domingo, 30 de noviembre de 2008

La expedición ornitológica (II): Genaro Andolini



Corrí siguiendo la costa cerca de diez minutos. Ya no oía a mis espaldas los abucheos de los calabreses, y por ello juzgué oportuno detener mi marcha. Ciertamente les había dejado mucha tierra de por medio.

Entonces miré a mi alrededor. Me encontraba en una zona de acantilados, y enfrente de mí se destacaba la abertura de una gruta. No tardé en reconocerla: allí era donde habitaba Genaro Andolini, el judío que se había sustraído al trato de los hombres para hacerse amigo de los pájaros, según se chismorreaba por ahí.

En mi corta vida ya había tenido ocasión de oír muchos comentarios acerca de Genaro Andolini. En Ancona contaban que era oriundo del Val d’Aosta. Allí, tras una larga etapa de estudios en Milán, se había establecido como veterinario, ejerciendo muchos años su oficio en tan hermosa región. Referían también que en un momento determinado conoció a una joven de la que se enamoró hasta los hígados. Su amor, a lo que parece, terminó en tragedia, y desde entonces se decía que no soportaba la irrecusable tendencia del género humano a cometer equivocaciones. Genaro no veía justo que Dios nos dejase libres para acabar errando a cada dos por tres. Había desatinos que traían implícitos terribles sufrimientos, y esto al parecer es lo que sucedió en la historia de amor que Genaro protagonizara al lado de una joven del Val d’Aosta.

No hay que olvidar que entonces yo era un niño, y por eso no llegué a comprender el verdadero motivo que empujó a Genaro a adoptar esa clase de vida. ¿Qué haría en esa gruta de los acantilados, apartado del trato de sus semejantes?

Sea como fuere, yo no iba a tardar en averiguarlo por propia experiencia.

Después de ese largo rato corriendo como una centella, notaba que el corazón me latía alocadamente, hasta tal extremo que temí se me escapara del pecho. Me afirmé, por tanto, a un peñasco cercano a la oquedad donde vivía Andolini, al objeto de cobrar nuevos ánimos para regresar a casa.

Fue entonces cuando se manifestó en todo su furor la tormenta que desde un rato atrás hacía amagos en el cielo. Se hicieron visibles los relámpagos, los truenos me dejaron los oídos ensordecidos y una lluvia intensa se apoderó de todos los contornos.

El gélido contacto del agua me produjo unos escalofríos por demás desagradables. Como no iba adecuadamente vestido, se me levantó el temor a pillar un mal resfriado, tanto más alarmante cuanto que el tiempo estival no es el más apropiado para curarse de semejante afección. Ante tal situación, comprendí que no tenía más remedio que internarme en la gruta para ponerme a resguardo de la lluvia.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

sábado, 29 de noviembre de 2008

La expedición ornitológica (I): Ancona


"LES AGUARDA UN VIAJE APASIONANTE POR EL NORTE DE ITALIA: QUE LO DISFRUTEN".

LIBRO DE LAS MEMORIAS DE PAUL MICHAEL BRAUN, ORNITÓLOGO DEL REINO DE LA GRAN BRETAÑA

¿Cuándo comenzó mi amor por la Naturaleza..., más en concreto, mi desmedido amor por las aves? Retrocedo en el tiempo, y detengo mi memoria en el momento en que acababa de cumplir ocho años. Mi vida hasta ese entonces no difería apenas de las demás vidas: el nacimiento, el alcance de los primeros atisbos de consciencia y los centenares de preguntas que comenzaba a ocasionarme mi paso por el mundo. Yo caminaba por la vida ansioso de encontrar respuestas a cada interrogante que me planteaba.

En el momento de cumplir los ocho años, mi familia y yo vivíamos en una villa de Ancona. Mi padre era armador de buques, y entonces aquél era su lugar de trabajo y residencia. Así fue cómo mi blanca piel empezó a teñirse con el bronceado del Adriático.

Fue precisamente en el verano de 1799 cuando conocí a Genaro Andolini. Él fue la persona que marcó mis primeras impresiones dignas de tenerse en cuenta.

El 7 de julio de 1799 cumplía yo, en consecuencia, ocho años de edad. Tras una opípara merienda en el jardín de la villa, acompañado de mis padres y de mis tres hermanas mayores, salí a dar un paseo por el litoral, con ánimo de lucir el hermoso sombrero de tres picos que había recibido a guisa de regalo.

A lo primero no hice caso del banco de nubes que se estaba amontonando en el cielo de Ancona. El viento soplaba recio desde las montañas, y comenzaba a refrescar un poquito. Incluso, si se aguzaba el oído, podía percibirse el amenazante crepitar de los truenos en lontananza.

Llegué a la costa, y me quedé extasiado contemplando las incursiones de las olas en los bajíos. En el puerto podía verse cómo el agua pugnaba por ganar las alturas de los malecones.

–¡Eh, bambino rico! –escuché de pronto a mis espaldas.

Me puse a temblar como un azogado, ya que acababa de reconocer las voces de los niños calabreses que desde tiempo lejano me tenían tomado como el objeto de sus escarnios.

No me paré ni a mirarles siquiera: me puse a correr con tanto ímpetu, que ni me di cuenta de que mi regalo de cumpleaños se me había escapado de la cabeza. Yo sabía que los niños calabreses venían a por mí, pero igualmente sabía que, con las magníficas piernas que Dios me había dado, no tardaría en dejar muy atrás a mis perseguidores.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Gratitud (y IX): La luz que no está en la tierra


En el transcurso de uno de aquellos días de buen tiempo, se le averió la lavadora a la madre del hombre bueno. No tenía posible arreglo el artefacto, y hubo que pensar en deshacerse de él. A este fin, la mujer le dijo al hombre bueno:

–Toma el coche, carga en él la lavadora y te la llevas a tirar al vertedero de las afueras.

Así lo hizo el hombre bueno.

El vertedero era un lugar desagradable a la vista y al olfato; una mancha nauseabunda en el mismo corazón de la Mancha. El hombre bueno metió el coche dentro del recinto alambrado, se apeó y fue a descargar el trasto averiado, con ánimo de marcharse de allí lo antes posible.

Al arrojar inopinadamente la lavadora junto a la base de un montículo de porquería, vio en la cima de éste, rondado por innumerables escuadrones de moscas verdosas, al perro vagabundo que quiso ser su amigo. Su frente estaba abierta en canal por un impacto de bala, y en torno al cuello tenía un lazo corredizo. Despedía un repugnante hedor, y su aspecto era como el de un pellejo de vino afectado por la putrefacción.

Algo se elevó desde el fondo del alma del hombre bueno. Una lágrima peregrina impregnó su pupila izquierda.

Pasó mucho rato contemplando el cadáver del animal, hasta que el rojo de cinabrio del atardecer se hizo patente en el alegre cielo estival. Como viera una amapola agostada que crecía junto a un montón de desperdicios, fue a cogerla y se la llevó al perro a modo de póstumo homenaje.

Luego arrancó su coche, y regresó a su mundo de sinrazones.

Las moscas que se nutrían de los restos de Reeec, se posaron también sobre los mustios pétalos de la amapola.


Moraleja: "Del árbol caído todos hacen leña".


FIN (LAMENTO MUCHO EL TRISTE FINAL DE ESTE CUENTO. ERA UNA ÉPOCA MUY TRISTE CUANDO LO ESCRIBÍ, Y MIS PENSAMIENTOS ADOLECÍAN DE FALTA DE OPTIMISMO. ESPERO QUE VOSOTROS, AMABLES LECTORES, SEPÁIS ENCONTRARLE EN VUESTRA IMAGINACIÓN EL FINAL FELIZ QUE YO NO FUI CAPAZ DE DARLE).

El jardinero de las nubes.

martes, 25 de noviembre de 2008

Gratitud, la historia de un perro vagabundo (VIII): Tinieblas


La cosa fue degenerando. Al cabo de pocos días, le entró a Reeec el moquillo, esa enfermedad que deja a los perros para el arrastre. Reeec no tenía veterinario que mirara por su salud. Pasaba las horas tosiendo y moqueando. Sus fuerzas le iban abandonando por momentos. Ahora que estaba enfermo, la gente se ensañaba con él más que antes.

–¡Maldito chucho! ¡A ver cuándo le pegan dos tiros!

Reeec había alcanzado la cumbre de sus padecimientos; ya sólo le faltaba el detonante final.

Una tarde, caminando por una era solitaria, vio (o más bien creyó ver, pues ya le fallaba mucho la vista) a su madre corriendo por los anchos espacios amarillentos. El amo la contemplaba con ostensible arrobo, pues se preciaba de ser el propietario de la galga más veloz de la comarca, y de ahí que la sacara cada tarde a darle picadero.

Reeec hizo acopio de sus más que mermadas fuerzas para emitir un ladrido angustioso, que quebró todos los sonidos del entorno. En la inmediata que lo oyó, Centella se refrenó en su veloz carrera, miró en la dirección de donde había provenido el ladrido familiar, y acto seguido emprendió otra carrera, esta vez más feliz, para reunirse con su añorado hijo.

