domingo, 23 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (VII): El Corte Inglés de "Nueva Montaña"


Señor, mi corazón no es altanero, ni son altivos mis ojos.
Nunca perseguí grandezas ni cosas que me superan.
Aplaco y modero mis deseos;
estoy como un niño en el regazo de su madre.
¡Espera, Israel, en el Señor, ahora y siempre! (Sal 131).


Santander es hija de la lluvia. Y la lluvia, como buena madre, la visita en todas las épocas del año; nunca la deja abandonada y suspirante. Caen del cielo gotas de amor. Las rosas del parque de Altamira refrescan sus rostros de delicadas corolas, escondidas en la hiedra del viejo palacete del conservatorio; anchos baldaquines de eucaliptos azules cobijan el monumento a los hermanos Tonetti (bella profesión la de payaso). Las ráfagas de lluvia, descendiendo al bies, pasan una plumilla de tinta aguada sobre los edificios que flanquean el Paseo del General Dávila. Los faros de los automóviles se rinden a los bríos del chubasco. Es una hora venturosa de la tarde. 20 de julio de 2009. La mañana fue fresca e impertinentemente encapotada.

Casi me armo un lío al torcer desde General Dávila hacia la avenida de Camilo Alonso Vega. Muchacho, ¡aquí las calles parecen ostentar el marchamo del más rancio abolengo franquista! Mirándola bajo el turbión, despierta miedo sobrenatural la displicente fachada del Colegio Lasalle. El coche se desliza raudo por la larga bajada hasta la confluencia de Cuatro Caminos. Me atrapa la mirada la esfera armilar del centro de esta rotonda, en cuyo ecuador lleva ceñidas las doce figuras del zodiaco. Hay que seguir bajando, ahora por la calle Jerónimo Sainz de la Maza. Dejo a la izquierda el Coso de Cuatro Caminos. Mala tarde de toros se presenta, y eso que los santanderinos son muy aficionados a la Fiesta Nacional; a lo mejor escampa y más tarde infestan, cual disciplinado ejército de hormigas, los accesos de la Alameda de Oviedo y el remate de la famosísima (desde un punto de vista literario) calle Alta… La calle Alta, el marco de fondo de “Sotileza”, hermosa e invertebrada novela de don José María de Pereda, la cual demanda un profundo conocimiento de la jerga de los raqueros de la bahía para disfrutarla en todo su valor.


Dos rotondas más y enlazo al momento con la S-10, la autovía que conduce a Bilbao. Por los márgenes van discurriendo desangelados polígonos industriales, y, a la izquierda, los muelles y astilleros de Santander han quedado engullidos por la nube contumaz. Vagamente, se perfila al fondo la inmensa mole del centro comercial “Bahía de Santander”, en el polígono “Nueva Montaña”. ¡Y yo no me explico!... ¿Cómo se han tenido que llevar “El Corte Inglés” tan alejado del casco urbano? Entre rotondas y cambios de carril hay que describir más curvas que la cinta de Moebius. Y luego ¿para qué? Resulta una aventura baldía buscar estacionamiento bajo la lluvia. Al final, no queda más remedio que plegarse a los costosos aparcamientos subterráneos.

A continuación, una extraña emoción se despierta en mi alma. ¿Seguirá aquí? El ascensor de grandes paneles de espejos asciende hasta el piso principal. ¿Será posible? De ser así, ya será el cuarto año que me lo encuentro. Se abren las puertas. Las escaleras, la tienda de delicatessen, la despejada anchura del recinto central, Hipercor, las tiendas de “El Corte Inglés”, la cúpula acristalada baqueteada por la lluvia, las impresionantes escaleras mecánicas, la tienda de chuches y helados, el circuito infantil, la piscina de bolas y… ¡Sigue aquí!

Me sitúo en un ángulo que me permita echar un furtivo vistazo a su tenderete, pero ¡qué va!: el espadín de su mirada ya me ha rozado los pelos. Me gustaría saber cuántos años lleva al frente del tenderete de esta ONG, cuyo nombre no estoy seguro de recordar (no sé si se trata de “Solidaridad en Acción”). La fuerza de su mirada no me permitió nunca fijarme en muchas cosas más… Un hombre siempre sentado tras el mostrador, pero que cuando se levanta despliega la majestuosidad de una montaña. Debe frisar en los cincuenta años. La panza se le perfila tras la pulcra camisa de cuadros. En algún momento de su vida debió tener el pelo rubio; ahora sin embargo, a cuenta de las incontables canas, el mismo ostenta un leve matiz arenoso. Éste es el primer año en que le veo llevar gafas.

Su mirada me hace ocultarme tras las esquinas del circuito infantil. Los niños chillan sus alegrías, recorren laberintos, se lanzan por el tobogán a la piscina de bolas… Su mirada es un golpe a mi conciencia; me hace pensar que siempre se puede ser más bueno de lo que se aparenta. De tanto practicarlo, se ha vuelto un maestro en el arte de la globoflexia. La primera vez se conformaba con modelar espadas y flores onduladas. Este año veo que ha logrado unas caracterizaciones bastante bien traídas de Piolín y el conejo Bugs Bonny. Los niños arrastran a sus madres hasta el tenderete. A la pregunta del precio de esas preciosidades, el hombre apela a la conciencia de cada uno, respondiendo: “La voluntad. Es para una buena causa”. Cuando hace entrega a los niños de sus nuevas adquisiciones, parece como si los pelos de su barba sonrieran.

Entro al Corte Inglés a comprar el único jabón de afeitar que protege mi rostro de la ineludible ordalía diaria; es de importación (pero nada caro) y no me consta que lo vendan en otro sitio. Lo fabrica la empresa “Proraso”, con asiento en Florencia. No es publicidad gratuita, pero mi piel tiene mucho que agradecerle a su aromática y fresca espuma de mentol y aceite de eucalipto. Me encanta el cuenco verde en que viene envasado.

Tengo que volver a su proximidad; siento que lo necesito. Su mirada recarga las pilas de mi voluntad de ser bueno, no sabría explicarlo. Me hace pensar que la vida merece la pena, que tener buenos pensamientos hacia los demás es salud para el alma. También quiero volver a su proximidad porque me hace recordarte y desear tu próximo restablecimiento, querido paisano Ángel. Nada sé de la vida de este hombre, pero sé que la está entregando a un fin tan altruista que hasta rebasa las fronteras de su propio entendimiento. No es hombre al que se deba adorar como si de una divinidad se tratara, pero ¿cómo se debe tratar a un hombre cuya sola presencia tiene la facultad de despertar lo mejor que anida en nosotros? Los niños son los únicos que pueden acercársele con naturalidad, sin que piensen que es algo sublime lo que tienen delante. En mi calidad de tímido, no podría hacerlo…, no podría hacerlo… Son inútiles mis intentos por mirarle furtivamente: sus ojos siempre me acaban localizando. ¿Acaso me reconoce de un modo que ambos tampoco podríamos entender?

¿Seríamos amigos si yo tuviera el privilegio de residir en Santander? ¿Me enseñaría las actividades a las que destina los más nobles empeños de su vida? ¿Me dejaría pasearme entre esos niños de países lejanos, cuyos rostros sonrientes campean al lado de sus creaciones de globoflexia? ¿Podríamos visitar esas escuelas remotas y abrir esos libros polvorientos que llevan la luz del conocimiento a esas poblaciones necesitadas? ¡Una cruz! Sí, una cruz cristiana pende del cuello de este hombre. ¿Qué más necesito para imaginar esa vida de entrega que la soledad me ha negado?

En los vidrios de la cúpula aparecen las primeras manchas de sol. Los globos despiden medrosos destellos. Las agujas del reloj han rotado indolentemente. ¿La vida vale más que una mirada, o merece la pena entregar la vida por causa de una mirada? Lo cierto es que la rutina, el miedo a lo novedoso, el anhelo de seguridad acaban imponiéndose a la propia vida, corriendo las cortinas de transparente grisura que ocultan la sombra de nuestros días… Tampoco será en esta ocasión; hay que emprender el regreso. No obstante, un último conato de rebeldía me impulsa a levantar de nuevo la mirada e imaginar que me despido con algo más que silencio.

