domingo, 25 de octubre de 2009

Los caminos de la oración (XII): La península de la Magdalena


Mis planes no son como vuestros planes, ni vuestros caminos como los míos (Is 55, 8).
¿De dónde le viene a éste todo esto? ¿Qué sabiduría es ésa que le ha sido dada? (Lc 6, 2).
Un profeta sólo es despreciado en su pueblo y en su casa (Mt 14, 57).


Era un jueves por la tarde, y la luz del cielo brillaba sobre Santander. “Pick, Pick”… Don José del Río, poeta del mar y flor y nata del periodismo cántabro. Es la suya la piedra que nace de las olas, aquí en la avenida de la Reina Victoria, al arranque de la península de la Magdalena. Estatua de hombros caídos y gesto sonriente. Su pipa está congelada en el aire, sin exhalar volutas de humo aromático, que en tiempos se enredaran entre las teclas de una máquina de escribir. A sus espaldas, tras la pantalla de ubérrima vegetación, la playa del Camello abre un resquicio placentero en los confines del Cantábrico. Y hoy especialmente, el 30 de julio (la víspera de mi marcha de esta tierra amada), el sol celebra un idilio con la capital de las nubes. ¿Dónde estás, roca que recreas la figura de un camello? Buscándote, no he reparado en despedirme de la estatua del corpulento “Pick”.

Acometí la bajada hasta la entrada del recinto que una vez perteneciera a la Casa Real. Una finca que le fuera regalada por suscripción pública, y que después devolvió al pueblo a trueque de un generoso estipendio. Hoy es solaz para los santanderinos y sede de los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Dejé a un lado un kiosco de helados y un furgón de churrería; como no soy de dulzainas, sólo pude dirigirles una mirada desdeñosa. Pero más despectiva todavía fue la mirada que hinqué en la entrada de la Real Sociedad de Tenis de la Magdalena: no me gusta nada todo lo que pueda oler a cubículo de ricachones. Podría comprarme el mejor helado puesto a la venta, pero mis caminos son distintos; llevo la ropa lavada varias veces, con la textura brillante y los colores apagados por tanto uso; más vale la limpieza que la ostentación. No soy nadie y estoy contento de no serlo, pues no me esclavizan hipocresías ni caprichos costosos. No soy el mejor hombre sobre la tierra, pero creo haber olvidado el sufrimiento de la envidia.

Atravesé el arco de acceso a la finca, y pude contemplar a mi derecha la famosa campa de la Magdalena, toda engalanada para los conciertos de verano. Sin embargo, yo giré a la izquierda, en sentido al mini zoo que bordea los acantilados que se abren al nordeste. El trenecito turístico rebosaba de visitantes, armados de cámaras y videocámaras. Por las superficies de césped, a la sombra de los pinos que antaño trajeran del segoviano palacio de Valsain, muchos grupos de santanderinos tendían toallas y manteles de picnic, y dejaban sus pies descalzos para sentir bajo sus plantas el fresco contacto de la hierba doncella.

Primero me topé con el recinto donde se encuentran las aves acuáticas. En mi alma alientan arraigadas devociones ornitológicas, y gasté mis buenos diez minutos contemplando aquel hermoso corro de patos y cisnes. Acto seguido me encaminé hacia el enclave de los pingüinos. Nunca llego a tiempo de verles comer, en todas las veces que he visitado la península de la Magdalena. Tampoco resulta fácil verlos por el apiñamiento de gente que se suele formar en derredor. Caminé un poquito más, y me encontré a la derecha el estanque de las focas, mamíferos de aletas cortas cuyos movimientos subacuáticos inducen a la relajación. Ese día el oleaje estaba suave, y pude enfilar sin empaparme el sendero que deja a un lado los rompientes hasta la hondonada de los leones marinos (mamíferos de aletas más largas y gargantas que desgranan estridentes trompeteos); en días de fuerte resaca, ese acceso suele estar cerrado. ¡¡Arg, arg, arg!!, vociferaba un león marino en un repecho arenoso… ¿“Estrella”?

