viernes, 20 de diciembre de 2013

Mensaje navideño

Belén de mi casa

En muchas ocasiones he pensado que si tuviera que quedarme con una de las fiestas que se celebran a lo largo del año, ésta sería sin duda la Navidad.

Desde que era muy pequeño, he sentido una emoción especial por la Navidad, por su mensaje, incluso por su estética especial. A estas alturas de la vida, creo haber dilucidado el mensaje navideño: los grandes triunfos entrañan orígenes humildes, la esperanza es un camino aún más sublime que la propia realidad y muy a menudo asume distintas formas de las que imaginamos.

Cada día de mi vida, en menor o mayor grado, adoro lo que representa el Niño Jesús. Ya de mayor, me enseñó a llevar con buen ánimo la soledad que ha sido la constante de mi vida; me enseñó a aceptarme y a esperar lo mejor de mi humildad.

Los años han pasado, y la vida enfila su camino de bajada. Poco a poco se va difuminando y perdiendo lo que parecía ganado, y posiblemente el final sea la humildad del pesebre. Los dolores, las tristezas, el humo de lo que no llegó a arder, se presentan… La vida, en suma. Aunque los vientos soplen inclementes, la imagen del pesebre es un guiño a la esperanza y a la felicidad que podrá realizarse.

La Navidad acoge un sentimiento que es fuente de vida.

Niño del pesebre, amigo Jesús, perdona mis culpas y santifica mis virtudes. Que el mundo se engalane de la paz que representa tu rostro, que el hambre, las guerras y los sufrimientos se alejen de la humanidad. Que tu amor por nosotros sea manifiesto, aunque muchas veces te dejemos de lado.

Aprovecho para felicitar estas fiestas a todas las personas que conozco, a ti en particular… Aunque de lejos mi puerta parezca cerrada, de cerca se ve que sólo está entreabierta. Mucha salud y prosperidad a mis seres queridos.


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).

domingo, 17 de noviembre de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XXVI) - La manzana de la concordia



En ese preciso momento, se abrió la puerta con el estrépito de una tromba. Por el vano apareció la inconfundible figura de Guzmán de Arteaga.
—Salgan de aquí —les intimó a los sargentos con su más estudiada sangre fría.
—¿Qué haces aquí, fantoche? —preguntó uno de éstos, soltando una furiosa rociada de salivazos.
—Oí gritos y me acerqué a mirar —dijo con sorna Guzmán de Arteaga.
Entre los talentos del temperamental profesor, se incluía el de ser un experto cerrajero con pocos medios a su disposición. Tan sólo usando una patilla de sus gafas de montura metálica, le había bastado para forzar la cerradura de la puerta tras la cual estaban encerrados Barrientos y él. Se suponía que los sargentos debían estar vigilantes, pero ya se sabe en qué estado se encontraban.
—¡Te vamos a partir la cara, enclenque de mierda!
—¡Me la tendréis que partir a mí también!
Diego Barrientos acababa de sumarse a Guzmán de Arteaga. Irene curvó sus labios en una adorable expresión de orgullo y felicidad.
—Ya estamos igualados en número —dijo Barrientos con sorna.
Los sargentos se revolvieron, casi bufando como un felino enrabietado. Guzmán de Arteaga y Barrientos se pusieron en guardia. Las muchachas se echaron discretamente a un lado. La lucha estaba a punto de empeñarse cuerpo a cuerpo.
Justo cuando ya estaban trabados los primeros puñetazos, una voz estentórea se impuso al tumulto reinante.
—¿Qué está pasando aquí?
Tan rotunda y terminante fue la demanda, que todos los ocupantes de la habitación se volvieron para mirar la súbita aparición.
Se trataba de un joven cabo de mirada serena y porte apuesto.
—¿Qué quiere, cabo? —farfulló uno de los sargentos con etílica entonación.
—¡Han intentado violarnos estos soldados! —manifestó Gema a grito pelado.
—Y estos dos caballeros han venido a socorrernos —se apresuró a aclarar Irene.
El rostro del cabo adoptó una expresión de severidad.
—¿Qué tienen que decir a eso, mis sargentos?
El tono carmesí de la embriaguez desapareció de súbito de los rostros de los suboficiales. Era en extremo comprometido que un miembro del estamento militar, aun cuando de inferior graduación, les hubiera sorprendido en tan deleznable acto. Las jóvenes estaban temblorosas, fuertemente abrazadas, y tal situación constituía la prueba más concluyente en contra de sus agresores, lo cual a su vez legitimaba la acción de fuga de los retenidos para acudir en auxilio de ellas.
—Mis sargentos, hagan el favor de abandonar la habitación —requirió el cabo empleando su más respetuosa entonación.
Tras un titubeo previo, los dos suboficiales comprendieron que, dada la situación, lo mejor que podían hacer era seguir la sugerencia de su inferior al mando. Abandonaron la habitación con paso inseguro y tambaleante.
—Ahora ustedes tengan la bondad de regresar a su habitación —dijo el cabo, refiriéndose a Barrientos y Guzmán de Arteaga.
Este último dirigió a Irene una mirada preñada de melancolía. Le hubiera gustado pasar con ella un minuto a solas. Pero los hechos tenían ese cariz, y era necesario plegarse a las circunstancias.
El cabo acompañó a los dos hombres a la habitación donde eran retenidos, y se preocupó de cerrar la puerta con doble vuelta de llave, aun cuando supiera que no servía de mucho hacerlo, ya que antes no habían tenido ninguna dificultad en salvar la cerradura.
Acto seguido, volvió a la habitación donde se encontraban las muchachas, y preguntó:
—¿Quién de ustedes es Irene Vegas Salazar?
Un nuevo estremecimiento recorrió el espinazo de las dos jóvenes. No obstante, Irene se puso en pie.
—Soy yo.
—Tengo algo para usted.
De uno de los bolsillos de su pantalón de campaña extrajo un envoltorio de papel de aluminio. Las pupilas de Irene se dilataron por la emoción.
—Esto me lo dio su madre.
Con dedos temblorosos, Irene deshizo el envoltorio. Era lo que se imaginaba. El dulce navideño que siempre había sido típico en su casa. ¡La manzana asada! Aunque ya no tuviera un aspecto demasiado apetitoso, representaba para ella el símbolo del inmenso amor que le profesaban sus padres. Las lágrimas afloraron en sus ojos.
—Gracias de todo corazón —le dijo al soldado.
—Gracias a usted, porque ya sé cómo ha de ser la hija que merezca tales padres.
Irene empezó a morder la manzana, aunque ya no estuviera en su punto. Su paladar traducía toda sensación placentera en el amor que le tenía su familia. No sabía lo que las próximas horas pudieran depararle, pero en ese instante tenía todas las razones para sentirse dichosa. Era hermoso tener una familia y el corazón de un hombre heroico consagrado a ella.
—Pueden dormir ustedes tranquilas —manifestó el cabo antes de despedirse—. Velaré para que no vuelvan a molestarlas. El Ejército es una gran institución, pero desgraciadamente campan algunos indeseables en sus filas.
—Comprendemos lo que quiere decir —dijo Irene con tono conciliador.
—Han intentado violarnos —terció Gema, aún no repuesta del pánico que había pasado—. Cuando pueda, haré la denuncia.
—Está en su derecho, señorita —dijo el cabo, y salió de la habitación cerrando cuidadosamente la puerta.
Las dos muchachas se acomodaron en las colchonetas que les habían facilitado, disponiéndose a descansar lo que pudieran.
Irene imaginó que Guzmán de Arteaga estaría haciendo lo mismo y que el sueño le sorprendería pensando en ella.

