domingo, 15 de octubre de 2017

Ronda, un viaje inesperado (y VIII): La Mina Secreta


Otra vez puesto de pechos en el parapeto del Puente Nuevo, por el lado cuya vista se abre a las ahora soleadas casas colgadas. Un momento delicioso de la mañana, si bien el calor estival empezaba a hacerse insoportable. La blancura solar de las casas colgadas formaba un armonioso contraste con el verdor y la aridez del tajo, y con la cinta azul del río Guadalevín. No es de extrañar que Ronda esté hermanada con la ciudad de Cuenca por el asunto de las casas colgadas, y me sería difícil decidir cuál de las dos se lleva la palma en este caso, ya que por las maravillas de sus respectivos entornos compiten reñidamente en belleza; por ello, la solución más factible es un amistoso hermanamiento entre las dos ciudades, una manchega y la otra andaluza. Justo debajo de mí contemplaba la terraza de un restaurante que tenía el aliciente de la proximidad del Puente Nuevo y el hecho de estar asentada junto al mismo filo del abismo. Se veían algunos grupos de turistas disfrutando de un desayuno tardío. A media distancia, la curva del río y sus farallones no permitían distinguir otra porción importante de Ronda, donde están tendidos sus puentes más antiguos.


La última parte de mi visita me llevaría a tratar de descubrir la belleza de los lugares que había soslayado la víspera. A este tenor, crucé por enésima vez el Puente Nuevo, ahora todo él bañado por el sol, y tiré hacia la plazuela donde se ubica el monumento a los viajeros románticos. Desde ahí bajé por la cuesta de Santo Domingo (no la de Pamplona, por cierto). No creo que exagere al afirmar que se trata de una de las calles más bellas de Andalucía, y por extensión de toda España. No es que haya mucha anchura, pero en ese breve espacio se aprietan tentadores restaurantes, terrazas en sombra y coquetos jardincillos. Las fachadas muestran la solera del paso de los siglos. En el primer recodo de la cuesta, por así decirlo, me topé con un cartel anunciador de la proximidad de la Casa del Rey Moro, junto a una pintura que recreaba la figura de una religiosa, ya desvaída por el paso del tiempo y los ultrajes de la intemperie. En la misma fachada, a escasos metros, sobre el dintel de una puerta de no mucha altura, aprecié otra pintura, en mejor estado que la anterior, que por las trazas se correspondía con el retrato de un árabe de estirpe real; posteriormente me enteraría de que se trataba del rey musulmán Abomelic, de la estirpe de los benimerines.




A cosa de cuarenta metros, me situé junto a la entrada de la Casa del Rey Moro. La casa en sí estaba sometida a obras de restauración, y el acceso a la misma quedaba vedado al público. En cambio, sí que era visitable lo que se llama La Mina Secreta, y también los Jardines Colgantes de Forestier. Me hice con la entrada, al módico precio de 5 euros, y me dispuse a visitar la Mina.



Por mi lectura de la noche anterior, yo ya sabía que la tal mina era una escalera en zigzag que se adentra varios metros en la roca viva que integra las paredes del abismo. La obra se realizó a comienzos del siglo XIV, bajo los auspicios del mencionado rey Abomelic, y fue concebida como una estructura militar, que bien podía servir de defensa y abastecimiento de agua en caso de asedio a la ciudad. Yo no lo vi, pero dicen que en uno de los muros de adobe de la escalera hay un proverbio que reza de la siguiente forma: “En Ronda mueras acarreando zaques”. Es necesario aclarar que los zaques eran una especie de pellejos que se utilizaban para contener el agua que se subía desde el fondo de la mina mediante el método de la cadena humana. La escalera está techada en todo su recorrido por un ingenioso sistema de bóvedas encabalgadas, donde alternan los adobes con los ladrillos. De cuando en cuando se abren huecos en los rellanos, que en su día fueron mazmorras o salas donde la imaginación del vulgo situaba el acceso a baños de reinas o palacios subterráneos, en los que se llevaba a cabo todo tipo de actividades misteriosas. Queda, no obstante, corroborado el carácter militar de este lugar, que salva un desnivel de 80 metros desde las alturas de la ciudad hasta la orilla del río Guadalevín, en el fondo del tajo.