El movimiento de mis pies me obliga a alejarme. La atmósfera se despeja en lo alto de la cúpula. Allá quedas, amigo desconocido, con la luz delineando las promesas que sustentan tu humilde tenderete.

¿Hacía falta que me pidieras un Piolín? ¿No sabías que era como si me obligaras a pisar un camino de ascuas? Tiraste de mi brazo, haciendo uso del chantaje de las dulces perlas de tus lágrimas. No me quedó otro remedio que acercarme al tenderete. Con la mirada baja, le pedí al hombre un Piolín. Él me tendió el más bonito de su repertorio. “¿Cuánto vale?”, pregunté. “Sólo la voluntad”, me respondió, y en su voz vibraba una nota de la misma timidez que a mí me embargaba. Deposité un billete de cinco euros en el cestito del mostrador. “Gracias”, me dijo con el susurro de una ola en la bajamar. Nos fuimos al aparcamiento; parecía como si yo huyera de algo. ¿Verdad que tú lo pensarías en algún momento apartado de tu infancia, verdad que alguna vez me lo recordarías?: “Tonto el que huye de la felicidad”.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

domingo, 16 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (VI): La vaguada del diablo


Por tanto, someteos a Dios, pero resistid al diablo, que huirá de vosotros (Sant 4, 7).
Vivid con sobriedad y estad alerta. El diablo, vuestro enemigo, ronda como león rugiente buscando a quien devorar. Enfrentaos a él con la firmeza de la fe (1 Pe 5, 8-9).
Sabemos que todo lo que ha nacido de Dios no peca; el Hijo de Dios lo protege, y el maligno no lo toca (1 Jn 5, 18).


Los anocheceres veraniegos en Santander eran lentos pero implacables. Cuando en la Meseta ya era noche cerrada, aquí, en la Cornisa Cantábrica, aún se aferraban al poniente los últimos retazos de luz dorada. Después de las actividades del día, se adueñaba de mí una especie de lasitud vespertina. Y sí, cuando hace presa en mí la melancolía, siento unas ganas inmensas de abandonarme a mi diálogo interior con Dios; y a este fin, las piernas me piden movimiento, andar en definitiva largos paseos.

Sábado, 18 de julio (retrocedo en mi historia, pues para eso he cuidado que los episodios fueran independientes los unos de los otros). La noche se presentaba desapaciblemente ventosa, y me puse mi chándal de entretiempo. Salí del portal de mi alojamiento, al punto de las nueve y media. Una nube había descargado hacía poco, y la calle Fernando de los Ríos aparecía llena de reflejos e inusualmente despejada de transeúntes. Había luces en todas las ventanas de la vecindad; en los humildes barrios universitarios de Santander, se cuelgan las bombonas de butano en los laterales de las ventanas. El chillido de las gaviotas, dada la proximidad del mar, ponía un áspero contrapunto al silencio de la anochecida. Acometí el descenso por los añejos escalones que hay a la altura del número 78, tan oscuros, olvidados y pronunciados que me recordaban a aquellos por los que se despeñara el padre Karras (interpretado por Jason Miller) en la película “El exorcista”. ¡Pues sí que empezábamos bien el paseo con tan lúgubre pensamiento! Durante el descenso, dejé a mano derecha las pistas de baloncesto del Colegio “Atalaya”, donde había reunidos unos cuantos adolescentes haciendo botellón. Enseguida accedí a la ancha repisa que forma en la colina la calle Blas Carrera, y al poco, descendiendo por un breve tramo de escalones de granito, desemboqué en la larguísima avenida de los Castros, que siguiéndola en derechura conduce a los Jardines de Piquío, excepcional balcón para contemplar la soberbia amplitud de las playas del Sardinero.

Crucé la avenida hasta el lugar donde se ubica el conocido Paraninfo de las Llamas, en torno al cual se distribuyen los edificios de las facultades de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Orienté mis pasos en sentido al mar. Antes de llegar a la rotonda donde campea un lustroso olivo centenario, me topé con un nutrido grupo de estudiantes inglesas que se alojaban en el Colegio Mayor “Torres Quevedo”. Se estaban tirando fotos y tenían todas las pintas de salir de marcha. Las rebasé sin que ellas se dieran cuenta de mi presencia. Una nueva oleada de melancolía restó un poquito de ligereza a mis pasos. Experimentaba la necesidad de asomarme a la ventana de mi vida pasada. ¿En qué momento escuché risas parecidas, en qué lugares y con qué gentes me dominó la alegría ante la perspectiva de una noche de marcha? Fue un instante en que me apercibí del rumbo imparable que había tomado el tren que se llevaba mi juventud desaprovechada… Perdóname, Ángel, creo que este paseo de oración no tiene otro objeto que diseccionar las cuitas de mi alma.

Glorieta de los Castros. La fuente de los delfines (que en nada se parece a la de la Plaza de la República Argentina, en Madrid). Aquí los coches se juegan la tenencia de los puntos del permiso de conducir, y el cruce de los peatones por el paso de cebra se revela como una acción asaz temeraria. Al lado derecho se abre la ancha boca del túnel de Tetuán, hervidero de automóviles que van y vienen del centro de la urbe. Después de cruzar arriesgadamente por el paso de la calle del Alcalde Vega Lamera, me presento de un tirón en la Plaza de las Brisas, donde la estatua de Colón contempla en lo alto de su pedestal la última brasa del crepúsculo. Llego a Piquío, y emprendo la bajada hasta la explanada del estadio del Racing de Santander, en la cual se apiñan numerosas atracciones de feria, motivo a las celebraciones que durante el mes de julio tienen como marco la capital cántabra (Baños de Ola y Semana Grande). Los restaurantes y terrazas que escoltan mi paso están en plena efervescencia. El chándal empieza a causarme calor y no me importaría trasegar una cervecita. Para colmo, en mis tripas noto un movimiento extraño, que me impulsa a rezar para que no vaya a mayores… Integrarme entre la gente. Gente desconocida pero que acaso mereciese la pena conocer. Pasar las horas nocturnas acogido al calor humano…

Pudo más la rutina de mis paseos, y, dando un nuevo impulso a mis piernas, me dispuse a salvar la distancia que me separaba de la Vaguada de las Llamas. Atrás quedó el colorido de la verbena, la oscuridad ignota del Palacio de Congresos, la vanguardista estructura elipsoide del Palacio de Deportes... Enseguida llegó: las luces de los festejos se fueron diluyendo conforme me adentraba en la soledad de la vaguada. Un lugar que durante el día bulle de paseantes, pero que ahora se presentía despejado en toda su inmensidad.

Tras descender por el graderío que precede a la laguna, me apercibí del aislamiento del lugar, exiguamente iluminado, y del aura de misterio que envolvía el carrizal. Un dolor intermitente comenzaba a flagelarme las tripas. Pasé al lado de un banco en el cual dos pintillas se estaban fumando un canuto al amparo de la oscuridad. Como quiera que en principio no se puede esperar nada bueno de semejantes compañías, apreté el paso a ojos vistas y me planté en el arranque de la pasarela que atraviesa la laguna.

Pese a que me sentía acalorado por el chándal, mi cuerpo se vio sacudido por inoportunos escalofríos. Mis pisadas crearon lúgubres resonancias sobre las tablas de la pasarela. El carrizal de la laguna se veía extrañamente agitado, y digo “extrañamente” por cuanto yo no había percibido el menor asomo de viento durante mi periplo por la vaguada. A mi frente se extendían varios centenares de metros de pasarela, partiendo de unas orillas y de otras. Por extraño impulso, pues sabía que iba a salir mal, tiré con el móvil la foto que aquí ofrezco. Las aguas de la laguna presentaban una excepcional tonalidad salmón, como impregnada de una capa de azul oscuro; algunos ánades inmóviles flotaban en la superficie.