CONTINUARÁ...
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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domingo, 29 de septiembre de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XXV) - El peor lado de la raza humana


NO ADECUADO PARA MENORES DE 18 AÑOS
Había otra joven en la habitación donde retuvieron a Irene. Decía llamarse Gema (Gema, simplemente), y debía de rozar los veinticinco años. Tenía una cara muy bonita. Parecía una hippy de los años 60 del pasado siglo; su negra y lustrosa cabellera casi le rozaba la cintura. Era presa de un ataque de histeria. Se había destacado entre los sublevados de Cimavilla, dispensando un trato rudo y cubriendo de improperios a varios miembros de la corporación municipal del Ayuntamiento de Gijón.
—¡Tía, esto es como en las peores dictaduras! ¡Estos cabrones nos van a matar!
Irene trataba de apaciguarla. La situación era inquietante, pero no hasta alcanzar los niveles drásticos que Gema presentía en medio de su pánico.
Había hecho frío durante la noche. La ventana que comunicaba al exterior aparecía orlada de un complicado diseño producido por la escarcha de la madrugada. De vez en cuando, los ojos de Irene semejaban el pájaro de la libertad; querían extenderse más allá del mar, lejos de los edificios de la ciudad. Y cuando sus pensamientos se posaban en la serenidad, volvían inopinadamente a la imagen del hombre que amaba, el profesor Guzmán de Arteaga. Pero la vida ofrece innumerables distracciones, y ahora Gema, con su indeleble alarmismo, la apartaba de las más hermosas elucubraciones de su mente.
—No temas nada –le dijo investida de una fe misteriosa en el porvenir.
—¿Has visto donde estamos? —se desgañitaba la otra—. ¡Estamos rodeadas de militares!
—Al menos aún no nos han hecho nada.
—No les des tiempo. Ya verás cómo no tardan en comenzar a torturarnos y violarnos.
—¡Qué exagerada eres, tía!
—Ya me lo dirás de aquí a nada.
—De momento, cálmate.
Sin duda algo tendría que suceder, pero ninguno de los que estaban detenidos en ese lugar acertaba a imaginarlo.
La puerta se abrió de repente. Parecía como si los peores vaticinios de Gema fueran a materializarse, por cuanto aparecieron por el vano de la puerta dos sargentos de repulsiva catadura, en plena madurez y metidos en carnes. Las dos muchachas se abrazaron instintivamente. Los sargentos accedieron a la dependencia, cuidándose de cerrar la puerta a sus espaldas.
Gema no pudo sofocar un grito que reverberó en las paredes.
—¡Cállate, putita! —la reconvino uno de los sargentos con voz catarrosa.
Los dos hombres tenían las pupilas reducidas al tamaño de sendas cabezas de alfiler, y acarreaban una desagradable peste a ginebra.
 —¿Qué quieren de nosotras? —preguntó Irene con educada firmeza.
—Sois muy guapas.
Un nuevo alarido se iba a escapar de los labios de Gema, pero Irene tuvo el acierto (o tal vez desacierto) de tapárselos con la mano. La prudencia le dictaba que era mejor no provocar la cólera de esos dos colosos de hombres.
—Les suplico que se vayan de aquí.
—Vamos, putita, no te pongas así… Sólo un poquito de ¡hip!... diversión.
—¡Váyanse inmediatamente!
Uno de los hombres comenzó a manosearlas, aun permaneciendo las dos abrazadas. Gema liberó sus gritos, y esta vez Irene no hizo por retenerlos; ella gritó a su vez.
—¡Malditas zorras!
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).