El reencuentro fue sumamente conmovedor, menos para la perversa alma del amo, quien no dejó de verlo con muy malos ojos. Reparando en el demacrado aspecto de Reeec, echó de ver que estaba enfermo de moquillo. Entonces le acometió el temor de que su preciada galga pudiera acabar contagiada como consecuencia de esas zalamerías caninas. Viéndose en tal situación, armóse de la primera piedra que encontró y comenzó a correr al encuentro de los dos perros. Mientras lo hacía, gritábale a Centella:

–¡Chica, ven pa'cá! ¡Quítale los moros de encima a ese carro de mierda! ¿No ves que te va a pegar el moquillo?

Reeec recibió el cantazo en pleno costillar; tantos había recibido en semejante parte, que ya el dolor le llegaba muy amortiguado. Con todo y con eso, tuvo que volver a separarse de su madre. Centella quiso seguirle, pero en ese preciso instante llegó el amo a su altura y la agarró del collar, frenando todos sus desesperados movimientos. En el cálido aire de la era resonaron con estridencia los ladridos de la galga, hasta que al final Reeec dejó de avistarse a lo lejos.

–Hay que hacer algo con ese chucho –se dijo el amo–. Enfermo como está, representa una seria amenaza para la salud pública.

Esa noche Reeec creyó que se moría, no tanto por los efectos agudizados de su enfermedad como por la tristeza que lo embargaba al haberse vuelto a separar de su madre. Estuvo debatiéndose en todo género de pensamientos melancólicos. Sin poder reprimirse, prorrumpió en gañidos lastimeros; gañidos que no fenecieron en su garganta hasta que el sueño acudió a confundirle la conciencia con su dulce aureola de consuelo. Pronto lo único que se escuchaba de él, era el irregular silbido de su respiración catarrosa. Entretanto, su cuerpo se veía sacudido por fieros escalofríos.

Su despertar no pudo ser más amargo: notó la presión de un lazo corredizo en torno a su escuálido cuello. Abrió dolorosamente los ojos, y vio junto a sí a una pareja de guardias municipales, uno de los cuales le atenazaba el cuello con el lazo.

–Este chucho es del que nos ha avisado el dueño de la galga veloz. ¿Lo llevamos a sitio desierto? –preguntó este guardia a su compañero, el cual asintió, acariciando la funda de su pistola con gesto significativo.

CONTINUARÁ…

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lunes, 24 de noviembre de 2008

Gratitud, la historia de un perro vagabundo (VII): Sombras


Todo lo hermoso tiene una eclosión y después un declive. Al hombre bueno se le hacía insufrible encajar las críticas de sus semejantes. Si seguía en su actitud de apoyar al perro vagabundo, no tardaría en hacerse acreedor del desprecio de las gentes. Siempre se dieron en la Historia grandes acciones que no vieron su culminación por causa de la cobardía... Y el hombre bueno se sintió inquieto por lo que los demás pudieran pensar de él; y de ahí arrancó un nuevo período de tristeza para Reeec.

El pobre animal hizo caso omiso de las primeras muestras de tibieza por parte del hombre bueno. Necesitaba de alguien como el hombre bueno al cual consagrar todo su amor... Y también necesitaba que ese alguien le respondiera en los mismos términos. Pero, para su desilusión, notaba la aspereza del ceño del hombre bueno al ver que le seguía a todas partes igual que su sombra. Las gentes encontraban en esta circunstancia motivo de escarnio.

–¡Vaya con el perrito!... ¡Se le ha pegado a los faldones!

–Perro es quien es querido de perros.

–¡Bonita escolta se ha buscado el tontarra ése!

–¿Qué tratará de demostrarnos? ¿Que es más bueno que ninguno?... Bueno se ha de ser con las personas, no con los sacos de pulgas.

Estos comentarios no andaban ocultos a los suspicaces oídos del hombre bueno. Y lentamente le iban sumiendo en un estado de irritación creciente, cuyo culmen no se veía lejos.

–¡Perro, no te me pegues tanto! –le espetó cierto atardecer a Reeec, con un tono asaz desagradable.

Esa noche Reeec no recibió comida por parte del hombre bueno. Sabía que por un motivo u otro estaba enfadado con él. Pero no quiso faltar a su fidelidad canina, y toda la noche la pasó tendido sobre el sardinel de la puerta de la casa del hombre bueno. El ábrego barría con su ardiente soplo las calles del pueblo, portando en su seno infinidad de briznas de paja, pues ya era llegado el tiempo de la siega. Reeec, ignorante de los requerimientos de su estómago, se adormeció contemplando las estrellas.

A la mañana siguiente era domingo. Las gentes marchaban calle abajo con sus mejores galas, camino de la Iglesia. Al pasar junto a Reeec, le dirigían miradas no muy cristianas, que él ignoraba, esperanzado como estaba de ver aparecer la figura del hombre bueno en el umbral de su puerta.

–¡Maldita sea! ¿Me vas a dejar en paz de una vez? –le increpó el hombre bueno nada más verlo tendido en el sardinel.

Reeec, todos sus miembros en vilo, percibió el anuncio de una catástrofe en el tono de voz de aquél. Alzó repetidas veces sus orejas para ver si así lo impresionaba; tenía comprobado de antes que este gesto suyo le divertía mucho. Sin embargo, todo fue en vano... ¿Qué podía hacer para restaurar la ternura del hombre bueno?

En una de las veces que agitaba el pescuezo para llamar la atención de su ocasional bienhechor, se le desprendió la soga que aquél le colocara a modo de collar... En el suelo se quedó; el hombre bueno no quiso ceñírsela de nuevo, y, sin más añadir, se fue adonde iba la demás gente. Reeec quiso ir en pos de sus pasos; mas en cuanto el hombre bueno advirtió esta maniobra, le hizo un ademán de amenaza con el brazo, lo cual fue motivo de sin par confusión para el perro... La amistad en los humanos es un sentimiento de todas veras frágil.

En los días que siguieron, la situación de Reeec no presentaba signos de mejoría. Mal que le pesase, se veía en la precisión de admitir el desapego del hombre bueno hacia él... Ya no volvió a saborear aquellos manjares nocturnos. Estaba tan abandonado a la Providencia como las aves del cielo.

Hubo una última vez. Después de casi quince días de no saber el uno del otro, en el transcurso de un cálido atardecer, Reeec volvió a encontrarse con su protector de marras. No pudo evitar que la alegría le inundara el corazón al verlo. Sus patas le llevaron por propio impulso adonde estaba el hombre bueno.

–¡Diantre! ¿Todavía andas por aquí? –dijo éste, presa del asombro.

Reeec respondió con un ladrido de júbilo.

–¡No quiero saber de ti! ¡No quiero verte más! ¡Desaparece presto de mi vida!

Y el hombre bueno agarró una piedra del suelo, e hizo ademán de tirársela al pobre animal.

Reeec no aguardó a que aquello sucediera: en la inmediata se alejó del lugar un centenar de metros. Luego se paró en seco, y se quedó mirando cómo el hombre bueno desaparecía de su vista... y de su vida por añadidura. Jamás volvería a verle. A pesar de todo, en su corazón pervivía un sentimiento de honda gratitud, motivado por los favores que el hombre bueno le había hecho... En esto pensaba mientras aquél se perdía a sus ojos, entre las sombras crepusculares.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Gratitud, la historia de un perro vagabundo (VI): Luces y sombras


Sin embargo, el hombre bueno se las prometía muy felices... No por llevar Reeec la distinción de la soga anudada en torno al cuello, la gente dejó de hacerle patente su más encarnizado desprecio... Y fue entonces cuando valoró en su justa medida al hombre bueno. Este último no sólo satisfacía su apetito, sino que usaba con él unos modos cordiales que eran una auténtica caricia para su alma; caricia tanto más necesaria cuanto que ya llevaba saboreados muchos sufrimientos.

El hombre bueno nunca le ofreció abiertamente la entrada a su casa, tal vez por no incomodar a esa mujer sexagenaria que vivía con él; le daba, eso sí, todo lo que podía de comer. Esa etapa de la vida de Reeec no estuvo exenta de cierta belleza; era algo maravilloso, sin posible expresión de la palabra, reconocer en los aires del pueblo el aroma de un ser venerado... Y las calles fueron testigos mudos de las andanzas del perro y del humano, siempre en estrecha camaradería. Cumplíase el tópico de la perfecta amistad: el perro siempre ha sido y será el mejor amigo del hombre.

Pero había ojos que no hallaban descanso a mal mirar tan hermosa relación. Comenzaron a señalar al hombre bueno como si de un loco se tratara, por haberse granjeado el cariño de un perro vagabundo. Las befas flotaban en el espacio aéreo que el hombre bueno atravesaba... Unos y otros decían:

–¡Ya va el tonto con su última tontería!

–Nunca fue muy normal ese muchacho.

–... tonteando con el perro. Si no se decide a adoptarlo, ¿para qué diantre querrá que le coja cariño?

CONTINUARÁ…

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sábado, 22 de noviembre de 2008

Gratitud, la historia de un perro vagabundo (V): Amistad


–¡Caramba, perrito! ¿Qué te trae por aquí? –dijo el hombre en un tono cálido y afectuoso, que causó el efecto de un bálsamo aplicado a los prevenidos oídos de Reeec–. Se te ve hecho un saco de huesos –prosiguió–. Apuesto lo que sea a que no te iría mal algo de comer –y dicho esto entró en su casa (que era precisamente aquélla en cuya acera Reeec se había alebrado), cerrando la puerta tras de sí.

