domingo, 20 de abril de 2014

Cuentos urbanos: El inventor (XXX) - Final


Final
La tarde acababa de caer. El mar tanteaba rabiosamente la escollera. La aspereza del invierno se hacía patente en el aire. Diego Barrientos tenía los ojos perdidos en la distancia, allá en el mirador del monumento de Chillida, en la cumbre del cerro de Santa Catalina. La celebración en las calles de Cimavilla había ido languideciendo.
Sus pensamientos estaban como amordazados. Le parecía mentira que todo hubiera concluido de un modo que si no por completo satisfactorio a las pretensiones de sus ideales iniciales, al menos había sido beneficioso para todas las partes.
—Buenas noches.
El saludo que sonó a sus espaldas, le causó un incómodo sobresalto. Pero enseguida se tranquilizó al ver a su lado a Guzmán de Arteaga.
—Buenas noches, amigo.
Durante un buen rato ambos permanecieron en silencio, absortos en las evoluciones del mar. Las estrellas conferían a las aguas un tono cerúleo. El viento se desgajaba en sus reyertas con las aristas de las rocas.
—Es un lugar hermoso —dijo Barrientos al cabo.
—Siempre lo pensé desde la primera vez que lo contemplé —dijo Guzmán de Arteaga.
El mar, levemente tocado con las brasas del crepúsculo agonizante, ejecutaba un susurro de melancolía.
—El director del colegio —dijo Guzmán de Arteaga— me ha dicho que puedo regresar a mi puesto después de las vacaciones.
—¿Le sentó mal que una alumna del colegio y tú os améis? —preguntó Barrientos.
—El que le siente mal o no me es indiferente. No volveré al colegio tras las vacaciones.
—¿Eso a qué se debe, Guzmán? Yo sí que volveré a mi puesto tras las vacaciones. Es lo único que me queda por hacer en esta vida.
—Tengo que irme. Y lo haré por ella, la muchacha que amo.
Las olas de la base del acantilado iniciaron un estertor lúgubre.
—¿Quieres decir, Guzmán, que vas a dejar de ver a la muchacha?
—La amo con todo mi ser —dijo él con tono desgarrado, apoyándose de espaldas contra el monumento—. Si no la amara tanto, no me importaría que siguiera a mi lado.
—No comprendo.
—Ella es joven, y tiene todo por hacer y vivir. Yo ya tengo mi vida hecha. Siento que no me quedan metas por alcanzar. Mi egoísmo podría imponerse y aprovecharme de los goces de su juventud. Volvería a vivir, gracias a ella, lo que en mis verdes años perdí. Cuando me enfrento a la soledad de mi alma, me siento lleno de amargura. Todo ha sido un sueño, cada cosa que imaginábamos. No se presentará otro horizonte más hermoso. He conocido la dicha del amor, y no hay invención que la supere. Debo irme para que Irene sea feliz.
—Te vi dentro de una burbuja, mi amigo —dijo Barrientos contagiado por la emoción de su compañero—. Supe enseguida que eras alguien muy especial. Ahora que te escucho, no consigo concebir la razón por la que rechazas la felicidad a que tienes derecho en esta vida… No te vayas de tu hogar, de la presencia de esa muchacha sencilla, que te ama más que a su propia vida; pude comprenderlo bien cuando vi cómo te miraba.
—Yo soy un lastre en su vida. Si permanece conmigo, sus alas no podrán levantar el vuelo.
—Tal vez se las cortes si te vas de su presencia.
—¡Oh fatalidad!
Todo lo que pudiera decirse en esa ocasión, causaba notoria aflicción al alma de Guzmán de Arteaga. Se imponía la despedida. La noche ya ondulaba sobre el mar.
—Guzmán, tengo que irme. En una hora parto a Madrid.
—No te olvidaré, amigo mío.
—Yo tampoco a ti.
—Y hazme caso. No huyas de la felicidad; llevas toda la vida haciéndolo.
Sellaron la despedida con un abrazo fraterno. Barrientos se fue por donde había venido, sabiendo cuál era su camino. Guzmán de Arteaga aún debía encontrar el suyo. Su mirada traspasaba el horizonte. En todas partes veía el rostro de Irene.
 —Te echaré de menos, amor de mi vida. Mi sangre derramaría si con ello asegurase tu felicidad. Tienes derecho a rodearte de una vida joven y pasional, no de la vieja y caduca mía.
El viento de la noche se enredó en la oquedad del monumento de Chillida. En muchas decenas de metros a la redonda, Guzmán de Arteaga era la única persona presente en esos pagos.
Su soledad era manifiesta.