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sábado, 21 de septiembre de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XXIV) - El despertar de la conciencia


Quienes de alguna manera se habían destacado en las revueltas, fueron conducidos a las dependencias de la Antigua Pescadería Municipal, lugar donde radicaba el puesto de mando del comandante Serrano.
Transcurrió la tarde, e igualmente parte de la noche. A la habitación donde habían encerrado a Guzmán de Arteaga, llevaron a un demacrado Diego Barrientos. Era materialmente imposible escapar de allí. Guzmán de Arteaga acogió a su nuevo compañero como dictaba el sentido de la más sublime camaradería. Los ojos del penado se fijaron en su benefactor, y el asombro hizo que se le dilatasen las pupilas.
 —¡Tú eres el hombre que estaba dentro de la burbuja del cielo! —exclamó con un hilo de voz.
—Tú eres el hombre que estaba en lo alto de la torre —repuso a su vez Guzmán de Arteaga.
—Tú eres quien me envió ese mensaje con auxilio de la paloma mensajera.
—Yo creí, porque antes tú habías creído que era posible lograr un mundo nuevo y bueno.
—Yo había perdido en ese momento todas mis creencias, y verte dentro de la burbuja me hizo recuperarlas. Tal vez con mi rendición, me decía, consiguiera más que enfrentándome al horror de las circunstancias que se habían generado en el interior de la Universidad Laboral.
—La victoria se alcanza siguiendo los caminos de la derrota.
—Es como si dijéramos que Cristo también fracasó.
—Lo de Cristo fue un fracaso en toda regla —aseveró Guzmán de Arteaga—. Las multitudes que le seguían supieron hacer de su vida una victoria.
—Dicen que tenemos a favor la opinión pública —suspiró Barrientos.
—Tal vez sea cuestión de atender a una sola opinión.
La ventana que quedaba cerca estaba guarnecida de sólidos barrotes. El invierno permitía filtrar una luz que rememoraba el claror de las mejores mañanas de abril. Era una pena que las esperanzas hubieran sucumbido, así de súbito. Guzmán de Arteaga sentía que una dulce nostalgia crepitaba en su interior. El nombre de una muchacha joven resonaba por los recovecos de su cerebro. Y el recuerdo de unos labios besados sumía sus miembros en una apacible languidez. Ahora no podía decir que no había conocido la felicidad en esta vida.
***
El coronel Bertin estaba esperando una llamada telefónica de suma importancia. Desde la Delegación del Gobierno le habían comunicado que estuviera pendiente de su móvil. La llamada podía llegar en el momento más inesperado. No sabía realmente cuál era el objeto de la misma, pero empezaba a barruntarse algo.
Se dejó caer en el sillón de su despacho accidental de las dependencias del Jardín Botánico Atlántico. Una fría inmovilidad hizo presa de su cuerpo. Llevaba casi tres días sin descabezar el menor sueño. Empezaba a considerar que la conciencia puede ser más poderosa que el cansancio físico.
—Diego Barrientos —masculló en medio de su soledad.
Se contempló las manos con expresión horrorizada. ¿Qué habían obrado éstas pocas horas antes? ¿Acaso asumir la función de un instrumento de crueldad y vejación? Manos que aparentemente habían de ponerse al servicio de ideales elevados, ahora degradadas a manos de criminal.
—Diego Barrientos.
Un hombre indefenso recibiendo los golpes de unas manos movidas por una cólera homicida. Un coronel del Ejército puesto a la altura de los más despreciables maleantes. Tal era lo evidente.
Junto a él, posado en su escritorio, estaba su móvil de última generación. Lo contemplaba como quien tiene delante una amenaza. Su futuro pendía de ese artilugio tecnológico. En cuanto sonara…
Y sonó por cierto. Una estridente melodía polifónica repercutiendo hasta en los mismos tabiques del despacho. El coronel Bertin tragó saliva, y estableció la comunicación.
No le hizo falta pronunciar palabra. Tal como se había temido, tantos años de intachable carrera a punto de ser tirados por la borda.
La carcasa del móvil, sometida a la presión de su puño, acababa de emitir un crujido preocupante.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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martes, 30 de julio de 2013

Remake de "Viaje a Polonia", treinta años después

Todos los veranos escribo un "libro rápido". Así me gusta denominar a estos trabajos tan intensos que me hacen sentir auténtica vida literaria.
Este año toca hacer un remake del primer libro que intenté escribir en mi vida. 
Fue hace treinta años. Yo tenía entonces 11, y así, de buenas a primeras, sentí el irrefrenable impulso de escribir una historia fantástica. Acaso no fuera la mejor de las historias, pero tenía que intentarlo. La redacción se extendió a lo largo de varios meses, y, vista mi poca experiencia literaria, no pude llegar a concluir el proyecto.
Ahora tengo bastante más edad, y he escrito y terminado algunas otras cosas.
Quizá sienta el mismo miedo que hace treinta años. Tal vez no llegue a buen puerto… tal vez estas letras acaben muriendo, como ocurrió con tantas que llegué a escribir a lo largo de los años. No obstante, el niño que fui bien se merece un nuevo intento.
Procuraré, pues, que este viaje no sea muy distinto del que emprendiera hace treinta años.
Reandar un viejo camino no tiene por qué implicar un fracaso. Y si llegara a resultar así, la culpa se debería sólo a mí, a mi torpeza con la pluma.

