jueves, 31 de marzo de 2011

Cuentos urbanos: Un extraño cuento de fantasmas


La verdad se siente demasiado apretada en el ropaje de los hechos. Está muy a gusto ataviada de ficción.


Rabindranath Tagore.


Los pájaros perdidos (140).


Venían de enterrar a Gilberto Parrondo, esa despejada mañana de diciembre. La familia de los pimenteros eran ciento y la madre. El Búho, que a la sazón era el hijo del finado, ordenó que todos se pusieran en fila de dos en fondo a lo largo de la calle principal de la noble villa de Arenales de Bocanegra.

-¡El brazo derecho extendido hacia arriba!

La centena larga que formaban los pimenteros obedeció al Búho, constituyendo una atípica coreografía. Pero el caso es que los pimenteros tenían las tuercas flojas y la leche agria.

-¡Bamboleo de caderas!

Y los gatos de los tejados les contemplaban como el pueblo de Roma hiciera con los gladiadores desde las gradas del Coliseo. Y ya Celestino, el fámulo de los pimenteros, tenía abierta la puerta de la casa de Indalecio Pimentero, el médico ya anciano cuyos buenos oficios tan ricos hicieran a los de pompas fúnebres. Entraron desfilando por la puerta (el Búho encabezando el cortejo), ordenados desde el más viejo al más chico. Y no dejaron el baile de caderas y la pantomima de Nefertiti. Menos mal que no les dio por cantar, que si no media humanidad acababa acampando en la cima del monte Ararat.

Pero, ¡por todas las maldiciones!, al Búho le dio en el último trecho por hacer muecas estrambóticas y proyectar tordos de saliva por su boca de solvito, mientras pronunciaba al unísono:

-¡Ey, ey, ey, ey, ey!

Los gatos salieron espantados de los tejados. Y los lugareños de Arenales de Bocanegra se quedaron a lo calentico de sus lumbres, dejando que los pimenteros camparan a sus anchas, como siempre habían hecho en aquellos lares.

Todo queda recogido en los pliegos que dejara escritos con grosera pluma de avestruz Jacinto Toribio Pimentero, el hermano del colmenero, el mismo que nos mató de aburrimiento contándonos el mismo chiste en la hoja dominical de la parroquia de San Pelegrino; exactamente aquél que consiguió que la cara de caballo echara sermones preconciliares en lugar de relinchar, que era lo suyo. Y ya es mérito, bien lo sabe el icono de San Pelegrino que reluce junto a su cirio en el altar.

Pues en los susodichos cartularios se consigue leer con mucho esfuerzo y dedicación que laboriosa tarea era que a uno de los pimenteros le diera por echarse novia, ya que la misma procesión de cuando el entierro de Gilberto Parrondo se congregaba en casa de la agraciada, llevándose su tributo de cafés con una nube de leche y de chorizos en aceite y costillas adobadas de la matanza. Ah, y no busquen a los pimenteros en las épocas de hambre, ya que por dar gimnasia a los maxilares, utilizarían incluso huesos de albaricoque machacados en los premolares.

Y así es, a la pobre Eulalia Sanabria la pillaron para novia y después consorte del Búho. Y tanto la asfixiaron, que acabaron matándola a disgustos, no sin antes soportar el mefítico cigarreo de su trastocado marido (solía dejar las amarillentas colillas en las vertientes de los lavabos) y la fragancia a culo que aquél ostentaba en el vértice de sus pantalones. Y como celoso lo fuera mucho, instigado por su madre pimentera, allá que mandaba a Gilberto Parrondo para que actuase de carabina al lado de Eulalia, a fuer de jubilado forzoso, puesto que nadie aguanta cuatro horas de chorro de palabras sin sacar nada en claro. Pues nada, al final Eulalia se marchitó como la flor que era y se fue al cielo entre gotas de lluvia y alas de paloma.

El Búho y la prole pimentera soltaron lágrimas de tebeo añejo para que la gente les viera, e hincaron bien el diente a la dote que a Eulalia correspondía, ya que si por dineros se tratara, que ardiera el cielo en el infierno junto con toda su cohorte de santos.

Eulalia tenía un hermano llamado Telmo, al cual los pimenteros quisieron prender el anzuelo para terminar de redondear la herencia de ella, que nadie tiene la vida comprada y lo mismo se puede estirar la pata de joven que de viejo.

Con el dinero de Eulalia dio para comprar una casa con dos jardines en Arenales de Bocanegra. Y allá que llovieron cafés, chorizos y encurtidos para toda la tribu de los pimenteros.