De repente, sentí una presencia a mis espaldas, una presencia invisible. Había ocurrido en otros momentos de mi vida. No había sido muy prudente haberme plantado en mitad de esas tinieblas por las que no transitaba nadie. No era la primera vez que esa sensación helada me estrujaba el alma. Otra vez después de mucho tiempo… El muy ladino sabía escoger los sitios y las circunstancias para que su presencia me suscitara un terror irreprimible. Las cañas agitadas en la oscuridad, sonidos de tritones ocultándose a mi presencia, el lamento de una agachadiza rompiendo el silencio amenazante de la laguna… El dolor detuvo mi marcha y me hizo retorcerme apoyado en el pasamanos. Un alarmante borborigmo afligía mis tripas. Alcé la mirada, y allá, en lo alto de una empinada colina, podía ver las luces del edificio en que me alojaba. Aparentemente tan cerca, pero a una distancia que se me representaba insalvable en mi actual situación. Oscuridad y tramos interminables de pasarela. Amenaza escondida tras los festones de las cañas.

Durante mi juventud había temido la presencia del diablo en las calles de Aldea del Rey, el pueblo manchego del que también es oriundo Ángel. Sé que el diablo se posesionó de muchas de las almas de mis paisanos para procurar mi daño y conducirme a la desesperación. Sé que el veneno de las víboras llegó a inficionar hasta los corazones de miembros de mi propia familia. El diablo sabe de quién debe valerse: de las almas superficiales que más fácilmente sucumben a sus designios. Mi presencia le estorbaba al diablo, por razones que yo no entendía, y me hizo recorrer los nueve círculos del infierno de Dante en la tierra que yo ansié amar con toda mi alma. La soledad fue entonces mi única defensa; la soledad fue la bendición que me empujó a encontrar lo más hermoso de la existencia de un ser sufriente: la amistad con Dios.

El ataque del maligno se había reanudado, asombrosamente en la soledad. Pero ya no me encontraba desarmado. Ahora poseía de lleno la única arma a la que no podía resistirse… La oración con fe… Muchos se obstinan en negar su existencia, pero la misma es evidente; lo consideran asunto de superstición, pero se engañan a sí mismos y más fácilmente caen en sus pegajosas redes. ¡Cuánto me alegro de que me hayan odiado, de que se hayan burlado de mí! En caso contrario, no estarían tan vivas para mí estas palabras de Jesús:

Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Mas todo esto os harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado. Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado. El que me aborrece a mí, también a mi Padre aborrece. Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre. Pero esto es para que se cumpla la palabra que está escrita en su ley: Sin causa me aborrecieron.

Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio.

Estas cosas os he hablado, para que no tengáis tropiezo. Os expulsarán de las sinagogas; y aun viene la hora cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde servicio a Dios. Y harán esto porque no conocen al Padre ni a mí. Mas os he dicho estas cosas, para que cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho”
(Jn 15, 18-27; 16, 1-4).

En casos en los que se percibe la presencia evidente del maligno, lo primero y más conveniente es desechar todo temor y armarse de fe. La oración brota como espada flamígera, y el alma se eleva por encima de los picos de las montañas más elevadas... Así lo hice, enderecé los hombros y mis pasos sonaron firmes y decididos en el maderamen de la pasarela. Había conseguido poner coto al dolor de mis tripas. Aun cuando las cañas siguieran agitadas por un viento ausente, no sería peor que mis recorridos por las calles de Aldea del Rey… Pronto me encontré en el extremo final de la vaguada.

Ahora debía enfrentar el ascenso por los taludes de la colina. Me encontraba frente a los empinados escalones que hay entre la Facultad de Derecho y el Colegio “Dionisio García Barredo”. Por detrás de un arbusto, salieron dos perros de pelaje negro. Opté por ignorarlos, e inicié rápidamente la subida por los escalones invadidos de hierba. En el muro de la facultad brillaba una luz solitaria. En el momento en que los perros iban a alcanzarme para empezar a olisquearme, un silbido distante les hizo volver para atrás. Los escalones eran interminables.

Cuando gané por fin la avenida de los Castros, me encontraba exhausto y bañado en sudor. El borborigmo se había ido intensificando. Miré a derecha e izquierda, buscando la ruta más rápida para volver a mi edificio. Las tripas me apremiaban. A la derecha, un puente elevado salvaba el denso tráfico de la avenida. Yo suelo padecer de vértigo, pero la premura por llegar a casa me persuadió a enfrentarme a mis arraigados temores. El puente describe un giro de 360 grados antes de enfilar el cruce de la avenida. La cabeza empezaba a darme vueltas y todo se tornó una confusión de ramas oscuras, altura creciente y ráfagas de luz que venían a mi encuentro varios metros por debajo del puente. Por impulso súbito, pronuncié una súplica a Dios con la voz más alta que pude. Trastabillando, con la adrenalina disparada, crucé el puente en unos diez segundos, que se me antojaron una eternidad. ¡Qué aliviado me sentí cuando me encontré al otro lado de la avenida!

Mis padecimientos se habían calmado lo suficiente para retomar los escalones que me llevaron de regreso a la calle Blas Carrera; y, luego, los otros tenebrosos (los del padre Karras), que me dejaron por fin en la calle Fernando de los Ríos.

Así terminó mi aventura nocturna, que afortunadamente no se saldó con las desgracias que la presencia del maligno me habían hecho temer.

Salí muchas más noches a pasear por los rincones de Santander. Siempre elegía las vías que me permitieran vislumbrar a lo lejos la luz de vuestra ventana… Una vez os di un toque al móvil. “Voy a pasar, mirad hacia abajo”. Y en el marco de la ventana se verificó un milagro… El faro que alumbraba mi vida entera, las estrellas del firmamento reunidas en un punto asombrosamente cercano. Quise distinguiros, pero las lágrimas me robaron la nitidez de vuestras miradas.


CONTINUARÁ...


El jardinero de las nubes.

martes, 11 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (V): La cueva de "El Soplao"


El hombre pone un límite a las tinieblas, explora hasta el último rincón, hasta las cavernas más oscuras y profundas. Abre galerías en lugares solitarios, y allí, donde nadie puede verlo, se balancea sujeto a una soga (Job 28, 3-4).
Pero ¿dónde se encuentra la sabiduría?, ¿cuál es la sede de la inteligencia? (Job 28, 12).
Y dijo al hombre: “En el temor del Señor está la sabiduría; en apartarse del mal, la inteligencia” (Job 28, 28).


No pude por menos de sonreír. “Prohibido coger caracoles”, advertía un cartel a la entrada de una finca sombreada por esbeltos eucaliptos. La carretera de montaña parte de la localidad de Rábago, y en su ascenso va dibujando curvas junto a verdes collados y arroyos ocultos entre espesos mantos de helechos. El cielo estaba muy gris, y se apreciaban rastros de lluvia en el parabrisas del coche. En las cumbres del Valle del Nansa, el mercurio descendía hasta la preocupante temperatura de diez grados centígrados.


La carretera no se veía muy transitada, lo cual no dejaba de sorprenderme, pues en la oficina de turismo de los Jardines de Pereda (en Santander) me habían advertido que el entorno de la cueva de “El Soplao” es de alta densidad turística. Al cabo de un rato, apareció en lontananza el complejo turístico, enclavado en la Sierra de Arnero. Antes de acceder a la explanada propiamente dicha, me topé con un pintoresco monumento dedicado a los mineros y aprecié un ramal de vía férrea que se adentraba en la montaña. En este lugar se ubicaban antaño las minas de La Florida (cuyas labores fueron descritas por Benito Pérez Galdós en su novela “Marianela”) y la apertura de una nueva galería dio con el descubrimiento de la gruta que me disponía a visitar esa mañana. En el argot minero se conoce como “soplao” a la corriente de aire fresco que se establece cuando una caverna natural intercepta con una galería minera. Algunas voces ya proclaman que esta cueva, debido a las riquezas naturales que atesora, es la más hermosa del mundo, superando en esta categoría a cuevas tan famosas como las del Drach (en Mallorca) o las del Mamut (en el estado norteamericano de Kentucky). La cueva de “El Soplao” constituye toda una novedad turística, ya que sólo lleva abierta al público desde julio de 2005.

