martes, 11 de agosto de 2009

Los caminos de la oración (V): La cueva de "El Soplao"


El hombre pone un límite a las tinieblas, explora hasta el último rincón, hasta las cavernas más oscuras y profundas. Abre galerías en lugares solitarios, y allí, donde nadie puede verlo, se balancea sujeto a una soga (Job 28, 3-4).
Pero ¿dónde se encuentra la sabiduría?, ¿cuál es la sede de la inteligencia? (Job 28, 12).
Y dijo al hombre: “En el temor del Señor está la sabiduría; en apartarse del mal, la inteligencia” (Job 28, 28).


No pude por menos de sonreír. “Prohibido coger caracoles”, advertía un cartel a la entrada de una finca sombreada por esbeltos eucaliptos. La carretera de montaña parte de la localidad de Rábago, y en su ascenso va dibujando curvas junto a verdes collados y arroyos ocultos entre espesos mantos de helechos. El cielo estaba muy gris, y se apreciaban rastros de lluvia en el parabrisas del coche. En las cumbres del Valle del Nansa, el mercurio descendía hasta la preocupante temperatura de diez grados centígrados.


La carretera no se veía muy transitada, lo cual no dejaba de sorprenderme, pues en la oficina de turismo de los Jardines de Pereda (en Santander) me habían advertido que el entorno de la cueva de “El Soplao” es de alta densidad turística. Al cabo de un rato, apareció en lontananza el complejo turístico, enclavado en la Sierra de Arnero. Antes de acceder a la explanada propiamente dicha, me topé con un pintoresco monumento dedicado a los mineros y aprecié un ramal de vía férrea que se adentraba en la montaña. En este lugar se ubicaban antaño las minas de La Florida (cuyas labores fueron descritas por Benito Pérez Galdós en su novela “Marianela”) y la apertura de una nueva galería dio con el descubrimiento de la gruta que me disponía a visitar esa mañana. En el argot minero se conoce como “soplao” a la corriente de aire fresco que se establece cuando una caverna natural intercepta con una galería minera. Algunas voces ya proclaman que esta cueva, debido a las riquezas naturales que atesora, es la más hermosa del mundo, superando en esta categoría a cuevas tan famosas como las del Drach (en Mallorca) o las del Mamut (en el estado norteamericano de Kentucky). La cueva de “El Soplao” constituye toda una novedad turística, ya que sólo lleva abierta al público desde julio de 2005.

A pesar de que era temprano (sobre las 10 de la mañana), no me fue fácil encontrar aparcamiento, lo que me dejó un poco extrañado, pues, como ya he indicado, efectué el ascenso por la carretera sin apenas vehículos que me precedieran o sucedieran. La panorámica que se divisa desde allí es colosal; se aprecian valles encajados entre altas cadenas de montañas. Al norte se esfumaban con la borrasca los últimos vestigios del mar Cantábrico, y al este las nubes de lluvia coronaban las cimas de los distantes Picos de Europa. No pude por menos de recordar bellos pasajes de la novela “Peñas arriba”, del escritor cántabro por antonomasia: José María de Pereda. Soplaba un aire bastante desapacible, y hube de embutirme en el precario abrigo que me ofrecía mi impermeable de senderista. El frío era una eventualidad con la que no había contado, dadas las fechas veraniegas en que estábamos.

Me dirigí, pues, al interior del complejo para sacar la entrada.

Antes de llegar allí, me topé con una placa conmemorativa que dio un nuevo impulso al asombro que venía experimentando desde mi arribada al lugar. Se daba la bendita casualidad de que los príncipes de Asturias habían visitado ayer la cueva de “El Soplao”. La fecha que figuraba en la placa no ofrecía lugar a dudas: “22 de julio de 2009”. Hoy era jueves y ayer fue miércoles. ¡Menos mal!, me dije, si llego a venir ayer, seguro que no me dejan pasar a la cueva con el dispositivo de seguridad que debió rodear la visita de los príncipes.

