Quienes de alguna manera se habían destacado en las revueltas, fueron conducidos a las dependencias de la Antigua Pescadería Municipal, lugar donde radicaba el puesto de mando del comandante Serrano.
Transcurrió
la tarde, e igualmente parte de la noche. A la habitación donde habían
encerrado a Guzmán de Arteaga, llevaron a un demacrado Diego Barrientos. Era
materialmente imposible escapar de allí. Guzmán de Arteaga acogió a su nuevo
compañero como dictaba el sentido de la más sublime camaradería. Los ojos del
penado se fijaron en su benefactor, y el asombro hizo que se le dilatasen las
pupilas.
—¡Tú eres el hombre que estaba dentro de la
burbuja del cielo! —exclamó con un hilo de voz.
—Tú
eres el hombre que estaba en lo alto de la torre —repuso a su vez Guzmán de
Arteaga.
—Tú
eres quien me envió ese mensaje con auxilio de la paloma mensajera.
—Yo
creí, porque antes tú habías creído
que era posible lograr un mundo nuevo y bueno.
—Yo
había perdido en ese momento todas mis creencias, y verte dentro de la burbuja
me hizo recuperarlas. Tal vez con mi rendición, me decía, consiguiera más que
enfrentándome al horror de las circunstancias que se habían generado en el
interior de la Universidad Laboral.
—La
victoria se alcanza siguiendo los caminos de la derrota.
—Es
como si dijéramos que Cristo también fracasó.
—Lo
de Cristo fue un fracaso en toda regla —aseveró Guzmán de Arteaga—. Las
multitudes que le seguían supieron hacer de su vida una victoria.
—Dicen
que tenemos a favor la opinión pública —suspiró Barrientos.
—Tal
vez sea cuestión de atender a una sola opinión.
La
ventana que quedaba cerca estaba guarnecida de sólidos barrotes. El invierno
permitía filtrar una luz que rememoraba el claror de las mejores mañanas de
abril. Era una pena que las esperanzas hubieran sucumbido, así de súbito.
Guzmán de Arteaga sentía que una dulce nostalgia crepitaba en su interior. El
nombre de una muchacha joven resonaba por los recovecos de su cerebro. Y el
recuerdo de unos labios besados sumía sus miembros en una apacible languidez.
Ahora no podía decir que no había conocido la felicidad en esta vida.
***
El
coronel Bertin estaba esperando una llamada telefónica de suma importancia.
Desde la Delegación del Gobierno le habían comunicado que estuviera pendiente
de su móvil. La llamada podía llegar en el momento más inesperado. No sabía
realmente cuál era el objeto de la misma, pero empezaba a barruntarse algo.
Se
dejó caer en el sillón de su despacho accidental de las dependencias del Jardín
Botánico Atlántico. Una fría inmovilidad hizo presa de su cuerpo. Llevaba casi
tres días sin descabezar el menor sueño. Empezaba a considerar que la conciencia
puede ser más poderosa que el cansancio físico.
—Diego
Barrientos —masculló en medio de su soledad.
Se
contempló las manos con expresión horrorizada. ¿Qué habían obrado éstas pocas
horas antes? ¿Acaso asumir la función de un instrumento de crueldad y vejación?
Manos que aparentemente habían de ponerse al servicio de ideales elevados,
ahora degradadas a manos de criminal.
—Diego
Barrientos.
Un
hombre indefenso recibiendo los golpes de unas manos movidas por una cólera
homicida. Un coronel del Ejército puesto a la altura de los más despreciables
maleantes. Tal era lo evidente.
Junto
a él, posado en su escritorio, estaba su móvil de última generación. Lo
contemplaba como quien tiene delante una amenaza. Su futuro pendía de ese
artilugio tecnológico. En cuanto sonara…
Y
sonó por cierto. Una estridente melodía polifónica repercutiendo hasta en los
mismos tabiques del despacho. El coronel Bertin tragó saliva, y estableció la
comunicación.
No
le hizo falta pronunciar palabra. Tal como se había temido, tantos años de
intachable carrera a punto de ser tirados por la borda.
La
carcasa del móvil, sometida a la presión de su puño, acababa de emitir un
crujido preocupante.
CONTINUARÁ…
No hay comentarios:
Publicar un comentario