Pequeño escritor de hace treinta años, lo voy a intentar de nuevo. Que tu ilusión y fantasía de entonces, me guíen y me iluminen ahora.

Para redactar este libro estoy usando una pluma estilográfica "Inocrom Saga" azul, con plumín M.  Y estoy empleando los cuadernos de la "Papelería Joseph Gibert"  de París; aquéllos en los que es tan agradable escribir con una pluma blanda, como dejara reflejado Umberto Eco en su novela "El nombre de la rosa".

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).

martes, 23 de julio de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XXIII) - La invasión de Cimavilla


IX. La solución encontrada
Hubo que esperar a que la noche cayera para que el comandante Serrano diese la orden de llevar a efecto la acción que había planeado con el visto bueno de su superior al mando, el coronel Bertin. Tal acción se sostenía en el aprovechamiento de unos accesos subterráneos ubicados en las mismas termas romanas de Campo Valdés. Muy pocos sabían que el barrio de Cimavilla tenía el subsuelo recorrido por toda una red de catacumbas que tenían más de dos mil años de antigüedad. El comandante Serrano se enteró de este detalle por medios fortuitos: un catedrático de filosofía jubilado (de nombre Jaime Monsalve, para más señas) dio al militar esta información porque no quería que Cimavilla siguiera sometido a la barbarie de los del 15-M. El comandante Serrano nunca se lo agradecería lo suficiente. Revolviendo en viejos legajos del fondo histórico de la biblioteca municipal, se consiguió dar con un mapa del trazado de las catacumbas de Cimavilla. Gracias a esto, el comandante Serrano pudo planificar una acción eficaz, coordinada, audaz y perentoria. Las salidas de los distintos ramales de los túneles estaban cegadas en la mayor parte de los casos, por lo que se imponía el uso de cargas explosivas. Hubo que calibrar muy bien los lugares donde se llevarían a cabo las explosiones, a efectos de causar los menores daños materiales posibles y ninguno humano. El comandante Serrano y sus auxiliares hubieron de pasar mucho rato barajando las distintas opciones. Fue al anochecer del día 25 de diciembre cuando al fin se dispuso de un plan plausible.
  —Si Dios lo permite, antes de cinco horas habremos liberado Cimavilla —dijo el comandante Serrano, con una chispa de entusiasmo en su mirada.
Se distribuyeron a los soldados por comandos. Cada una de estas agrupaciones tenía su lugar asignado y la hora exacta en que debía pasar a la acción. Los túneles no estaban en tan buen estado como hubiera sido deseable esperar; en algunos sitios el zampeado se había venido abajo por completo, debido a los estragos del paso del tiempo. La hora H estaba fijada para las dos de la madrugada del día 26.
En Cimavilla se disponían a pasar una noche más, ignorantes de la conspiración que se fraguaba bajo sus mismos pies. Después de todo, los sublevados no formaban parte de un comando profesional.
Las explosiones les pillaron completamente desprevenidos. Ni tras el estupor inicial reaccionaron como las circunstancias requerían. Para los integrantes de los comandos, fue asombrosamente sencillo reducirlos a la impotencia.
La acción de los soldados fue más rápida y contundente de lo que en un principio se previera. En cuestión de pocos minutos, se hicieron con los principales enclaves del barrio: la iglesia de San Pedro Apóstol, el Ayuntamiento, la Plaza Mayor, la Casa de Jovellanos, la Antigua Fábrica de Tabacos, la Casa de la Soledad, el Real Club Astur de Regatas, los altos del cerro de Santa Catalina, e incluso el colegio de La Salle. Antes de que transcurriese una hora, el barrio había caído bajo dominio militar.
El coronel Bertin fue debidamente informado de los resultados de estas acciones. A pesar del éxito obtenido, no podía sentirse satisfecho en su fuero íntimo. Diego Barrientos era una espina clavada en su cerebro; el haberle sometido a un trato inhumano empañaba las sublimes aspiraciones de su conciencia. ¿Cómo había podido dejarse arrastrar por la cólera? Todos verían las contusiones y moretones de Barrientos, y sería sobre él, el coronel Bertin, quien recaerían todas las culpas.
La alcaldesa y el párroco de San Pedro Apóstol experimentaron gran alivio al comprobar que Cimavilla volvía a estar bajo el dominio de la ley y el orden. Pero tanto la primer edil como el padre Leandro habían llegado a sentir cierta simpatía por sus respectivos captores. Aquélla había tenido conversaciones muy interesantes con el joven Sebastián Amorós, y, en algún momento, su naturaleza se rebeló, llegando a experimentar cierto asomo de atracción física. Algo similar, aunque, como era de lógica, no del todo igual, venía a ocurrir en el caso del sacerdote con Borja, su captor. Habían congeniado bastante en el transcurso de esos dos días que llevaban conviviendo forzosamente, y habían acercado posturas por medio del mágico vínculo de la palabra. Borja ya no veía el asunto religioso como algo aburrido, desfasado y restrictivo; no estaba del todo mal tener unas creencias apoyadas en la fe. Por su parte, el padre Leandro dejó de ver la huella del maligno en todo lo que no tuviera que ver con los asuntos de la Santa Madre Iglesia; el joven Borja le había escuchado, y alguna impronta de estas conversaciones había quedado en su espíritu. Después de todo, era bueno prestar oídos a personas de distintos pareceres.
Tanto Sebastián como Borja se habían ganado la amistad de miembros de la sociedad que antes tanta inquina les inspirara. Pero esto no les eximió de ser de los primeros detenidos por los militares.
Había que depurar responsabilidades; de eso no cabía la menor duda. Las fuerzas de orden público aguardaban las instrucciones de la autoridad competente. Mientras tanto, proliferaban los chivatazos y las acusaciones traicioneras. A muchos de los que habían participado en los levantamientos, no les dolían prendas en arrastrar consigo a los que hasta hacía poco habían sido sus camaradas del alma.
Así fue como alguien, que en ningún momento diera la cara, acusó a Guzmán de Arteaga del papel que había desempeñado en toda esta historia. Y quien vio a Guzmán de Arteaga también había visto a Irene Vegas. Estaban juntos en el Colegio “La Salle” cuando la policía fue a prenderlos. Juntos se los llevaron, aunque en distintos coches celulares.
—¡Guzmán! —chilló Irene, cuando notó que unos brazos rudos le apartaban del hombre que amaba.
Guzmán de Arteaga mostró más discreción. Pero lo que sus palabras no expresaron, quedó evidente en el brillo de sus ojos. Un hombre de tanta edad enamorado de una joven tan bella. No le importaba la mirada de escándalo que le dirigía el director del colegio. El grito de Irene lo había dejado todo bien claro. Guzmán de Arteaga no podría volver a su trabajo entre esos muros. ¿Qué más daba? ¿Por qué no dar salida a su sentimiento, ahora que había desaparecido para siempre el fantasma de Ederita?
—Irene, te amo.
Los ojos de ella reventaron en chispas de felicidad, mientras se la llevaban los policías.