Tras salvar unos cortos tramos de escalones, me presenté en el anchuroso mirador marino con vistas al abra del Sardinero. Allí se encuentran las carabelas (réplicas de las que utilizara Cristóbal Colón) y la balsa con las que el navegante cántabro Vital Alsar acometiera audaces expediciones a lo largo del Atlántico y del Pacífico. Parece mentira que en estos endebles cascarones se pudiera desafiar la violencia de tan adustos océanos. Me acomodé junto a la estatua de la sirena, que al insuflar aire en una caracola se enfrenta a la furia de los elementos que le alargan la cabellera en sentido contrario. Las carabelas y la endeble balsa de troncos constituyen veraces testimonios de la tenacidad y voluntad del alma humana. Si Vital Alsar salió airoso de sus empresas, que se presagiaban condenadas al fiasco, tú también, amigo Ángel, saldrás adelante y navegarás por las indómitas aguas de la vida. Tal fue mi oración junto a la estatua de la sirena, que se perfilaba tan esbelta como el mascarón de proa de un navío. Los niños trepaban por sus lomos, y los mayores se tomaban junto a ella las fotos del recuerdo. Una gaviota se posó en la punta del palo de mesana de la réplica de la Santa María.

Me asaltó el deseo de seguir la carretera que conduce al palacio de la Magdalena. Coches subían y bajaban. Era el tiempo de los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, que se imparten principalmente en la antigua residencia de la monarquía. Dejé el asfalto y seguí por la espesura que formaban los pinos gigantes que trajeron desde el monte del Pardo, en Madrid. Entre la sombra y los troncos distinguía las aguas azules de la marea alta. Una joven estudiante, muy bien vestida y con toda la pinta de asistir a un curso, inglesa tal vez, estaba sentada sobre las agujas de pino. Se había quitado los zapatos de tacón y adoptado la postura del loto. Sus cabellos rubios formaban sobre sus hombros bucles de oro en la penumbra. Su mirada divagaba en la lejanía del mar. Fue uno de los momentos en que me apercibí de que ya llevaba un buen zurrón de años a las espaldas. Con la edad de esta muchacha, ¿hubiera hecho yo lo mismo que ella? ¿Asistir a un curso de verano, rodearme de gente, sentarme a contemplar el mar; en definitiva, vivir y saber que estaba empleando bien la vida? Ahora yo caminaba entre los pinos gigantes del Pardo, y aún no se me pasaba por la cabeza quitarme las sandalias y recostarme en una joroba de césped para confundir mis pensamientos con la visión del mar.

Salvando la espesura, coroné la colina del palacio. Parece ser que a comienzos del siglo XX este vergel de vegetación boscosa y cultura universitaria no había pasado de ser un simple erial, aun cuando albergara las ruinas del castillo de San Salvador de Hano. “Cumbre desolada, yerto peñasco”, lo define el escritor cántabro Amós de Escalante (1831-1902) en su libro “Costas y Montañas”.

La afluencia de gentes del mundo académico era considerable; debía de ser muy importante la sesión que se estaría celebrando intramuros. En los atestados aparcamientos había unos cochazos que parecían niquelados, recién salidos de fábrica. No era baja la temperatura que reinaba aquella tarde soleada, y me produjo agobio ver tantas corbatas y trajes de raya diplomática. Se veían también mujeres escrupulosamente maquilladas y con sus mejores arreglos de peluquería. Ya he dicho que mis ropas no iban muy allá, y, al mezclarme entre tanto despliegue de elegancia, capturé algunas miradas de velado desprecio. Recuerdo en especial el gesto de un estirado cuarentón con aires de patriarca universitario, el pelo engominado y peinado hacia atrás y más botones que una mercería; se me grabó en la memoria la petulante curva de su boca mientras me miraba, pareciéndome hasta percibir el destello de un diente afilado, más blanco que las nieves de Groenlandia… No, estimado amigo, no quiero medirme contigo ni en conocimientos ni en percha. Cuando era joven, aún podían impresionarme sujetos de tu laya; aún podían mostrarme con ostentación las cimas que yo jamás podría coronar y hacer que me sintiera disminuido por eso. Es igual, los años han pasado y con ellos ha crecido el deseo de aprender siguiendo mi propio olfato y andando mis propios caminos. Me importan un huevo tus ínfulas de papagayo y la suma de tus conocimientos. Yo tengo mis propios conocimientos y son los que me sirven para mi verdadera vida. No puedes quitarme las cosas que aprendí y las ropas que llevo puestas. Si te molesta mi presencia, a mí no me molesta la tuya. Acaso haya un saber en el que te saque ventaja: el arte de haber superado todo sentido del ridículo. Y sí, pareces haber contagiado el escándalo que te ocasiono a alguno de tus compañeros y compañeras. ¿Tanto interés le despierta a esa señorona la trama desgastada de mis viejas bermudas? Me entran ganas de reír. Yo sólo quería admirar la arquitectura de la fachada del palacio, con sus influencias inglesas y francesas, su evidente estilo ecléctico, su escalinata de doble tramo, sus tejados a dos aguas… Ya, ya me marcho. Podéis respirar tranquilos, que la mosca ya deja de posarse en la azucarada carne de vuestra sandía.

