viernes, 7 de noviembre de 2008

El conjuro de Cáceres (parte I)


«No he debido situarme justo en el extremo del aljibe», pensé tan pronto sentí en mis costillas el guinchonazo del codo de Lola. Y no paró ahí la cosa: Lola se puso a chillar como la niña del Exorcista. Aunque los que estábamos a su lado le intentamos inquirir el motivo de su sobresalto, no conseguimos que nos diera una respuesta coherente; tan sólo se limitó a señalarnos la superficie del aljibe con mano temblorosa...

Habíamos ido el grupo de amigos a pasar un fin de semana a Cáceres. Comenzaba el mes de marzo, y, en contra de las previsiones meteorológicas, nos estaba haciendo un tiempo magnífico. Salimos del hotel a media mañana, con ánimo de visitar el casco antiguo de Cáceres. Juan Luis nos iba orientando, puesto que no se había olvidado de incluir en su equipaje la Guía País-Aguilar de Extremadura. De esta forma, no nos fue difícil arribar a la soberbia Plaza Mayor.

-¡Vaya nubada de cigüeñas! -exclamó Fuencisla en un momento dado.

De verdad, pienso que bien podría decirse que los bebés vienen de Cáceres, pues no creo que en los tejados de París abunden tanto las cigüeñas. Una vez superado nuestro momentáneo rapto de admiración, empezamos a darles faena a nuestras máquinas fotográficas. Luego estuvimos en un tris de montarnos en el trenecillo que recorría el casco antiguo de Cáceres, pero tras consultarlo con un policía local, éste nos recomendó que nos agregásemos a cualquiera de los grupos de turistas que disponían de guía. Y eso fue lo que puntualmente hicimos. Tras tantear las explicaciones de algunos cicerones, Manolo nos instó a que nos quedásemos en el grupo de un hombre de mediana edad, de bigotes grises y lacios y de dentadura menguante. Interrogado Manolo sobre el motivo de su elección, respondió que le había parecido este hombre un cachondo mental, a juzgar por su gesticulación exagerada y por su verbosidad mordaz e improvisada.

De este modo, en el transcurso de la siguiente media hora, nos dimos un buen atracón de monumentos, callejas laberínticas y casas señoriales con pintorescos blasones en sus fachadas: que si el Arco de la Estrella y la Torre de los Púlpitos, que si los palacios de los Golfines de arriba y de abajo, que si el convento de San Pablo, que si la casa de los señores de Torreorgaz y la de los Perreros y la de los Caballos... ¡Uf! Con semejante aluvión de información, llegamos un poco abrumados a la Plaza de Santa María, dispuestos a visitar la concatedral del mismo nombre (tributaria de la catedral de Coria), en uno de cuyos ángulos la erguida estatua de San Pedro de Alcántara parecía dirigirnos una mirada de un hieratismo intransigente.

Hubimos de aguardar un rato a que se despejara el interior de la concatedral para poder acceder a nuestra vez (se comprende, con tantísima mesnada de turistas como allí pululaban). En el pórtico había una anciana gitana en silla de ruedas, que pedía limosna y repartía sainetes y bendiciones a todo aquel que le daba algún dinero. No dejó de apelar a nuestro altruismo mientras entrábamos al templo, sin bien con resultados infructuosos.

El guía nos informó que no encontraríamos agua bendita en las pilas, pues últimamente los drogadictos las habían empleado para limpiar sus jeringuillas. El retablo del altar se nos antojó realmente magnífico, pero sólo aparecía iluminado mediante un dispositivo que funcionaba introduciéndole monedas por una ranura. La imagen del Cristo Negro nos causó una rara impresión, por cuanto no es corriente hallar figuras tan tétricas en un templo de factura gótica. Sea como fuere, a los quince minutos ya habíamos concluido nuestra visita a la concatedral.

De nuevo nos topamos en el pórtico con la locuaz gitana. En vista de que no le dimos ni unos céntimos de euro a guisa de limosna, se le despertó el coraje y su lengua dejó de mostrarse meliflua y aduladora. Entre otras lindezas, nos enjaretó las siguientes:

-¡Qué malos son ustedes! ¡Pues que les caiga encima un aguacero de agua y que hoy no se ponga el sol sin que se den un buen susto!

Finalizó su especie de conjuro cruzando los dedos índice y corazón de su mano izquierda y aplicándoselos sobre sus mustios labios. El guía nos comentó que esta gitana arrojaba tal conjuro siempre que sus ganancias pecuniarias no eran las esperadas; asimismo nos tranquilizó advirtiéndonos sobre el no cumplimiento del maleficio la mayor parte de las veces.

CONTINUARÁ (sólo otro episodio y listo)...

El jardinero de las nubes.


2 comentarios:

lanochedemedianoche dijo...

Jajá… mira si se cumple el conjuro de la gitanilla, el viaje quizás sea más placentero con la lluvia todo parece más hermoso, pero el titulo me da para otra interpretación ya veremos, muy buena historia te sigo.

Besitos

Anónimo dijo...

jaja ¿sólo otro, de verdad?

Pues me tiene intrigada la continuación. ¿sabes? hoy mismo tuve yo una sesión fotográfica que acordamos entre unos cuantos, dentro de una hermosísima catedral que tenemos aqui.

Pero no hay gitanas en silla de ruedas que den toda clase de bendiciones y incluso maldiciones, seguro que tampoco sabrían cruzar los dedos con ese "arte" :-)

Me encantó Jardinero, está muy bien narrado. De todos tus cuentos, es uno de los que más me han gustado, asi que....espero impaciente la segunda parte (y última)

Un abrazo.