domingo, 21 de octubre de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (XV) - Dos miradas que se cruzan



En el Colegio “La Salle” improvisaron una pequeña celebración de Nochebuena. No es que sobraran las viandas, pero reinaba entre los miembros de la comunidad escolar un hermoso ambiente de concordia y optimismo.



Los ojos de Irene le andaban buscando. ¿Dónde estaba Guzmán de Arteaga? Bueno, ella sabía que con toda seguridad se encontraría en el aula-laboratorio, luchando con los fantasmas que ensombrecían su vida.



Irene tenía miedo de asignar palabras precisas al sentimiento que él le inspiraba. Pero era cierto que a cada instante que pasaba, se incrementaba su cariño hacia ese hombre de tan soterrados silencios.



Justo cuando se empezaba a entonar el “Noche de Paz”, apareció Guzmán de Arteaga bajando las escaleras a largas zancadas. Portaba un maletín negro, de peculiar forma cúbica, que parecía resultarle muy pesado. Echó una rápida mirada a la concurrencia, y sus ojos se detuvieron en Irene. Ella no pudo refrenar un suspiro. Estaba segura de que él la amaba, de ahí la expresión de dulce tristeza que irradiaba su mirada. «Me ama y no puede decírmelo –pensó ella–. Yo también te amo, mi valiente profesor.»



El villancico se cortó de súbito. El director se abocó al encuentro de Guzmán de Arteaga.



–Profesor, ¿dónde se ha metido? Estamos celebrando la Nochebuena.



Guzmán de Arteaga no podía apartar los ojos de Irene. Ella le sonreía.



–A mi modo, yo estoy también celebrando la Nochebuena –dijo encogiéndose de hombros.



–Al final usted también ha acabado creyendo.



–Creeré, aunque no haya esperanzas.



Por un momento, el lugar pareció quedarse vacío, y sólo existió ese melancólico diálogo de miradas. Guzmán de Arteaga sintiendo por Irene, e Irene sintiendo por Guzmán de Arteaga. “Noche de paz, noche de amor”. De repente, la palabra “amor” había adquirido pleno significado. Él lo sabía, y ella también.



–Voy a salir fuera –dijo Guzmán de Arteaga.



–¡Hombre de Dios! –exclamó el director-. ¿Adónde va en mitad de la madrugada?



–Me voy a acercar al monumento de Chillida.



–Allí debe de soplar un viento muy desapacible.



–Necesito utilizar ese emplazamiento.



Una última mirada a Irene antes de emprender el camino. Hubiera sido tan maravilloso poder deshacerse de los errores del pasado y empezar una nueva vida al lado de ella… El principal inconveniente era que él ya pasaba de los cuarenta y ella aún no había cumplido la mayoría de edad. Aun así, las miradas expresaban más elocuencia que las intenciones. Soltó una prolongada exhalación, empuñó bien el asa del maletín y se encaminó a la salida del colegio. Sin duda, se llevaba consigo la mirada y los pensamientos de Irene.



El Parque del Cerro de Santa Catalina, por lo ordinario tan bien iluminado, se encontraba ahora sumido únicamente en la claridad de la noche. Las estrellas palpitaban entre escasos jirones de bruma. En las rizaduras del mar se advertía un leve polvo de plata. Nochebuena. El aire estaba imbuido de la aspereza del invierno.



Había centinelas del 15-M vigilando los altos de Cimavilla. No se avistaban las luces de posición de ningún barco en la lejanía. El mar era un desierto de susurrante agua coloreada de sombra. El monumento de Chillida se veía muy frecuentado, precisamente por su alto valor estratégico. Esto produjo gran contrariedad a Guzmán de Arteaga, ya que para llevar a la práctica su cometido precisaba de una importante dosis de soledad.



–Buenas noches, tío –le saludaron algunos del 15-M, justo a los pies del monumento.



–¿Sopla buen viento por aquí? –preguntó por puro compromiso.



–Acércate al borde y lo compruebas.



Eso hizo. El mar era un escaparate de estrellas emborronadas. Ni una sola nube empañaba el horizonte. Amanecería una hermosa mañana de Navidad. Guzmán de Arteaga guardaba en el corazón un recio nudo de emociones. Aspiró una honda bocanada de ese aire saturado de sal, cerró los ojos y su mente fue cruzada por una visión tan súbita como un relámpago. Su corazón estaba ansioso de expandirse en un nuevo amor, y la imagen sólo podía ser el objeto de lo deseado… Ella.



Se giró en redondo y allí seguían los del 15-M, contemplándole con curiosidad manifiesta.



–¿Todo bien, colega?



–¿No te dará por saltar por el borde del acantilado?



–De eso nada –aclaró forzando una sonrisa-. Solamente me gustaría pasar aquí un rato a solas.



–¿Eh?



–Sí. A ver cómo os lo explico. Hay una especie de ritual que desearía cumplir.



–Tío, eso no puede ser. No estamos aquí nada más que para contemplar el panorama. Tenemos asignada la vigilancia de la zona. Por si no lo sabías, hay militares por los alrededores, y Jerónimo nos ha encargado esta tarea de vigilancia.



–Yo conozco a Jerónimo –dijo Guzmán de Arteaga–, y él me conoce a mí. Estoy seguro de que si se lo pidiera, me permitiría estar aquí un ratito a solas.



-Espera, que le llamo para preguntárselo –dijo uno de los jóvenes accionando su teléfono móvil. Al momento se estableció la llamada–. Jerónimo, aquí te paso a alguien. –Se puso en pie para tenderle el teléfono a Guzmán de Arteaga.



–¿Quién habla? –inquirió la voz de Jerónimo Ortega al otro lado de la línea.



–Soy el profesor Guzmán de Arteaga.



–¡Hombre, profesor! Grato saludarle de nuevo. ¿Qué se le ofrece de bueno?



–Les he pedido a sus camaradas que me dejen pasar un rato a solas junto al monumento de Chillida.



–Mucho pide usted. Ese lugar es un puesto clave de vigilancia. ¿Puedo saber para qué?



–Tendrá que confiar en mí, Jerónimo. No es para nada malo.



–Ya empieza con sus habituales reservas. ¿No se da cuenta de que estamos en una situación de emergencia?... Vale, sea. Permiso concedido.



–Gracias, Jerónimo.



–Páseme a esos pánfilos para que les dicte la orden. Ah, y feliz Nochebuena.



–Gracias, Jerónimo; lo mismo le deseo.



Todo quedó resuelto de la mejor manera posible. Los del 15-M se retiraron un buen trecho. En el cielo ya se percibían señales de alborada. Guzmán de Arteaga sacó su artilugio del interior de su maletín. Ni los pelos de su barba ni el pálido fulgor de la madrugada pudieron encubrir la sonrisa que le adornaba el rostro.

CONTINUARÁ...

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).