domingo, 16 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (VI): La vaguada del diablo


Por tanto, someteos a Dios, pero resistid al diablo, que huirá de vosotros (Sant 4, 7).
Vivid con sobriedad y estad alerta. El diablo, vuestro enemigo, ronda como león rugiente buscando a quien devorar. Enfrentaos a él con la firmeza de la fe (1 Pe 5, 8-9).
Sabemos que todo lo que ha nacido de Dios no peca; el Hijo de Dios lo protege, y el maligno no lo toca (1 Jn 5, 18).


Los anocheceres veraniegos en Santander eran lentos pero implacables. Cuando en la Meseta ya era noche cerrada, aquí, en la Cornisa Cantábrica, aún se aferraban al poniente los últimos retazos de luz dorada. Después de las actividades del día, se adueñaba de mí una especie de lasitud vespertina. Y sí, cuando hace presa en mí la melancolía, siento unas ganas inmensas de abandonarme a mi diálogo interior con Dios; y a este fin, las piernas me piden movimiento, andar en definitiva largos paseos.

Sábado, 18 de julio (retrocedo en mi historia, pues para eso he cuidado que los episodios fueran independientes los unos de los otros). La noche se presentaba desapaciblemente ventosa, y me puse mi chándal de entretiempo. Salí del portal de mi alojamiento, al punto de las nueve y media. Una nube había descargado hacía poco, y la calle Fernando de los Ríos aparecía llena de reflejos e inusualmente despejada de transeúntes. Había luces en todas las ventanas de la vecindad; en los humildes barrios universitarios de Santander, se cuelgan las bombonas de butano en los laterales de las ventanas. El chillido de las gaviotas, dada la proximidad del mar, ponía un áspero contrapunto al silencio de la anochecida. Acometí el descenso por los añejos escalones que hay a la altura del número 78, tan oscuros, olvidados y pronunciados que me recordaban a aquellos por los que se despeñara el padre Karras (interpretado por Jason Miller) en la película “El exorcista”. ¡Pues sí que empezábamos bien el paseo con tan lúgubre pensamiento! Durante el descenso, dejé a mano derecha las pistas de baloncesto del Colegio “Atalaya”, donde había reunidos unos cuantos adolescentes haciendo botellón. Enseguida accedí a la ancha repisa que forma en la colina la calle Blas Carrera, y al poco, descendiendo por un breve tramo de escalones de granito, desemboqué en la larguísima avenida de los Castros, que siguiéndola en derechura conduce a los Jardines de Piquío, excepcional balcón para contemplar la soberbia amplitud de las playas del Sardinero.

Crucé la avenida hasta el lugar donde se ubica el conocido Paraninfo de las Llamas, en torno al cual se distribuyen los edificios de las facultades de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Orienté mis pasos en sentido al mar. Antes de llegar a la rotonda donde campea un lustroso olivo centenario, me topé con un nutrido grupo de estudiantes inglesas que se alojaban en el Colegio Mayor “Torres Quevedo”. Se estaban tirando fotos y tenían todas las pintas de salir de marcha. Las rebasé sin que ellas se dieran cuenta de mi presencia. Una nueva oleada de melancolía restó un poquito de ligereza a mis pasos. Experimentaba la necesidad de asomarme a la ventana de mi vida pasada. ¿En qué momento escuché risas parecidas, en qué lugares y con qué gentes me dominó la alegría ante la perspectiva de una noche de marcha? Fue un instante en que me apercibí del rumbo imparable que había tomado el tren que se llevaba mi juventud desaprovechada… Perdóname, Ángel, creo que este paseo de oración no tiene otro objeto que diseccionar las cuitas de mi alma.

Glorieta de los Castros. La fuente de los delfines (que en nada se parece a la de la Plaza de la República Argentina, en Madrid). Aquí los coches se juegan la tenencia de los puntos del permiso de conducir, y el cruce de los peatones por el paso de cebra se revela como una acción asaz temeraria. Al lado derecho se abre la ancha boca del túnel de Tetuán, hervidero de automóviles que van y vienen del centro de la urbe. Después de cruzar arriesgadamente por el paso de la calle del Alcalde Vega Lamera, me presento de un tirón en la Plaza de las Brisas, donde la estatua de Colón contempla en lo alto de su pedestal la última brasa del crepúsculo. Llego a Piquío, y emprendo la bajada hasta la explanada del estadio del Racing de Santander, en la cual se apiñan numerosas atracciones de feria, motivo a las celebraciones que durante el mes de julio tienen como marco la capital cántabra (Baños de Ola y Semana Grande). Los restaurantes y terrazas que escoltan mi paso están en plena efervescencia. El chándal empieza a causarme calor y no me importaría trasegar una cervecita. Para colmo, en mis tripas noto un movimiento extraño, que me impulsa a rezar para que no vaya a mayores… Integrarme entre la gente. Gente desconocida pero que acaso mereciese la pena conocer. Pasar las horas nocturnas acogido al calor humano…

Pudo más la rutina de mis paseos, y, dando un nuevo impulso a mis piernas, me dispuse a salvar la distancia que me separaba de la Vaguada de las Llamas. Atrás quedó el colorido de la verbena, la oscuridad ignota del Palacio de Congresos, la vanguardista estructura elipsoide del Palacio de Deportes... Enseguida llegó: las luces de los festejos se fueron diluyendo conforme me adentraba en la soledad de la vaguada. Un lugar que durante el día bulle de paseantes, pero que ahora se presentía despejado en toda su inmensidad.