A pesar de que era temprano (sobre las 10 de la mañana), no me fue fácil encontrar aparcamiento, lo que me dejó un poco extrañado, pues, como ya he indicado, efectué el ascenso por la carretera sin apenas vehículos que me precedieran o sucedieran. La panorámica que se divisa desde allí es colosal; se aprecian valles encajados entre altas cadenas de montañas. Al norte se esfumaban con la borrasca los últimos vestigios del mar Cantábrico, y al este las nubes de lluvia coronaban las cimas de los distantes Picos de Europa. No pude por menos de recordar bellos pasajes de la novela “Peñas arriba”, del escritor cántabro por antonomasia: José María de Pereda. Soplaba un aire bastante desapacible, y hube de embutirme en el precario abrigo que me ofrecía mi impermeable de senderista. El frío era una eventualidad con la que no había contado, dadas las fechas veraniegas en que estábamos.

Me dirigí, pues, al interior del complejo para sacar la entrada.

Antes de llegar allí, me topé con una placa conmemorativa que dio un nuevo impulso al asombro que venía experimentando desde mi arribada al lugar. Se daba la bendita casualidad de que los príncipes de Asturias habían visitado ayer la cueva de “El Soplao”. La fecha que figuraba en la placa no ofrecía lugar a dudas: “22 de julio de 2009”. Hoy era jueves y ayer fue miércoles. ¡Menos mal!, me dije, si llego a venir ayer, seguro que no me dejan pasar a la cueva con el dispositivo de seguridad que debió rodear la visita de los príncipes.

Sea como fuere, saqué la entrada. Debido a la afluencia de visitantes, no pude conseguir turno hasta las tres de la tarde. Por respeto al patrimonio natural de “El Soplao”, sólo se permite entrar en grupos reducidos a visitar los 1500 metros de caverna habilitados al público. En realidad, las maravillas de esta gruta se extienden a lo largo de los casi 13000 metros que han sido explorados hasta el momento. Existe, eso sí, la posibilidad de visitarla al completo, pero esto supone un incremento sustancioso en el precio de la entrada.

Para ir haciendo tiempo, tiré por una estrada senderista que partía de la parte noroeste de la explanada de aparcamiento. A la izquierda, un zócalo de sillares delimitaba un campo donde las espigas de trigo ya comenzaban a doblar su espinazo; a la derecha había una pendiente por la cual descendía toda una alfombra de helechos, entre tejos y acebos, hasta culminar en un damero de idílicos pastizales. Un caballo de pelaje bayo pacía en una hondonada cercana. La lluvia convirtió el sendero en un barrizal, y quise desviarme en consecuencia por un peñascal frontero, cuyo impracticable lapiaz me hizo preferir enfrentarme al barro del camino. Caían gotas aisladas y grandes como salivazos. Miré al cielo. Las nubes desflecadas fueron el recordatorio de mi oración. Unas piernas articulándose, unos ojos parpadeando, unos dedos abriéndose y cerrándose… Aunque estés lejos, amigo Ángel, te sigo recordando. Querido Dios, Tú que puedes escucharme, no dejes de considerar la oración de éste tu indigno siervo.

La lluvia recrudecía, y el frío atravesó la defensa de mi impermeable. Me vi obligado a regresar al complejo. Como quiera que tenía la piel de gallina y me esperaban en la gruta temperaturas que no ascenderían de los doce grados centígrados, me encaminé a la tienda de recuerdos y adquirí un abrigado forro polar con el logotipo de la cueva. Acto seguido me dirigí al restaurante, donde ya había formada una buena cola. Paella y albóndigas. La paella me dejó indiferente; en cuanto a las albóndigas, yo pensaba que las habían amasado con la arcilla de las cuevas. Las natillas caseras de postre, con la consabida galleta sobrenadando en el centro, endulzaron un tanto mi castigado paladar.

Por fin llegó el ansiado momento. A las tres menos diez avisaron a nuestro turno de visita para que nos fuéramos congregando junto al andén del tren minero. La señorita que iba a guiarnos nos advirtió que estaba prohibido tomar fotos. Una verdadera lástima. El tren avanzó traqueteando unos trescientos metros, hasta llegar a un apeadero en el interior de la mina, en uno de cuyos andenes ya estaba esperando otro de los grupos, que regresaba de la visita.

Atravesamos una galería misteriosa, ambientada con sonidos magnetofónicos de labores mineras. La sensación térmica de las cuevas incrementó el frescor en grado sumo. Accedimos por fin a la Galería Gorda, donde ante nuestros ojos se desplegó todo un mundo de magia que a duras penas podría haber sido concebido por el autor de “El Señor de los Anillos”; no creo que las Minas de Moria, que aparecen descritas en la primera parte de esta trilogía (“La Comunidad del Anillo”), puedan sobrepasar la belleza de este paraíso subterráneo. La vista era sublime: de las bóvedas pendían auténticas filigranas de piedra caliza. Enfilamos el sistema de pasarelas en dirección oeste, hasta la emblemática Galería de los Fantasmas. Desde luego, aquí las estalagmitas adoptan figuras antropomórficas que, al surgir de un lecho de esquistos, semejan los tenebrosos habitantes de los lugares encantados. Seguimos la pasarela hasta el final, bordeando a mano izquierda una enigmática charca de agua oscura. Fue entonces cuando pudimos contemplar una caprichosa geografía subterránea, donde las perlas de las cavernas y las superficies revestidas de aragonito se hacían destacar mediante iluminaciones dispuestas con acierto.

Deshicimos nuestros pasos, regresando a la Galería Gorda. Luego tomamos un nivel inferior de pasarelas, y continuamos en dirección este, asistiendo a espectáculos naturales a cuál más impresionante. Desde las paredes se desplegaban banderas de calcita, y una formación en especial recreaba la oreja de un asno. Empezaban a hacerse visibles, en todo su efecto decorativo, las concreciones excéntricas y helictitas por las que se ha hecho famosa esta cueva. Dejamos al lado izquierdo un lago estrecho y alargado, en cuya tersa superficie se perfilaban unas simas que se hundían en lo profundo de la tierra y que no eran otra cosa que los reflejos de la bóveda que había sobre nuestras cabezas. Encontrábamos a cada nada indicadores luminosos que nos daban cuenta de las condiciones ambientales allí reinantes: temperatura, humedad, concentración de dióxido de carbono, etcétera.

Así, presas de una especie de hechizo, alcanzamos una cavidad de anchura aceptable, conocida como “Campamento”. De la bóveda colgaba una vistosa petrificación excéntrica que, por razones obvias, los guías habían bautizado como “La Lámpara”. De allí partía una senda bastante estrecha, a cuyo inicio había dos estalagmitas antropomórficas conocidas como “Los Centinelas”. Las paredes se presentaban cubiertas de floretes calizos con diversos grados de coloración y de delicados lazos, erizos y girándulas de calcita y aragonito. Poco a poco se hacía audible el tema “Caresse sur l'Ocean”, de la banda sonora de la película “Los chicos del coro”. Y desembocamos en un recinto apoteósico, si bien no demasiado espacioso. La guía denominó “La Catedral” a este rellano en mitad de la estrechura del sendero. La acústica era impresionante: las notas musicales bullían en un techo entrecruzado de hilos y flores de una blancura purísima, todo un milagro del reino mineral. Allí, en esa capilla subterránea, me visitó nuevamente el recuerdo de Ángel… Dios mío, devuélvelo sano junto a su familia y sus amigos. Desde el fondo de la tierra, desde las cimas de las montañas, desde las orillas del mar te envío mi ruego por la salud de nuestro paisano. Sé como una lámpara encendida en su mesilla de hospital; eres el único que puede obrar milagros, y ahora todo un pueblo pide por el milagro de la recuperación de Ángel.

Punto y final a la visita. Desanduvimos el camino, pasamos una vez más junto a “Los Centinelas” y en mi alma sentí cómo se materializaba la despedida a ese mundo de magia sin fin. Adiós, caminos del interior de la tierra. Aunque estéis confinados en la oscuridad y el silencio de las simas, habéis impulsado enormemente el vuelo de mi alma.

Subimos otra vez al tren minero. Otro grupo estaba preparado para iniciar la visita que nosotros habíamos concluido. De nuevo, el traqueteo de los raíles… Por última vez te lo digo, Dios mío, devuélvele la salud a Ángel… La indecisa luz de la tarde se abrió paso en la bocamina, y en apenas unos minutos el objetivo de la jornada se vio cumplido.

Continuaba haciendo frío, por lo que el climatizador del coche se me antojó una auténtica bendición. De regreso, la carretera seguía mostrándose extrañamente solitaria. El verdor de los prados se había oscurecido con la lluvia. Yo experimentaba el lujo inusual de regresar a casa en medio de una estival tarde de invierno.