Guzmán de Arteaga no tuvo más remedio que quitarse las gafas; los vidrios estaban completamente empapados por la lluvia de sus emociones. ¿Quién lo iba a decir?: él también había sucumbido al lastre de los sentimientos. Igualmente, lo aprehendieron los policías. Llevaban ademán de conducirle a un lugar del que no tenía ni idea. Todos los que estaban en el colegio, se le quedaron mirando con expresiones indescifrables.

CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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lunes, 15 de julio de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XXII) - ¡A Cimavilla!


Después les llegó el turno a los mal denominados terroristas. Arrojaron las armas por el susodicho ventanal, y fueron saliendo en fila de a uno. Enseguida acudieron soldados que les apuntaron con sus metralletas, en espera de las disposiciones que se hubieran de tomar a continuación.
—Pongan los brazos en alto —les ordenó un cabo primero.
Obedecieron en silencio. Sumaban un total de sesenta miembros; los otros habían escapado cobardemente por otros lugares. Ahora era cuando los que quedaban podían pensar, con todo acierto, que se habían perdido sus esperanzas en el futuro.
—¿Llevan más armas escondidas? —insistió el cabo primero.
—Pueden cachearnos, si lo prefieren —dijo Arsenio Corchado, erigiéndose en portavoz del grupo.
—Sin duda lo haremos.
A todo esto, se acercó el responsable de los servicios periféricos de educación de la provincia de Ciudad Real. Enarboló un dedo acusador hacia el grupo en su conjunto, farfullando con voz de perro:   
—¡Me… tanlos a todos… en la cárcel! ¡Han… observado con… nosotros… un trato… inhumano!
La indignación se retrató en la fisonomía de Arsenio Corchado. ¡Cómo podía ser tan miserable ese sibarita engolado! La infamia siempre busca la ocasión para ensañarse con los más débiles.