Tras descender por el graderío que precede a la laguna, me apercibí del aislamiento del lugar, exiguamente iluminado, y del aura de misterio que envolvía el carrizal. Un dolor intermitente comenzaba a flagelarme las tripas. Pasé al lado de un banco en el cual dos pintillas se estaban fumando un canuto al amparo de la oscuridad. Como quiera que en principio no se puede esperar nada bueno de semejantes compañías, apreté el paso a ojos vistas y me planté en el arranque de la pasarela que atraviesa la laguna.

Pese a que me sentía acalorado por el chándal, mi cuerpo se vio sacudido por inoportunos escalofríos. Mis pisadas crearon lúgubres resonancias sobre las tablas de la pasarela. El carrizal de la laguna se veía extrañamente agitado, y digo “extrañamente” por cuanto yo no había percibido el menor asomo de viento durante mi periplo por la vaguada. A mi frente se extendían varios centenares de metros de pasarela, partiendo de unas orillas y de otras. Por extraño impulso, pues sabía que iba a salir mal, tiré con el móvil la foto que aquí ofrezco. Las aguas de la laguna presentaban una excepcional tonalidad salmón, como impregnada de una capa de azul oscuro; algunos ánades inmóviles flotaban en la superficie.

De repente, sentí una presencia a mis espaldas, una presencia invisible. Había ocurrido en otros momentos de mi vida. No había sido muy prudente haberme plantado en mitad de esas tinieblas por las que no transitaba nadie. No era la primera vez que esa sensación helada me estrujaba el alma. Otra vez después de mucho tiempo… El muy ladino sabía escoger los sitios y las circunstancias para que su presencia me suscitara un terror irreprimible. Las cañas agitadas en la oscuridad, sonidos de tritones ocultándose a mi presencia, el lamento de una agachadiza rompiendo el silencio amenazante de la laguna… El dolor detuvo mi marcha y me hizo retorcerme apoyado en el pasamanos. Un alarmante borborigmo afligía mis tripas. Alcé la mirada, y allá, en lo alto de una empinada colina, podía ver las luces del edificio en que me alojaba. Aparentemente tan cerca, pero a una distancia que se me representaba insalvable en mi actual situación. Oscuridad y tramos interminables de pasarela. Amenaza escondida tras los festones de las cañas.

Durante mi juventud había temido la presencia del diablo en las calles de Aldea del Rey, el pueblo manchego del que también es oriundo Ángel. Sé que el diablo se posesionó de muchas de las almas de mis paisanos para procurar mi daño y conducirme a la desesperación. Sé que el veneno de las víboras llegó a inficionar hasta los corazones de miembros de mi propia familia. El diablo sabe de quién debe valerse: de las almas superficiales que más fácilmente sucumben a sus designios. Mi presencia le estorbaba al diablo, por razones que yo no entendía, y me hizo recorrer los nueve círculos del infierno de Dante en la tierra que yo ansié amar con toda mi alma. La soledad fue entonces mi única defensa; la soledad fue la bendición que me empujó a encontrar lo más hermoso de la existencia de un ser sufriente: la amistad con Dios.

El ataque del maligno se había reanudado, asombrosamente en la soledad. Pero ya no me encontraba desarmado. Ahora poseía de lleno la única arma a la que no podía resistirse… La oración con fe… Muchos se obstinan en negar su existencia, pero la misma es evidente; lo consideran asunto de superstición, pero se engañan a sí mismos y más fácilmente caen en sus pegajosas redes. ¡Cuánto me alegro de que me hayan odiado, de que se hayan burlado de mí! En caso contrario, no estarían tan vivas para mí estas palabras de Jesús:

Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece. Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Mas todo esto os harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado. Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado. El que me aborrece a mí, también a mi Padre aborrece. Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado; pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre. Pero esto es para que se cumpla la palabra que está escrita en su ley: Sin causa me aborrecieron.

Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio.

Estas cosas os he hablado, para que no tengáis tropiezo. Os expulsarán de las sinagogas; y aun viene la hora cuando cualquiera que os mate, pensará que rinde servicio a Dios. Y harán esto porque no conocen al Padre ni a mí. Mas os he dicho estas cosas, para que cuando llegue la hora, os acordéis de que ya os lo había dicho”
(Jn 15, 18-27; 16, 1-4).