¡Cómo simpatizaste con la muchacha que nos guiaba por la cueva! ¿Recuerdas cómo te llamó la atención el “piercing” que tenía en el lado derecho de la barbilla? Tan negro como la oscuridad de las cavernas. Le tomaste prestada la linterna con la que nos abría camino, y disparaste ráfagas de luz por todas aquellas reconditeces. Le preguntaste su nombre y yo lo he olvidado. Te invitó a compartir con ella las restantes visitas de ese día. Cuando regresamos al complejo, no te conformaste con su beso de despedida: estuviste buscándola sin descanso por todas partes. Casi al tiempo de irnos, la sorprendiste al otro lado de la cristalera de la cafetería. Golpeaste el vidrio, y ella te detectó con júbilo. Las palmas de vuestras manos se unieron, olvidando la barrera transparente que las separaba… Yo también aprendí lo hermoso de la simpatía momentánea.


CONTINUARÁ...


El jardinero de las nubes.

viernes, 7 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (IV): Música de playa


Ahí está el vasto y anchuroso mar, hervidero de animales incontables, grandes y pequeños (Sal 104 [103], 25).
¿Quién encerró con doble puerta el mar cuando salía a borbotones del seno de la tierra, cuando le puse las nubes por vestido, y los nubarrones por pañales; cuando le señalé un límite, le fijé puertas y cerrojos, y le dije: “No pasarás de aquí, aquí se romperá la soberbia de tus olas”? (Job 38, 8-11).
¿Qué te pasa, mar, que huyes, y a ti, Jordán, que te echas atrás? (Sal 114 [113], 5).
¿Quién como el Señor, nuestro Dios, que reina en las alturas, pero se abaja para mirar cielos y tierra? Él levanta del polvo al desvalido, y alza del estiércol al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo (Sal 113 [112], 5-8).


Es fácil encontrar aparcamiento a las nueve y media de la mañana en el tramo final de la avenida de Fernández de Castañeda, justo antes de llegar a la plaza del doctor Fleming. Bordeando el paseo marítimo, hay un ancho cinturón de jardines. Resulta inútil resistirse a la tentación de saludar la estatua de mi admirado don Benito Pérez Galdos. No hay que andar muchos pasos. Ahí están: ¡las bellísimas playas del Sardinero! Orgullo y adorno de la capital cántabra.

Las arenas de color tostado aparecen limpias y peinadas desde primeras horas de la mañana. Además, la marea ha borrado las huellas del paso de la especie bípeda cuya presencia me resulta más temida en estos plácidos arenales… Me refiero a los fumadores. Me produce dentera encontrarme colillas abandonadas en la arena de las playas o en el césped de las piscinas. Cada vez que detecto un fumador o fumadora por esos andurriales, suelo invocar los truenos de las nubes. Refieren las viejas crónicas que antes las dos playas del Sardinero estaban divididas por una valla en el puntal rocoso sobre el que se asientan los célebres Jardines de Piquío: en la playa primera estaban las clases pudientes, mientras que la playa segunda era ocupada por humildes ganapanes. Es curioso, pero la playa segunda es la que más me gusta de las dos. Yo mandaría a los fumadores a la playa primera, pero, como esto no es factible, no queda más remedio que tragarnos las sucias e insolidarias costumbres de los fumadores irresponsables. Parece como si les gustara hozar entre basuras, igual que los cerdos. No miran que los niños que juegan tan felices con sus cubos y palas se hallan expuestos a encontrar y toquetear las deleznables inmundicias que van dejando a su paso. El día que prohíban fumar en las playas, no seré precisamente de los que lo lamenten.

El baño cantábrico a primera hora de la mañana es asaz vigorizante y levemente temerario. Suele haber bancos de niebla disolviéndose entre los rompientes de la cercana península de la Magdalena. Las gaviotas aún picotean las arenas. El sol muestra rasgos de debilidad por las desiguales costras de nubes. Las olas lamen la orilla, y sus espumas duran el tiempo de un suspiro. En lontananza se perfilan cargueros, y es fácil ver toda clase de embarcaciones aparejando sus velas cuando el sol aún no ha alcanzado su meridiano. El mar no cubre hasta un buen trecho, e ir internándose en su seno poco a poco se revela como la tortura de un abrazo helado. Las olas cabrillean entre la piel aterida; rompen su amplitud con reticulados manteles de espuma. Finalmente, llega el momento en que hay que decidirse. Mi grito de guerra es “¡Ribadesella!”, y en cuanto lo arrojo doy un zambombazo sobre las olas… Pronunciar “Ribadesella”, nombre de una bella localidad costera del Principado de Asturias, me ayuda (no sé por qué) a confraternizarme con las desabridas aguas del mar Cantábrico.

En mis tiempos mozos no tuve ocasión de visitar el mar, y ahora, que ya peino canas, los paseantes de la playa parecen escandalizarse con los alaridos que voy soltando mientras nado. No entienden que es como un tributo a mi infancia melancólica; si no lo hiciera, las olas, las arenas y las piedras lo harían en mi lugar. Je je je, siempre con el riesgo de que me pongan la camisa de fuerza. En cuanto las nubes se retiran y el sol se desparrama por la superficie de las aguas, renuevo mi voto: inmersión completa, y oigo la voz en mi cerebro que me dice: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Y yo repito mi vieja letanía: “Tienes que nacer de nuevo; no entrarás en el Reino de Dios si no naces del agua y del Espíritu” (Jn 3, 5). Entonces emerjo a la superficie, percibiendo que ya no queda vestigio de la frialdad del agua… En estos baños también he tenido presente el pensamiento de Ángel.

Cuando mi baño ha terminado y la playa se ha ido poblando, me encajo mis pinganillos y empiezo mis incesantes paseos por la línea divisoria de la tierra y las aguas. Y no voy solo… Hay miríadas de paseantes; somos como un ejército que va y viene. Me sumerjo en el placer egoísta de la música privada, y, lentamente, se van desplegando los tentáculos de la oración. Me recreo en la ilusión de entrar en sintonía con el corazón de las gentes que pasan a mi lado. Son horas relativamente tempranas y no se avistan muchos jóvenes; la edad promedio de los paseantes oscila en torno a los cuarenta y cinco años. La música funde los cielos, el mar y los exuberantes follajes de las arboledas en una misma impresión enaltecedora. Cuerpos blancos y rechonchos, colgando a trozos por los ultrajes de la fuerza gravitatoria. Arrugas ahondadas por el arado del tiempo. Poco a poco vas llegando, evocación que me conduces al lugar donde se encuentra Ángel. Pero…


22 de julio. Las agujas del reloj marcan las once y media de la mañana. Detengo mi marcha sobre la lengua con que el mar acaricia la playa. Aparece una brecha en el lienzo de mi oración. En mis pinganillos suena una canción que me arrebata por completo, que trae voces apartadas de mis experiencias vitales. “Perdóname”, del exitoso grupo zaragozano “Amaral”, que dentro de poco (27 de julio) actuará en la Campa de la Magdalena, con motivo de la celebración de la Semana Grande de Santander. El vello se me eriza. Una repentina racha de viento marino hace perder a algunas sombrillas su agarre en la arena. Miro en sentido a tierra, y luego hacia el mar. La canción ha limitado el mundo a las palabras que se deslizan por mis pinganillos:



Entiéndeme,
por todas mis locuras;
fueron la mitad más una
de las que te he visto hacer.
Discúlpame
si te duele lo que veo:
demasiados buitres negros.
Tú eres demasiado bueno para ellos,
tú eres demasiado bueno para ellos.

Hay demasiados
corazones sin consuelo.
Es demasiado frío este momento
cuando siento que te pierdo.



Se borran en mis oídos los últimos acordes de la canción. Me arranco los pinganillos, huyendo de nuevas impresiones musicales que puedan eliminar la actual. Mis pies se han ido hundiendo en la arena mojada. Sé que no voy a poder seguir desgranando mis oraciones. Miro hacia el interior y me topo con el severo edificio de un restaurante playero: “The Old Cormoran Tavern”. La gente va y viene. Ya se ven niños y hasta un pastor alemán jugueteando en las olas junto a su amo. Me ajusto las gafas de sol sobre el puente de la nariz. Me he quedado silencioso por dentro.