***

Barrientos no podía abrir los ojos. Tan sólo era consciente de que en un momento dado de la última hora se los habían golpeado con ciega saña. Su antiguo superior al mando había perdido el control por completo. Esposado de ambas manos, Barrientos no podía hacer otra cosa que encajar los golpes que aquél quisiera darle.
—¿Tuviste algo que ver con el fenómeno que se produjo en el cielo?
Esta pregunta no pudo por menos de causarle una honda turbación. Parecía que, puestos a proferir acusaciones, el coronel Bertin hubiera encontrado en Barrientos el cabeza de turco perfecto. Éste optó por guardar silencio.
—Cuando estabas a mi mando, solías mostrarte más locuaz y diligente. Algo ha cambiado con los años. Ahora que eres un terrorista en toda regla, no despegas la boca. ¡Maldito miserable!
Le largó otro derechazo en la boca del estómago. Barrientos se retorció de dolor en la silla. Ya le costaba imaginar cuáles eran las auténticas pretensiones del coronel Bertin. ¿Acaso matarle de un modo discreto y solapado? Sea como fuere, él ya había dejado de sentir temor por nada.
En ese momento llamaron suavemente a la puerta. El coronel Bertin se mostró azorado; no esperaba que interrumpieran su “intimidad” con su antiguo subordinado… Y menos en tales condiciones.
—¡Adelante! —concedió de mala gana.
Hizo su entrada un teniente espetado y barbilampiño. Dirigió una mirada de espanto al prisionero, y acto seguido le tendió un papel a su superior. Luego, sin decir palabra, se cuadró y se fue por donde había venido.
—¿Qué demonios es esto?
El coronel observó que se trataba de un fax remitido por la Delegación del Gobierno en Asturias. No le gustó nada lo que leyó, a juzgar por la cara que puso. Es más, cualquiera hubiera pensado que su gesto delataba un asomo de pánico.
—Vas a tener suerte, desgraciado pelanas.
—Me da igual la suerte que me proporciones —musitó Barrientos con los labios hinchados.
El coronel Bertin hizo ademán de pegarle de nuevo, pero finalmente se contuvo. Se encaminó a la puerta, y llamó a gritos a uno de sus subordinados. Entró el mismo teniente de antes.
—Dispongan al prisionero para el traslado a la base del comandante Serrano… Y quítenle las esposas.
—A sus órdenes, mi coronel.
Barrientos experimentó un inmenso alivio al verse libre de los cercos de acero en sus muñecas.
El coronel Bertin siguió ladrando órdenes:
—Los prisioneros de la Universidad Laboral han de ser asimismo trasladados.
—El transporte estará dispuesto de inmediato —dijo el teniente, poniéndose en posición de firmes.
—Pues no perdamos tiempo.
Barrientos notó la comedida presión de la mano del teniente en su brazo, haciéndole ponerse en pie. Fue entonces cuando una súbita incertidumbre se adueñó de su espíritu.
—¿Adónde me llevan?
—Ahora lo verá —le dijo el teniente con tono respetuoso. Pero el coronel Bertin no tuvo inconveniente en ser más explícito:
—¡A Cimavilla!

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


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jueves, 20 de junio de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XXI) - Interrogatorio


—¡No se mueva! —sonó una voz imperativa a sus espaldas.
Él estaba tieso e inmóvil como una estaca. Notó que una mano firme le arrebataba el fusil.
—Coloque las manos atrás.
Obedeció mecánicamente. Enseguida sus muñecas sintieron la fría e incómoda opresión de unas esposas. ¿Tal era el fin de toda esa aventura?
—Dese la vuelta.
Al hacerlo se topó con la inflexible catadura de dos suboficiales: un brigada y un sargento. Ambos le apuntaban con sus metralletas.
—Identifíquese —le exigió el brigada.
—Soy Diego Barrientos —dijo con sereno aplomo—. Soy el jefe de todos los que han retenido a los altos cargos de Educación en la Universidad Laboral. Solicito presentarme ante el superior de ustedes, el coronel Bertin.
—No tendrá que pedirlo dos veces —dijo el sargento.
Adoptando las debidas precauciones, lo llevaron al recinto del Jardín Botánico Atlántico. Era incómodo caminar con las manos esposadas a las espaldas. Pero todo había dejado de importarle; no le causaba la menor inquietud lo que pudieran hacer con él.
Las oficinas del recinto habían sido literalmente ocupadas por los militares. El coronel Bertin había establecido su puesto de mando en el despacho del director. Barrientos fue conducido allí a empujones; dentro de las dependencias militares, no tenían por que andarse con miramientos con él.
El coronel Bertin estaba sentado a la mesa escritorio. Con un gesto de su cabeza dispuso que le dejaran a solas con el prisionero. Su mirada mostraba una expresión particularmente aviesa. La puerta se cerró con un enérgico estampido. Se encontraban frente a frente.
 —Volvemos a estar juntos —dijo el coronel con sorna—. Tienes el talento de resultarme fastidioso en extremo.
Barrientos no pronunció palabra. Su rostro, si bien abatido, no traslucía el menor miedo o aprensión.
—Sería de educación decir por lo menos buenas tardes —insinuó el coronel Bertin.
—Buenas tardes, buenas noches y buenos días —dijo Barrientos al cabo, sin poder reprimir cierta mueca despectiva.
Una carcajada sofocada deformó las apretadas facciones del coronel Bertin.
 —Observo que no has perdido tus rasgos de humor improcedente.
—Y yo observo que su arrogancia permanece en el mismo sitio —arguyó Barrientos.
El coronel se puso en pie y se encaminó hacia su prisionero.
—Mi arrogancia y todo lo demás.
Sin pensarlo demasiado, le propinó a Barrientos un puñetazo en la boca del estómago. El agredido dobló su espinazo en reacción instintiva al dolor. Su paladar experimentó el acre sabor de la sangre. No sabía de qué se extrañaba; esto era lo mejor que cabía esperar del que en su día fuera su superior al mando.
 —Tengo las manos esposadas —musitó tan pronto se rehizo del efecto del golpe.
—No me interesa lo más mínimo —repuso el coronel Bertin, flechándole con la mirada.
—Sin duda nuestros conceptos de la valentía varían sustancialmente.
—Por eso opino que no eres sino un maldito cobarde.
—Ya no sé qué decirle.
En ese momento sonó el teléfono móvil del coronel. Escuchó lo que tenían que comunicarle. La perplejidad fue como un tinte que se extendió por todo su rostro. Casi en contra de su voluntad, dijo:
—Me informan que acaban de liberar a los secuestrados de la Universidad Laboral.
—Yo les dije que los dejaran libres —declaró Barrientos, con la voz tomada por volutas de sangre—. Los habrán soltado por una de las ventanas traseras, puesto que la barricada de la portada principal hace imposible el desalojo por ese lado.
—Me sobran tus explicaciones. Estaba todo planeado para que mis hombres entraran a rescatarlos usando el conducto de las alcantarillas.
—Ya no hace falta. Yo soy el responsable de haber instigado a mis compañeros. Quiero que la mayor pena recaiga en mí.
—Tú no eres juez para decidir eso.
—Ni usted es quién para ver algo distinto a lo aparente.
Otro golpe en el estómago, esta vez tan certero y contundente, que Barrientos acabó cayendo sobre sus rodillas. Las lágrimas afloraron involuntariamente en sus ojos. Su cuerpo acusaba el dolor, pero su alma jamás sería doblegada. Al fin y al cabo, todo esto formaba parte de lo esperado.
—¡No me quites las esposas! —farfulló Barrientos con el semblante alterado por un coraje suicida—. ¡Sigue golpeándome! ¡Alivia en mí todo el peso de tu odio y rencor! Aunque si quieres, quítame las esposas y sigue pegándome. Verás que no te respondo. Yo ya aprendí de la vida todo lo que me hacía falta saber.
El coronel mostró a lo primero una expresión de perplejidad. Luego emitió una sonrisa vulpina, y dijo:
—Acabarás cerciorándote de que tu aprendizaje no ha hecho más que empezar.