Los escritos de Jacinto Toribio Pimentero, pese a lo mediocres y nebulosos, ocultan una conjura que aventa horribles sospechas. Lo esencial es que la tribu no escatimaba medios para hacerse al completo con la susodicha herencia. Los padres de Eulalia no durarían mucho, porque ya peinaban canas de dilatados inviernos; pero Telmo, el hermano, era joven y estaba sano como una pera, muy capaz de desbaratar los planes del clan.

La primera táctica consistía en hacer creer a Telmo que era extraordinario y que se hallaba en medio de un entrañable ambiente familiar. Pues vengan comidas y reuniones de los pimenteros a porrillo y que sobre todo las pimenteras de buen ver echaran la sonrisita para ver si así el noble púber despertaba a los requerimientos de la vida. “Haces bien en codearte con nosotros, que somos la flor y nata de Arenales de Bocanegra”. Y el pobre Telmo iba y se lo creía. El plan de los pimenteros marchaba a las mil maravillas. ¡Si el jesuita Rodin del Judío Errante levantara la cabeza! El Búho dejó dada la consigna a todos los pimenteros: “Abridle la puerta de vuestras casas, sonreídle siempre, hacedle sentir a gusto y querido. Si lo rodeamos de una atmósfera placentera, no querrá pensar y así será más fácil engatusarlo”.

Telmo mostraba cierta inclinación por la Naturaleza. Le gustaba vagar por los jardines de la casa edificada con la sangre de su hermana. Y aquí Gilberto Parrondo entró en escena, pues era el encargado de obrar en todo lo referente a plantas y cultivos, si bien de estos temas poca idea tenía. Le traspasó las regaderas a Telmo, quien con un paciente laboreo logró que florecieran las rosas de los jardines colgantes de Babilonia. No pensaron los pimenteros que iba a costar tan poco hacerle entrar en vereda. “Dadle un jardín que cuidar y será feliz. Y no le deis dinero por su trabajo, no sea que lo acostumbremos mal. Decidle que le queréis mucho, echadle la risita y ya va aviado”.

Pues se da la casualidad de que Gilberto Parrondo le cobró afecto al muchacho, como quien tiene una mascota que se muestra dócil a los deseos de su amo. Le vio pegar el estirón y seguía siendo un buen mozo, que en otro ámbito y en otras circunstancias hubiera sido digno de todo afecto y admiración.

Nada de lo que ocurriera en esos años aparece registrado en los documentos de Jacinto Toribio Pimentero. Telmo encontró en el verdor de la hierba y el perfume de las flores de las platabandas algo así como un mensaje divino. Gilberto Parrondo atisbaba por las ventanas que miraban a los jardines. El muchacho se volvía santo; los pájaros y los rayos solares tendían a rodearle, creándole aureola. Era una lástima tener que hacerle lo que ya estaba acordado en el foro de los pimenteros. Ni caso hizo Gilberto Parrondo a su mujer, de la más rancia estirpe pimentera. “No se te ocurra darle dinero por los trabajos que efectúa en el jardín. Es tan subnormal que le gusta lo que hace”. Ni un vaso de agua de limón siquiera. Telmo venía de su casa con la ropa limpia y meticulosamente planchada; al término de su labor en los jardines, su frente mostraba perlas de sudor y traía manchas de tierra en las rodilleras de sus pantalones. Cuando cerraba la cancela del jardín delantero, miraba al ciprés recortándose contra los sangrantes resoles del atardecer. Había un amor palpitante sobrenadando sus pupilas.

Como dirían los poetas, la mocedad es un soplo, los años de la vida apenas un frío paréntesis, las sombras del pasado pronto se disipan… En los dos jardines crecieron las yerbas y apuntó la grama, las hormigas cavaron sus nidos en las grietas de las losas de la casa. Telmo dejó de ir y de tener trato con ninguno de los pimenteros. “¿Por qué ya no viene?”, se preguntaban algunos de ellos. “Seguramente ha crecido y quiere respirar aires nuevos. Tanta flor no le puede hacer bien al alma”, dejó asentado Jacinto Toribio Pimentero en la correspondiente acta de reuniones del clan.

Para saber lo que ocurría, habría que preguntarle al propio Telmo Sanabria, pero esta asamblea alberga serias dudas de que soltara prenda. No es que de suyo fuera persona muy sociable, pero con su alejamiento se volvió de todo punto hermético e inaccesible. Era inútil llamar al timbre cuando se sabía con certeza que estaba solo en su casa, y asimismo lo era arrojar chinas a las ventanas enmascaradas por densos visillos.