Tendrás que perdonarme, Ángel. Habrás de permitirme moverme al acaso sobre las arenas, succionar amplias bocanadas del salutífero aire marino, dejarme derrochar dulcemente minutos de mi existencia. La aguja de la brújula no apunta a ningún lugar en concreto. Como hortensia de los Jardines de Piquío, como rosa perdida en las grietas de los acantilados de Mataleñas, como el narciso cantábrico en los bosques de la cordillera…, así de estáticas se han quedado mis oraciones.

Aquí, a la orilla del mar, siguen caminando “demasiados corazones sin consuelo”.

Esa misma tarde, cuando la ocupación de las playas estaba en pleno apogeo, bajamos al Palacete del Embarcadero, cerca de la dársena de Puerto Chico. Montamos otra vez en el catamarán, y volvimos a recorrer el anhelado espejo de la bahía. La hélice pintaba estelas de espuma, transparentes como el cristal de roca. Puerto Chico, el planetario de la Escuela de la Marina Mercante, el Palacio de Festivales, el palacete de la familia Botín, el Museo Marítimo del Cantábrico, las playas de Peligros y de Biquinis, la Magdalena… En mar abierto empezaron las salpicaduras y los bandazos. Pasado el susto inicial, vinieron las risas. Los alcatraces asediaban el faro de la Isla del Moro. El sol caía y el sueño acariciaba tus párpados. Buscaste mi apoyo, y el mar se hizo sábana de un sueño profundo… Volvíamos a puerto. La luz se vertía como un venero de oro viejo… Sigue soñando, mi sueño es tenerte lo cerca que te tengo.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (III): El Parque de la Naturaleza de Cabárceno


Así habla Yahveh, Dios de tu padre David: “He oído tu plegaria, he visto tus lágrimas y voy a curarte” (Is 38, 5).
Hazme sentir tu amor cada mañana, que yo confío en ti; indícame el camino a seguir, pues todo mi ser te añora (Sal 143 [142], 8).

Seguir las rutas, dejando a un lado las rías de espuma de mar y los huertos fragantes de verdor estival. Adentrarse por los caminos agrestes que bordean los relieves kársticos del Valle del Pisueña. Las minas cuyas venas de hierro eran explotadas en tiempo de los Romanos. El pico de Peña Cabarga recortándose en las alturas, cual faro de los mares y Monte Olimpo de la capital cántabra. En la cima de esos lugares el mar se perfila como un difuso cendal de tonalidad malva. Cedros, chopos, eucaliptos, sauces, arces y pinos marítimos sobre el manto de la tierra roja de mineral… La carretera discurre por las frescas sombras de un edén, por un oasis en mitad de otro vergel. Los poblados van quedando atrás con su inevitable estela de anonimato, pues todos los carteles lo van proclamando: ¡el Parque de la Naturaleza de Cabárceno!

Cerca de la localidad de Obregón, se sitúa la entrada oeste a la reserva natural. 21 de julio y las manecillas del reloj señalan las diez de la mañana. Un hombre que hay un poco antes de llegar a las taquillas, se aproxima al coche, me entrega el folleto de un restaurante y me describe un complicado itinerario para llegar allá. Yo le digo que sí por cortesía, pero realmente no he prestado atención a sus palabras. Saco la entrada y me dirijo al aparcamiento de la antigua mina, donde se ubica el reptilario.

Consulté mi brújula de bolsillo, causándome no poca sorpresa la caprichosa orientación del norte, pues yo relaciono este punto cardinal con mar y espacios abiertos y no con el lienzo de montañas que confina el parque. Me dirigí a ver las culebras, ya que me llaman poderosamente la atención, pese a ser bichos que me repelen bastante. El reptilario alberga una buena colección de las serpientes más venenosas del mundo, entre las cuales me fascinó de manera especial la cobra negra, una especie descubierta en 1989 en las regiones áridas de Marruecos. No escaseaban las serpientes de cascabel de todas clases, y pude echarle un vistazo a la famosa serpiente mocasín o de los pantanos, que encuentra su hábitat natural en los temibles Everglades de la península de Florida. Asimismo pude contemplar la boa constrictor que aparece en el cuento de “El Principito”; sí, ésa que se traga un elefante y adopta la forma de un sombrero mientras está digiriéndolo. Las serpientes robaban protagonismo a las tortugas e iguanas del recinto. Con razón la astucia de la serpiente se ha asociado con las artes del diablo.

Después de un rato, al apreciar que no había espectáculo de leones marinos en la cercana piscina, eché mano al volante y comencé a explorar los distintos rincones del parque. Todos los visitantes parecíamos estar de acuerdo: hacíamos las mismas paradas y nos imitábamos unos a otros. Había una excursión de niños de un campamento de verano, tocados con sus distintivas gorras de color naranja; un minubús repleto de jubilados mañicos; matrimonios con niños pequeños, algunos auténticos bebés… El olor de multitud era vehemente. En cuanto a los animales, los había con grandes dotes sociales y otros sumamente tímidos. Los hipopótamos, los osos, los linces, los lobos y los canguros Wallaby fueron de los que no asomaron el hocico; y en cambio sí que lo hicieron los elefantes, las cebras, los jaguares, los avestruces, las jirafas, los papiones, los bisontes y otros cuantos más… Aparte de esto, en una de las áreas de restauración gocé de una inimitable exhibición de aves rapaces. ¡Hermoso y rápido el vuelo del halcón peregrino!


Con tantas distracciones, no me estaba acordando de elevar mis oraciones por Ángel, y la conciencia me lo estaba avisando. Era algo que debía reparar de inmediato, por lo que fijé de último plazo, para hacerlo como era debido, el final de la comida. Pero yendo al volante y pendiente de las indicaciones y carteles anunciadores, no resulta sencillo encontrar un momento de adecuado recogimiento interior.

Llegué junto a la salida este de la reserva natural, y, asustado, me apresuré a dar marcha atrás, ya que recordaba que en otra ocasión que tomé dicha salida, hube de dar un rodeo de casi 50 kilómetros por carreteras tortuosas para volver a Santander, cuando realmente la capital cántabra apenas dista unos 20 kilómetros del lugar. En el fondo de una hondonada, el Lago Acebo refulgía como un espejo de nubes.

Ascendí entre los mellados farallones de una montaña maltratada por las incursiones mineras de antaño, y me paré en el aparcamiento de la zona de los leones. De allí partía una vereda para senderistas, a cuyo atractivo no pude resistirme. Llevaba un buen calzado para caminar, lo que me hizo cubrir cierta distancia antes de llegar a un paraje donde estimé oportuno detenerme. Las aves rapaces describían amplias ruedas en un rincón cercano del cielo. Los helechos tenían sus hojas mixtificadas con un leve polvo solar. El verdor de la tierra dejaba ver sus espinazos de piedra, y unos apretados promontorios de apariencia arcillosa me tapaban la vista del horizonte. Cerré los ojos, tan pronto me sentí al arrastre de la corriente de misticismo que fluía desde una ignota región de mi alma.

Quise ponerme en disposición generosa, como la que suele embargarnos cuando se reza por alguien que no se conoce y a quien nada se debe. No pude reprimir la evocación de ciertos momentos de mi vida pasada en Aldea del Rey. ¿Qué les debo a los aldeanos para rezar por ellos?, me dije. ¿Qué hicieron por mí? Por ellos mi caparazón se hizo invulnerable. Son mi gente, son mi patria, pero los tengo tan cerca de mí como el mismísimo polo norte.

Acomodé mis posaderas en una roca manchada de musgo, y seguí meditando… ¿Alguna vez en tu vida has hablado con Ángel? ¿Os habéis tomado una cerveza juntos? ¿Has saludado a su mujer o has visto jugar a sus hijos en la Plaza? No creo que jamás hayan pensado en ti. Y aquí estás tú, en este paraje apartado, pidiendo por ellos. ¡Qué cómodo resulta sucumbir al egoísmo!, es lo que prima en este mundo. La generosidad no está pagada, ¿por qué has de ser generoso?...