CONTINUARÁ...
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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lunes, 27 de mayo de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XX) - Al otro lado de la barricada


Tras considerarlo brevemente, dio aviso a una representación de sus camaradas para comunicarles la decisión que había tomado. Arsenio Corchado no pudo asistir por encontrarse en el edificio de Radiotelevisión, aislado del cuerpo principal de la Universidad Laboral, pero aun así se recurrió a una llamada telefónica con el sistema de manos libres.

—Es muy sencillo lo que tengo que manifestaros —empezó diciendo Barrientos—. No podemos ir más allá. Si queremos evitar que esto degenere en una desgracia, debemos rendirnos y dar la libertad a los retenidos.

Un silencio de indignación sucedió a estas palabras.

—¿Cómo puedes ser tan miserable? —le increpó Abraham Cortés, uno de sus más fanáticos camaradas.

—Se prefiere ser un miserable a un desalmado —repuso Barrientos.

—¿Y te crees que estos jefazos de Educación no son unos desalmados cuando nos tratan como a sabandijas?

—Diré que toda la culpa fue mía, que yo os instigué, que me hago responsable de todas las acciones. Y no dudéis que me creerán. No en vano he llevado la voz cantante de cara al público.

—¿Das por hecho que vamos a ir a la cárcel? —preguntó Ignacio Puebla, un profesor de Historia bajito y rechoncho.

—No soy experto en leyes, pero se nos exigirán responsabilidades. Y yo trataré de llevar la mayor parte en las mismas.

—Lo que debemos hacer es empezar a cargarnos a los rehenes —sugirió Abraham Cortés—. Así sabrán que vamos en serio.

Un silencio expectante acogió esta propuesta.

—¡Te has vuelto loco, Abraham! —le recriminó Barrientos.

—Se nos está yendo el Norte —declaró Arsenio Corchado a través del teléfono móvil.

—María de la Encina Canales, nuestra respetable compañera —dijo Barrientos—, me ha asegurado que lo que hemos hecho no ha caído en saco roto. Hemos conseguido que la opinión pública se ponga de nuestro lado, aquí en España… y en el extranjero. No habremos logrado nuestro objetivo inicial, pero quizá no todo se haya perdido.

—Eres una rata miserable —le increpó Abraham Cortés—. ¿Cómo habremos podido confiar en un cobarde para que nos conduzca a este callejón sin salida?

—¿No comprendes una cosa, pedazo de burro? Te estoy diciendo que yo cargo con todas las responsabilidades. ¿Y te atreves a llamarme cobarde? Soy yo quien va a dar la cara por todos vosotros.

Abraham Cortés se puso en pie hinchando el pecho. Se encaminó al encuentro de Barrientos, midiéndole con la mirada.

—¿Qué sabrás tú del valor, mequetrefe?

Barrientos miró hacia arriba. Su antagonista era un coloso que le sacaba varios centímetros de estatura. Sintió un estallido de adrenalina en sus piernas.

—¿Me vas a agredir, Abraham?

—¡Maldito cobarde!

El coraje de Barrientos no pudo contenerse más. Disparó un rodillazo hacia el escroto de Abraham Cortés. Éste se tambaleó como una columna en un terremoto, revistiéndose su rostro de alarmante palidez.

Barrientos notó cómo una súbita oleada de remordimiento le creaba una especie de mareo. ¿Cómo podían haber llegado las cosas a ese extremo? Tenía la certeza de que en cuanto Cortés se recobrase del repentino acceso de dolor, no tardaría en buscar la revancha, lo lógico y normal cuando las disputas estallaban. Barrientos se juzgaba lo suficientemente preparado para enfrentarse a una lucha cuerpo a cuerpo. No obstante, la ola de remordimiento en su interior era demasiado arrolladora, alimentada por su creciente sensación de fracaso. Toda causa que no ha triunfado necesita de un mártir, un cabeza de turco, y él se encontraba listo para asumir ese papel.