***
Pasaron seis meses desde los últimos acontecimientos. Ya era verano. Guzmán de Arteaga se había ido a vivir a la isla de Menorca, en una pequeña masía situada en un enclave idílico, perfumada por un lujuriante jardín, casi en los aledaños de Citadella.
La tristeza presidía su existencia. Por más que lo había intentado, no había conseguido acallar los requerimientos de su corazón. El recuerdo de Irene era un tópico imborrable en sus pensamientos.
Ese mismo día se iniciaban las fiestas de San Juan en Citadella. Por eso Guzmán de Arteaga había optado por encastillarse en la masía los próximos días. El jolgorio, las apretadas multitudes, los recuerdos de otro tiempo, le traían antojos de aislamiento, de desaparecer por un tiempo del escenario del mundo.
No sabiendo en qué emplear la ociosidad de sus horas, dio en hacer un escrutinio de los libros y revistas que había en la masía cuando la tomó en alquiler hacía ya algunos meses. Le agradó sobremanera descubrir una colección de viejos números del National Geographic.
Sus ojos se pasearon por un reportaje fotográfico que desvelaba las maravillas de la Rusia soviética. Se demoró especialmente en una imagen del ballet del teatro Bolshoi… Irene, tú también bailabas como los cisnes del lago… Sintió la ya familiar punzada de nostalgia en medio de su pecho. En todo este tiempo no había hecho por saber del amor de su vida, con la vana pretensión de poder olvidar. Se cruzó algunos correos electrónicos con Barrientos, tal era el leve cordón umbilical que le sujetaba a las jornadas gloriosas de Gijón. Procuraba deshacerse de todos los vínculos del pasado. Ya sabía que Barrientos estaba bien en su nueva vida tras los sucesos de la Universidad Laboral de Gijón. Para su fuero íntimo lo bendijo, y decidió orientar su mente por otros derroteros. Pero esa imagen del teatro Bolshoi le significó lo vano de sus intentos.
Durante muchos años había ahorrado dinero, y podía permitirse el lujo de refugiarse en la soledad por un tiempo casi indefinido. Sólo la soledad podría reportarle el olvido. Olvidar como había olvidado a su otrora reverenciada Ederita.
Siguió pasando las páginas de la revista, y se topó con una imagen de fulgurante belleza. ¡El lago Esmeralda, en la Columbia Británica! Sus ojos descansaron viendo esa extensión de agua verde y montañas boscosas. Se dijo que ése tal vez fuera el único lugar del globo donde no le importaría morir. Después de todo, ¿qué nuevas metas le quedaban a su vida? Morir en el agua como héroe de novela, arropado por el reflejo azul del cielo y las montañas. No veía otra alternativa.   
—Hola.
Levantó la mirada presa de un impactante sobresalto. Nunca había tenido costumbre, desde que habitaba en este lugar, de cerrar las puertas de la masía. La visión estaba a contraluz, le costaba precisar los detalles; pero el oído dio una información capital a su corazón, lo suficiente para que éste redundase en latidos. Irene estaba delante de él.
—¿Qué haces aquí? —preguntó abruptamente.
—No puedo vivir sin ti —dijo ella, abandonada a sus sentimientos.
—¿Cómo sabías mi paradero?
—Me lo dijo el señor Karpovitch. ¿Recuerdas? Aquel hombre que pronunció un discurso en Cimavilla y te pidió que usaras tu máquina por última vez.
Guzmán de Arteaga se llevó las manos a las sienes. ¿Karpovitch sabía dónde paraba él?
—Lo he intentado; debes creerme, Irene. Quise olvidarte por tu felicidad y la paz de mi espíritu… Pero no he podido.
—Me amas.
—¡Más que a mi propia vida! —exclamó con pasión arrebatada.
—Yo no podré amar a nadie más que a ti, querido profesor. No te vayas de mi vida.
El sol inundó la estancia con las doradas exaltaciones del verano. Guzmán de Arteaga se puso en pie. Su corazón desistía de presentar más resistencias. Ni ella ni él alcanzarían la felicidad si no pasaban el tiempo juntos. Puso los brazos en cruz para recibir al amor de su vida.
—Decidas lo que decidas —dijo ella, refugiándose en el pecho de su amado—, yo quiero estar a tu lado. Nos quedaremos aquí o nos trasladaremos a otro lugar…, pero siempre contigo.
Estuvieron mucho rato abrazados, recreándose en el candor musical de sus silencios. A sus oídos llegaba el murmullo entusiástico de las multitudes en la cercana Citadella.
La revista que leyera poco antes Guzmán de Arteaga, yacía en el suelo. Estaba abierta en la página del ballet del teatro Bolshoi.
***
Karpovitch guardó en una caja de aluminio la túnica verde que Guzmán de Arteaga hubiera vestido, de no haber sido más importantes para él los deseos de su corazón. Las cosas debían hacerse bien, y las piezas incompatibles no deben forzarse a que encajen unas en otras. Karpovitch no podía decir que no lo lamentase, pero tampoco le suponía motivo de aflicción. Guzmán de Arteaga estaba en el lugar que le correspondía.
El mundo había perdido un gran inventor, pero el mundo también necesita grandes amantes.
En cualquier otro momento, cuando menos se esperara, aparecería otro que podría vestir la túnica verde.