Me asomé al parapeto de los acantilados y me complací en la vista de la isla del Mouro, con la torre de su faro rondada por innúmeras aves chillonas, que recuerda a la silueta de la prisión de If, en la que el conde de Montecristo dilapidara los años de su juventud en contra de su voluntad (creo que algo tenemos en común, Edmundo Dantés).

Ya no estaba el arco de piedra del islote de la Horadada, cerca de la isla de los Ratones, a medio camino hacia la playa del Puntal; hará unos cuatro años acabó vencido por la erosión del oleaje. Según una vieja leyenda, las cabezas de San Emeterio y San Celedonio, santos mártires de la cristiandad y actualmente patrones de la villa de Santander, fueron arrojadas al fondo de una barca de piedra en el río Ebro, a la altura de la ciudad romana de Calagurris (la actual Calahorra). La barca alcanzó el Mediterráneo y prosiguió su curso hasta el Estrecho de Gibraltar. Las recias corrientes del Atlántico la arrastraron hacia el Cantábrico y dicen que el arco rocoso del mencionado islote lo causó la colisión con tan singular embarcación. Hermosas leyendas las de las costas cántabras.

Después miré hacia la playa de Biquinis, y no pude reprimir una sonrisa picarona al recordar cómo ese bello arenal recibiera este nombre: según mis informes, las estudiantes extranjeras que acudían a los cursos de la Magdalena introdujeron en Santander la prenda de baño que tantas miradas lascivas ha acaparado en toda su historia; y la introdujeron en unos tiempos de mojigatería y conservadurismo en España, en los que bastaba desviarse la raya de un lápiz para avivar los fuegos del escándalo.

Una apacible ladera de hierba, pinos y matorrales diversos me condujo a los límites de la campa de la Magdalena. En una amplia explanada hay distribuidas numerosas atracciones para niños, a tiro de piedra del elegante edificio de las caballerizas reales. Empinado tejado de mansardas, muros que parecen revocados de mantequilla, sólidos armazones de madera…