Sentí que se formaba en mi interior una bola de amargura. Busqué la huida. Seguí con mi visita a la reserva natural.

Mediada estaba la tarde, cuando llegué junto a la orilla del Lago Sexta. Me encaminé al mirador que lo domina desde una altura de más de cuarenta metros. Es un lugar idílico, difícil de describir con justeza. Hay árboles que hunden sus raíces en el agua. Los patos peinaban la tranquila sobrehaz con sus estelas de espuma. El sol se había escondido entre los tirabuzones nubosos, y una luz vagamente lechosa se posaba en los alrededores. El lago, los árboles, las aves acuáticas, el verdor de las plantas y el mismo cielo eran generosos conmigo; me daban algo muy preciado sin antes haberlo pedido… El sentimiento brotó con la fuerza de una cascada. ¡Oh amado Dios, olvida mi egoísmo y presta tu auxilio a Ángel! Tú me enseñaste los caminos de la oración, y seguiré por ellos sin reparar en los nubarrones del egoísmo. ¿Qué me importa lo que me hicieran o no me hicieran otros que ni piensan ni viven por mí? Mi vida no es piedra que la gente, con su buena o mala influencia, pueda esculpir. Soy libre, y el ridículo que otros quieran atribuirme ni me influye ni me afecta. Sólo hay un camino: el que Tú nos muestras, el camino del corazón. Un camino recto, sin curvas ni cuestas; debe andarse con decisión, pues hay sendas que no terminan más que en abismos… Pedro saltó de la barca, obedeciendo a su corazón. Caminó por el Lago de Genesaret, pero, de repente, pensó que nadie de sus semejantes lo había hecho antes y el miedo le hizo hundirse en el líquido elemento. ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado? (Mt 14, 24-34). ¡Sálvame, Jesús amado, como hiciste con tu discípulo Pedro! Ayúdame para que mi corazón no se desvíe de los caminos que me has enseñado.

La tarde caía. Regresé al vehículo a paso quedo. Noté cómo las ruedas se estremecían al atravesar las discontinuidades de la pasarela canadiense que confina el recinto de los ciervos. Luego, tras volver al punto de partida, puse rumbo a Santander.

Encontraste por los caminos de la reserva de Cabárceno multitud de caracoles, y, con desbordante entusiasmo, los ibas metiendo en una vieja tartera. Todavía no habías aprendido a reconocer las hojas que les sirven de alimento. No eran las hojas de acacia que masticaban las jirafas. Merendabas y venías a buscarme a los lugares donde yo buscaba la soledad. Las serpientes te daban todavía más miedo que a mí, y yo te enseñaba los lugares donde era posible que hubiera víboras. En el reptilario viste la figura de una mano que había sido mordida por una serpiente venenosa, y costó desterrar de ti el horror que te produjo. Con los fulgores terminales de la tarde, tus risas se expandieron por las montañas cuando veías las cabriolas que la leona marina cieguita hacía en la piscina cercana al reptilario. Llevabas tus caracoles en la tartera camino de Santander, y yo llevaba algo que crecía dentro de mi corazón.


CONTINUARÁ...


El jardinero de las nubes.

lunes, 3 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (II): La verdadera catedral del mar


La oración hecha con fe salvará al enfermo; el Señor lo restablecerá, y le serán perdonados los pecados que hubiera cometido. Reconoced, pues, mutuamente vuestros pecados y orad unos por otros para que sanéis (Sant 5, 15-16).


Una brisa perfumada de frescor marino salpicaba de ondas la superficie del estanque alargado de la plaza de las Atarazanas, en Santander. A mi frente se recortaba contra el cielo el inmenso conjunto arquitectónico de la Catedral, con sus piedras del color de las nubes chubascosas. Me encontraba impaciente por entrar allí aquella mañana de viernes del pasado 17 de julio, tal que no presté atención al monumento neobarroco a la Virgen de la Asunción. Ascendí por las escalinatas (anchas en la base, estrechas en el coronamiento) caminando en diagonal, pues se me figuraba que así me cansaría menos. Acto seguido seguí las indicaciones para acceder al recinto catedralicio.

Una estrecha puerta me condujo al hermoso claustro gótico-cisterciense, en cuya crujía se habían recostado algunos peregrinos del Camino Marítimo de Santiago. Llevaban mochilas hinchadas y sombreros playeros y calzado deportivo. Estaban esperando a que se abriera la sacristía para que les sellaran las credenciales de peregrino. Era curioso: sus miradas se posaban al unísono en el tranquilo jardín del centro, donde los pájaros dejaban oír sus melodías estivales, las hojas temblaban y las nubes exhibían algunas cicatrices de sol. Yo también quise pensar lo mismo que los peregrinos: era un momento de gran belleza y la vista estaba repleta de una paz enigmática.

Uno de los peregrinos tenía todas las trazas de ser inglés. El azul de sus ojos destacaba con viveza tras unas gafas de montura de acero. Su barba era blanca y bastante poblada, pero no por ello descuidada. Sus brazos acusaban los efectos del sol, que les había conferido un bronceado que tiraba a rojo cangrejo. Me vio buscar la entrada a la Catedral y me sonrió con sus dientes amarillos. Yo sólo alcé las comisuras de los labios, pues debido a mi carácter apocado vendo caros mis dientes. El inglés me miraba subir los escalones que daban paso al templo, y enseguida llegó la sombra y la prohibición de utilizar cámaras fotográficas.

Se dice que el estilo gótico es el milagro de la luz desde un punto de vista arquitectónico, pero, sin duda debido a lo nublado de la mañana, en el templo reinaban sombras románicas. Cuando entro en una catedral, me siento como abrumado y no sé adónde dirigir la vista en primer término. No estaban encendidas las lámparas, y sólo las velas de las capillas laterales combatían la penumbra. Apenas si había visitantes. Yo me sentía un poco indeciso, pues ya me han expulsado de más de un templo por vestir bermudas. Sin embargo, nadie vino a reconvenirme. Tiré hacia la derecha de la entrada, como si escapara de algo. Busqué un lugar apartado y me planté en el lado sur de la girola. Había allí un banco adosado al muro, que invitaba a la parada tranquila y así quise hacerlo. Me encontraba justo entre la Capilla de San Fernando y la Pila Morisca de Abluciones. A mi frente había dos hermosas vidrieras inflamadas por los tristes rubores del mediodía: la de la derecha representaba un cordero, y la de la izquierda una paloma; a los pies de dichas figuras había sendos copones con motivos florales. Saltándome la prohibición de la entrada, por cuanto me encontraba enteramente solo, les eché una foto con el móvil. No es de mucha calidad, pero aquí se la ofrezco a ustedes.

Enseguida el silencio circundante se aposentó en el fondo de mi alma. Había llegado el momento de pensar en Ángel. Quise proyectar mi mirada más allá de las vidrieras; Ángel se encontraba en el sur, y hacia allá apuntaban las vidrieras. Sentía en mi espalda el bulto de la mochila. El fresco de las sombras trepaba por mis pantorrillas desnudas. Era la de Ángel una situación desesperada y era arriesgado pedir sin saber si iba a ser atendida mi petición; en caso contrario, la decepción podría conmover los cimientos de mi fe y de mi esperanza. Yo quería seguir creyendo, y sabía que seguiría creyendo, pues mi alma se encuentra marcada por los fuegos de la decepción y mi fe ha salido incólume de muchas pruebas tristes. Entre los colores de las vidrieras entreví una mujer y unos hijos preocupados, unos médicos que ladeaban sus cabezas con escepticismo y un pueblo en vilo… De repente, algo pasó en las nubes. Dejaron escapar un reguero de sol, que hizo resaltar las alas de la paloma y el vellocino del cordero. Luz del sur, luz de la esperanza. Sentí que la sonrisa me brotaba espontáneamente de los labios. ¿Sería posible, Dios mío, que se cumpliera el anhelo de mi actual pensamiento?

Mi rato de oración terminó cuando aparecieron dos turistas que se expresaban en francés. Rodeé la girola, y al instante me encontré junto a la tumba de don Marcelino Menéndez Pelayo, hijo predilecto de Santander… y de las Españas por añadidura. Cogulla franciscana, almohadón de libros, la pluma de Apolo, laurel imperecedero, frente como caldero de inteligencia y una piedad por encima. Tan plácido era el reposo de don Marcelino, que ganas entraban de acompañarle. 57 años de vida y 40000 libros leídos y estudiados… Ya no se producen hombres de esta madera.