Reeec no se pasaba a creer que un humano se le hubiera mostrado amable. Y menos consiguió creerse el gesto que ese hombre tuvo con él a continuación: abrió de nuevo la puerta, y salió a la calle llevando en su mano un trozo de pan duro.

–¡Anda, perrito, cómetelo! –dijo arrojando el zoquete hacia Reeec.

Presa de un inefable estupor, Reeec olisqueó la comida. El aroma que soltaba era apetecible. Pero en cuanto le hincó el diente, tuvo que dejarlo: el pan estaba demasiado duro para que pudiera masticarlo. El hombre hizo un gesto de contrariedad con los labios, y volvió a coger el mendrugo. Reeec le miró con la misma devoción con que una beata mira los santos de la Iglesia. El hombre lo notó, y se metió de nuevo en su casa, cuidándose de cerrar la puerta.

Reeec acababa de comprender que no todo el género humano se afanaba en hacerle daño. Al menos ese hombre había querido darle de comer, aunque el pan duro no hubiera por donde atacarlo.

La puerta se abrió otra vez. Ahora el hombre portaba en su mano una galleta. Abrióse el cielo para Reeec en cuanto la saboreó; hacía tiempo que no probaba algo tan delicioso. El hombre manifestó orgullo por el resultado de su buena acción, y quiso continuarla.

Aquella noche Reeec rompió su ayuno con (a más de la galleta) una rodajita de salchichón, un mantecado sobrante de la Navidad y un trocito de pan (blando esta vez) embebido en aceite de freír carne... Por fin había encontrado un amigo humano.

No hubo dios que apartara a Reeec del sardinel de la puerta, esperando que en cualquier momento el hombre bueno volviera a hacer su aparición. En vano la noche cedió su lugar a la mañana. La primera persona que apareció por la puerta no fue el hombre bueno, sino una mujer que, a cuenta de su avejentado aspecto, pasaba de los sesenta años de edad. No le gustó encontrarse a Reeec en el sardinel de su puerta, ya que lo espantó a golpes de escoba... Así Reeec descubrió que con el hombre bueno vivían personas no tan buenas.

Todo el día anduvo poseído por una extraña esperanza. La vida reasumía para él colores algo más felices que los de los días anteriores. No pudo quitarse de la cabeza la imagen del hombre bueno; veía su rostro en las nubes y en el resol de las albercas de ese lugar manchego; el tañido de las campanas tocando a misa le recordaba el amable metal de su voz... Algo le había hechizado a Reeec: un deseo de encarar tiempos mejores, una ilusión por sumergirse en un torrente de bondad.

A la llegada de la tarde, Reeec acechaba las calles en busca de la personificación de la amabilidad de la víspera. Temeroso de volver a tener un encuentro con la mujer desabrida, no se acercó a la casa donde vivía el hombre bueno; se limitó tan sólo a rondar los alrededores de la misma. Y su celo no se vio privado de recompensa: vio al hombre bueno andando no muy lejos de él, de camino para su casa.

Reeec se le acercó meneando el rabo y con las orejas enhiestas.

–¡Caramba, perrito! –exclamó con simpatía–. ¿Volvemos a vernos? No encuentras quien te trate bien, ¿verdad?

Reeec no pudo reprimir un agudo ladrido.

–¡Eh! ¿No me irás a morder? ¿Acaso tienes la rabia? –dijo el hombre bueno, ahora con la faz revestida de seriedad.

El perro agachó la cabeza y comenzó a emitir tristes gañidos, esperando de este modo que se suavizara el ceño del hombre bueno, cosa que por cierto ocurrió.

–¡Pobre animal, qué necesitado de afecto estás!

Y al hombre bueno parecieron no importarle las poblaciones de parásitos que Reeec albergaba entre su áspero pelaje, puesto que se le aproximó para darle caricias. En cuanto a Reeec, no pudo evitar echarse a temblar tan pronto sintió sobre su lomo el amigable contacto de esa mano humana: talmente se traducían sus emociones... Fue un momento agradable tanto para el hombre como para el animal.

–¡Ojalá pudiera adoptarte! –suspiró aquél.

Adoptarle no le adoptó, pero en cambio le colocó un trozo de soga alrededor del cuello, para que hiciera los oficios de un collar: presumía que de esta manera las otras personas pensarían que el perro tenía un dueño, y, por consiguiente, se guardarían de infligirle malos tratos.


CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Gratitud, la historia de un perro vagabundo (IV): El hombre bueno



Con ocasión de este último percance, Reeec perdió toda alegría de la vida. Después que aquellos malhechores se hubieran ido lejos, regresó adonde estaba el cadáver de la perrita y en vano intentó que respondiera a sus caricias y a sus gañidos lastimeros. Quedóse velándola mucho tiempo, hasta que finalmente comprendió que toda guardia sería inútil: la perrita nunca volvería a la vida. Hormigas y moscas comenzaban a asediarla para cuando Reeec decidió retornar al pueblo.

A partir de entonces, no se vio por allí perro de más triste catadura que la suya. Tan abismado iba en su dolor, que era ignorante a los estragos que el hambre le estaba causando: apenas si comía lo suficiente para mantenerse con vida. En su errante callejeo conoció bastante del desprecio que los humanos dispensan a los que creen sus inferiores; no lo veían siquiera como un animal, sino como un almacén de pulgas y garrapatas. Los niños le arrojaban piedras al paso, acertándole las más de las veces. Los automovilistas le atronaban los oídos con el berrido de sus claxones... No encontraba un solo rincón de amparo adonde quiera que se encaminara.

Un día desistió de sus esperanzas de permanecer con vida. Alebróse en una acera, cerca del sardinel de una puerta, con ánimo de entregarse a un sueño profundo y quizá definitivo.

En esta situación, hizo la noche su presencia. Asombrosamente, nadie transitaba por el lugar donde Reeec se había tumbado. Reeec, desfallecido de hambre y agotamiento, lo veía todo como en un espejo deformante. Sonaron las diez en el reloj del Ayuntamiento, y, después de esto, los pasos de una persona se hicieron audibles a lo largo del pavimento de la calle. El instinto le hizo a Reeec prevenirse de un posible encuentro desagradable; se alzó sobre sus cuartos traseros, y puso todos sus miembros en estado de alerta.

Los pasos se fueron acercando paulatinamente, hasta que tras un recodo de la calle surgió la figura de un hombre joven. Llevaba los oscuros cabellos al desgaire y vestía unas ropas nada elegantes: camisa a cuadros blancos y azules; chaqueta de lana color de herrumbre, hecha pelotillas por el constante uso; y unos pantalones vaqueros, blanqueados a costa de lavarlos numerosas veces con lejía. Por lo demás, el hombre era de constitución delgada aunque de estatura no muy alta.

Un sí es no es de afabilidad alentaba en su rostro, y este matiz indujo a Reeec a mantenerse quieto en el sitio. Al primer golpe de vista había adivinado que ese humano no representaba ningún peligro para su integridad física. Con todo y con eso, Reeec no dejó de rebullirse, preparado para emprender la escapada en caso necesario.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Gratitud, la historia de un perro vagabundo (III): Madre y amada


Era un domingo de abril. Un recio viento del Noroeste arremetía contra los desangelados edificios del pueblo. Reeec y su compañera a la zaga, cruzaban la plaza de la Iglesia. A todo esto, Centella salió súbitamente de una de las puertas de la vecindad, avistó a su hijo y se dirigió a él loca de contenta. Comenzó a prodigarle toda suerte de muestras de cariño. ¡Qué alegría más grande para Reeec! Su corazón le vacilaba en el pecho. La perrita, aleccionada por la madre de Reeec, se sumó a todos estos apasionados arrumacos.

De repente, el amo salió por la puerta por la que Centella poco antes saliera. La frente se le nubló al reconocer a Reeec. Cuando vio al humano, Reeec experimentó una aprensión sin límites, y, con todo dolor de su alma, hizo ademán de alejarse de allí. Pero Centella lo perseguía contra viento y marea, llenando el aire abrileño de joviales ladridos. Reeec se impuso a sus emociones, y sacó el máximo rendimiento a sus patas, alejándose de la que le había dado el ser... Era preferible la tristeza de esta separación antes que terminar con la cabeza reventada por una patada del amo.

Después de este suceso, deambuló por las calles como un alma en pena. Tenía muy viva en su mente la imagen de su madre, y una tristeza sin parangón lo atenazaba por dentro. Paróse por fin junto a una higuera, que alzaba sus frondosas ramas en una huerta abandonaba de los aledaños del pueblo, y allí dio rienda suelta a su dolor, apurando hasta las heces el cáliz de sus desdichas.

El sol había desaparecido del todo para cuando la perrita (su amiga, su tierno amor) vino a su lado. Lo había estado buscando por todos sitios; ella no pudo correr lo suficiente para secundarle en su huida. Reeec finalizó en amor lo que había comenzado en sinsabor... ¡Cuánto quería a su perrita!

Sin embargo, el destino le tenía reservada a Reeec una tristeza mayor que la que le sobrevino con ocasión del frustrado encuentro con su madre.