En casos en los que se percibe la presencia evidente del maligno, lo primero y más conveniente es desechar todo temor y armarse de fe. La oración brota como espada flamígera, y el alma se eleva por encima de los picos de las montañas más elevadas... Así lo hice, enderecé los hombros y mis pasos sonaron firmes y decididos en el maderamen de la pasarela. Había conseguido poner coto al dolor de mis tripas. Aun cuando las cañas siguieran agitadas por un viento ausente, no sería peor que mis recorridos por las calles de Aldea del Rey… Pronto me encontré en el extremo final de la vaguada.

Ahora debía enfrentar el ascenso por los taludes de la colina. Me encontraba frente a los empinados escalones que hay entre la Facultad de Derecho y el Colegio “Dionisio García Barredo”. Por detrás de un arbusto, salieron dos perros de pelaje negro. Opté por ignorarlos, e inicié rápidamente la subida por los escalones invadidos de hierba. En el muro de la facultad brillaba una luz solitaria. En el momento en que los perros iban a alcanzarme para empezar a olisquearme, un silbido distante les hizo volver para atrás. Los escalones eran interminables.

Cuando gané por fin la avenida de los Castros, me encontraba exhausto y bañado en sudor. El borborigmo se había ido intensificando. Miré a derecha e izquierda, buscando la ruta más rápida para volver a mi edificio. Las tripas me apremiaban. A la derecha, un puente elevado salvaba el denso tráfico de la avenida. Yo suelo padecer de vértigo, pero la premura por llegar a casa me persuadió a enfrentarme a mis arraigados temores. El puente describe un giro de 360 grados antes de enfilar el cruce de la avenida. La cabeza empezaba a darme vueltas y todo se tornó una confusión de ramas oscuras, altura creciente y ráfagas de luz que venían a mi encuentro varios metros por debajo del puente. Por impulso súbito, pronuncié una súplica a Dios con la voz más alta que pude. Trastabillando, con la adrenalina disparada, crucé el puente en unos diez segundos, que se me antojaron una eternidad. ¡Qué aliviado me sentí cuando me encontré al otro lado de la avenida!

Mis padecimientos se habían calmado lo suficiente para retomar los escalones que me llevaron de regreso a la calle Blas Carrera; y, luego, los otros tenebrosos (los del padre Karras), que me dejaron por fin en la calle Fernando de los Ríos.

Así terminó mi aventura nocturna, que afortunadamente no se saldó con las desgracias que la presencia del maligno me habían hecho temer.

Salí muchas más noches a pasear por los rincones de Santander. Siempre elegía las vías que me permitieran vislumbrar a lo lejos la luz de vuestra ventana… Una vez os di un toque al móvil. “Voy a pasar, mirad hacia abajo”. Y en el marco de la ventana se verificó un milagro… El faro que alumbraba mi vida entera, las estrellas del firmamento reunidas en un punto asombrosamente cercano. Quise distinguiros, pero las lágrimas me robaron la nitidez de vuestras miradas.


CONTINUARÁ...


El jardinero de las nubes.

2 comentarios:

judith dijo...

No se que decirte. De verdad me paseaste por muchas ideas y creencias. Personalmente y te lo digo con todo respeto a veces el miedo y la mala fe obra muy fuertemente en la vida de la gente. Personalmente yo no creo en una entidad maligna, yo creo que la presencia de la maldad a veces habitan en algunos es mas que suficiente.(yo lo experimentado muchismas veces) Y a mi tambien las malas pesadillas a traves de la oracion me ha salvado. Pero no hay que dejarse derrotar por lo malo del pasado.
Yo recuerdo en mi infancia cuando en mi escuela mis amigas iban a recibir su primera comunion, relataban historias horrorificas del maligno en la clase de catecismo porque antes se recibia en todas las escuelas, y por ello, yo tenia un sin fin de pesadillas apenas a los 8 de edad. Total al final deje de asistir e ir a las clases. A veces la iglesia educa demasiado a traves del miedo, terror y la culpa, esto ocasiona terrores al final en la vida del adulto. Pero tambien es cierto, la oracion es poderosa, y te ayuda muchisimo en las experiencias duras de la vida.Personalmente a esta altura de la vida hay que vislumbrarse ante las cosas bonitas, y asi lo malo a pesar de que este presente se ira desapareciendo poco a poco.

con mucho afecto


judith
judith

lanochedemedianoche dijo...

Hola amigo, disculpa mi tardanza pero no podía llegar a tu blog, yo creo que tu relato es de mucha valía y que aprendemos a conocer y recordar cómo somos, la maldad esta en el corazón humano tanto como la bondad, la oración directa a Dios sin intermediarios es la más hermosa de todas, porque hablas sin retaceos ni repeticiones y el te escucha por sos su hijo y te ama, te sigo amigo.

Besos