Seguí bordeando las medias pilastras de la nave norte, hasta la Capilla del Sacramento. Dos monjitas rezaban reclinadas en los asientos de en medio. En la pared del Antiguo Baptisterio había un cuadro muy hermoso que sacudió mi alma. Llevaba por título “Los discípulos de Emaús”, y había sido pintado por Juan Ramón Sánchez, según pude leer en el correspondiente letrero. Promontorios rocosos, manos y siluetas en el cielo, caminos interminables… Una sinfonía azul que me gustaría que hubiera visto mi amigo Feliciano Moya, pero la presencia de las monjitas imposibilitaba la obtención de una nueva fotografía.

Junto al muro oeste me encontré a mi amigo el peregrino inglés, confesándose con un beatífico sacerdote que tenía las mejillas brillantes y azuladas por los efectos del jabón matinal. No sé por qué me demoré algunos segundos contemplándoles. ¿Confesión? ¿Un hombre confesando a otro hombre? ¿No decía Juan: “A quienes perdonéis los pecados, Dios se los perdonará; y a quienes se los retengáis, Dios se los retendrá” (Jn 20, 23)?

El inglés se fue del confesionario, volvió a sonreírme. Los ojos del sacerdote ahora estaban clavados en mí. Parecía como si me estuviera esperando. ¿Yo le esperaba a él? “Ven aquí, hijo mío, a descargar los posos de tu alma”. Mis pies pensaron más rápido que mi mente. La iglesia celta, según Hans Küng (en su libro “La Iglesia Católica”), implantó la costumbre de la confesión privada y la elevó a la categoría de sacramento. “Confesaos mutuamente”, dice la Biblia. Pero la Iglesia Católica ha establecido diferencias entre los sacerdotes y el vulgo. La confesión no puede ser mutua si el sacerdote no confía al vulgo las cuitas de su alma. Habrá que seguir reflexionando sobre estas cuestiones. Hay conciencias que sienten remordimiento extremo por un solo pecado; hay otras que ni se inmutan con una legión de pecados a las espaldas. En fin… Salí del templo a grandes zancadas.

En las escalinatas os encontré, y vuestras sonrisas buscaron mis ojos. Veníais del cercano Palacio de Correos. Antes habíais paseado por los Jardines de Pereda. Visitamos juntos la iglesia románica de los bajos de la Catedral. Demasiado oscura, a pesar de los hallazgos arqueológicos y de las soluciones arquitectónicas que apuntaban al gótico. Nos refugiamos de la lluvia en el Callejón de los Azogues. Cuando escampó, seguimos nuestra marcha por Jesús de Monasterio, y vimos que la plaza del Ayuntamiento estaba toda levantada por obras. Entramos en la calle Burgos, y no estaba el tiempo para ir de heladerías. Ya había claros en el cielo, y vimos que los árboles del Paseo de las Alamedas brillaban con reflejos plateados… Me llevé la mano al corazón, y sentí que la vida era muy hermosa.


CONTINUARÁ...


El jardinero de las nubes.


sábado, 1 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (I): A modo de prefacio


Os aseguro que el que cree en mí hará también las obras que yo hago, e incluso otras mayores, porque yo me voy al Padre. En efecto, cualquier cosa que pidáis en mi nombre, os lo concederé, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Os concederé todo lo que pidáis en mi nombre (Jn 14, 12-14).

Toda mi vida he oído mentar las excelencias de la oración. Hasta la Biblia lo remarca una y otra vez: hay un poder muy grande en la oración sincera. Sin embargo, en no pocas ocasiones he visto que la oración no surte los efectos deseados, por lo que en la inmediata se sienten ganas de cargar las culpas a Dios… Es natural y muy humano.

Mi inteligencia nunca fue capaz de emprender altos vuelos, y mis análisis de lo físico y lo metafísico no rindieron los resultados apetecidos. Con esto quiero decir que tanto en la alegría como en la tristeza no pude abandonar la práctica de la oración. Es una fuerza superior a mí. La desdicha me azotaba, pero yo seguía rezando, apoyado en la farola donde la luz se derramaba a la par que la fría lluvia de invierno. Sin fuerzas para seguir adelante, decliné mis responsabilidades en cuanto a alentar esperanzas y dejé que Dios hiciera de mí una hoja batida por el viento de la adversidad. ¿Mostré acaso cobardía al no rebelarme ante sus designios? ¿No tuve valor de culparle por mi dolor y por las desdichas del mundo que me rodeaba?... No, dejando correr todos los sistemas filosóficos que mi torpe mente había asimilado, persistí en la costumbre de rezar a lo que no comprendía y que era como un océano embravecido sin la luz de un faro que rasgara el horizonte. No sólo no dejé de rezar, sino que acabé amando a aquello que no reflejaba justicia, que daba a quien no necesitaba y que quitaba a quien no tenía. Me interné en sus caminos, tan llenos de recodos, revueltas y ramales tenebrosos; los anduve sin saber a qué lugar me llevarían. Era el reflejo de la vida, y se acrecentaba mi amor por aquello a lo que la flecha de ninguna brújula apuntaba… Un estúpido que reza sin ningún sentido, habrá quien diga. Yo no sé si seré estúpido, pero lo cierto es que rezo.

Me fui este verano al descanso vacacional llevando conmigo cierta pesadumbre. Un paisano tuvo un aparatoso accidente de tráfico y quedó muy malherido, en estado de coma. Alguien me pidió que rezara por él, y me fui con el propósito de hacerlo. Cuando rezo me ayuda e inspira mucho saber el nombre de la persona por quien lo hago, y este paisano se llama Ángel, es electricista y tiene mujer, hijos, familiares y amigos en el pueblo. Le recordaba y no me causaba dolor rezar por él, cuando rezar por los enemigos sí que resulta doloroso.

Durante el viaje a Cantabria lo imaginaba en el hospital; se aferraba a la vida, lo mismo que mi oración se aferraba a la esperanza de que saliera adelante. Viajando recordé aquellas lejanas oraciones de un tiempo de mi vida, cuando todo mi empeño era revertir lo irremediable. La sangre quedó sola y negada de todo auxilio en un sembrado recién nacido, al lado de una carretera solitaria. La muerte sobrevino y el causante se dio a la fuga con las ruedas entre las piernas. No sé si éste habrá podido vivir con ese cargo de conciencia, pero con el paso de los años dejé de odiarle y también lo mencioné alguna vez en mis oraciones. Muchas horas de mi vida malgasté pidiendo lo imposible, con fe y hasta sin ella, con salud, enfermedad y escasos deseos de vivir… Mi oración de largos años fue desoída, pero saqué en claro mi personal estilo de rezar y que esto no era nada malo para mí.

Con Ángel la cosa sería distinta. Ángel estaba vivo y mucha gente rezaba a su manera por él en Aldea del Rey. Hay cosas de su vida que yo sé y él ignora, cosas que establecen cierto vínculo entre nosotros. Sería bueno para mí volver a recorrer por el sufragio de Ángel los caminos de la oración. Sería bueno empezar de nuevo como si hubiera sido la primera vez…

¡Oh Dios mío! Yo no soy nadie y mis pies están ausentes de calzado. Caminemos juntos y déjame alimentar la esperanza de que Ángel salga de ésta. Una vez me fallaste. ¿Acaso me vas a fallar siempre?

Iremos contando la historia de estos días vacacionales y de estos viajes que he emprendido para que el sol de la esperanza no se oculte en el ocaso definitivo. Mis anhelos de oración han sido causa de silencios en mi alma y en mi vida externa, pero cuando rezo soy egoísta: no puedo compartir los sentimientos que este acto me genera. Tanta costumbre de soledad me ha hecho rebelde e independiente; que nadie me diga lo que los demás hacen en estas circunstancias tan tristes, que seguro que yo no lo haré. El trabajo en equipo no es para mí, y menos en los asuntos en los que es necesario invocar la ayuda de Dios.


CONTINUARÁ...


El jardinero de las nubes.