El primer sábado del mes de mayo unos mozalbetes salieron en persecución de los dos perros, obligándoles a abandonar las calles del pueblo y a adentrarse en los campos. Uno de los chicos portaba una escopeta de perdigones, y ya en pleno campo dio en usarla tomando como blanco a Reeec y a su compañera. Sonaron en el aire dos disparos, y los dos resultaron fallidos. Pero el tercer disparo que se oyó, acertó a la perrita en la cabeza, quien al momento cayó fulminada. Entonces Reeec se olvidó de la persecución que estaba sufriendo y se acercó adonde la perrita había caído, ya convertida en cadáver.

Fue en extremo dolorosa la impresión que se adueñó de él. La perrita tenía la cabeza abierta en canal, y por el orificio del proyectil manaba un raudal de sangre negruzca.

Reeec principió a gañir y a lamer la herida de su amor. No obstante, todo resultó de balde: ella permanecía en una inmovilidad absoluta.

A todo esto, los gamberros se habían ido acercando. Reeec los percibió al momento, y el instinto le hizo alejarse del lugar como un rayo, a despecho de su aparente inutilidad; no quería fallecer de la misma muerte que su amada.

CONTINUARÁ…

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miércoles, 19 de noviembre de 2008

Gratitud, la historia de un perro vagabundo (II): Amor en primavera


Como resultado de la serenata que estaban armando madre e hijo, el amo acudió a abrir la puerta de la calle, y se dio de manos a boca con el infeliz Reeec, que lo flechó con unos ojos ahítos de sufrimiento y pánico.

Entretanto, Centella no había parado de ladrar. El fuego de la maternidad corría por sus venas caninas.

–¡Maldito chucho! –bramó el amo–. ¡Me has despertado..., y también a la parienta y a los niños!

Reeec jamás volvió a caminar derecho motivo al fuerte patadón que el amo le arreó en las costillas. Tuvo que salir pitando del umbral de su antiguo hogar, y, mientras lo hacía, las desesperadas llamadas de su madre se adelgazaban con la distancia. Su vida se había convertido en un rosario de penas.

No volvió a intentar acercarse a su viejo hogar. Pasó a ser uno de tantos perros vagabundos como transitaban las calles del pueblo. Él no era por cierto lo que se dice un perro feo; pero no tenía pedigrí, y esta circunstancia le cerraba todas las puertas. Nadie en el pueblo quería adoptar a un perro de tamaño mediano, seco de constitución, con pelaje negro, orejas aplastadas y ojos la mar de vivaces. Y menos deseable era ahora, al haber quedado baldado motivo a la patada que le propinara el amo.

En las calles del pueblo pudo conocer el lado turbio de la existencia. Desperdicios para comer, escobazos de las amas de casa, pedradas de los niños, noches de frío y aguaceros, y, lo que era peor de todo, el hambre... Habíase deshabituado al cariño humano; le bastaba ver asomar un niño por una esquina para al momento poner patas en polvorosa. Al cabo de veinte días de incesante vagabundeo, su aspecto externo había desmejorado bastante: ahora era un perro sucio y astroso, un saco de pulgas y malos olores.

Pese a todos estos inconvenientes, Reeec pudo gustar de las delicias del amor.

Ocurrió cierto día en que, abandonando las inclementes calles del pueblo, se dirigió a campo abierto. El sol de mediodía hacía brotar flores de la tierra humedecida. Escuchábase de cerca el sedante murmullo de un arroyo.

Hacia allá encaminó Reeec sus pasos.

En la orilla calmaba su sed una perrita astrosa como él, pero de tamaño considerablemente más reducido que el suyo. Su pelaje era blanco por abajo y negro por arriba. Tenía un hociquillo garboso y unos ojos picarones, como sendos botones de azabache. Sus orejas estaban tiesas, no como las de Reeec, que siempre las llevaba caídas, como sin vida ninguna.

Después de beber, la perrita lo miró con afectada curiosidad, y al punto le vino al encuentro. Empezó el mutuo consuelo. Retozaron entre las lujuriantes flores del ribazo. A pesar de ser ella tan pequeña, Reeec disfrutó de lo lindo.

A partir de ese momento sus vidas corrieron parejas; así lo acordaron ambos. Ahora, cuando las destempladas madrugadas de primavera sorprenderían las calles del pueblo, se ofrecían calor el uno al otro. Y a más de esto, podían refocilarse en juegos sensuales siempre que les venía en gana. Teniendo compañeros, la vida es llevadera. Reeec se sentía desbordante de felicidad al lado de su perrita.

Y la perrita le ayudó a superar el trance que representó para él encontrarse a Centella, un día en plena calle. Reeec no había hecho nada para procurar tal encuentro; es más, éste tuvo lugar muy lejos de la que antaño fuera su casa.

CONTINUARÁ...

Ilustración: “En primavera” de mi buen amigo el pintor aldeano Feliciano Moya Alcaide, extraída de su web http://www.feliciano-moya.es/

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martes, 18 de noviembre de 2008

Gratitud, la historia de un perro vagabundo (I): Presentación


SIN DUDA, ME ATREVERÍA A DECIR QUE ES LA HISTORIA MÁS TRISTE QUE JAMÁS HE ESCRITO. UN LECTOR LLEGÓ MÁS LEJOS EN SUS HALAGOS A ESTE CUENTO, Y LLEGÓ A DECIRME QUE JAMÁS HABÍA LEÍDO NADA TAN HERMOSO.

HACE MUCHOS AÑOS, DURANTE UNA PRIMAVERA, ABUNDABAN EN LAS CALLES DE ALDEA DEL REY LOS PERROS VAGABUNDOS. MUCHOS PROCEDÍAN DE LAS REALAS DE PERROS DE LAS CACERÍAS, Y ERAN ABANDONADOS POR SUS DUEÑOS AL QUEDARSE TULLIDOS EN EL EJERCICIO DE SUS FUNCIONES. UNA VEZ PRESENCIÉ EN EL “RANCHAL” (UN RESTAURANTE DE CARRETERA DE ALDEA) UNA ESCENA QUE ME CUAJÓ LA SANGRE EN LAS VENAS: DOS CAZADORES BORRACHOS AMORRARON UNA BOTELLA DE PONCHE A UNA PERRA GALGA, Y LUEGO SE DIVERTÍAN VIENDO CÓMO EL POBRE ANIMAL IBA DANDO TUMBOS POR LA EMBRIAGUEZ FORZOSA.

POR AQUELLOS ENTONCES CONOCÍ A LA “PERRILLA COJA”, COMO YO DI EN LLAMARLA. ERA UNA PERRITA PERDIGUERA MUY BONITA, CON LAS OREJILLAS CAIDONAS Y EL PELAJE DE COLOR ARCILLOSO. DEAMBULABA POR LAS CALLES DE ALDEA, ARRASTRANDO LA PATA TRASERA IZQUIERDA. ALGUNOS DE LOS EPISODIOS QUE ME ACONTECIERON CON ELLA, LOS REPRODUZCO LITERALMENTE EN ESTE CUENTO.

DECIDÍ QUE DEBÍA HOMENAJEAR A ESTOS SERES INDEFENSOS UNA NOCHE LLUVIOSA EN ALDEA. PASABA YO POR LA PLAZA DE LA PALMERA, Y VI A LA PERRILLA COJA ALEBRADA EN LOS ADOQUINES. ME MIRÓ Y EL CORAZÓN SE ME ENCOGIÓ. ME ACERQUÉ A ACARICIARLA, Y ELLA, TEMIENDO QUE PUDIERA HACERLE DAÑO, SOLTÓ UN GAÑIDO DESGARRADOR Y HUYÓ DE MI PRESENCIA INCORPORÁNDOSE DOLOROSAMENTE SOBRE SU PATITA BALDADA. LUEGO, EN LOS SIGUIENTES DÍAS, ME HICE SU AMIGO, Y CUANDO UN DÍA DEJÉ DE VERLA POR LAS CALLES DE ALDEA, ME PUSE A ESCRIBIR ESTE CUENTO CON EL CORAZÓN LLENO DE TRISTEZA.

QUE SIRVA DE HOMENAJE A NUESTROS HERMANOS MENORES.



Sirvió a los niños de mascota y entretenimiento en tanto que cachorro; ellos le pusieron el atípico nombre de Reeec. Luego creció y adquirió un tamaño que, aun sin ser excesivo, resultaba incómodo, por cuanto comía con un apetito de lobo y era además muy travieso. El amo decidió por esto botarlo de su casa, para lo cual hubieron de encerrar en una cámara de grano a Centella, la galga tigreña que era su madre y que lo había concebido de un pastor belga que cuidaba del ganado del amo. Centella hubiera armado un gran alboroto al ver que se llevaban a su hijo lejos de ella.

Reeec fue conducido en la furgoneta del amo a un paraje agreste y solitario, y allí el mismo amo lo despidió a palos.

Reeec, cabizbajo y dolorido, vio cómo la furgoneta se alejaba por el inhóspito sendero.

Un rato después, sus tripas empezaron a rugir de hambre. Estaba en un páramo donde difícilmente encontraría algo qué comer. Probó a mordisquear una ramita de retama, que le supo muy mal a su paladar, y la escupió asqueado; así aprendió que lo verde que crecía por doquier no podía servirle de manutención. No obstante, antes de caer la tarde, consiguió capturar un ratoncillo campestre, cuya carne cruda al principio le repugnó; pero inmediatamente comprendió que ése era el mejor (y tal vez el único) bocado que iba a conseguir en semejante yermo, y lo despachó en unas cuantas dentelladas.

