sábado, 27 de marzo de 2010

Mi padre (XI): Emoción


Al término de las pruebas que le hicieron, los médicos fueron taxativos: sería una suerte si llegaba a vivir seis meses. No había operación posible y era de todo punto inútil someterle a ningún tratamiento de radio o quimioterapia. El cáncer se había extendido por casi todo el cuerpo. Mi padre se moría irremediablemente.

¿Y qué hacer ahora?, me preguntaba yo caminando por los sombríos tránsitos del hospital. ¿Se va con ella? Conocer la vida a través del amor de un padre, y ahora perderlo. Quedarme sin mi único amigo. Sentirme extraviado en un mundo que nunca he comprendido y que sin su presencia se me volverá más absurdo y hostil todavía. Pero él no debe saberlo; encontrará sonrisas donde sólo mora la tristeza, verá flores donde sólo hay escarcha, se convencerá de que le quiero con todo mi corazón…

Cuando me preguntó sobre lo que me habían comentado los médicos, no se me ocurrió decirle otra cosa sino que había pillado una nueva pulmonía. No me gusta mentir, pero el amor y la compasión me impulsaron a hacerlo.

Yo no conocía al hombre que fue a visitarle, acompañado de su esposa. Eran una década más jóvenes que mi padre, y no habían tenido hijos. Nunca me habló mi padre de ese hombre, pero en la rudeza del acento de éste alentaba un gran sentimiento de cariño.

-¿Qué haces ahí tumbado, so desgraciao? ¡Levántate de esa cama y vámonos a tomar un café al Casino!

-Cerraron el Casino –dijo mi padre con frase pausada, esbozando una mueca que quería ser sonrisa.

-¿Es éste tu hijo?

-Es mi hijo.

-Pues, muchacho, te coges a tu padre y te lo llevas a la Aldea y ya verás qué pronto se pone bueno, que aquí en los hospitales ponen enfermo al más pintado.

-Si fuera posible, no dude que lo haría –respondí sonriente, y para dar mayor entidad al embuste añadí-: El pobre ha cogido una pulmonía y necesita que lo cuiden bien.

-Y como de aquí a la semana que viene este amojamado no salga andando, vengo y lo saco a patá limpia de esta cama.

Acto seguido, el hombre agarró la mano derecha de mi padre y se la estrechó como si quisiera darle algo más valioso que sus palabras de fingida aspereza. Sus miradas se cruzaron y pude ser testigo de algo más grande que la misma amistad.

En mi siguiente paseo en soledad por el pasillo de la planta, estuve alentando una emoción que me llevó a agradecer la humanidad de aquel hombre. Una emoción que buscaba ser resuelta en forma de lágrimas, la cual no encontró más que un manantial seco para este tipo de consuelo.

El deterioro era imparable. Mi padre iba dejando de apetecer levantarse de la cama. Como estábamos a las puertas del invierno, yo no tenía dificultad para encontrar delante de él argumentos con que respaldar la gravedad de su “pulmonía”. Tan acusado era su temor a perder la vida, que tuve que transfigurar mi rostro en una máscara de piadosa hipocresía. Entonces eché mano del humor, y, de esta forma, logré confortar a mi padre al tiempo que en mi interior se abrían las llagas del sufrimiento de la vida.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

jueves, 18 de marzo de 2010

Mi padre (X): Desesperación



-No va a salir de ésta, doctor –dije haciendo una afirmación de la consabida pregunta que hubiera sido de esperar.

-Le queda muy poco tiempo de vida –repuso el médico, en vista de mi resignación-. Ahora no hay camas libres en el hospital, pero voy a ordenar su ingreso inmediato.

Salí fuera del claustrofóbico recinto de urgencias, y llamé a mi madre con el móvil.

-Son sus últimos días, mamá. Hemos de ser fuertes y hacer que los pasé lo más dignamente posible. No hay que asustarle diciéndole lo que tiene.

Mi madre lloraba al otro lado de la línea telefónica, sin ser capaz de articular la menor palabra.

La noche en urgencias fue de todo punto dantesca. No había camas libres en el recinto hospitalario, y los enfermos habían de hacinarse en sillones y camillas de mugriento escay. Más de uno se acordó muy malamente del presidente de Castilla-La Mancha, quien a buen seguro jamás se vería envuelto en las situaciones calamitosas que puntualmente habían de sufrir los ciudadanos de a pie. Mi padre se desesperaba en la incómoda camilla que le habían asignado, la barba en rastrojo le picaba y el sudor le estaba provocando la pestilencia aunada del desaseo y la enfermedad.

Me hizo una seña para que me aproximara, y deslizó en mi oído las siguientes palabras:

-Pregunta si nos podemos ir a casa y volver cuando haya camas libres.