Mientras acometía el descenso por los empinados escalones, me vino a la memoria los de las torres de Notre-Dame, que en la ocasión de mi viaje a París se me antojaron interminables. En contraposición, la humedad desempeñaba un papel capital en esta ocasión. Llegué a un ensanchamiento conocido como Sala de los Secretos, y mi mente se predispuso a apariciones fantasmales. Pisé un extenso charco de agua, aunque por fortuna de unos milímetros de profundidad tan sólo. Unos ventanales de función imprecisa creaban la sensación de hallarse entre los nichos de un camposanto. El silencio y la oscuridad despertaban pavor. A saber a qué fueron destinadas estas salas en tiempos de antaño.


Proseguí mi descenso cada vez más intrigado. Tuve la alegría de toparme con un vano por el que penetraba generosamente la luz del día. El agua se diría que manaba de la roca viva, abriéndose paso entre los intersticios que dejaban los ladrillos de los abovedamientos. Sin duda por la acción corrosiva de la humedad, algunos tramos de la barandilla se habían desprendido de su agarre en la roca. Muy poca gente se cruzaba en mi camino; de hecho creo recordar que sólo me di de manos a boca con una mujer extranjera que, armándose de estoicismo, emprendía el más que arduo ascenso por la escalera. En los siguientes vanos de luz natural se me descubrieron agradables estampas del cauce del río y de las plantas trepadoras, que se revelaban allí especialmente abundantes.  


El final de la escalera me condujo a una parte especialmente mágica de este viaje que había emprendido impremeditadamente: el encuentro con el río Guadalevín. Me vi en una especie de embarcadero de dimensiones por demás reducidas, acompañado de dos o tres turistas. Al lado había una barca que no prometía demasiada estabilidad, casi con su bordaje a flor de agua. El silencio nos rodeaba y había que tener asimismo el alma silenciosa para percibirlo. Los muros cortados a pico se elevaban como una garganta catedralicia, exhibiendo cicatrices de agreste vegetación. Las aguas, con su pasmosa tranquilidad, pretendían hacer una copia del cielo; había que aguzar la vista para observar algún movimiento de peces e insectos que imitaran la proeza de Cristo al caminar sobre las aguas del lago de Genesaret. El cauce que se podía apreciar no era excesivamente extenso; se trataba de una zona del río que describía una curva cerrada en su encajonamiento. Allá a lo lejos, casi en una esquina distante del cielo, distinguí la armoniosa disposición de una casa colgada. El sol, ya próximo a tocar su meridiano, descolgaba sus rayos por los farallones para al final disfrutar de un baño de luz azul-verdosa. Experimenté casi el mismo sentimiento que me produjo la vista del Lago Espejo en el Monasterio de Piedra, hacía ya muchos años. Probablemente la sequía era causa de la inmovilidad del agua, pero fui consciente de hallarme en un momento de lirismo paisajista que perduraría largamente en mis recuerdos.