La tarde se fue vistiendo de luto. Las primeras estrellas emitieron destellos en las profundidades del cielo, y el cierzo comenzó a hostigar el páramo. Las crecidas yerbas y las retamas se quejaban amargamente del impiadado contacto del Norte. Pocos minutos después, el páramo se había tornado un mar de lamentos.

Reeec no encontraba donde refugiarse del frío. Sus enflaquecidas patas no hallaban asiento en la masa de yerbajos sobre la cual se movía. La luna en cuarto menguante apenas si abría brecha en las tinieblas circundantes. Al rumor del viento añadíase el lúgubre crascitar de las cornejas.

Mucho trabajo le costó a Reeec coronar la cumbre de una loma chata. A sus espantados ojos surgieron las luces del pueblo en lontananza, como un faro de esperanza en mitad de un mar azotado por la tempestad.

El sol se abría en un cielo violáceo para cuando llegó, tras penosa marcha, a los límites del poblado.

Reeec era un perrillo astuto e inteligente, y no le fue difícil dar con la fachada delantera de la que había sido hasta ayer su casa. Sintióse invadido por una emoción sin precedentes. No pudo sustraerse al deseo de prorrumpir en potente ladrido. El gallo mañanero no consiguió hacerse oír en medio de semejante alboroto. Respondiendo a la llamada de Reeec, Centella, su madre, hízose notar en el interior del inmueble; reconocía la voz de su hijo, y deseaba con ardor que los muros que la cercaban se desmoronasen para correr al encuentro de aquél.

CONTINUARÁ...

Fotografía de Carlos Gustavo Barba Alcaide, extraída de su blog “Aldea del Rey de Natural”.

El jardinero de las nubes.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Recuerdo de la niña de la playa


Continuación de "Dibujos en la arena", que se encuentra en las entradas de agosto de 2008 de este blog.

A ti, que tanto te gustan estos relatos de vacaciones, te contaré que esta tarde había verbena en el paseo marítimo. Jóvenes con trajes de época, algodón de azúcar, atracciones de vieja estampa, helados que se derretían aceleradamente con la humedad ambiental, música de organillo y un amplio boquete en el cielo, costeado por rizos de nubes.

Esta mañana bajé temprano a la playa, igual que ayer, esperando encontrarme con mi amiguita de hace unos días. No vino. ¿Cómo iba a hacerlo si la noche pasada descargó un buen chubasco y la mañana no se presentaba con mejores visos? Había retazos de sol que hacían concebir esperanzas, pero como me dijo uno de los operarios de limpieza: cuando sopla el "gallego" es que va a hacer mala mañana. Bien podría haber cantado la canción "La playa estaba desierta", pues sólo nos bañamos otro desaprensivo y el que suscribe. La amenaza se cumplió: cayó una manta de agua que venía del sector de las islas británicas. Una lluvia de carácter casi torrencial. La arena húmeda se tornó fango y enseguida la playa quedó despejada.

Lo paradójico del caso es que no pasó mucho sin que el sol acabase imponiéndose por sus fueros, y quedó una mañana bastante aceptable.

Me fui a mi alojamiento, comí, me di una ducha y me afeité con un nuevo jabón florentino a base de mentol y aceite de eucalipto. Fantástico; la marca es "Proraso".

Con la tarde llegó la verbena, y me sentí extraño. No van con mi temperamento los baños de multitudes. Pero vi de lejos a la niña, que iba acompañada de un hombre que a todas señas era su padre. Hubiese ido a saludarles, pero el fruto de mis años jóvenes me impulsa a esconderme de mis semejantes. Me alejé del bullicio, y el día estaba cayendo cuando volví a mi domicilio estival, en la hora azul del crepúsculo.

Por cierto, esta mañana intenté dibujar en la arena algo que me aconsejo en un correo una estupenda amiga aldeana: los cerros de Aldea.

Pero me temo que lo que la mano no consigue, no es lícito que el pie pueda hacerlo.

***

Su amable escrito me ha hecho recordar a aquella simpática niña que conocí en la playa hace casi cuatro meses. Entonces era verano y le pertenecían el sol del mar y aquellas húmedas nubes. Ahora nos encontramos en mi estación predilecta, y la niña ya debe llevar abrigo, un abrigo que le cubrirá hasta las rodillas, y verá que las hojas secas forman un tapiz delante de sus pasos. Me la imagino yendo por el paseo marítimo, con los hombros bajos y el pensamiento puesto en su mamá ausente. El pelo le habrá crecido y tendrá las mejillas rosadas por el frío aliento del mar Cantábrico. Y luego la imagino perdiéndose de vista por entre los parques otoñales; aquella mañana se perdió de mi vista brincando entre las espumas de la orilla del mar.

Estos días se habrá acordado de llevar una flor a la tumba de su mamá, y es posible que ya no recuerde que tenemos una cita pendiente para seguir haciendo dibujos en la arena mojada. Acaso piense en la próxima primavera, cuando mayo le traiga el esplendoroso día de su primera comunión, y, si ocurre lo que normalmente ocurre en estos casos, se despedirá de Dios hasta que ella quiera volver a abrirle su corazón. Pero existe la posibilidad de que siga amando a Dios, porque su mamá se encuentra con El, y yo rezaré para que nunca se olvide de su Padre de los cielos.

No sé si volveré a encontrarla alguna vez. Esperemos que se dé otro nuevo milagro en el foro, como cuando el habichuelillo se dirigió a mí aquella vez. Fue un momento y un sentimiento que jamás olvidaré.

Si usted en alguna ocasión se encuentra con una niña que pudiera ser la que conocí, dígale que aún mantengo la cita para hacer con ella nuevos dibujos en la arena de la playa. Acaso algún día se produzca el milagro de encontrármela en este foro. Si por un casual llegara a leer el relato que usted tan amablemente ha reproducido, sabrá que me refiero a ella sin el menor asomo de duda.

De todas formas, gracias por traerme de nuevo a la memoria ese momento tan emocionante de mi solitaria vida.

El jardinero de las nubes.

sábado, 8 de noviembre de 2008

El conjuro de Cáceres (parte II)


Después de hacer una breve parada en las tiendas de recuerdos que bordean la hermosa Plaza de San Jorge, continuamos nuestra visita, subiendo unas empinadas escaleras, hasta desembocar en la emblemática Plaza de las Veletas. Mientras íbamos acercándonos allí, vimos en el patio de entrada de un restaurante una pareja de hermosos pavos reales, y además nuestros oídos fueron acariciados por los aires de una saeta flamenca entonada por un meritorio adolescente. En el cielo imperaba un grato sol invernal, desmintiendo la primera parte del conjuro de la gitana. En la Plaza de las Veletas nos detuvimos de nuevo, circunstancia que el guía aprovechó para comunicarnos que a renglón seguido íbamos a poner término a nuestro recorrido visitando el Museo Arqueológico Provincial, radicado en la Casa de las Veletas. En la fachada de este edificio se distinguía un gran cartel que anunciaba una singular exposición en el aljibe subterráneo del museo: tenía por título "Serpientes", y el autor era el escultor Andrés Talavero.

-No se preocupen -nos tranquilizó el guía-. Aunque las serpientes se vean dentro del agua, no son de verdad. Son figuras de terracota, porque de otra manera yo sería el primero que no entraría allí.

No es extraño que después de esta aclaración, lo único que nos atrajera del museo fuese la exposición de serpientes de terracota, que en su conjunto sumaban casi trescientos ejemplares.

Como el nuestro no fuera el único grupo interesado en pasar al aljibe, tuvimos que guardar cola cerca de una hora en corredores angostos, cuya anchura apenas si permitía el paso de una persona. Finalmente nuestra paciencia se vio recompensada, y por unas escaleras muy estrechas y empinadas descendimos al mundo misterioso que nos prometía la exposición.

-Jardinero, ve tú delante -me dijeron a un tiempo Lola y Jesús, y no pude por menos de hacerles caso.

En cuanto eché la primera mirada al aljibe, me asaltó la impresión de encontrarme entre los arcos de la mezquita de Córdoba, aunque toda ella inundada y alumbrada por una luz exigua. Y allí se veían las serpientes por todos los rincones, exhibiendo su más temible muestrario de contorsiones. La escena estaba iluminada por unos débiles focos situados en lugares elegidos adrede. Las aguas parecían recubiertas por una capa de metacrilato, y una leve ondulación de la superficie sugería la sensación de que las serpientes no estaban tan inmóviles como se hubiese esperado, teniendo en cuenta la materia inerte que las constituía. Nosotros avanzábamos por una frágil pasarela de barandilla aún más frágil. Tal pasarela discurría adosada a los viejos muros, y como Lola y yo íbamos abriendo la marcha, fuimos también los primeros en llegar al extremo final del aljibe. Detrás de nosotros, se encontraban los demás integrantes del grupo (a lo sumo unas cincuenta personas), tan estrechamente apiñados que casi no había posibilidad de movimiento.

A todo esto, el guía nos dio un leve apunte sobre la historia del aljibe, y su voz reverberó en los muros con tanto estrépito, que se hubiera dicho que las serpientes estaban despertándose de su pétreo letargo.