La sugerencia de mi padre no dejaba de tener su lógica. Sin embargo, la burocracia en que se fundaba el sistema hospitalario se anteponía al bienestar de los enfermos. Si mi padre abandonaba la sala de urgencias, perdería todo su derecho a ser hospitalizado. Al pobre no le quedaba otro remedio que pasar las de Caín en esa dura, sucia e incómoda camilla de escay, que le provocaba un sudor malsano en la zona de contacto con la espalda. Y para empeorar aún más las cosas, no me dejaban acompañarle lo que hubiera deseado; sólo tenía permitido entrar a verle en los momentos establecidos, que coincidían intencionadamente con las horas de las comidas. En el entretanto, las atenciones a los enfermos por parte del personal sanitario dejaban mucho que desear. Si grande era la agonía que mi padre padecía en la atestada sala de urgencias, no menos era mi propia agonía en la aún más atestada sala de espera, de dimensiones francamente minúsculas. No era por cierto mala idea que al presidente de Castilla-La Mancha le fuera dado conocer y disfrutar de las excelencias del sistema sanitario de que tan pagado se mostraba en los medios de comunicación, si bien jamás caería la breva de que tan alto dignatario llegara a experimentar la angustia que estaba flagelándonos a enfermos y acompañantes en aquel malhadado recinto de urgencias.

Tras casi cuarenta horas de calvario en urgencias, por fin le asignaron cama a mi padre en el servicio de neumología. Su autonomía de movimientos se redujo ostensiblemente. Las auxiliares de enfermería lo lavaron y le facilitaron un pijama nuevo; a mí me dejaron el cuidado de afeitarle.

Si hubiera sido hoy, a cuenta de mi reciente afición al afeitado clásico, hubiera empleado con mi padre el agua a la temperatura adecuada, la brocha de cerda más densa y acariciadora de las que poseo, el jabón más cremoso y aromático, la cuchilla más suave y afilada, la piedra de alumbre y el bálsamo más apaciguante de los que conozco. Pero entonces me faltaban los conocimientos y los útiles necesarios. Hube de emplear, pues, un vaso de plástico, un bote de espuma a presión, una maquinilla desechable y una loción con demasiado contenido en alcohol. Aun así, el resultado fue aceptable y creo que mi padre agradeció y disfrutó del afeitado que le hice. Su rostro se veía tan terso y brillante que nadie hubiera podido suponer a lo primero lo enfermo que se encontraba.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

domingo, 7 de marzo de 2010

Mi padre (IX): Descaecimiento


Ese año el otoño se presentó temprano. Los pasos de mi padre se tornaban a cada momento más torpes e indecisos, la carne de las mejillas se le fue hundiendo y la esclerótica de los ojos asumió el tono de la mantequilla rancia. El óvalo azul que le circuía las niñas se intensificó, impregnando de sufrimiento la expresión de su mirada. Perdió las ganas de hablar, cuando no las de comer, y apetecía con mayor frecuencia el reposo. Mi madre le animaba a que se moviera lo que le fuera posible. Algunas mañanas nubladas lograba reunir las suficientes fuerzas para salir a por el pan. La gente del pueblo lo veía trepidar en ese corto trayecto como un sarmiento ante el empuje de la tempestad. Viendo que las piernas se le mostraban reacias a obedecerle, intentó tomar la bicicleta, y no tuvo mejor fortuna: al primer intento acabó midiendo el suelo con su trémula osamenta. Este incidente nos lo silenció a la familia y sólo lo supimos mucho después, cuando nos lo refirió el piadoso hombre que tuvo a bien ayudarle a levantarse del suelo. Una ventosa tarde de octubre se armó de un viejo bastón para sostenerse, y, trabajosamente, deambuló por todos los bares y cafeterías que solía frecuentar en el pueblo; quería saldar las pequeñas deudas que había ido dejando aquí y allá; a todos los camareros les iba diciendo que ya no iba a volver a sus locales… El reposo era lo único que ansiaba en sus actuales circunstancias.

Por entonces, yo ya no vivía en el pueblo, y mi madre se esforzaba en ocultarme el raudo deterioro que venía padeciendo mi padre. Ella no quería alarmarme, pero llegó el momento en que tuvo que contármelo todo. Fue el día que mi padre tropezó en el tramo final de las escaleras mecánicas de la estación del AVE de Madrid; el pobre enfermo se aterrorizó al no encontrar asidero seguro en la bajada de las escaleras, y acabó derrumbándose henchido de tristeza e incapacidad.

-A tu padre le sucede algo –me advirtió mi madre esa misma noche al teléfono-. Pasa todo el día amorrado, hemos corrido peligro en el coche manejando él el volante, se ha caído varias veces, con la suerte de no haberse roto ningún hueso… Algo le pasa.

-Mañana lo llevo al hospital –dije fustigado por la angustia-. Que descanse esta noche todo lo que pueda. Iré a buscaros muy temprano.

Tan pronto colgué el teléfono, sentí que me derrumbaba en el sofá. Intenté rezar, pero en lo profundo de mi alma ya sabía que ningún hecho milagroso mitigaría la triste situación en que nos hallábamos. Le pedí a Dios que me consolara, agradeciéndole los nueve años de vida que le había concedido a mi padre desde la pulmonía de marras.

La mañana se presentó tintada de sombríos auspicios. Fue espantoso el tiempo que mi padre hubo de permanecer en urgencias, en el antiguo Hospital de Alarcos de Ciudad Real. Mi madre estaba agotada de tanta espera y le pedí que se marchara a descansar. Al cabo de un rato infinitamente prolongado, el médico que atendía a mi padre me llamó. Yo ya presentía lo que me iba a decir:

-Está muy enfermo. Tiene una masa enorme en el pulmón izquierdo y el derecho está lleno de ramificaciones.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.