De repente me di cuenta de que me había quedado a solas en ese embarcadero de sueños y aguas de eternidad. Tomé asiento en una roca cercana, abrí mi libreta, saqué la pluma y tracé algunas frases que trataban de capturar la belleza de aquel instante. Pero el río de tinta se mostró tan impávido como el Guadalevín. Mi brazo derecho dio testimonio del dolor que venía padeciendo, y mi mente se quedó como encogida, temerosa de emprender otros vuelos incomprensibles. Sentí que la melancolía se abría en mi interior como los pétalos de una rosa pasional con la primera luz de la mañana. Me pregunté sobre la vida y las oportunidades echadas a perder, registré mi memoria en busca de alguna señal de Dios, de alguna reminiscencia de la fe que se me quedara aletargada hacía ya mucho tiempo. El silencio de ese entorno bucólico se emparejó con el de mis reflexiones. Cerré la libreta, guardé la pluma y me levanté de mi asiento en la roca… Había tocado fondo, y mi única escapada vital era hacia arriba, siguiendo el recorrido de los escalones de la Mina Secreta.
Agradecí tener el cuerpo habituado al ejercicio físico, porque de otra forma hubiera resultado en extremo dificultosa la ascensión a los jardines del inicio, llamados los Jardines Colgantes de Forestier, en alusión al paisajista francés del mismo nombre, que los diseñó por encargo de la duquesa de Parcent. Las vistas desde los mismos eran imponentes, ahora en el momento en que el sol repartía con largueza el oro de sus tesoros. En el tiempo que llevaba en Ronda, pude apercibirme de los grandes privilegios que le estaban siendo concedidos a mis ojos; ahora, sin embargo, mientras éstos llevaban a efecto un barrido de perspectivas, me sentí aupado a una felicidad, a una satisfacción, indefinible. Las palabras ya no podían servirme de auxilio, ahora todo era una sinfonía de sensaciones, que buscaban un anclaje en el pasado para esbozar una eternidad de alegre nostalgia que presidiera mis mejores recuerdos de los viajes que había tenido la suerte de emprender en el conjunto de mi vida. Dejé algo mío, irrecobrable, en aquellos balcones abiertos al abismo. Y llegué a tener el convencimiento de que si me diera la vuelta, me encontraría, en un banco a la sombra de una acacia, a Miranda Warriner y a Lucas Charnock agarrados de la mano. El amor en Ronda había encontrado su culmen. Tal vez, justo en ese momento en que mis pies cubrían los últimos escalones que me separaban de la salida del recinto, un pequeño rosal estaría floreciendo junto a la tumba de A.E.W. Mason… Un rosal de Andalucía.  


   
Abandoné la parte visitable de la Casa del Rey Moro con no poco pesar. Aprecié la altura que había alcanzado el sol en la bóveda celeste, y se me despertó cierta inquietud. Tenía que pensar en emprender sin más tardanza el viaje de regreso a mi hogar. Por esta razón, rehusé visitar los Baños Árabes; tal vez me arrepintiese, pero traté de confiar en que no fueran tan magníficos como los que se pueden visitar en los Palacios Nazarís de la Alhambra de Granada. En sustitución, me encaminé en sentido al río para vadearlo por el puente que en tiempos de los árabes servía para comunicar las dos partes de la ciudad; me refiero al Puente Viejo. Se me hizo bastante modesto en comparación al puente que ya hemos mencionado y que constituye el auténtico emblema de Ronda. Sin embargo, el Puente Viejo no está exento de encanto, por su mayor acercamiento al río y la romántica soledad que se respira por aquellos parajes.


Había algunos turistas dando faena a sus máquinas fotográficas. Hacia la derecha pude vislumbrar otro puente de factura aún más modesta, conocido como Puente de San Miguel, si bien por esos pagos le denominan mayormente “Puente Romano”.


Las prisas se enseñorearon de mis pies, y apenas si me detuve para recrearme en alguna bella contemplación. Además el sol caía como plomo derretido en esa parte de la ciudad. Apenas si miré de reojo la famosa Fuente de los Ocho Caños. Emprendí la ascensión hacia la meseta sobre la que se asienta la ciudad por una zona de jardines y apacibles balconadas que imitaban a los de la Casa del Rey Moro. Tuve la grata ocasión de hacerles una foto a una pareja de novios que querían aparecer juntos sobre el sublime decorado del Puente Nuevo. Finalmente, escaseándome los alientos y con las axilas húmedas, alcancé de nuevo las alturas de Ronda.