Mari Ángeles comenzaba a mostrar síntomas de agobio debido a las apreturas a que nos veíamos sometidos. Incluso llegó a expresarnos en voz baja su intención de abandonar el claustrofóbico recinto, cosa que de entrada era totalmente imposible.

-Ahora, si son tan amables, miren al techo -nos indicó entonces el guía, y enseguida le hicimos caso-. Observen esas aberturas por las cuales penetra la luz del día. Imagínense la cantidad de agua que tenía que pasar a través de ellas para inundar por completo este lugar...

Fue en ese preciso instante que Lola se puso a gritar como una desaforada. Al mirar nuevamente el agua del aljibe, se nos pusieron los pelos como escarpias. Ante nuestros espantados ojos las serpientes realizaban toda suerte de movimientos ondulantes, cual si todas ellas hubiesen cobrado vida al unísono. El pánico se generalizó entre todos los que estábamos allí, y acto seguido empezaron a menudear los gritos y los intentos desesperados por abandonar el aljibe.

-¡La maldición de la gitana! -exclamó Lola con voz entrecortada.

Aún no me explico cómo conseguimos vernos fuera del tenebroso aljibe. En tanto que salíamos atropelladamente de allí, nos imaginábamos que las serpientes se nos iban a enroscar en las piernas para inyectarnos la ponzoña de sus colmillos. Tanto pánico dejábamos entrever en nuestras fisonomías, que el grupo de visitantes que estaba esperando a que nosotros saliéramos desistió de realizar tan aterradora visita. Así se terminaron las colas en el museo por aquel día.

¡Cuánto agradecimos vernos de nuevo bajo el amable cielo azul! Mientras recuperábamos el aliento tan largamente contenido, Anabel reclamó la atención del grupo de amigos para decirnos:

-Las serpientes se movían porque se me ha caído el móvil al aljibe, y eso ha provocado esa fuerte oscilación del agua, tal que parecía que las serpientes se estaban moviendo realmente.

Tras esta tardía explicación, todos nos consultamos con la mirada. Y al momento arrancamos a reír, y no pudimos parar de hacerlo hasta que entramos al Parador de Cáceres para reponernos de las fatigas y emociones de esa mañana turística.

Al final la gitana había acertado en la segunda parte de su conjuro.

FIN

El jardinero de las nubes.

Foto: Aljibe mencionado en el relato y en el que en 2002 tuvo lugar la asimismo mencionada exposición.

viernes, 7 de noviembre de 2008

El conjuro de Cáceres (parte I)


«No he debido situarme justo en el extremo del aljibe», pensé tan pronto sentí en mis costillas el guinchonazo del codo de Lola. Y no paró ahí la cosa: Lola se puso a chillar como la niña del Exorcista. Aunque los que estábamos a su lado le intentamos inquirir el motivo de su sobresalto, no conseguimos que nos diera una respuesta coherente; tan sólo se limitó a señalarnos la superficie del aljibe con mano temblorosa...

Habíamos ido el grupo de amigos a pasar un fin de semana a Cáceres. Comenzaba el mes de marzo, y, en contra de las previsiones meteorológicas, nos estaba haciendo un tiempo magnífico. Salimos del hotel a media mañana, con ánimo de visitar el casco antiguo de Cáceres. Juan Luis nos iba orientando, puesto que no se había olvidado de incluir en su equipaje la Guía País-Aguilar de Extremadura. De esta forma, no nos fue difícil arribar a la soberbia Plaza Mayor.

-¡Vaya nubada de cigüeñas! -exclamó Fuencisla en un momento dado.

De verdad, pienso que bien podría decirse que los bebés vienen de Cáceres, pues no creo que en los tejados de París abunden tanto las cigüeñas. Una vez superado nuestro momentáneo rapto de admiración, empezamos a darles faena a nuestras máquinas fotográficas. Luego estuvimos en un tris de montarnos en el trenecillo que recorría el casco antiguo de Cáceres, pero tras consultarlo con un policía local, éste nos recomendó que nos agregásemos a cualquiera de los grupos de turistas que disponían de guía. Y eso fue lo que puntualmente hicimos. Tras tantear las explicaciones de algunos cicerones, Manolo nos instó a que nos quedásemos en el grupo de un hombre de mediana edad, de bigotes grises y lacios y de dentadura menguante. Interrogado Manolo sobre el motivo de su elección, respondió que le había parecido este hombre un cachondo mental, a juzgar por su gesticulación exagerada y por su verbosidad mordaz e improvisada.

De este modo, en el transcurso de la siguiente media hora, nos dimos un buen atracón de monumentos, callejas laberínticas y casas señoriales con pintorescos blasones en sus fachadas: que si el Arco de la Estrella y la Torre de los Púlpitos, que si los palacios de los Golfines de arriba y de abajo, que si el convento de San Pablo, que si la casa de los señores de Torreorgaz y la de los Perreros y la de los Caballos... ¡Uf! Con semejante aluvión de información, llegamos un poco abrumados a la Plaza de Santa María, dispuestos a visitar la concatedral del mismo nombre (tributaria de la catedral de Coria), en uno de cuyos ángulos la erguida estatua de San Pedro de Alcántara parecía dirigirnos una mirada de un hieratismo intransigente.

Hubimos de aguardar un rato a que se despejara el interior de la concatedral para poder acceder a nuestra vez (se comprende, con tantísima mesnada de turistas como allí pululaban). En el pórtico había una anciana gitana en silla de ruedas, que pedía limosna y repartía sainetes y bendiciones a todo aquel que le daba algún dinero. No dejó de apelar a nuestro altruismo mientras entrábamos al templo, sin bien con resultados infructuosos.

El guía nos informó que no encontraríamos agua bendita en las pilas, pues últimamente los drogadictos las habían empleado para limpiar sus jeringuillas. El retablo del altar se nos antojó realmente magnífico, pero sólo aparecía iluminado mediante un dispositivo que funcionaba introduciéndole monedas por una ranura. La imagen del Cristo Negro nos causó una rara impresión, por cuanto no es corriente hallar figuras tan tétricas en un templo de factura gótica. Sea como fuere, a los quince minutos ya habíamos concluido nuestra visita a la concatedral.

De nuevo nos topamos en el pórtico con la locuaz gitana. En vista de que no le dimos ni unos céntimos de euro a guisa de limosna, se le despertó el coraje y su lengua dejó de mostrarse meliflua y aduladora. Entre otras lindezas, nos enjaretó las siguientes:

-¡Qué malos son ustedes! ¡Pues que les caiga encima un aguacero de agua y que hoy no se ponga el sol sin que se den un buen susto!

Finalizó su especie de conjuro cruzando los dedos índice y corazón de su mano izquierda y aplicándoselos sobre sus mustios labios. El guía nos comentó que esta gitana arrojaba tal conjuro siempre que sus ganancias pecuniarias no eran las esperadas; asimismo nos tranquilizó advirtiéndonos sobre el no cumplimiento del maleficio la mayor parte de las veces.

CONTINUARÁ (sólo otro episodio y listo)...

El jardinero de las nubes.


miércoles, 5 de noviembre de 2008

El ojo de la abadía


MI PRIMER RELATO DE CIENCIA FICCIÓN

Subtitulado: "El hombre en el castillo".

Ofreció una suma fabulosa en el Ministero de Economía y Hacienda por la posesión del Sacro Castillo-Convento de Calatrava-La Nueva y del cerro en que está enclavado, el llamado cerro del Alacranejo. El hombre era misterioso. Unas espesas gafas oscuras ocultaban sus ojos; iba tocado con un sombrero de ala ancha, negro como nube tormentosa e impregnado de gotas de lluvia; su gabardina era negra como el fondo de una tumba. El hombre se presentó bajo seudónimo legalizado: "El ojo de la abadía". El ministro de Economía se quedó perplejo: era una suma extraordinaria, que excedía en mucho al producto interior bruto de algunos países de las inmediaciones… ¡Un billón de euros!

-¿Y para qué quiere el castillo? -inquirió el ministro.

"El ojo de la abadía" se retrepó en su asiento, y dijo con voz tirante, como sacada de la garganta a fuerza de martillazos:

-Para vivir en paz, lejos de la especie humana. No deseo ser molestado bajo ningún concepto. El precio que ofrezco es más que bastante para compensar cualquier carga tributaria. No saldré del castillo. Renuncio a los servicios comunes, incluidos los sanitarios. No necesito suministro de energía ni nada que me puedan ofrecer. Yo no les molestaré a ustedes; no me molesten, pues, ustedes a mí. Una vez yo haya muerto, podrán recuperar la propiedad de la fortaleza, pues yo no dejaré herederos... Quiero que se olviden de mi existencia, y, por mi parte, olvidar la existencia de la sociedad.

-Tentadora su oferta -comentó el ministro-. La llevaré al próximo Consejo de Ministros, y la semana que viene le daré una respuesta.

-Aquí estaré para entonces -dijo "El ojo de la Abadía", poniéndose en pie para marcharse.

Y sí: el Consejo de Ministros dio su conformidad a tan extraña propuesta. Era mucho dinero en juego, y eran tiempos de crisis económica. "El ojo de la abadía" se hizo con la propiedad vitalicia del castillo-convento y del cerro en que está enclavado.