Gilberto Parrondo se quedó viudo. El Búho soltó charcos de lágrimas por la madre fallecida. Telmo fue visto en el entierro, y luego desapareció de vista, deslizándose tras los troncos de los cipreses.

Gilberto Parrondo comenzó a echar de menos, una vez que se quedó solo, lo que había habido de bueno en su vida. Telmo ocupaba un lugar destacado en esos apacibles recuerdos. Y ya no estaba a la vista de nadie. Aunque le buscaran en su casa, sus padres decían que no estaba visible, que había salido a pasear por el campo o acaso estuviera leyendo o estudiando en alguna habitación apartada.

Una tarde de invierno, húmeda y desapacible, Gilberto Parrondo consiguió que el mismo Telmo le abriera la puerta. Ya no era el jovencito que se complacía en cuidar jardines. Su rostro conformaba un desabrido gesto de desprecio. Según consta en las crónicas de Jacinto Toribio Pimentero, Telmo había tenido muchos años y muchos momentos para reflexionar con detenimiento. Y había atinado en la conjura que sufrió su pobre hermana Eulalia; y ahora ella permanecía viva a través de él. La injusticia, la infamia, la crueldad, la maldad en suma, no podía quedar oculta tras la sombra que los pimenteros se habían obstinado en tender para no ver mermado ni un tanto así su pundonor en los pagos de Arenales de Bocanegra. Telmo recibió a Gilberto Parrondo con monosílabos y al poco le dijo claramente que no podía atenderle, porque él (Telmo), al igual que el Búho (el hijo de aquél) tenía muchas ocupaciones en ese momento. Gilberto Parrondo sabía que estorbaba y no era ocasión de replicar nada; echó mano de su abrigo y regresó a la humedad y al cortante viento que barría la soledad de la calle.

Los años fueron pasando, haciéndose más evidente el alejamiento de Telmo de esa estirpe malhadada. Los pimenteros, viéndole tan sano, perdieron la esperanza de aspirar a la parte que a aquél correspondía de la citada herencia. Y decidieron de consuno irle ninguneando, retirándole el saludo y respondiendo con miradas esquivas a la frialdad de sus ojos opacos; en realidad, eso era lo que Telmo deseaba. Nada les adeudaba a los pimenteros, y deseaba buscarse otra vida apartado de ellos.

Gilberto Parrondo empezó a sentir sobre su cuerpo las galernas de la vejez. Descubrió que le era más cómodo utilizar una silla con rodamientos automáticos antes que sus propias piernas. Y su soledad crecía aún más allá de lo que el propio Telmo pudiera experimentar. No lograba reprimir la añoranza de los años en los que el joven jardinero trabajaba para el beneficio de la familia pimentera; ese muchacho, que ya había dejado de serlo, se había marchado muy lejos.

Nadie de los pimenteros indagó sobre lo que habría sido de Telmo. En Arenales de Bocanegra referían que se había metido a fraile. Pero, al margen de los rumores, nadie sabía nada de él a ciencia cierta. Y sus padres tampoco soltaban prenda.

Los años siguieron pasando, y cuando Telmo regresó a Arenales de Bocanegra ya tenía la barba cerrada, se había casado y concebido cuatro hijos. Había estado tanto tiempo ausente del lugar, que casi nadie le reconocía.

Estuvo un mes de las vacaciones estivales alojado en su vieja casa, que sin la presencia de sus padres se había tornado solitaria y polvorienta. Le costó varios días acondicionarla y adquirirle el confort que su familia requería.

Algunas anochecidas solía pasarse por las inmediaciones de la casa de los dos jardines, cuyo abandono rayaba en el escándalo. Los muros mostraban amplios desconchones y las plantas habían roto todo orden y concierto, con la inextricable largura de sus tallos.

Algún vecino le informó sobre lo que había sido del Búho y de Gilberto Parrondo. Al Búho lo echaron de su trabajo cualificado, y como ya acarreaba cierta edad, las pasó canutas para colocarse en algún lugar muy distante de esos andurriales. En cuanto a Gilberto Parrondo, la vejez demolió su vitalidad y pasaba sus últimos días confinado en una residencia de mala muerte. Jacinto Toribio Pimentero suprimió adrede de sus escritos todo vestigio de tan deplorables circunstancias; en los fondos documentales de la familia pimentera no podían constar de ningún modo baldones semejantes.