Me adentré un poco más por los rincones solitarios de la colina, y, sin esperármelo, llegué junto al monumento a Félix Rodríguez de la Fuente. Casi escondido entre los pinos. Piedras carbonatadas, rostro hierático y un lobo en su proximidad, cual moderno Francisco de Asís en las florestas de Gubbio. ¿Quién se acuerda todavía de Félix, el amigo de los animales? Una canción aún resuena en mi cerebro, después de casi treinta años. Félix sembró el amor a la Naturaleza entre los televidentes de los años 70, e incluso supo llegar al corazón de los niños. Decían algunos que era de carácter adusto y gruñón, pero todo el mundo conoció su pasión y su laboriosidad en el trabajo. Muchos realizadores cinematográficos aún se admiran de cómo su cámara, con los precarios medios de la época, podía captar la intimidad de los animales en su hábitat natural. Y yo recuerdo que Félix consiguió desmitificar la fama de dañino y sanguinario del lobo ibérico; gracias a él, algunos ejemplares de este cuadrúpedo aún habitan nuestros bosques. El 14 marzo de 1980 (curiosamente el día de su quincuagésimo segundo cumpleaños) sufrió un aparatoso accidente de avioneta en los territorios de Alaska, durante la filmación de un documental acerca de los perros esquimales. Murió como un santo que amaba la Naturaleza hasta la más alta expresión. Dejó esposa y tres niñas pequeñas. Medio país vertió lágrimas por su ausencia, especialmente los niños. Enrique y Ana, el más famoso dúo infantil del momento, le dedicaron una canción inolvidable (“Amigo Félix”), la misma que ahora yo tarareaba para mis adentros… Yo fui de los miles que aprovecharon tus lecciones, amigo Félix. Si hubieras vivido (o ahora que no estás aquí) te hubiera parecido insignificante mi presencia, al igual que mis pensamientos en este hermoso rincón de la península de la Magdalena. Siempre me he preciado de tener buena memoria, pero no consigo recordar si yo vertí lágrimas por ti. No obstante, sí que recuerdo haber entonado tu canción hasta la extenuación. Y te fuiste, como se fueron Enrique y Ana y la ingenuidad de mis más verdes años. El viento arrastró las hojas marrones hasta donde no pudimos verlas. El tiempo borró sonrisas amadas y corrió raudo entre pasillos en sombra. ¿Notas mi mano posada en la piedra de tu monumento? La misma mano que se hartara de tocar otras piedras y madera y metal y, sobre todo, papel impreso; la mano que acariciara pocos cabellos con mechas de luz veraniega, como pintadas por el sol a la aguada (cabellos de muchacha en flor); y era la mano que pertenecía al rostro que se cobijaba entre las hojas de los aligustres… Tú conseguiste ser profeta en tu propia tierra… Tu ausencia ha tenido más vigor que mi propia vida.

Mis pensamientos iban como en una nube. El cielo de la tarde estaba repleto de milagros. Casi no me di cuenta de que ya había abandonado el recinto de la Magdalena. Pisé la acera donde hacía algunos años me encontrara a un paisano que me dio la espalda, del cual sé que su rostro es igual que su espalda. Recuerdo que el viento no respetaba su peinado, que se desflecaba en mechas tan pobres como su propia alma, afectada de ceguera espiritual. Eso es todo lo que necesito saber de la gente que se va dando aires encumbrados en mi tierra. Al que no es profeta en su tierra, le queda sacudirse el polvo de donde no es bien recibido (Lc 9, 5). Y yo siempre he huido del polvo, aunque polvo soy y al polvo volveré (Gn 3, 19).

A mí me daba miedo ver cómo te encaramabas al quitamiedos de la hondonada de los leones marinos. Tu mente recordaba, al tiempo que te desgañitabas llamando a la amiga de veranos pasados. “¡Estrella, Estrella!”. Nadie te dijo que se llamara de algún modo, pero con tu imaginación subiste a lo más alto del cielo para buscarle un nombre. Estoy por asegurar que la leona marina se ponía contenta como unas castañuelas cuando te detectaba al borde de la hondonada, y sus bramidos hacían temblar las raíces de los más robustos árboles. Alargaba su cuello oleaginoso buscando atrapar tu mirada. Y yo sujetaba tu cintura, pues no quería que te vinieras abajo, aunque fuera por la alegría del reencuentro con tu amiga de los mares australes. “¡Estrella, Estrella!”. Creo adivinar por qué la leona recibía con alborozo tus invocaciones. Acaso adivinaba que el tiempo pasaría, que llegaría un momento en que yo ya no podría sostenerte de la cintura y que el mundo cambiaría más allá de nuestra propia comprensión. Pero mientras haya corazón, aún puede quedarle una tregua a la felicidad. “¡Estrella, Estrella!”. Aún pueden nacerle otras corolas al tallo de la misma flor. “¡Estrella, Estrella!”. Y sí: estrella alejada del firmamento, aquí mi vida, mi recuerdo y mi sentimiento aún me traen la sombra de tu anhelo.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

sábado, 3 de octubre de 2009

Los caminos de la oración (XI): El capricho de Comillas


Cúrame, Señor, y quedaré curado; sálvame, y quedaré a salvo, porque tú eres mi gloria (Jr 17, 14).
Cuando yo cambie su suerte, se volverá a decir en Judá y sus ciudades: "El Señor te bendiga, lugar de salvación, monte santo" (Jr 31, 23).