Los trabajadores del restaurante "Villa Isabelica" vieron atónitos, durante los días siguientes, una interminable procesión de camiones de gran tonelaje subiendo por el camino del cerro. Ya se había cerrado el castillo al público; los visitantes que llegaban habían de conformarse con mirarlo de lejos.

Dos meses después, apareció en la noche una enorme luz proveniente del rosetón de la iglesia del castillo. Una luz que arañaba las tinieblas de los cercanos terrenos de Valsordo. El ojo de la abadía. La luz se veía encendida de día y de noche, sin interrupción de ninguna clase; así se sabía que había vida en el castillo. El día en que la luz se apagase, el castillo volvería a ser de titularidad pública. Alguna vez se escuchaba música de Beethoven, y extrañas antenas zumbaban en las cimas de la torre del homenaje. "El ojo de la abadía" nunca bajaba de su refugio. Los misterios se encerraban tras los sillares de las murallas. ¿Qué comería, cómo afrontaría las enfermedades? La luz estaba permanentemente encendida, y la paz no se vio turbada por mucho tiempo.

Habían pasado cinco años, y al alcalde de Aldea del Rey se le ocurrió exigirle al morador del castillo el cobro de impuestos municipales, porque el especial acuerdo que aquél estableciera con el Ministerio de Economía y Hacienda no tenía base legal sobre la que sustentarse.

Cuando los policías locales ascendían en su vehículo por el camino que serpentea por el cerro, una voz salida de un potente altavoz les conminó a que se marcharan por donde habían venido, a menos que prefirieran ser expulsados con el uso de la fuerza. Los policías tuvieron miedo, y se dieron la vuelta.

Algunos días después fueron los guardias civiles, y desoyeron las advertencias del altavoz: subieron con su todoterreno hasta la explanada que hay frente a la Puerta de los Arcos. Quedamente, se apearon del vehículo y se encaminaron a la entrada de la fortaleza. Reinaba el silencio; no se escuchaban siquiera los graznidos de las cornejas que anidan en las distantes almenas.

Apenas los cuatro guardias atravesaron la Puerta de Hierro, avistaron el horror al otro extremo de la Sala de Entrada. Desde las sombras venían cuatro enormes tigres de Bengala, con los ojos inyectados de una fosforescencia fantasmal. Los guardias sacaron sus pistolas, pero una extraña fuerza magnética los desarmó en un abrir y cerrar de ojos. Ya venían los tigres, llenando de rugidos la oscuridad de la Sala de Entrada. Presas del pánico, los guardias civiles acertaron a retroceder y salir por la Puerta de Hierro, la cual se cerró con un seco estampido antes de que llegaran los tigres. Los guardias civiles emprendieron la huida a toda prisa; sus almas estaban sobrecogidas de terror.

Al día siguiente, en el ayuntamiento de Aldea del Rey y en todos los ministerios se recibió el siguiente correo electrónico:

«Pagué por que me dejaran en paz. No vuelvan a mandar a nadie. Soy autosuficiente en todo, y tengo los medios para repeler todas las agresiones imaginables. Estoy abastecido de agua, energía y alimentos y he desarrollado una tecnología muy superior a la de ustedes. No vuela una mosca a mil kilómetros de distancia sin que yo lo sepa. No vuelvan a intentar invadirme... Por su bien se lo digo.

Firmado: El ojo de la abadía».

Desde el Ministerio del Interior tomaron esto como una provocación y un desacato a la autoridad, y se decidió obrar en consecuencia. Se consideró invalidado el acuerdo de cesión del castillo-convento, y se dispuso que su morador había de ser desalojado de inmediato.

A este tenor, se movilizaron a los GEOs (Grupos Especiales de Operación) de la Policía Nacional.

Acudieron de noche a las murallas del castillo. La luz del rosetón horadaba las tinieblas, y por ello hubieron de extremar sus precauciones.

De repente, sin poder explicárselo, oyeron en los auriculares de sus equipos de comunicación:

-Acabo de invadir su longitud de onda secreta. Tengo localizadas cada una de sus posiciones. Retrocedan inmediatamente o abriré fuego de ametralladora desde todos los ángulos posibles.

Sin embargo, el oficial al mando no dio orden de retirada y siguieron adelante. Entonces los lienzos de las murallas supuraron luminarias de ametralladora y sembraron el cerro de impactos de bala, aunque, eso sí, teniendo cuidado de no herir a ninguno de los GEOs... Al final, hubieron de huir con el rabo entre las piernas.

"Ese lugar es inexpugnable en toda regla", rezaba el informe que dieron a sus superiores.

Entonces intervino el Ministerio de Defensa, y desde la base de Almagro partieron más de veinte helicópteros de combate, al objeto de asaltar la fortaleza por el aire. También en esta ocasión la longitud de onda de los aparatos fue invadida, y desde los receptores se escuchó:

-Regresen inmediatamente. Tengo cañones de rayos láser que ya les han detectado, como podrán apreciar en sus rádares. A modo de ejemplo, observen lo que pueden hacer estas armas con un peñasco que hay en la base del cerro.

Desde los techos de la Hospedería Alta se emitió un intenso rayo de color carmesí, que redujo a polvo las duras rocas de un canchal distante más de ochocientos metros... En vista del peligro, la operación de asalto hubo de ser abortada.

Al día siguiente, "El ojo de la abadía" envió el siguiente correo electrónico a todos los estamentos oficiales:

«Es inútil que se empeñen en desalojarme. Si ustedes no saben cumplir el compromiso que acordaron conmigo, yo tengo los medios suficientes para obligarles a cumplirlo. Es inútil todo lo que intenten; puedo detectar incluso a los satélites de la CIA e inutilizar su software. Yo estoy protegido contra ustedes, mientras que ustedes están indefensos ante mí. A modo de ejemplo, mañana entre las once y las doce de la mañana infiltraré troyanos que crearán el caos en sus sistemas informáticos; así se darán cuenta de adónde puedo llegar... Los políticos mienten y son la escoria de la sociedad. Se escudan tras la máquina burocrática, tras leyes absurdas e injustas y yo denigro de todos ellos. "El ojo de la abadía" nunca duerme; incluso cuando no vigila, siempre hay algo que vigila por él.

Si son inteligentes, si no quieren atraerse males como nunca antes habían conocido, cuidarán de dejarme tranquilo de una vez para siempre.

Ya no haré más advertencias, gobernantes corruptos, que por vuestra conveniencia os saltáis las leyes que vosotros mismos dictáis.

Firmado: El ojo de la abadía».

Al día siguiente, entre las once y las doce de la mañana, se bloquearon los ordenadores del ayuntamiento de Aldea del Rey y de los principales ministerios. El perjuicio que ello generó fue tan considerable, que se les quitaron las ganas de volver a provocar a "El ojo de la abadía".

La luz del rosetón siguió iluminando los campos de los alrededores por espacio de otro lustro.

Una fría mañana de invierno, apareció un grupo de gente por la Puerta de los Arcos: un hombre, una mujer, dos niños y una niña. Tenían la mirada triste y sus ropas estaban muy usadas.

-¿A qué vienen aquí? -rugió la voz metálica de un portero automático, desde un lugar recóndito.

El hombre encogió sus hombros por el sobresalto, y dijo con voz contrita:

-No tenemos adónde ir. Me echaron de mi trabajo, nos echaron de nuestra casa. Los poderosos no nos quisieron escuchar de verdad; nos engañaban con sus despropósitos. No podemos vivir en el mundo que ellos han creado. Sus leyes son dañinas para nosotros, aunque a ellos les favorezcan. ¿Querrás ofrecernos refugio, querrás abrirnos tu puerta?

No hubo respuesta. Empezaba a caer la nieve desde las nubes ennegrecidas.

De repente, se abrió la Puerta de Hierro con un seco estampido. La familia entró dentro sin vacilar. No estaban los tigres esperándoles. Pasaron junto a invernaderos donde crecían flores y alimentos diversos. Había establos con abundantes cabezas de ganado, al cuidado de silenciosos robots. Siguieron hasta la portada de la Iglesia. Por el rosetón se filtraba una luz suavemente anaranjada.

Con tímida decisión, la familia franqueó la Puerta de la Estrella.

El recinto de la Iglesia estaba plagado de extrañas maquinarias e ingenios tecnológicos.

Encontraron al hombre que se hacía llamar "El ojo de la abadía" en la Capilla de don Pedro Girón. Vieron su espalda. Iba vestido con una túnica verde claro. A través del estrecho ventanuco contemplaba cómo los copos de nieve seguían la ruta del vendaval. Se giró hacia los recién llegados. Llevaba gafas oscuras y una barba gris devoraba su rostro.

-Le presento a mi mujer y a mis hijos -dijo el recién llegado, sintiendo un nudo en la garganta y los ojos a punto de reventar por las lágrimas.

"El ojo de la abadía" sonrió y les dijo:

-Bienvenidos. Yo cuidaré de vosotros... Cuidaré de vuestra libertad sin que tengáis que ofrecerme nada a cambio.

Todos los de la familia rompieron a llorar. Habían sufrido mucho, y, por fin, en su última acción desesperada, encontraron la paz, lejos de un mundo que paradójicamente se denominaba pacífico y civilizado. Luego se sosegaron, y oyeron que "El ojo de la abadía" les decía:

-Les dije a los otros que no iba a tener herederos... Pero ellos también me mintieron, ¿verdad?

El jardinero de las nubes.