FIN

Ciudad Real, 2 de octubre de 2011- 25 de junio de 2013
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


He aquí el cuento que acabó convertido en pequeño libro, escrito íntegramente en la calle, conforme al espíritu que subyace a los Cuentos Urbanos. Casi tres años han pasado desde que vi aquella casa en ruinas en Gijón, que me inspiró la historia que acaba de concluir. Yo sabía que no iba a contar con seguimiento, pero mi necesidad de escribir y expresar las borrascas de mi interior se impuso a cualquier otro interés social. Quiero expresar mi gratitud a quienes, a pesar de lo evidente, me animaron a seguir adelante con esta historia. Los caminos inciertos son los que la esperanza impulsa a emprender, y este camino ya lo he recorrido.


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domingo, 6 de abril de 2014

La mirada del niño y del turista


En la sesión del 26 de marzo, empezamos el Taller de Escritura Creativa con la lectura de un poema de Jacques Prévert, que a continuación se transcribe:

DESAYUNO
Él puso el café
En la taza
Puso la leche
En la taza de café
Puso azúcar
En el café con leche
Con la cucharilla
Lo revolvió
Bebió el café con leche
Y reposó la taza
Sin hablarme
Encendió
Un cigarrillo
Hizo círculos
Con el humo
Posó las cenizas
En el cenicero
Sin hablarme
Sin mirarme
Se puso de pie
Se puso
La gabardina
Porque llovía
Y partió
Bajo la lluvia
Sin una palabra
Sin mirarme
Y yo, yo tomé
Mi cabeza con las manos
Y lloré

Este poema servirá de base para el ejercicio final del taller, pero en la inmediata se nos pidió que elaborásemos el guión de un relato, respetando los elementos fundamentales del poema, y dando respuesta a una serie de preguntas básicas sobre las circunstancias del relato. En mi caso, ésta es la propuesta que hice:

APUNTE PARA UN RELATO
¿Cuándo y dónde?
En Bilbao, comienzo de los años 80 del pasado siglo. Una mañana de lluvia torrencial, en la terraza acristalada de un ático con vistas a la ría del Nervión.
¿Quiénes?
Un hombre frisando los 40, y una mujer que rebasa los 55. Han sido amantes durante 5 años.
¿Qué sucede?
Ella ha dejado de ser atractiva para él. Él no se lo dice, pero esa mañana no rompe su silencio; desayuna y fuma su cigarrillo. Ella, que lo conoce bien, intuye lo que pasa; sabe que va a tomar una decisión crucial. Él termina de desayunar, aplasta su cigarrillo contra el cenicero, se coloca su gabardina y sale a enfrentarse con el rigor de la lluvia. Ella sabe que no va a volver, y las lágrimas revientan en sus ojos.

