domingo, 29 de septiembre de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XXV) - El peor lado de la raza humana


NO ADECUADO PARA MENORES DE 18 AÑOS
Había otra joven en la habitación donde retuvieron a Irene. Decía llamarse Gema (Gema, simplemente), y debía de rozar los veinticinco años. Tenía una cara muy bonita. Parecía una hippy de los años 60 del pasado siglo; su negra y lustrosa cabellera casi le rozaba la cintura. Era presa de un ataque de histeria. Se había destacado entre los sublevados de Cimavilla, dispensando un trato rudo y cubriendo de improperios a varios miembros de la corporación municipal del Ayuntamiento de Gijón.
—¡Tía, esto es como en las peores dictaduras! ¡Estos cabrones nos van a matar!
Irene trataba de apaciguarla. La situación era inquietante, pero no hasta alcanzar los niveles drásticos que Gema presentía en medio de su pánico.
Había hecho frío durante la noche. La ventana que comunicaba al exterior aparecía orlada de un complicado diseño producido por la escarcha de la madrugada. De vez en cuando, los ojos de Irene semejaban el pájaro de la libertad; querían extenderse más allá del mar, lejos de los edificios de la ciudad. Y cuando sus pensamientos se posaban en la serenidad, volvían inopinadamente a la imagen del hombre que amaba, el profesor Guzmán de Arteaga. Pero la vida ofrece innumerables distracciones, y ahora Gema, con su indeleble alarmismo, la apartaba de las más hermosas elucubraciones de su mente.
—No temas nada –le dijo investida de una fe misteriosa en el porvenir.
—¿Has visto donde estamos? —se desgañitaba la otra—. ¡Estamos rodeadas de militares!
—Al menos aún no nos han hecho nada.
—No les des tiempo. Ya verás cómo no tardan en comenzar a torturarnos y violarnos.
—¡Qué exagerada eres, tía!
—Ya me lo dirás de aquí a nada.
—De momento, cálmate.
Sin duda algo tendría que suceder, pero ninguno de los que estaban detenidos en ese lugar acertaba a imaginarlo.
La puerta se abrió de repente. Parecía como si los peores vaticinios de Gema fueran a materializarse, por cuanto aparecieron por el vano de la puerta dos sargentos de repulsiva catadura, en plena madurez y metidos en carnes. Las dos muchachas se abrazaron instintivamente. Los sargentos accedieron a la dependencia, cuidándose de cerrar la puerta a sus espaldas.
Gema no pudo sofocar un grito que reverberó en las paredes.
—¡Cállate, putita! —la reconvino uno de los sargentos con voz catarrosa.
Los dos hombres tenían las pupilas reducidas al tamaño de sendas cabezas de alfiler, y acarreaban una desagradable peste a ginebra.
 —¿Qué quieren de nosotras? —preguntó Irene con educada firmeza.
—Sois muy guapas.
Un nuevo alarido se iba a escapar de los labios de Gema, pero Irene tuvo el acierto (o tal vez desacierto) de tapárselos con la mano. La prudencia le dictaba que era mejor no provocar la cólera de esos dos colosos de hombres.
—Les suplico que se vayan de aquí.
—Vamos, putita, no te pongas así… Sólo un poquito de ¡hip!... diversión.
—¡Váyanse inmediatamente!
Uno de los hombres comenzó a manosearlas, aun permaneciendo las dos abrazadas. Gema liberó sus gritos, y esta vez Irene no hizo por retenerlos; ella gritó a su vez.
—¡Malditas zorras!
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).




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sábado, 21 de septiembre de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XXIV) - El despertar de la conciencia


Quienes de alguna manera se habían destacado en las revueltas, fueron conducidos a las dependencias de la Antigua Pescadería Municipal, lugar donde radicaba el puesto de mando del comandante Serrano.
Transcurrió la tarde, e igualmente parte de la noche. A la habitación donde habían encerrado a Guzmán de Arteaga, llevaron a un demacrado Diego Barrientos. Era materialmente imposible escapar de allí. Guzmán de Arteaga acogió a su nuevo compañero como dictaba el sentido de la más sublime camaradería. Los ojos del penado se fijaron en su benefactor, y el asombro hizo que se le dilatasen las pupilas.
 —¡Tú eres el hombre que estaba dentro de la burbuja del cielo! —exclamó con un hilo de voz.
—Tú eres el hombre que estaba en lo alto de la torre —repuso a su vez Guzmán de Arteaga.
—Tú eres quien me envió ese mensaje con auxilio de la paloma mensajera.
—Yo creí, porque antes tú habías creído que era posible lograr un mundo nuevo y bueno.
—Yo había perdido en ese momento todas mis creencias, y verte dentro de la burbuja me hizo recuperarlas. Tal vez con mi rendición, me decía, consiguiera más que enfrentándome al horror de las circunstancias que se habían generado en el interior de la Universidad Laboral.
—La victoria se alcanza siguiendo los caminos de la derrota.
—Es como si dijéramos que Cristo también fracasó.
—Lo de Cristo fue un fracaso en toda regla —aseveró Guzmán de Arteaga—. Las multitudes que le seguían supieron hacer de su vida una victoria.
—Dicen que tenemos a favor la opinión pública —suspiró Barrientos.
—Tal vez sea cuestión de atender a una sola opinión.
La ventana que quedaba cerca estaba guarnecida de sólidos barrotes. El invierno permitía filtrar una luz que rememoraba el claror de las mejores mañanas de abril. Era una pena que las esperanzas hubieran sucumbido, así de súbito. Guzmán de Arteaga sentía que una dulce nostalgia crepitaba en su interior. El nombre de una muchacha joven resonaba por los recovecos de su cerebro. Y el recuerdo de unos labios besados sumía sus miembros en una apacible languidez. Ahora no podía decir que no había conocido la felicidad en esta vida.
***
El coronel Bertin estaba esperando una llamada telefónica de suma importancia. Desde la Delegación del Gobierno le habían comunicado que estuviera pendiente de su móvil. La llamada podía llegar en el momento más inesperado. No sabía realmente cuál era el objeto de la misma, pero empezaba a barruntarse algo.
Se dejó caer en el sillón de su despacho accidental de las dependencias del Jardín Botánico Atlántico. Una fría inmovilidad hizo presa de su cuerpo. Llevaba casi tres días sin descabezar el menor sueño. Empezaba a considerar que la conciencia puede ser más poderosa que el cansancio físico.
—Diego Barrientos —masculló en medio de su soledad.
Se contempló las manos con expresión horrorizada. ¿Qué habían obrado éstas pocas horas antes? ¿Acaso asumir la función de un instrumento de crueldad y vejación? Manos que aparentemente habían de ponerse al servicio de ideales elevados, ahora degradadas a manos de criminal.
—Diego Barrientos.
Un hombre indefenso recibiendo los golpes de unas manos movidas por una cólera homicida. Un coronel del Ejército puesto a la altura de los más despreciables maleantes. Tal era lo evidente.
Junto a él, posado en su escritorio, estaba su móvil de última generación. Lo contemplaba como quien tiene delante una amenaza. Su futuro pendía de ese artilugio tecnológico. En cuanto sonara…
Y sonó por cierto. Una estridente melodía polifónica repercutiendo hasta en los mismos tabiques del despacho. El coronel Bertin tragó saliva, y estableció la comunicación.
No le hizo falta pronunciar palabra. Tal como se había temido, tantos años de intachable carrera a punto de ser tirados por la borda.
La carcasa del móvil, sometida a la presión de su puño, acababa de emitir un crujido preocupante.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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