Tras
considerarlo brevemente, dio aviso a una representación de sus camaradas para
comunicarles la decisión que había tomado. Arsenio Corchado no pudo asistir por
encontrarse en el edificio de Radiotelevisión, aislado del cuerpo principal de
la Universidad Laboral, pero aun así se recurrió a una llamada telefónica con
el sistema de manos libres.
—Es
muy sencillo lo que tengo que manifestaros —empezó diciendo Barrientos—. No
podemos ir más allá. Si queremos evitar que esto degenere en una desgracia,
debemos rendirnos y dar la libertad a los retenidos.
Un
silencio de indignación sucedió a estas palabras.
—¿Cómo
puedes ser tan miserable? —le increpó Abraham Cortés, uno de sus más fanáticos
camaradas.
—Se
prefiere ser un miserable a un desalmado —repuso Barrientos.
—¿Y
te crees que estos jefazos de Educación no son unos desalmados cuando nos
tratan como a sabandijas?
—Diré
que toda la culpa fue mía, que yo os instigué, que me hago responsable de todas
las acciones. Y no dudéis que me creerán. No en vano he llevado la voz cantante
de cara al público.
—¿Das
por hecho que vamos a ir a la cárcel? —preguntó Ignacio Puebla, un profesor de
Historia bajito y rechoncho.
—No
soy experto en leyes, pero se nos exigirán responsabilidades. Y yo trataré de
llevar la mayor parte en las mismas.
—Lo
que debemos hacer es empezar a cargarnos a los rehenes —sugirió Abraham
Cortés—. Así sabrán que vamos en serio.
Un
silencio expectante acogió esta propuesta.
—¡Te
has vuelto loco, Abraham! —le recriminó Barrientos.
—Se
nos está yendo el Norte —declaró Arsenio Corchado a través del teléfono móvil.
—María
de la Encina Canales, nuestra respetable compañera —dijo Barrientos—, me ha
asegurado que lo que hemos hecho no ha caído en saco roto. Hemos conseguido que
la opinión pública se ponga de nuestro lado, aquí en España… y en el
extranjero. No habremos logrado nuestro objetivo inicial, pero quizá no todo se
haya perdido.
—Eres
una rata miserable —le increpó Abraham Cortés—. ¿Cómo habremos podido confiar
en un cobarde para que nos conduzca a este callejón sin salida?
—¿No
comprendes una cosa, pedazo de burro? Te estoy diciendo que yo cargo con todas
las responsabilidades. ¿Y te atreves a llamarme cobarde? Soy yo quien va a dar
la cara por todos vosotros.
Abraham
Cortés se puso en pie hinchando el pecho. Se encaminó al encuentro de
Barrientos, midiéndole con la mirada.
—¿Qué
sabrás tú del valor, mequetrefe?
Barrientos
miró hacia arriba. Su antagonista era un coloso que le sacaba varios
centímetros de estatura. Sintió un estallido de adrenalina en sus piernas.
—¿Me
vas a agredir, Abraham?
—¡Maldito
cobarde!
El
coraje de Barrientos no pudo contenerse más. Disparó un rodillazo hacia el
escroto de Abraham Cortés. Éste se tambaleó como una columna en un terremoto,
revistiéndose su rostro de alarmante palidez.
Barrientos
notó cómo una súbita oleada de remordimiento le creaba una especie de mareo.
¿Cómo podían haber llegado las cosas a ese extremo? Tenía la certeza de que en
cuanto Cortés se recobrase del repentino acceso de dolor, no tardaría en buscar
la revancha, lo lógico y normal cuando las disputas estallaban. Barrientos se
juzgaba lo suficientemente preparado para enfrentarse a una lucha cuerpo a
cuerpo. No obstante, la ola de remordimiento en su interior era demasiado
arrolladora, alimentada por su creciente sensación de fracaso. Toda causa que
no ha triunfado necesita de un mártir, un cabeza de turco, y él se encontraba
listo para asumir ese papel.
—Abraham,
perdóname —entonó de un modo que sonó cual voz de falsete.
—¡Le
has aplastado los huevos! —comentó un tal Elías Pardo, funcionario
administrativo en un colegio de Coslada.
—Perdóname,
Abraham —insistió Barrientos.
El
agredido hizo esfuerzos por ponerse en pie. Cojeando, se aproximó adonde lo
aguardaba Barrientos. Este último tenía la mirada llena de desolación. La mayor
estatura de Cortés creaba un grotesco contraste con la de Barrientos.
—Eras
el único que podría habernos llevado a la victoria, el único al que yo hubiera
seguido ciegamente. Me has pegado en un impulso de rabia. Tengo motivos para
triturarte con mis manos. Pero si lo hiciera, lo tendrías demasiado fácil.