Ya no estaban a mi vista ni el Puente Nuevo ni las soberbias visiones del abismo. El Barrio Árabe quedaba ya apartado, a mis espaldas. Las historias que el entorno podía relatarme tocaban a su fin. La plaza de toros me ofreció su adiós silencioso, mientras enfilaba por enésima vez la calle Virgen de la Paz. Las imágenes y las experiencias que había tenido el gusto de vivir en Ronda, eran desplazadas lentamente a un lugar entrañable de mis recuerdos. En algún momento se ha de despertar de los sueños, la vida es bella mientras existan horizontes que cubrir y los sueños nos ayuden en la dificultad del camino. Ahora volvía a replegarme en mí mismo, y usaría el viaje de regreso para recrearme en un dechado de nuevas y agradables sensaciones.
Adiós, Ronda. Yo quisiera volver a ti en algún otro momento. Adiós, impulso irreflexivo, caricia a la melancolía de un alma desarmada. Ronda existe, y yo la he visto con mis ojos, cuando antes la viera con las palabras de A.E.W. Mason.
Lucas Charnock también se marchó de Ronda, llevando en sus pupilas la visión de Miranda Warriner asomada a su terraza, emplazada en un jardín del abismo, en la dulzura del Barrio Árabe. El tren que se lo llevaba lo conducía no sólo a Gibraltar, sino a la nostalgia, a la separación indeterminada. Era necesario cerrar el libro para volverlo a abrir en otra más feliz ocasión.
Por desgracia para mí, nunca he sido capaz de dar los libros por cerrados.

***
He de bendecir el lío que me formó el navegador de mi vehículo. Me hizo abandonar Ronda por cañadas inhóspitas, me llevó por una carretera que me obligaría a dar un gran rodeo hasta ponerme de nuevo en el sentido correcto a mi hogar. Me hizo atravesar las inmediaciones de la Sierra de Grazalema, con sus montañas erizadas de pinsapos y sus alamedas de consuelo estival. Y me hizo establecer contacto visual con un pueblo aupado a la cima de un monte. Olvera, hermoso con sus casas blancas, sus calles tortuosas, sus distancias de valles y montañas y su presuntuosa iglesia con sus torres gemelas presidiendo todas las panorámicas.
Tal vez algún día venga a verte, dije para mis adentros, y continué mi camino.

-FIN-

Ciudad Real, Santander, julio-octubre de 2017
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)



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domingo, 8 de octubre de 2017

Ronda, un viaje inesperado (VII): La plaza de toros



Eché a correr como alma que lleva el diablo. Ello se debía a que (después de un agradable desayuno en el hotel, con mi estancia ya liquidada y la maleta guardada en el coche), yendo por la calle Virgen de la Paz, a la altura de la Alameda del Tajo, observé un nutrido grupo de excursionistas japoneses. Llevaban todas las trazas de ir adonde yo iba, esto es, el coso de Ronda. Tuve que incursionar brevemente en la calzada para adelantarles. Era necesario, porque si no me hubiera tenido que aguantar un buen rato haciendo cola para sacar mi entrada.
 Se accede al lugar por el lado de la plaza del Teniente Arce, toda ella hermosamente empedrada. Allí aguardan los taxistas a los incautos, con el reclamo de bajarles con sus vehículos al fondo del tajo para disfrutar de las mejores vistas de la ciudad, al módico precio de 15 euros por pasajero y con la condición de ir como mínimo cuatro pasajeros en cada viaje… Como mínimo y como máximo, habida cuenta de que cuatro es el número de plazas reservadas a pasajeros en la mayoría de los vehículos a cuatro ruedas. Si yo, que viajaba solo, hubiera alquilado un taxi, hubiese tenido que apoquinar 60 euros para haber podido bajar de esta manera al tajo. En fin, ya me estaba dando cuenta de que la picaresca rondeña no es para hacerla de menos.
Una vez en taquilla, saqué mi entrada con opción al uso de audioguía, en total 8’50 euros. Las audioguías me dan un poco de miedo porque se emplea mucho tiempo en escucharlas de cabo a rabo, y observé, ciertamente abrumado, que en este caso había nada menos que cuarenta y cinco pistas de audio. No quería emplear en la plaza de toros más de una hora, para que me cundiera la mañana; por lo tanto, se imponía hacer un uso selectivo de la audioguía.
Siguiendo el itinerario marcado, iba a comenzar la visita en las dependencias de la Real Maestranza de Caballería de Ronda. Me enteré de que esta corporación nobiliaria es la más antigua de España, y su principal objetivo es ejercitarse en el bello arte de la equitación; incluso, en tiempos antañones, los maestrantes tenían que participar en las batallas a las que fueran requeridos. Felipe II instauró esta corporación en 1572, aun cuando sus orígenes se remontaran a la época de sus bisabuelos, los Reyes Católicos. En España, además, existen las Maestranzas de Sevilla, Granada, Valencia y Zaragoza, pero, como ya he apuntado, la de Ronda es la de más antigua fundación.
 Antes de acceder a los corrales y el picadero, todo él acertadamente techado, eché un vistazo al cielo luminoso de la mañana; ni una nube empañaba su uniformidad, ni un soplo de aire se dejaba sentir; se avecinaba una jornada de calor.
 El picadero me pareció excelso, pero sin caballos piafando en la arena deslucía bastante. Me quedé admirado ante los paneles divulgativos donde se detallan las principales maniobras ecuestres. Delante de mí llevaba a un matrimonio de italianos de mediana edad, que estoy seguro de que barrieron con su cámara de fotos cada metro cuadrado del recinto. Siempre que nuestros ojos se encontraban, nos intercambiábamos sonrisas de cortesía; tal vez se extrañaran de verme tan solo.