De esta manera, la vida fue transcurriendo del modo en que va desapareciendo un charco de agua al evaporarse. Contaban en Arenales de Bocanegra que Gilberto Parrondo yacía en una cama de hospital, de la que no podía levantarse de ningún modo. Y nadie de los que referían este rumor conocía la ubicación exacta de esa cama.

De lo que viene a continuación, se enteró Telmo por meras habladurías. El extraño y estrambótico entierro que tributaron a los restos mortales de Gilberto Parrondo. Sólo les faltó ponerse a bailar en la misa de corpore insepulto. Ernesto Pimentero, teniente general del arma de Artillería, se puso a desgranar arpegios por la boca, y la testera se le encendió como la cresta de los gallos lusitanos. Entretanto, el Búho daba rítmicas percusiones en su banco de la iglesia, y no había quien le llamara la atención. El resto de los pimenteros y demás asistentes al entierro se pusieron a ondear con los hombros; no faltó más que lloviera confeti del techo.

¿Y qué contar de lo que pasó en el camposanto? La aglomeración alcanzaba el mismo borde de la fosa, y el Búho y los pimenteros de vanguardia trastabillaron y por pocas no acompañan al féretro en su destino definitivo. Todavía hubo bocas que jalearon semejante zapatiesta, y de allí partió la procesión con que ha arrancado este singular capítulo de la historia de Arenales de Bocanegra.


Nadie sabe quién eres.

Te escondes en las nubes.

Sueñas con encontrar tu cielo

en los dilatados caminos

de la Tierra.


Querías haber ido

a la Ruta Quetzal.

Querías hacer de la noche

un sordo perfume de estrellas.

Querías hacer de la juventud

una trenza de amor.


Han tocado la campana

en la ermita de la montaña.

Los ves serpenteando

por los caminos del trigo

y de las lágrimas.


Es la tarde lluviosa,

la que trae del corazón

profundas saudades.


Lo viste ayer

por ese parque tan lejano.

Iba solo

y quisiste acompañarlo.

Le preparaste una guirnalda

con las flores de tu ramo nupcial.


¿Por qué lo buscas

si él dejó de encontrarte?

No guardes ningún recuerdo suyo.

Es como la lluvia

que aún no ha caído

y ya se ha hecho nube.

Telmo se enteró del hecho algunos meses más tarde. Ya todo se había enfriado y una nueva generación, más mermada que las anteriores, pujaba en Arenales de Bocanegra. Jacinto Toribio Pimentero comprendió que ya no merecía la pena seguir adelante con la crónica de las gestas pimenteras.

Había pasado un cuarto de siglo desde el óbito de Eulalia Sanabria. Su hermano, Telmo, vivía entonces en Bilbao. Sus hijos habían crecido y él ya estaba cargado de edad. Le agradaba dar paseos solitarios por las orillas de la ría del Nervión; le dolían los pies de tanto como había caminado a lo largo de su vida.

Era una tarde de finales del invierno. La promesa del buen tiempo se expandía por los aires de la ría. Telmo detuvo su paseo en mitad de un puente olvidado, se quitó su chapela de paseo y se quedó absorto en los destellos de las aguas. Sus ojos de la imaginación (que eran los ojos del recuerdo) le recrearon un valle y la aguja de un campanario (acaso el de la iglesia de San Pelegrino). Y visualizó calles y aceras y tiendas de alimentos y la luz de una taberna. Después, a vista de pájaro, contempló una casa flanqueada por dos lujuriantes jardines. “Esa es la casa donde mi hermana debió haber vivido”. Pero no había sido así; la vida son momentos que no se repiten… La casa estaba solitaria. Ya habían desaparecido los planteles de Gilberto Parrondo. Y hasta los fantasmas habían terminado por retirarse.

Telmo volvió a calarse su chapela de paseo. Sus ojos estaban viejos y cansados, sombreados por las ojeras de inacabables noches de lectura. La ría del Nervión semejaba una plancha gris, de la misma tonalidad de los recuerdos. Su familia aguardaba en alguna casa de Bilbao, y ahí radicaba el colorido de su vida. Quedaban sobradas razones para fabricar nuevas sonrisas.

Cruzó al otro lado de la ría, y, caminando con renovado optimismo, puso en el olvido el redolor de sus pies… y el de los tiempos lejanos.


El jardinero de las nubes.