Miércoles, 29 de julio de 2009.

Decepción. Tal fue lo primero que se me vino a la mente tras mi paso por el Museo de Altamira, en las proximidades de Santillana del Mar. Tanto lo han querido pontificar, que considero un fraude el estrecho parecido que se le atribuye con la caverna que, hacia el verano de 1879, don Marcelino Sanz de Sautuola (1831-1888) descubriera en compañía de su pequeña hija María. Una cueva de cartón piedra, que en modo alguno recrea el ambiente característico de la famosa pinacoteca prehistórica. Es razonable que si el desmesurado volumen de visitas daña los frescos de esta prodigiosa Capilla Sixtina subterránea, sea restringido el acceso al público; pero su réplica artificial no representa ningún consuelo para el que espera remontarse al pasado más remoto de la humanidad. A lo que parece, la escritora norteamericana Jean M. Auel (autora de la serie de libros intitulada “Los hijos de la tierra”) ha encontrado en Altamira abundante inspiración para la que será su siguiente novela sobre los tiempos prehistóricos; en la tienda de recuerdos del museo es posible hacerse con todas sus novelas en torno a Ayla, la audaz muchacha Cro-magnon: El clan del oso cavernario, El valle de los caballos, Los cazadores de Mamuts, Las llanuras del tránsito y Los refugios de Piedra.

Con tan amargo regusto, me fui a cumplir la mañana en mi querido Zoológico de Santillana del Mar. Quiero reproducir un escrito mío de hace dos años, donde relato a un amigo mis impresiones sobre la visita que hoy repetía:

No iba la cosa de broma: hoy he asomado la ceja por Santillana del Mar, la villa de las tres mentiras (ni es santa ni es llana ni está a orillas de la mar), según dicen.

He empezado visitando su renombrado zoológico. En el parque cuaternario me ha llamado la atención el caballo de Przewalski (Equus przewalski), el antepasado viviente de nuestros modernos caballos. Me han enternecido sobremanera las crías de orangután de Sumatra (Pongo pygmaeus abelii): Victoria (23 meses) y su hermanita Juliana (9 meses). Están siendo criadas por medios humanos, pues sus padres no son capaces de desempeñar tal labor. Lo cierto y verdad es que las dos crías se han convertido en el símbolo del zoo de Santillana, que precisamente este año (2007) celebra su 30 aniversario. También son impresionantes el acuario, el terrario, los mamíferos, el jardín de las mariposas y la gran profusión de aves que se aprecia por todas partes. Lo que no recomiendo para nada es el restaurante: me han servido, a precio de oro, una paella que las he probado mejores en los vuelos comerciales. Juegan con la ventaja de que saben que no vas a abandonar el zoo para irte a comer a otro sitio.

Sí, señor Terry, hay muchas piedras en las calles medievales de Santillana. Todo sigue igual que la primera vez que estuve allí.

Me he llegado a la Plaza Mayor (también llamada de Ramón Pelayo), y me he sentado en un banco de piedra junto al Parador Nacional "Gil Blas".

Alain René-Lesage, así se llamaba el autor de "Gil Blas de Santillana", novela picaresca escrita en lengua francesa y vertida a nuestra lengua vernácula por el padre Isla, para restituir, según sus propias palabras, un robo que se le había hecho a la literatura española.

Hay en la plaza la estatua de un bisonte, donde los guiris y los nacionales se hacen todas las fotos.

Yo me he quedado extasiado contemplando una casa de fachada de factura medieval, cuyas balconadas bullían de geranios y otras bellas flores. Recuerdo que hace años veía a un cura de cabellos blancos, sotana impoluta y boina ladeada regando estas plantas... Para que luego identifiquen la boina con atavío de palurdos. No hay más que pensar en José Pla, el escritor del Ampurdán: no se quitaba la boina ni para ir a dormir. Tolstoi también escribió su "Anna Karenina" con atuendo de mujik (campesino ruso) en su finca familiar de Yasnaia Poliana. No siempre el hábito hace al monje.

