Irene
había salido del colegio, y se encaminaba a los altos del Parque del Cerro de
Santa Catalina. La caída de la nieve sembraba hermosas emociones en su corazón.
Bajo
la cúpula del monumento de Chillida, reconoció la inconfundible presencia de su
profesor. Sentía la querencia de aproximarse a él y contemplar a su lado el
prodigio de los cielos. Empero, tan pronto apretó el paso para dar cumplimiento
a su propósito, le salieron al camino algunos activistas del 15-M.
–¿Adónde
crees que vas, monina?
Ella
aspeó los brazos para evitar que le pusieran las manos encima.
–¡Quiero
ir con él! –pronunció con pasional aplomo.
–¿Con
el loco?
–Es
mi profesor –contestó alzando la voz.
–Será
tu profesor, pero no quiere que lo molesten. Él lo ha pedido expresamente, y
Jerónimo lo ha corroborado.
Las
lágrimas saltaron de sus ojos. Le dolía la soledad de su profesor. Le veía
manejar un chisme de funcionamiento incomprensible. ¿Sería él el causante de lo
que estaba pasando en los cielos? Si así era, sus ganas de abrazarle no podían
postergarse por más tiempo.
Aprovechando
un descuido de los del 15-M, emprendió una desesperada carrera hacia el
monumento de Chillida. Guzmán de Arteaga estaba situado de espaldas a ella, y
no podía verla. Corría con todas sus ansias, y pronto dejó atrás a los del
15-M; su más que cuidada forma física rendía sus frutos en esta ocasión. La
vida, las ilusiones, el mundo eran tan hermosos en esta radiante mañana de Navidad,
que puso en el olvido todos los reparos que pudieran impedirle acudir al lado
de su profesor.
De
un último salto, se plantó junto a Guzmán de Arteaga. Éste dejó de prestar
atención a su artefacto, y se quedó mirándola con ojos encandilados tras los
vidrios de sus lentes.
–Señorita
Irene…
Ella
no esperó a más. Se echó en los brazos de él, y buscó sus labios para plantarle
un beso apasionado.
Los
del 15-M llegaban en ese momento.
–¡Macho,
eres muy mayor para besar a una pibita
tan joven!
–Dejémosles
en paz. Ellos sabrán lo que hacen.
Rápidamente,
el beso quedó sin otros testigos que el sol y el mar.
Aunque
en un principio lo pretendiera, Guzmán de Arteaga no pudo resistirse a la magia
que contenían esos dulces labios de juventud. Después llegó el momento de que
se besaran las miradas… y los corazones.
–Señorita
Irene –repitió él con voz entrecortada–, tengo la barba muy poblada. Le habré
hecho daño en su piel tan bella.
–Mi
tozudo profesor –dijo ella con sonrisa juguetona–, ¿cuándo vas a empezar a tutearme?
–No
es decoroso, señorita Irene. Aún es usted menor de edad, y yo sigo siendo su
profesor.
–Para
empezar… hoy cumplo dieciocho años, y no estamos dentro de un aula. Soy ya
mayor de edad. ¿Es que no has leído mi ficha?
–Ni
me fijé en ese pequeño detalle –repuso él, mientras una alegre sonrisa le
bailaba en la comisura de los labios–. Feliz cumpleaños, Irene.
–Bésame.
Este
nuevo beso fue más hermoso que el anterior, libre de toda sorpresa y cautela.
Descubrieron de súbito que los dos se amaban mucho desde la primera vez que se
vieron, aunque Guzmán de Arteaga se negara a confesarlo con tanta rapidez.
Retozaron sobre la hierba mojada de nieve derretida, unidos en un mismo abrazo
de amor.
–Señorita
Irene, yo la amo a usted.
–Yo
también te amo, y llámame de tú de una vez.
–Te
amo, Irene.
En
ese preciso instante, un fiero vendaval barrió el arco del monumento de
Chillida. Los dos enamorados resistieron el empuje del aire, pero la máquina de los milagros fue
arrastrada al borde del abismo.
–¡Maldito
seas, Guzmán de Arteaga! –se escuchó la voz enfurecida del fantasma de Ederita.
Sin
embargo, los dos enamorados no prestaron atención a otra cosa que no fuera el
sentimiento que ambos se profesaban. Ya no tenía sentido que Ederita acosara a
su viejo enamorado. La vida gris de Guzmán de Arteaga se había alegrado con la
paleta de colores de una esplendorosa primavera de amor.
La máquina de los milagros
acabó haciéndose añicos contra las afiladas crestas de los cantiles, e
inmediatamente se empezó a disipar el prodigio de los cielos. La nieve se
sublimó en alocadas volutas de vapor, y las imágenes de los cielos fueron
transparentándose hasta ser engullidas por el hermoso azul del cielo.
Guzmán
de Arteaga e Irene, inmersos en el descubrimiento de su mutuo amor, no se apercibieron
de nada de lo que ocurría en torno a ellos. Sus besos no parecían avistar un
final. Guzmán de Arteaga estaba maravillado por la belleza de su nuevo
hallazgo; no se ha inventado nada que pueda igualar la fuerza de dos almas que
se tributan amor. Guzmán de Arteaga acababa de verificar la existencia de la
felicidad en su vida. Los besos de Irene constituían todas sus razones para
seguir adelante en su camino.
Continuaban
abrazados, tumbados en la hierba, ella encima de él. El viento, tras el furor
del inesperado vendaval, estaba cargado de promesas de amor.
–Irene,
soy muy mayor para ti –vaciló Guzmán de Arteaga.
–Mi
cielo, eres lo mejor para mí.
–No
soy más que un científico loco.
–Sabrás
mucho de ciencia, pero déjame enseñarte todo lo que yo sé del amor.
–¿Qué
vamos a hacer, amor mío?
–De
momento, esto.
Y
ella volvió a besarlo. Una cuña de sol atravesó el monumento de Chillida. Los
cabellos de ella portaban todos los mensajes que transmitían las brisas del
mar. La vida se había pintado con sus más hermosos colores.
–Te
he amado toda mi vida, Irene.
–Lo
sé. Por eso yo también te amo tanto.
Guzmán
de Arteaga tuvo el placer de poner en el olvido todos los sinsabores y
soledades de su vida gracias al beso que Irene le dio a continuación.
La
superficie del mar estaba constelada de palomillas de sol.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).