Seguidamente, estuvimos trabajando la técnica de la mirada del niño y del turista en literatura. En definitiva, se trata de ver hechos cotidianos como si fueran maravillosos y nunca vistos. Inspirándonos en la lectura de dos textos de Cortázar, la monitora nos pidió que relatásemos cómo explicaríamos a un extraterrestre algunas acciones cotidianas (bailar, abrir un grifo, estornudar, silbar o pintarse los labios). Teníamos que escoger dos acciones y se nos dieron cinco minutos para acometer la redacción. En mi caso, produje estos dos textos:

ESTORNUDAR
Sé que me estás mirando a través del espejo. Sientes tanto miedo de mí como yo de ti. No puedo moverme de mi rincón en el sofá. Tienes cabeza pero no ojos, cabellos pero no rizos, me das mucho miedo. Sí, tu gesto se desplaza de un lado a otro del espejo, mientras yo estoy aquí inmóvil, leyendo el libro que tenía entre mis manos antes de que aparecieras. Éstas me sudan, noto el aire cargado de polvo pesado e irritante, las aletas de la nariz me oscilan, la tráquea se me pone rígida, las cuerdas vocales se desafinan… Me asfixio, tengo que hacerlo… Se libera de mis labios un bronco y húmedo sonido, que a ti te parece eclosión de supernova, cañonazo de amenaza, el terror de lo que temes que te ocurra.
Desapareces por un momento del rectángulo del espejo. Pasa el rato y nada ha cambiado. Te atreves a mirarme de nuevo. Ya nuestro miedo compartido se ha disipado. La bruma se vuelve transparente entre nuestros rostros.

ABRIR UN GRIFO
En el espejo del baño vuelve a aparecer tu rostro. Ya miras sin recelo cómo abro el grifo. Se te figura agujero de gusano, criadero de estrellas, cielo de lluvia. Te gusta. ¿Es así como sonríes?

Para casa, la monitora nos pidió que siguiésemos el ejercicio con otras dos acciones, a las que podríamos añadir alguna más de las propuestas. A este fin, he preparado estos dos textos que presentaré en la próxima sesión:

AFEITARSE CON NAVAJA
Sabes de antes, porque me has visto prepararme un emparedado, que un cuchillo puede ser un arma terrible. Por eso creo apreciar tu turbación cuando observas cómo me llevo esta especie de cuchillo al cuello. Se llama navaja barbera, y te advierto que está mucho más afilada que el cuchillo que antes has visto. Hace falta un trozo largo de cuero sin curtir para asentar el filo de la navaja, porque si el mismo es deficiente, corro peligro de rebanarme la yugular; fíjate en los movimientos oscilantes sobre el pedazo de cuero: se diría una barca corriendo bordadas en un mar en resaca.
Después hay que preparar la nieve de jabón. Uso para ello esta brocha, adecuadamente humedecida, que es como pólipo oceánico y del color de las canas de una cabeza ultrajada por el tiempo, si bien con mayor carga de densidad. Aprieto la pella de jabón sobre los pelos remojados de la brocha, y la nieve se materializa con un murmullo placentero. Ahora la extiendo por mi rostro, que por un momento pierde todo semeje de rastrojo en la consumación del verano.
Viene ahora la parte más arriesgada del afeitado, que no por ser operación trivial requiere menos esmero y vigilancia. Noto que  te estremeces mientras practico estos espantables movimientos. La navaja arrastra consigo nieve y rastrojo diezmado. Mi rostro queda terso y brillante, como salón de baile en el preámbulo de una fiesta. Si mi pericia no es la adecuada, surgen breves veneros de sangre; nada que no se pueda solventar con la pasada de la piedra de alumbre, cuya cerúlea tonalidad te despierta recuerdos de la luna, el último astro en que se fijó tu mirada antes de dar por concluido tu viaje a la Tierra.
No lo olvides, el afeitado es labor netamente humana, es vanidad necesaria e higiene forzada, es necesidad de pronunciamiento núbil, ritual de relajación y combate contra el tiempo que todo lo desfigura. Ser terrestre tiene sus tristezas… pero también sus excelencias.

SILBAR
Oyes el viento de frente, o lo oyes tan tenue como una vigilia entre el rocío de las flores. Si tuvieras labios, podrías hacer lo que yo: los contraerías, pulsarías el diapasón de tus pulmones, dejarías que el viento se canalizara entre tus dientes y ya lo tendrías: vulgo silbido, melodía de pájaro, piropo de senectud, asombro como el tuyo, prosodia de aburrimiento, trabajo rutinario realizado con acierto y primor… Silbar no es algo que se aprenda, es algo que puede enseñarse. ¿No lo entiendes?


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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