Interesante ensoñación en la Plaza Mayor de Santillana.

Mañana toca más playa, que el tiempo va acompañando.


Desde la fecha de este escrito, se han sucedido algunos cambios: Victoria y Juliana han abandonado sus casitas de juguete, y ya conviven con sus padres; la calidad de la paella del zoo ha mejorado apreciablemente, y la literatura que yo produzco se ha imbuido de la impronta de la vida, merced a elevado número de acontecimientos tristes y alegres. La vida ha empezado a doblarme el espinazo.

En esta ocasión no hice parada en Santillana del Mar; me encaminé derechamente al lugar donde tenía pensado invertir las dulces horas de la tarde… La incomparable villa de Comillas.

Llevaba delante una furgoneta que iba pisando huevos, como suele decirse, y que me obligaba a pisar el pedal del freno a cada dos por tres. Espesas murallas de verdor ocultaban los márgenes de la carretera. El sol arrojaba limaduras de oro sobre las ramas más altas, lo que terminaba esparciendo por la calzada un hermoso entramado de lunares de luz y sombra. Los poblados de la ruta se iban sucediendo, y yo no conseguía adelantar a la dichosa furgoneta.

Ya iba con los dientes apretados por la rabia, cuando arribamos al pueblo de Cobreces. Entonces agradecí la marcha despaciosa que me veía obligado a seguir. Ante mis ojos se irguieron los blancos pináculos de la fachada neogótica de la Abadía Cisterciense de Santa María de Viaceli, famosa por sus quesos artesanos, sus dulces de elaboración casera y sus licores de delicados sabores frutales.

Aunque la visión del edificio apenas si duró cinco segundos, reavivó mis inquietudes espirituales. Me imaginé alojado allí, lejos del mundanal ruido, sin por ello tomar parte en las actividades de la comunidad. ¿Qué imagen me dibujan ahora las curvas de la carretera? Aparezco solitario junto al murmullo de la fuente de un claustro también solitario y empapado por un tibio sol de otoño. Dios mío, me veo tomando notas en los cuadernos inéditos que te he escrito desde el tiempo de mi adolescencia, en los que están recogidas las oraciones que no aparecerán en ningún catecismo. En ciertos instantes noto que la desesperación se adueña de mí por la certeza de tanta soledad; pero enseguida cede ante la idílica caricia del entorno. Sigo escribiendo en mi cuaderno, y las letras se tornan dibujos. Aparecen distintas poses de un hombre herido, cuya alma es vencida por la incapacidad de su cuerpo. Viene la paloma que voló sobre los mares a depositar en sus labios un pétalo de flor de albérchigo, y cuando lo hace no parece sino que lo está besando. Dios mío, ahora sus ojos se abren y sus miembros se articulan. Se alza de su lecho de sufrimiento y afronta la vida que se auguraba perdida. Verdes enredaderas esconden los muros del claustro donde escribo mi cuaderno. La fuente murmura un nombre con voz cristalina: “Ángel, Ángel”.

En mi mente se apretaba un tropel de sueños confusos, tal vez porque debido a la digestión de la comida una modorra irresistible trataba de usurpar el control de mis sentidos. Y eso constituía una circunstancia temeraria llevando las manos al volante. Afortunadamente, enseguida me presenté en el anchuroso aparcamiento de Comillas. Pude estacionar mi vehículo en un rincón asentado a la sombra de unos árboles frondosos. Bajé las ventanillas, y un agradable frescor cundió por todo el habitáculo. Recliné el asiento, emitiendo un hondo bostezo. Me rendí al peso de mis párpados, y el atenuado susurro de la mar me abocó a un sueño dulcísimo.

Al cabo de una media hora, me sentí como nuevo y ansioso de visitar de nuevo la hermosa villa de Comillas. El trazado de las calles y lo austero de las edificaciones pregonaban un acusado aire de medioevo. Paredes de piedra sillar, en las que el tiempo ha uniformado su color. Como quien camina por un prado de suave césped, me planté en el soleado recinto de la Plaza de la Constitución. Las balconadas corridas aparecían repletas de macetas con flores; los gorriones silbaban en lo alto de los aleros. La torre prismática de la Iglesia de San Cristóbal parecía enredar su pináculo piramidal con un manojo de rayos solares. Los adoquines de piedra emanaban un impalpable halo de calor, y al pisarlos me era posible notar una repercusión que se diría despertaba ecos de tiempos antiguos.

