sábado, 2 de febrero de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XVIII) - Una pincelada de amor



Irene había salido del colegio, y se encaminaba a los altos del Parque del Cerro de Santa Catalina. La caída de la nieve sembraba hermosas emociones en su corazón.

Bajo la cúpula del monumento de Chillida, reconoció la inconfundible presencia de su profesor. Sentía la querencia de aproximarse a él y contemplar a su lado el prodigio de los cielos. Empero, tan pronto apretó el paso para dar cumplimiento a su propósito, le salieron al camino algunos activistas del 15-M.

–¿Adónde crees que vas, monina?

Ella aspeó los brazos para evitar que le pusieran las manos encima.

–¡Quiero ir con él! –pronunció con pasional aplomo.

–¿Con el loco?

–Es mi profesor –contestó alzando la voz.

–Será tu profesor, pero no quiere que lo molesten. Él lo ha pedido expresamente, y Jerónimo lo ha corroborado.

Las lágrimas saltaron de sus ojos. Le dolía la soledad de su profesor. Le veía manejar un chisme de funcionamiento incomprensible. ¿Sería él el causante de lo que estaba pasando en los cielos? Si así era, sus ganas de abrazarle no podían postergarse por más tiempo.

Aprovechando un descuido de los del 15-M, emprendió una desesperada carrera hacia el monumento de Chillida. Guzmán de Arteaga estaba situado de espaldas a ella, y no podía verla. Corría con todas sus ansias, y pronto dejó atrás a los del 15-M; su más que cuidada forma física rendía sus frutos en esta ocasión. La vida, las ilusiones, el mundo eran tan hermosos en esta radiante mañana de Navidad, que puso en el olvido todos los reparos que pudieran impedirle acudir al lado de su profesor.

De un último salto, se plantó junto a Guzmán de Arteaga. Éste dejó de prestar atención a su artefacto, y se quedó mirándola con ojos encandilados tras los vidrios de sus lentes.

–Señorita Irene…

Ella no esperó a más. Se echó en los brazos de él, y buscó sus labios para plantarle un beso apasionado.

Los del 15-M llegaban en ese momento.

–¡Macho, eres muy mayor para besar a una pibita tan joven!

–Dejémosles en paz. Ellos sabrán lo que hacen.

Rápidamente, el beso quedó sin otros testigos que el sol y el mar.

Aunque en un principio lo pretendiera, Guzmán de Arteaga no pudo resistirse a la magia que contenían esos dulces labios de juventud. Después llegó el momento de que se besaran las miradas… y los corazones.

–Señorita Irene –repitió él con voz entrecortada–, tengo la barba muy poblada. Le habré hecho daño en su piel tan bella.

–Mi tozudo profesor –dijo ella con sonrisa juguetona–, ¿cuándo vas a empezar a tutearme?

–No es decoroso, señorita Irene. Aún es usted menor de edad, y yo sigo siendo su profesor.

–Para empezar… hoy cumplo dieciocho años, y no estamos dentro de un aula. Soy ya mayor de edad. ¿Es que no has leído mi ficha?

–Ni me fijé en ese pequeño detalle –repuso él, mientras una alegre sonrisa le bailaba en la comisura de los labios–. Feliz cumpleaños, Irene.

–Bésame.

Este nuevo beso fue más hermoso que el anterior, libre de toda sorpresa y cautela. Descubrieron de súbito que los dos se amaban mucho desde la primera vez que se vieron, aunque Guzmán de Arteaga se negara a confesarlo con tanta rapidez. Retozaron sobre la hierba mojada de nieve derretida, unidos en un mismo abrazo de amor.

–Señorita Irene, yo la amo a usted.

–Yo también te amo, y llámame de tú de una vez.

–Te amo, Irene.

En ese preciso instante, un fiero vendaval barrió el arco del monumento de Chillida. Los dos enamorados resistieron el empuje del aire, pero la máquina de los milagros fue arrastrada al borde del abismo.

–¡Maldito seas, Guzmán de Arteaga! –se escuchó la voz enfurecida del fantasma de Ederita.

Sin embargo, los dos enamorados no prestaron atención a otra cosa que no fuera el sentimiento que ambos se profesaban. Ya no tenía sentido que Ederita acosara a su viejo enamorado. La vida gris de Guzmán de Arteaga se había alegrado con la paleta de colores de una esplendorosa primavera de amor.

La máquina de los milagros acabó haciéndose añicos contra las afiladas crestas de los cantiles, e inmediatamente se empezó a disipar el prodigio de los cielos. La nieve se sublimó en alocadas volutas de vapor, y las imágenes de los cielos fueron transparentándose hasta ser engullidas por el hermoso azul del cielo.

Guzmán de Arteaga e Irene, inmersos en el descubrimiento de su mutuo amor, no se apercibieron de nada de lo que ocurría en torno a ellos. Sus besos no parecían avistar un final. Guzmán de Arteaga estaba maravillado por la belleza de su nuevo hallazgo; no se ha inventado nada que pueda igualar la fuerza de dos almas que se tributan amor. Guzmán de Arteaga acababa de verificar la existencia de la felicidad en su vida. Los besos de Irene constituían todas sus razones para seguir adelante en su camino.

Continuaban abrazados, tumbados en la hierba, ella encima de él. El viento, tras el furor del inesperado vendaval, estaba cargado de promesas de amor.

–Irene, soy muy mayor para ti –vaciló Guzmán de Arteaga.

–Mi cielo, eres lo mejor para mí.

–No soy más que un científico loco.

–Sabrás mucho de ciencia, pero déjame enseñarte todo lo que yo sé del amor.

–¿Qué vamos a hacer, amor mío?

–De momento, esto.

Y ella volvió a besarlo. Una cuña de sol atravesó el monumento de Chillida. Los cabellos de ella portaban todos los mensajes que transmitían las brisas del mar. La vida se había pintado con sus más hermosos colores.

–Te he amado toda mi vida, Irene.

–Lo sé. Por eso yo también te amo tanto.   

Guzmán de Arteaga tuvo el placer de poner en el olvido todos los sinsabores y soledades de su vida gracias al beso que Irene le dio a continuación.

La superficie del mar estaba constelada de palomillas de sol.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).