Pd: Si quieren ver fotos espectaculares de la fortaleza citada en el cuento, visiten la web:

http://aldeadelreynatural.blogspot.com/2008/10/las-otras-caras-de-calatrava-la-nueva.html

martes, 4 de noviembre de 2008

La musa de Jacob van Ruisdael (VII): Epílogo


A partir de ese momento, el mundo perdió un médico excepcional y recobró un pintor... esto, ¡espléndido!, que diría Salomón van Ruysdael.

Como era de esperar, el primer trabajo que marcó el retorno de Jacob van Ruisdael al mundo de las bellas artes fue el retrato de Judith, tan larga y sentidamente postergado; la retrató junto con su hija cogida en brazos, y la obra resultó de una belleza incomparable. Tales visos de divinidad presentaba el trabajo, que el magistral de la monumental iglesia de San Bavón en Haarlem pensó que se trataba de un cuadro de la Virgen María con el Niño y lo reclamó para exhibirlo en un lugar destacado del templo.

Allí permaneció por espacio de casi tres siglos, hasta que las tropas nazis invadieron Holanda en 1940, saqueando a la sazón la citada iglesia... Y ya la pintura no se la volvió a ver en su lugar de antaño.

Hoy día existen todavía algunos ancianos (cada vez menos) que recuerdan lo maravilloso que era aquel cuadro.

Por otra parte, ocioso es referir que Jacob se casó con su musa Judith y que fue un padre ejemplar para la hija de ella, a la que pusieron por nombre Catalina.

Desde entonces, no se tuvo constancia de que hubiera otra familia que demostrara tener mayor felicidad y armonía en toda la populosa ciudad portuaria de Haarlem.

FIN

Ilustración: “Paisaje de invierno” de Jacob van Ruisdael.

El jardinero de las nubes.

lunes, 3 de noviembre de 2008

La musa de Jacob van Ruisdael (VI): La primera conversación


Ejecutaron su plan a la perfección, y al poco rato el birlocho dejaba atrás los lindes del poblado judío sin despertar las sospechas de ninguno de sus habitantes. Entretanto, se había desatado un fuerte aguacero, y los caminos comenzaron a embarrarse, haciendo más penosa la escapada. Ello no obstante, a la llegada del amanecer los fugitivos habían puesto mucha distancia entre ellos y el villorrio judío; ya podían considerarse a salvo de una eventual persecución.

Judith seguía entregada al descanso, lo mismo que su niña, cuando el birlocho hizo su entrada, ya cerca del mediodía, en la hermosa ciudad de Apeldoorn. Los dos amigos condujeron el carruaje a la posada más cercana, en una de cuyas alcobas instalaron a Judith y su hija.

–Estamos a salvo –le dijo Jacob a su compañero–. Aquí nos quedaremos hasta que Judith se reponga, y luego la llevaré conmigo a mi casa de Haarlem. Cuidaré de que nada les falte a su niña y a ella.

Judith despertó de su letargo a la mañana siguiente, apenas una hora después del alba. Jacob, que la había velado todo el rato junto a la cabecera de la cama, se aproximó a su vera, embargado por un gozo inexpresable.

–Hola, Judith. ¿Te sientes mejor? Enhorabuena, has tenido una niña que es un encanto. Mírala dormidita ahí a tu lado.

La joven se estremeció de los pies a la cabeza, tan pronto advirtió a su lado la dulce presencia del bebé. Sus pupilas se dilataron hasta extremos insospechados.

–La hemos estado alimentando con leche de cabra –informó Jacob–. Pero en cuanto recuperes las fuerzas, podrás dar de mamar a tu hija.

–Mi hija... –dijo Judith con un hilo de voz, en tanto que atraía hacia su pecho a la adorable niña dormidita.

Los ojos de Jacob se poblaron de destellos de profunda emoción.

–Eres tú quien vi aquella inolvidable tarde en el puerto de Dordrecht. Llevabas un gatito entre tus brazos.

–Se llamaba Copito –apuntó ella, con la voz teñida de melancolía–. Hace años que se me murió el pobrecillo.

–Te empecé a amar la primera vez que te vi –prosiguió Jacob–. Te amé y me prometí no volver a pintar un cuadro hasta tenerte de nuevo delante. ¡Oh Judith, cuánto te he añorado!

–¿Tú eras aquel apuesto pintor que tenía su caballete instalado debajo de un árbol?

Jacob asintió con la cabeza. Percibió un extraño calor recorriendo sus ojos, el cual se resolvió en un torrente de conmovidas lágrimas.

–No he dejado de pensar en ti un solo día –siguió diciendo–. Judith, ¿por qué la vida te llevó lejos de mí?

–Tú también me impresionaste aquella vez –admitió ella–. Pero ni siquiera sé tu nombre.

–Me llamo Jacob van Ruisdael. Fui una vez pintor, y ahora me dedico a la medicina. Yo te he ayudado a traer al mundo a esa hermosa criatura. Por cierto, ¿qué es de su padre?

Judith apoyó desmayadamente su cabeza en la almohada, cerró los ojos y sintió su pecho oprimido por un espasmo de tristeza. A continuación dijo:

–Fue un gallardo soldado español que me sorprendió en un claro del bosque cogiendo flores. Me sedujo, y me hizo esta niña. Pero nada más saciarse conmigo, me dejó abandonada. Cuando descubrí mi estado, me eché a los campos para ocultar a mis vecinos las transformaciones que iban a tener lugar en mi vientre. Pero, cuando ya estaba a punto de dar a luz, me puse muy enferma y tuve necesidad de regresar a mi aldea... Fue no obstante una equivocación por mi parte: me condenaron a morir lapidada, y ni siquiera me cuidaron en mi enfermedad.

–Yo estuve contigo entonces –dijo Jacob–, y te he traído lejos de esas aves de rapiña. Judith, déjame cuidar de ti y de tu hija. Sólo tú me puedes hacer recuperar lo que una vez perdí. Volveré a coger los pinceles en tu honor. ¿Me aceptas como tu fiel protector?

Judith arrancó a llorar; pero era un llanto que tenía más de gozoso que de triste.

–Jacob, quiero aprender a ser dichosa a tu lado –pronunció ella, con la voz alterada por una emoción mayúscula.

CONTINUARÁ…

Ilustración: Detalle de “Campos de trigo” de Jacob van Ruisdael.

El jardinero de las nubes.

sábado, 1 de noviembre de 2008

En el cementerio de la Almudena


Un viernes de marzo, ya muy atrás en el pasado, me levanté con la comezón de hacer algo que llevaba mucho tiempo rondándome la cabeza: ir al cementerio de la Almudena para buscar la tumba de un amigo que quise mucho y que entonces llevaba ocho años en el reposo de Dios; falleció en extrañas circunstancias.

Llovía a cantaros pero no me eché atrás en mi decisión: siempre me he sentido más a gusto bajo la lluvia que bajo el sol justiciero. Cogí el metro hasta Ventas y allí un autobús que me condujo avenida de Daroca arriba.

Iba atento a las paradas y me bajé donde supuestamente estaba la entrada de la necrópolis. Pero yo no la vislumbraba a lo primero. Le pregunté a un hombre bajito que tenía unos mostachos de color trigo. Debí inspirarle algo de lástima (un muchacho tan joven haciéndole esa pregunta), pues sus ojos azules brillaron con una cierta humedad de emoción. Me preguntó si iba al cementerio civil, y le respondí que no, que iba al religioso. Me orientó adecuadamente.

Una vez allí me di cuenta de que debía preguntar, a pesar de mi timidez, la ubicación de la tumba, pues sabía que de otro modo sería como buscar una aguja en un pajar, y más con el chubasco que estaba cayendo. En las oficinas me dieron un papel con el cuartel y el número de la tumba de mi amigo, el cual no me sirvió para nada. Un vigilante tuvo la gentileza de prestarme un plano y allá que me encaminé. Soplaba un vigoroso vendaval y la lluvia avibaba frescas fragancias en las ramas de los árboles con sus hojas a estreno.

Llegué a mi meta, no sin antes haber leído cientos de inscripciones. En ese momento se abrió en las nubes un hombro de sol. Una tumba de piedra, un corazón sufriente. Un árbol en cuya copa estaba refugiado un gorrión que dejaba oír su aterido canto. Yo no sabía si eran lágrimas o gotas de lluvia las que rodaban por mis mejillas; para mí eran la misma cosa. El hombro de sol trazó el arco iris en las alturas, y mi pecho se estremeció de emoción.

Entonces no lo sabía, y ahora que lo intento contar tampoco sabría explicarlo. Era una emoción sin más, era un deseo de intercambiar papeles en el drama de la existencia.

El hombro de sol se cerró. La lluvia recrudeció. Poco a poco el follaje de los jardines circundantes fue agrupándose en tupidos mechones de gris opaco. Había llegado el momento de marcharme. Mi mano se posó sobre la lápida, y sentí que mi corazón no quería alejarse de allí. Pero lo hice. Subí unas escaleras, y, desde la altura de una colina, abarqué la extensión del camposanto, cuya superficie aventaja en mucho a la del casco urbano de nuestra Aldea.

Cuando le devolví al vigilante su plano, éste me atrapó la mano impulsivamente y sentí la misma emoción que cuando la puse sobre la lápida de mi amigo.

El jardinero de las nubes.