Me detuve en una de las terrazas de la vecina Plaza del Corro. Pedí un refresco de cola. Abundaban los turistas ingleses, y, en menor cuantía, los franceses; entraban en las tiendas de recuerdos y en las heladerías; retrataban con sus cámaras fotográficas todas las vistas que atraían su atención; desplegaban enormes mapas y leían gruesas guías de viaje; traían consigo un viento de vida. Al resguardo de las sombrillas, escuché las campanadas del reloj de la iglesia marcando las cuatro de la tarde.

Comillas tiene muchos rincones dignos de visitarse, sobre todo en la llamada “Ruta Modernista”. Podría estar dos días enteros allí, y aun así me quedarían por exprimir aspectos del patrimonio artístico de Comillas. Me hice con un folleto ilustrativo en la Oficina de Información y Turismo, eché una mirada poética a la Fuente de los Tres Caños (cuya estructura semeja la de un candelabro barroco) y me encaminé a la ladera en la que se ubica el monumento más representativo del modernismo comillano: el Capricho de Gaudí.

El Capricho, pequeño edificio multicolor, trasunto de castillo salido de nubes de fantasía. Parece como si en los muros le brotaran flores de girasol y de lo alto de su torre afiligranada fueran a surgir las largas y doradas trenzas de una princesa de los cuentos de antaño. El Capricho se pliega entre biombos de sombra y vegetación. El verdor de la torre desafía la presuntuosidad de la cercana palmera. Hay influencias hispanoárabes en el trazado de las ventanas y en el acertado uso de mosaicos. El edificio ahora cumple oficio de restaurante. En un rincón casi oculto, fundida en apacible rocalla y bajo el perfume de cercanos macizos de hortensias, se encuentra la estatua sedente de don Antonio Gaudí (1852-1926), el hombre que llevó por la tierra la antorcha del Modernismo. Su mirada apunta al cielo, su campo de trabajo, su lugar de ensueño. Me dan ganas de compartir su asiento, y dejar que mi cuerpo y mi alma se confundan entre los filamentos de magia que se desprenden de este lugar.

Aparece un hombre joven empujando una silla de ruedas, sobre la que se halla acomodada una mujer también joven. Sugiere un amor profundo el simple gesto de empujar la silla de ruedas en esta cuesta sembrada de cascajo; las rosas alargan sus tallos al encuentro de ese resplandor amoroso. La inválida tiene diseñada en el rostro una expresión de triste serenidad. La amargura parece dominar sus ojos, pero no tarda en ceder al sereno encanto de su vida rodeada de amor. Dejamos a un lado la Capilla Panteón, y abordamos enseguida la vista de la inmensa mole del Palacio de Sobrellano. Más caprichos del legendario Marqués de Comillas. Una edificación de corte neogótico, resuelta con algunas influencias modernistas.

El hombre y la inválida siguen caminando hasta el paño de una muralla cercana, buscando la perspectiva del cerro de la Cardosa, donde se enclava la renombrada Universidad Pontificia de Comillas. Desde la distancia brillan los andamios, pues su grandioso edificio rectangular se halla en obras de restauración. Las torres de su iglesia se difuminan con la soleada calina de poniente. Desde hace más de treinta años no se imparten clases en ese lugar; la prestigiosa institución fue trasladada a la capital de España.