Sea como fuere, saqué la entrada. Debido a la afluencia de visitantes, no pude conseguir turno hasta las tres de la tarde. Por respeto al patrimonio natural de “El Soplao”, sólo se permite entrar en grupos reducidos a visitar los 1500 metros de caverna habilitados al público. En realidad, las maravillas de esta gruta se extienden a lo largo de los casi 13000 metros que han sido explorados hasta el momento. Existe, eso sí, la posibilidad de visitarla al completo, pero esto supone un incremento sustancioso en el precio de la entrada.

Para ir haciendo tiempo, tiré por una estrada senderista que partía de la parte noroeste de la explanada de aparcamiento. A la izquierda, un zócalo de sillares delimitaba un campo donde las espigas de trigo ya comenzaban a doblar su espinazo; a la derecha había una pendiente por la cual descendía toda una alfombra de helechos, entre tejos y acebos, hasta culminar en un damero de idílicos pastizales. Un caballo de pelaje bayo pacía en una hondonada cercana. La lluvia convirtió el sendero en un barrizal, y quise desviarme en consecuencia por un peñascal frontero, cuyo impracticable lapiaz me hizo preferir enfrentarme al barro del camino. Caían gotas aisladas y grandes como salivazos. Miré al cielo. Las nubes desflecadas fueron el recordatorio de mi oración. Unas piernas articulándose, unos ojos parpadeando, unos dedos abriéndose y cerrándose… Aunque estés lejos, amigo Ángel, te sigo recordando. Querido Dios, Tú que puedes escucharme, no dejes de considerar la oración de éste tu indigno siervo.

La lluvia recrudecía, y el frío atravesó la defensa de mi impermeable. Me vi obligado a regresar al complejo. Como quiera que tenía la piel de gallina y me esperaban en la gruta temperaturas que no ascenderían de los doce grados centígrados, me encaminé a la tienda de recuerdos y adquirí un abrigado forro polar con el logotipo de la cueva. Acto seguido me dirigí al restaurante, donde ya había formada una buena cola. Paella y albóndigas. La paella me dejó indiferente; en cuanto a las albóndigas, yo pensaba que las habían amasado con la arcilla de las cuevas. Las natillas caseras de postre, con la consabida galleta sobrenadando en el centro, endulzaron un tanto mi castigado paladar.

Por fin llegó el ansiado momento. A las tres menos diez avisaron a nuestro turno de visita para que nos fuéramos congregando junto al andén del tren minero. La señorita que iba a guiarnos nos advirtió que estaba prohibido tomar fotos. Una verdadera lástima. El tren avanzó traqueteando unos trescientos metros, hasta llegar a un apeadero en el interior de la mina, en uno de cuyos andenes ya estaba esperando otro de los grupos, que regresaba de la visita.

Atravesamos una galería misteriosa, ambientada con sonidos magnetofónicos de labores mineras. La sensación térmica de las cuevas incrementó el frescor en grado sumo. Accedimos por fin a la Galería Gorda, donde ante nuestros ojos se desplegó todo un mundo de magia que a duras penas podría haber sido concebido por el autor de “El Señor de los Anillos”; no creo que las Minas de Moria, que aparecen descritas en la primera parte de esta trilogía (“La Comunidad del Anillo”), puedan sobrepasar la belleza de este paraíso subterráneo. La vista era sublime: de las bóvedas pendían auténticas filigranas de piedra caliza. Enfilamos el sistema de pasarelas en dirección oeste, hasta la emblemática Galería de los Fantasmas. Desde luego, aquí las estalagmitas adoptan figuras antropomórficas que, al surgir de un lecho de esquistos, semejan los tenebrosos habitantes de los lugares encantados. Seguimos la pasarela hasta el final, bordeando a mano izquierda una enigmática charca de agua oscura. Fue entonces cuando pudimos contemplar una caprichosa geografía subterránea, donde las perlas de las cavernas y las superficies revestidas de aragonito se hacían destacar mediante iluminaciones dispuestas con acierto.