Del picadero pasé a los chiqueros, que es donde los toros aguardan en las corridas el momento de salir al albero. Mi opinión anterior se reforzó en este caso: sin animales a la vista, a estos compartimentos se les resta mucha espectacularidad. No soy aficionado al arte taurino, pero tampoco un detractor a ultranza; respeto las dos posturas, aunque para nada comparto las visiones fanáticas que en uno y otro caso pueden ofrecerse. Lo que es indudable es que el mundo del toro lleva ligada una tradición de siglos, y tendrá sus defensores y sus detractores. Unos ven nobleza en el arte taurino; otros, la expansión de conductas sádicas. Lo cierto y verdad es que yo nunca he asistido a un espectáculo de esta clase; cuando de niño los veía por televisión, me aburrían soberanamente. No es momento de adentrarse en juicios valorativos: que el tiempo decida quién ha de tener la razón en todo este galimatías. 


  
De repente me encontraba en el mayor ruedo del mundo, cuyo diámetro es de 66 metros. Lo denominan la catedral de la tauromaquia. Hay cerca de 5000 localidades que, a diferencia de otras plazas, cuentan con la bendición de la sombra por medio de un doble piso de arquerías sostenidas por sólidas columnas toscanas. Los tendidos están protegidos, también como nota peculiar de esta plaza, mediante barreras de piedra. El palco presidencial y el palco real están uno encima del otro. Como he dicho, no soy aficionado a los toros, pero ante la vista de tan soberbio ruedo me dieron ganas de asistir a una corrida, mayormente si se trataba de la famosa Corrida Goyesca, que se viene celebrando todos los años en los albores de septiembre. El sol arrojaba sus lanzas sobre la arena amarilla del coso, y enseguida fui a buscar la sombra de las arquerías; los más temerarios se quedaron en medio del ruedo, tirándose todas las fotos del mundo y admirando bellezas que sólo pueden captar los ojos de los avezados a los espectáculos taurinos.




