestros gobernantes,
una salvaguarda del derecho a la educación pública. Hace decenios nuestros
antecesores lucharon y sufrieron por legarnos un sistema que ustedes, con sus
actuaciones arbitrarias, están aniquilando a marchas forzadas. No han querido
escucharnos cuando hemos hecho uso de los cauces legales… Por lo tanto, ahora
corresponde emplear la fuerza.
-El
sistema por el que nuestros antecesores lucharon –repuso el consejero de la
Comunidad Valenciana- se sustenta en los usos democráticos. Nosotros dimanamos
de la legítima voluntad del pueblo.
-Por
eso estamos aquí, porque queremos que la voluntad del pueblo prevalezca.
Observando
que algunos de los asistentes querían hacer uso de sus teléfonos móviles y
herramientas informáticas para comunicarse con el exterior, Barrientos ordenó:
-Entreguen sin resistencia a mis compañeros
sus móviles, portátiles, IPads y otros aparatos… Y no hagan el desatino de
ocultar nada, a menos que quieran enfrentarse a las circunstancias que de esto
se pudieran derivar.
Los
retenidos se vieron en la precisión de cumplir lo que les era mandado. Los
compañeros de Barrientos reunieron tres sacas a rebosar de dispositivos
tecnológicos.
-Ahora
deben ustedes deliberar. Mi nombre es Diego Barrientos. No sé cómo terminará
esto para mí, pero nada temo. Sólo espero que no tengamos que lamentar ninguna
desgracia. Deliberen, y ofrezcan al pueblo el compromiso de que los recortes no
afectarán al mejor servicio (excluida la atención sanitaria) que presta la
sociedad actual, esto es, la educación pública y gratuita.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).