—Abraham, perdóname —entonó de un modo que sonó cual voz de falsete.

—¡Le has aplastado los huevos! —comentó un tal Elías Pardo, funcionario administrativo en un colegio de Coslada.

—Perdóname, Abraham —insistió Barrientos.

El agredido hizo esfuerzos por ponerse en pie. Cojeando, se aproximó adonde lo aguardaba Barrientos. Este último tenía la mirada llena de desolación. La mayor estatura de Cortés creaba un grotesco contraste con la de Barrientos. 

—Eras el único que podría habernos llevado a la victoria, el único al que yo hubiera seguido ciegamente. Me has pegado en un impulso de rabia. Tengo motivos para triturarte con mis manos. Pero si lo hiciera, lo tendrías demasiado fácil. Ahora te corresponde enfrentarte a humillaciones que ni le desearía al peor de mis enemigos.

Acto seguido se miraron en silencio. Barrientos aún tenía los ojos húmedos. No sostuvieron mucho rato la mirada. Por impulso mutuo, se dieron un abrazo fraternal. Luego se separaron, y Barrientos dijo:

—Debo ir a enfrentarme a mi cobardía.

—Diego, eres el hombre más valiente que he conocido —dijo Arsenio Corchado desde el teléfono móvil.

—Iré a rendirme con el arma en alto. Procuraré lograr unas buenas condiciones para todos vosotros. Me echaré todas las culpas imaginables. Diré que he amenazado a quien intentara favorecer a los retenidos. Supongo que luego tendréis que soltarlos y rendiros vosotros mismos... Camaradas, ha sido un honor compartir con vosotros todos estos momentos de gloria.

Las palabras de Barrientos, aunque pretendieran ser alentadoras, obraron un efecto de pánico entre todos sus interlocutores. Las dudas, las incertidumbres, los ánimos quebrantados, se cobraron su tributo en lo profundo de esas almas intrépidas.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó un joven maestro, con voz entrecortada. Se llamaba José Monsalve. Estaba lo que se dice recién casado, y su mujer esperaba un hijo. Su pregunta era cortante como el filo de un cuchillo.

—Ten por seguro —le respondió Barrientos— que aunque hayamos fracasado, hemos hecho algo grande, que será recordado por mucho tiempo.

—Yo no dejé a mi mujer, valiéndome de engaños, para que ahora todo esto no haya servido de nada.

—Volverás al lado de tu mujer.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Te lo garantizo.

La discusión finalizó con la rotundidad con que había comenzado. Barrientos tomó en un aparte su teléfono móvil, le quitó la opción de manos libres y le dijo a Arsenio Corchado:

—Ocúpate de que los retenidos sean liberados del modo más civilizado posible.

De haber estado presente, Arsenio Corchado le hubiera dado un abrazo de cariño y profunda camaradería.

Sin pensárselo dos veces, Barrientos tomó su fusil y con paso tardo se encaminó a la portada del recinto de la Universidad Laboral. Empezaba a barruntar el peligro de no saber lo que pudiera ocurrirle a partir de entonces. Un milagro había hecho nevar sobre el cielo soleado de la ciudad de Gijón; ahora el alma de un hombre se encontraba a punto de mostrar el milagro de la valentía sin límites. Barrientos era un hombre que había vivido y sufrido desmesuradamente. No le inquietaba el hecho de dar triste corolario a sus años por mor de un noble ideal.

Llegó junto a los hombres que estaban vigilando la barricada formada justo en el espacio de entrada de la Universidad Laboral. Reconocieron a Barrientos, y, además, Arsenio Corchado ya les había informado de las intenciones de aquél por medio de una llamada al móvil. Aunque ya se lo habían avisado, no pudieron creerlo hasta que lo vieron con sus propios ojos.

—Muchachos, que tengáis mucha suerte. Reuniros con los demás y esperad pacientemente lo que haya de ser. Buscan una cabeza de turco, y aquí me tienen.

Ninguno de los centinelas le dijo la menor palabra. Resultaba evidente que muchos le estaban perdiendo el respeto por su aparente acto de cobardía. Después de todo, ni tan siquiera entendía la razón por la que obraba así. Trepó dificultosamente por la barricada, tratando de soslayar el peligro de ensartarse con alguna pata de silla o algún afilado listón de madera. Le infundía cierto temor la compacidad de la barricada. Una barricada constituye un mundo aparte, albergando en sus entrañas el coraje de los oprimidos y la rabia de los impotentes para dar un giro a la situación.

De inmediato, se encontró al otro lado. Se puso a caminar por la deliberadamente despejada explanada de aparcamiento. Le constaba que los soldados del coronel Bertin ya habrían detectado su presencia. Por eso situó su fusil en alto, sujetándolo con entrambas manos. Así entenderían que llevaba intención de rendirse.

Una bala pasó silbando muy cerca de sus oídos, y levantó una polvareda en el suelo, a escasamente un metro de donde él estaba. Alguien habría apretado el gatillo con demasiada facilidad. Su instinto le avisó que era mejor que se quedase parado en el sitio, aguardando lo que tuviera que sucederle.

CONTINUARÁ…


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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