Ahora te corresponde enfrentarte a humillaciones que ni le desearía al peor de
mis enemigos.
Acto
seguido se miraron en silencio. Barrientos aún tenía los ojos húmedos. No sostuvieron
mucho rato la mirada. Por impulso mutuo, se dieron un abrazo fraternal. Luego
se separaron, y Barrientos dijo:
—Debo
ir a enfrentarme a mi cobardía.
—Diego,
eres el hombre más valiente que he conocido —dijo Arsenio Corchado desde el
teléfono móvil.
—Iré
a rendirme con el arma en alto. Procuraré lograr unas buenas condiciones para
todos vosotros. Me echaré todas las culpas imaginables. Diré que he amenazado a
quien intentara favorecer a los retenidos. Supongo que luego tendréis que
soltarlos y rendiros vosotros mismos... Camaradas, ha sido un honor compartir
con vosotros todos estos momentos de gloria.
Las
palabras de Barrientos, aunque pretendieran ser alentadoras, obraron un efecto
de pánico entre todos sus interlocutores. Las dudas, las incertidumbres, los
ánimos quebrantados, se cobraron su tributo en lo profundo de esas almas
intrépidas.
—¿Qué
hacemos aquí? —preguntó un joven maestro, con voz entrecortada. Se llamaba José
Monsalve. Estaba lo que se dice recién casado, y su mujer esperaba un hijo. Su
pregunta era cortante como el filo de un cuchillo.
—Ten
por seguro —le respondió Barrientos— que aunque hayamos fracasado, hemos hecho
algo grande, que será recordado por mucho tiempo.
—Yo
no dejé a mi mujer, valiéndome de engaños, para que ahora todo esto no haya
servido de nada.
—Volverás
al lado de tu mujer.
—¿Cómo
puedes estar tan seguro?
—Te
lo garantizo.
La
discusión finalizó con la rotundidad con que había comenzado. Barrientos tomó
en un aparte su teléfono móvil, le quitó la opción de manos libres y le dijo a
Arsenio Corchado:
—Ocúpate
de que los retenidos sean liberados del modo más civilizado posible.
De
haber estado presente, Arsenio Corchado le hubiera dado un abrazo de cariño y
profunda camaradería.
Sin
pensárselo dos veces, Barrientos tomó su fusil y con paso tardo se encaminó a
la portada del recinto de la Universidad Laboral. Empezaba a barruntar el
peligro de no saber lo que pudiera ocurrirle a partir de entonces. Un milagro
había hecho nevar sobre el cielo soleado de la ciudad de Gijón; ahora el alma
de un hombre se encontraba a punto de mostrar el milagro de la valentía sin
límites. Barrientos era un hombre que había vivido y sufrido desmesuradamente.
No le inquietaba el hecho de dar triste corolario a sus años por mor de un
noble ideal.
Llegó
junto a los hombres que estaban vigilando la barricada formada justo en el
espacio de entrada de la Universidad Laboral. Reconocieron a Barrientos, y,
además, Arsenio Corchado ya les había informado de las intenciones de aquél por
medio de una llamada al móvil. Aunque ya se lo habían avisado, no pudieron
creerlo hasta que lo vieron con sus propios ojos.
—Muchachos,
que tengáis mucha suerte. Reuniros con los demás y esperad pacientemente lo que
haya de ser. Buscan una cabeza de turco, y aquí me tienen.
Ninguno
de los centinelas le dijo la menor palabra. Resultaba evidente que muchos le
estaban perdiendo el respeto por su aparente acto de cobardía. Después de todo,
ni tan siquiera entendía la razón por la que obraba así. Trepó dificultosamente
por la barricada, tratando de soslayar el peligro de ensartarse con alguna pata
de silla o algún afilado listón de madera. Le infundía cierto temor la
compacidad de la barricada. Una barricada constituye un mundo aparte,
albergando en sus entrañas el coraje de los oprimidos y la rabia de los
impotentes para dar un giro a la situación.
De
inmediato, se encontró al otro lado. Se puso a caminar por la deliberadamente
despejada explanada de aparcamiento. Le constaba que los soldados del coronel
Bertin ya habrían detectado su presencia. Por eso situó su fusil en alto,
sujetándolo con entrambas manos. Así entenderían que llevaba intención de
rendirse.
Una
bala pasó silbando muy cerca de sus oídos, y levantó una polvareda en el suelo,
a escasamente un metro de donde él estaba. Alguien habría apretado el gatillo
con demasiada facilidad. Su instinto le avisó que era mejor que se quedase
parado en el sitio, aguardando lo que tuviera que sucederle.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).