Deshicimos nuestros pasos, regresando a la Galería Gorda. Luego tomamos un nivel inferior de pasarelas, y continuamos en dirección este, asistiendo a espectáculos naturales a cuál más impresionante. Desde las paredes se desplegaban banderas de calcita, y una formación en especial recreaba la oreja de un asno. Empezaban a hacerse visibles, en todo su efecto decorativo, las concreciones excéntricas y helictitas por las que se ha hecho famosa esta cueva. Dejamos al lado izquierdo un lago estrecho y alargado, en cuya tersa superficie se perfilaban unas simas que se hundían en lo profundo de la tierra y que no eran otra cosa que los reflejos de la bóveda que había sobre nuestras cabezas. Encontrábamos a cada nada indicadores luminosos que nos daban cuenta de las condiciones ambientales allí reinantes: temperatura, humedad, concentración de dióxido de carbono, etcétera.

Así, presas de una especie de hechizo, alcanzamos una cavidad de anchura aceptable, conocida como “Campamento”. De la bóveda colgaba una vistosa petrificación excéntrica que, por razones obvias, los guías habían bautizado como “La Lámpara”. De allí partía una senda bastante estrecha, a cuyo inicio había dos estalagmitas antropomórficas conocidas como “Los Centinelas”. Las paredes se presentaban cubiertas de floretes calizos con diversos grados de coloración y de delicados lazos, erizos y girándulas de calcita y aragonito. Poco a poco se hacía audible el tema “Caresse sur l'Ocean”, de la banda sonora de la película “Los chicos del coro”. Y desembocamos en un recinto apoteósico, si bien no demasiado espacioso. La guía denominó “La Catedral” a este rellano en mitad de la estrechura del sendero. La acústica era impresionante: las notas musicales bullían en un techo entrecruzado de hilos y flores de una blancura purísima, todo un milagro del reino mineral. Allí, en esa capilla subterránea, me visitó nuevamente el recuerdo de Ángel… Dios mío, devuélvelo sano junto a su familia y sus amigos. Desde el fondo de la tierra, desde las cimas de las montañas, desde las orillas del mar te envío mi ruego por la salud de nuestro paisano. Sé como una lámpara encendida en su mesilla de hospital; eres el único que puede obrar milagros, y ahora todo un pueblo pide por el milagro de la recuperación de Ángel.

Punto y final a la visita. Desanduvimos el camino, pasamos una vez más junto a “Los Centinelas” y en mi alma sentí cómo se materializaba la despedida a ese mundo de magia sin fin. Adiós, caminos del interior de la tierra. Aunque estéis confinados en la oscuridad y el silencio de las simas, habéis impulsado enormemente el vuelo de mi alma.

Subimos otra vez al tren minero. Otro grupo estaba preparado para iniciar la visita que nosotros habíamos concluido. De nuevo, el traqueteo de los raíles… Por última vez te lo digo, Dios mío, devuélvele la salud a Ángel… La indecisa luz de la tarde se abrió paso en la bocamina, y en apenas unos minutos el objetivo de la jornada se vio cumplido.

Continuaba haciendo frío, por lo que el climatizador del coche se me antojó una auténtica bendición. De regreso, la carretera seguía mostrándose extrañamente solitaria. El verdor de los prados se había oscurecido con la lluvia. Yo experimentaba el lujo inusual de regresar a casa en medio de una estival tarde de invierno.