Me dejé caer en uno de los asientos de la galería superior, desde donde se me ofrecía una vista imponente de la plaza. A través de la audioguía me enteré de que la madera de que están formados los asientos es de pinsapo (abies pinsapo). Esta especie arbórea emparenta con otras coníferas que se dan con preferencia en los Montes Urales de Rusia, en la frontera natural entre Europa y Asia. También se conoce al pinsapo como abeto de Andalucía. En las inmediaciones de Ronda, estos árboles proliferan en la Sierra de las Nieves, aunque para encontrar el mayor pinsapar de España es necesario desplazarse al Parque Natural de la Sierra de Grazalema, cuyas estribaciones son visibles desde la misma Ronda. La Sierra de Grazalema tiene la peculiaridad de ser el lugar de España que registra mayor índice de pluviosidad en el cómputo de un año; no es de extrañar, pues, que reúna las condiciones que requieren estos soberbios abetos para su desarrollo: sustratos calizos, temperaturas suaves y lluvias abundantes. La madera de pinsapo es de consistencia blanda, y hasta hace unos años se usaba en la industria papelera. Su floración es distinta según sean pinsapos masculinos o femeninos, y alcanza su máximo esplendor en primavera. Se trata de un árbol especialmente emblemático en la ciudad de Ronda. De antes había podido apreciar que muchas tiendas y comercios usaban la palabra pinsapo en sus muestras, que a lo primero me llamó a sorpresa por mi desconocimiento de la misma… Puedo dar fe de que el asiento de madera de pinsapo se me antojó especialmente cómodo.




La imaginación se me echó a volar, y pude percibir sonidos de timbales y clarines en el transcurso de una de las corridas goyescas. Allí, resguardado en la sombra del calor del día, entorné mis ojos y perdí brevemente la noción del tiempo. No es muy alegre una plaza solitaria, tampoco lo es un alma solitaria. Di en preguntarme por qué había querido venir solo a Ronda. El teatro descrito por A.E.W. Mason existía, pero por ninguna parte se apreciaba el movimiento de sus personajes y comparsas. Eso es lo que yo no detectaba en lo más adentro de mí: movimiento de personajes. Yo era como el mojón plantado a un lado del sendero; veía transcurrir la vida sin ser parte de todas las historias que pasaban a mi vera y que, inevitablemente, se distanciaban de mí. ¿Habría aún un modo de enmendar las situaciones que se antojaban erróneas? ¿Volverían a volar en mi derredor los pájaros de antaño?
Casi como una sombra recorrí las interioridades de la plaza de toros. Se trataba de un auténtico museo, galerías laberínticas que encerraban puñados de historia y arte. Trajes de luces, cuadros de distintas épocas, carteles taurinos, recuerdos de las dinastías Romero y Ordóñez, una completa armería donde me sorprendió encontrar un juego de pistolas de duelo utilizadas por Vicente Blasco Ibáñez… Allí quien quisiera hallaría motivos para pasarse horas y horas escudriñando aquí y allá. Por mi parte, me conformé con tirar una foto a un cuadro que representaba la Plaza Mayor de Madrid en los tiempos en que se habilitaba como un inmenso ruedo. Y creo recordar que vi también fotos de Hemingway y Orson Welles en sus días en Ronda; llamaba la atención el enorme habano que este último se estaba fumando en la instantánea que le hicieron.



Tras una inexcusable visita al baño y hacer entrega de mi audioguía, acabé, como era de esperar, en la tienda de recuerdos. Fue allí donde adquirí el libro “En Ronda. Cartas y poemas”, de Reiner Maria Rilke, que tendría ocasión de leerlo en jornadas posteriores. Y después partí como una exhalación hacia la Casa del  Rey Moro. El sol de la mañana trepaba a la cúspide de la bóveda celeste. El tiempo, que ayer parecía dilatarse, hoy se diría que iba precipitado. Yo quería emprender el viaje de regreso antes de la hora de comer.
Con posterioridad, algunos amigos con aficiones taurinas me han encarecido la suerte que tuve de visitar la más magnífica plaza de toros que conoce el mundo. Y añadieron que de haber podido asistir a una corrida de rejoneo, pocas cosas más hermosas me hubieran quedado por ver en lo que me restaba de vida.
Creo que exageran bastante.
Ronda no necesita de festejos taurinos para ser magnífica.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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