El hombre y la mujer se detienen junto a un antiguo cañón de artillería, y quedan absortos en muda contemplación. Inmóviles como la estatua de Gaudí. La herida que busca sanación. El recuerdo de algún tiempo feliz. Quiero aprender del silencio de ellos y que mis palabras se hagan intérpretes de un sentimiento tan grande como la lucha por la vida… Acuden de nuevo a mi imaginación las horas de un Madrid lejano. Una habitación con penumbra de otoño y la soledad de una persiana a medio alzar. Los bordes de las nubes aparecían subrayados por una débil claridad. Los tejados de Uralita azuleaban con el peso de los años pasados. La vida, aunque sobrada entonces, se iba yendo tan rápida como el mismo atardecer. Varios rectángulos de ventanas iluminadas se diseminaban en la penumbra vesperal… ¿Cuándo me sanarás, Dios mío? ¿Cuándo dejarás de esconder tus mensajes en las estrellas? Desciendo por las revueltas de la muralla, y la pobre inválida me dice adiós con una mirada como la que mis ojos transparentaban en las horas de aquel Madrid lejano.

Deshice mis pasos hasta el aparcamiento, y enfilé el Camino de la Santa Lucía. Me aguardaba el mirador pegado a la ermita del mismo nombre. Ermita blanca y recoleta como la de un pueblecito mexicano. Mis ojos aprehendieron de súbito toda la línea de costa: la media luna de la playa, los faros distantes, el cabeceo de las embarcaciones en el muelle pesquero, la cinta de agua que constituye la desembocadura del Arroyo de Gandarias… En la playa reinaba una jovial alharaca. Hermoso balcón de la Ermita de Santa Lucía; desde este mismo mirador, el poeta santanderino Gerardo Diego (1896-1987) debió escribirle estos versos a Jesús Cancio (1885-1961), comillano de nacimiento y apodado “el poeta del mar”:




De Cancio, ¿viene cantil?
¿Tu apellido llamó al mar
para que en él se estrellara?
¿Viene de Cancio canción?
Eres por derecho propio
el bautizado del mar
y su poeta nativo.
Los demás le contemplamos,
le amamos, le acariciamos.
Pero él sólo a ti te entiende,
sólo contigo dialoga.



¿Y cuál es el diálogo? ¿El mismo que yo establezco contigo, amado Dios? Dejemos que la tarde se desvanezca en arreboles púrpuras, llevándose otro pedazo de mi vida. Siento tu fuerza elevándome sobre el mar; siento que, gracias a ti, mi soledad dejó de ser daño profundo. ¡Qué alegría, qué alivio!: la soledad ya no duele… Ahora se diría un auténtico capricho.

Escuchad este esbozo de cuento, que no es sino un fragmento de mi propia vida: Hace muchos, muchos años, cuando el tronco del aligustre que conocemos no abultaba lo que uno de vuestros brazos, había un lugar que no conocéis y que tenía una humilde piscina. Podría parecer poco, pero para mí simbolizaba mares y lagos de aguas profundas y cascadas turbulentas. Había hojas de árboles y sombras frescas. Cerca de mi asiento solían acomodarse tres niñas y un niño. El niño volaba libre como los gorriones, pero las niñas siempre estaban juntitas. Algunas niñas tienen la sana costumbre de tener una hermana mayor, y éstas que digo también la tenían. Traían el azul de la piscina impreso en sus pupilas. La hermana mayor las cuidaba, y la mediana rondaba mi cercanía, porque algo de mi silencio le llamaba la atención. Pudiera decirse que la hermana mayor desconfiaba de mí, y por prudencia hizo que nuestra distancia fuera insalvable… La vida me alejó de su presencia, tuve que correr las cortinas de mi ventana y resignarme a la cruel certeza de que nunca más podría volver a verlas. Hubo mucho en qué pensar durante todos esos años. El fracaso cayó como una lápida sobre mis espaldas. Nacieron sombras y brumas en los rincones. Pero un día no muy lejano, se abrió un hueco azul entre las nubes, y la hermana mediana (que conoció también la belleza de este mirador de Santa Lucía, aquí en Comillas) me llamó desde el pasado; al poco vino la hermana mayor a ofrecerme la sonrisa que por aquel entonces me negara. ¿Tal vez por eso las hojas del aligustre que conocemos vertieron lágrimas de gozo? Parte de mi vida son, y las quiero como entonces las quería. Y sí, podéis creerlo, por esos rincones en sombra, que fueron el refugio y el solaz de mi juventud, nacieron flores tan hermosas como las sonrisas que ya dejaron de ser esperadas…

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.