¡Cómo simpatizaste con la muchacha que nos guiaba por la cueva! ¿Recuerdas cómo te llamó la atención el “piercing” que tenía en el lado derecho de la barbilla? Tan negro como la oscuridad de las cavernas. Le tomaste prestada la linterna con la que nos abría camino, y disparaste ráfagas de luz por todas aquellas reconditeces. Le preguntaste su nombre y yo lo he olvidado. Te invitó a compartir con ella las restantes visitas de ese día. Cuando regresamos al complejo, no te conformaste con su beso de despedida: estuviste buscándola sin descanso por todas partes. Casi al tiempo de irnos, la sorprendiste al otro lado de la cristalera de la cafetería. Golpeaste el vidrio, y ella te detectó con júbilo. Las palmas de vuestras manos se unieron, olvidando la barrera transparente que las separaba… Yo también aprendí lo hermoso de la simpatía momentánea.


CONTINUARÁ...


El jardinero de las nubes.

8 comentarios:

lanochedemedianoche dijo...

Qué bueno este capítulo, como me gusto recorrer esa caverna magnifica y ver todo lo que me relatabas, en medio de esas maravillas, realmente disfruto, aprendo y conozco lugares que no creo pueda llegar alguna ves, me encanto todo, pero yo... me comía la paella que es mi plato favorito, jajá.

Besitos

judith dijo...

caramba que bonito!!! Debe ser un lugar precioso!!! Me lo imagine todo. Indudablemente tu pais tiene maravillas. Y bueno, la paella la hacen rica en tu pais. Yo por mi parte tengo mucho tiempo que no pruebo desde que era muy adolescente. judith

Unknown dijo...

Bienvenido de nuevo. Y de nuevo gracias por el escrito que nos estás ofreciendo. Una nueva visión de "retener" lo vivido, habrá que ponerlo en práctica.
Me gusta, aparte de lo descriptivo, la parte mas personal a quién, haciendo un punto y aparte, le estás dedicando TANTO SENTIMIENTO.
Sin palabras: por el escrito y por las coincidencias. "El Soplao" se me escapó pero.... si me dices que te alojaste en La Ermita de 1883, en el Puente de San Miguel, tendré que asustarme....

Luis dijo...

Que bien has descrito lo mismo que mi familia y yo pudimos disfrutar en nuestras vacaciones de este verano. El dia en que las visitamos nosotros tambien hacía el mismo tiempo que cuando las visitaste tú, la diferencia es que a nosotros las entradas nos las vendieron para las opcho y media de la tarde, por lo que nos fuimos a ver la ferreria de Cades, que no se si tu la visitaste y nos fuimos a San Vicente de la Barquera a comer un delicioso arroz con bogavante.

El jardinero de las nubes dijo...

Gracias a todos por vuestros comentarios.

Amigo Luis: De San Vicente, hablaremos. El arroz allí es bueno, pero me quedo con los mejillones al vapor, plato simple pero repleto del auténtico sabor a mar.

Donde mejor arroz con bogavante he comido ha sido en una humilde taberna de Valdemoro. La próxima vez que vaya me quedaré con el nombre y la dirección.

Llevo tiempo considerando seriamente emigrar a Cantabria y empezar una nueva vida. Esa tierra me acaricia el alma, mientras que Aldea siempre ha sido para mí una senda de espinas. No tengo ninguna deuda con Aldea, así que a poco que lo considere, acabo en Cantabria.

Un afectuoso saludo a todos.

xonhya dijo...

Pase por tu casa para dejarte mi abrazo y decirte que siempre te recuerdo. Estoy conectandome poco trabajo en la edicion de una antologia de investigadores educativos argentinos asi que tengo por lo menos hasta noviembre solo suspiros de tiempo para la red. Abrazos amigo y todo mi afecto!!!!!

Anónimo dijo...

Que bonita narración es como ir viajando a tu lado y viendo lo que narras, realmente interesante y bello. Senti deseo de paella. Algun dia cercano visitare esa cueba y comere paella.

Anónimo dijo...

No había leido el parrafo final ese que esta en color, me hubiera gustado estar ahi de amiga de esa muchacha y saludarte tambien con beso double el la mejilla pues de lo bonito que escribes soy una fan ya.