NO ADECUADO PARA MENORES
DE 18 AÑOS
Había
otra joven en la habitación donde retuvieron a Irene. Decía llamarse Gema
(Gema, simplemente), y debía de rozar los veinticinco años. Tenía una cara muy
bonita. Parecía una hippy de los años 60 del pasado siglo; su negra y lustrosa
cabellera casi le rozaba la cintura. Era presa de un ataque de histeria. Se
había destacado entre los sublevados de Cimavilla, dispensando un trato rudo y
cubriendo de improperios a varios miembros de la corporación municipal del
Ayuntamiento de Gijón.
—¡Tía,
esto es como en las peores dictaduras! ¡Estos cabrones nos van a matar!
Irene
trataba de apaciguarla. La situación era inquietante, pero no hasta alcanzar
los niveles drásticos que Gema presentía en medio de su pánico.
Había
hecho frío durante la noche. La ventana que comunicaba al exterior aparecía
orlada de un complicado diseño producido por la escarcha de la madrugada. De
vez en cuando, los ojos de Irene semejaban el pájaro de la libertad; querían
extenderse más allá del mar, lejos de los edificios de la ciudad. Y cuando sus
pensamientos se posaban en la serenidad, volvían inopinadamente a la imagen del
hombre que amaba, el profesor Guzmán de Arteaga. Pero la vida ofrece
innumerables distracciones, y ahora Gema, con su indeleble alarmismo, la
apartaba de las más hermosas elucubraciones de su mente.
—No
temas nada –le dijo investida de una fe misteriosa en el porvenir.
—¿Has
visto donde estamos? —se desgañitaba la otra—. ¡Estamos rodeadas de militares!
—Al
menos aún no nos han hecho nada.
—No
les des tiempo. Ya verás cómo no tardan en comenzar a torturarnos y violarnos.
—¡Qué
exagerada eres, tía!
—Ya
me lo dirás de aquí a nada.
—De
momento, cálmate.
Sin
duda algo tendría que suceder, pero ninguno de los que estaban detenidos en ese
lugar acertaba a imaginarlo.
La
puerta se abrió de repente. Parecía como si los peores vaticinios de Gema
fueran a materializarse, por cuanto aparecieron por el vano de la puerta dos
sargentos de repulsiva catadura, en plena madurez y metidos en carnes. Las dos
muchachas se abrazaron instintivamente. Los sargentos accedieron a la
dependencia, cuidándose de cerrar la puerta a sus espaldas.
Gema
no pudo sofocar un grito que reverberó en las paredes.
—¡Cállate,
putita! —la reconvino uno de los sargentos con voz catarrosa.
Los
dos hombres tenían las pupilas reducidas al tamaño de sendas cabezas de
alfiler, y acarreaban una desagradable peste a ginebra.
—¿Qué quieren de nosotras? —preguntó Irene con
educada firmeza.
—Sois
muy guapas.
Un
nuevo alarido se iba a escapar de los labios de Gema, pero Irene tuvo el
acierto (o tal vez desacierto) de tapárselos con la mano. La prudencia le
dictaba que era mejor no provocar la cólera de esos dos colosos de hombres.
—Les
suplico que se vayan de aquí.
—Vamos,
putita, no te pongas así… Sólo un poquito de ¡hip!... diversión.
—¡Váyanse
inmediatamente!
Uno
de los hombres comenzó a manosearlas, aun permaneciendo las dos abrazadas. Gema
liberó sus gritos, y esta vez Irene no hizo por retenerlos; ella gritó a su
vez.
—¡Malditas
zorras!
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).