sábado, 20 de junio de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (IX) - Las espinas del camino


Otro verano pasó. En contra del deseo de quienes los miraban con desprecio, Rebeca y Jem ayuntaron a más y mejor. No se reprimieron en su pasión amorosa. Tuvieron una niña preciosa. Le pusieron por nombre Melody.
Hugh Carter tuvo piedad de ellos, y, aunque estaba probado que mantener en nómina a Rebeca sólo le podía acarrear pérdidas, siguió contando con ella en tanto que camarera. Jem, por su parte, luchaba con los elementos para procurarse buenas pescas, y luego, en la lonja de San Juan Capistrano, tenía que luchar con la malicia de sus competidores; sea como fuere, él era el pescador que lograba las mejores capturas y por ello no podían prescindir de sus servicios, por más que los deseos a este respecto apuntaran en un sentido muy distinto.
Tuvieron que irse a vivir al galpón de Jem, porque el casero de Rebeca no quería tenerles bajo su techo. Lo acondicionaron como mejor pudieron, y pronto se sintieron entre los muros de un hogar protector. La niña agotó los pechos de Rebeca, y hubo necesidad de recurrir al biberón para completar su alimentación. Pero el amor dio un hermoso colorido a la vida que compartían, a despecho de los que veían en ellos presencias demoníacas. Las golondrinas parecían sentirse menos a gusto surcando los cielos de San Juan Capistrano.
Jem lo tenía claro. Una familia. ¿A qué otra cosa podría aspirar en la vida? Era consciente de la ilusión que por este motivo sus ojos irradiaban. Había, no obstante, una leve sombra cerniéndose sobre su optimismo. Le hubiera encantado que los ojos de Rebeca mostraran parecida animación. Pero no: Rebeca no miraba a la cercanía. Tal vez lo más bello de esa cercanía le resultase inalcanzable.
***
Estaba resignado; tras casi dos años de aguantar lo inaguantable, Hugh se vería obligado a echar el cierre a su negocio. Los pocos clientes que logró conservar se habían batido al final en retirada. San Juan Capistrano ya no era un sitio amable para él. Su camarera y él pasaban las horas ociosas en el diner, con una única lámpara encendida para moderar el consumo eléctrico. Mrs. Dawson, la cocinera que había trabajado en el diner por más de diez años, hacía tiempo que se había marchado; si alguna vez hacía falta, Hugh o Rebeca podían asumir tareas de cocina. Pero hacía semanas que ningún comensal se sentaba a las mesas del diner.
Hugh no vio problema en que Rebeca se trajera a Melody al trabajo, para poder cuidarla en tanto que Jem se afanaba en pescar atunes para subvenir a las necesidades de su familia. La niña era un encanto. Tenía el pelillo negro y los ojos de un verde indefinido, como los de su madre. Sus murmullos, sus rictus adorables, los movimientos de sus manitas, tenían embelesado a Hugh. Pero esto no le consolaba de la decrepitud que se estaba apoderando de su entorno.
–La semana que viene ya no podremos venir más aquí –le anunció una mañana a Rebeca.
–Ya me lo esperaba desde hace tiempo, querido Hugh –dijo ella mientras acunaba en sus brazos a Melody.
–¿Tú sabes lo que esto fue una vez? Se daban tortas por entrar, se formaban colas a la espera de que quedara una mesa libre. Sólo por el recuerdo de esos tiempos dichosos, he aguantado tanto sin poner el cartel de cierre.
–Eres el hombre más bueno que conozco, Hugh.
–Tienes que saber que hay otro aún más bueno cerca de ti. Alguien que te necesita tanto como esa dulzura de niña que tienes en tus brazos. Alguien que, como yo, lucha sabiendo que no hay victoria de antemano. Yo ya estoy mayor, y con mi cuerpo no puedo hacer grandes cosas. Venía cada día a abrir el diner, con la ilusión y curiosidad de alumbrar algo grande que diera justificación al hecho de haber saboreado tantos días grises. Quizá no he vencido en la batalla de la vida, pero me resisto a creer que me han derrotado, pese a las evidencias. Tenerte aquí, tener a tu niña, como tuve tantos años al taciturno de Jem, será el consuelo del apagarse de mi vida, la obra sublime que yo cada día buscaba realizar sin saber lo que era.
Al tocarse la comisura de su ojo derecho, Rebeca experimentó una caliente humedad. El hombre que tenía delante bien podría haberse llamado su padre.
–Yo no te merezco, Hugh. Tampoco a Jem. Hubiera hecho mejor no yéndome del sitio que vine.
–Mereces todo mi cariño, y eso es todo. Posiblemente no podamos volver a mantener una charla así. Ya nadie va a venir aquí, y con toda seguridad yo acabaré yéndome de este endiablado pueblo. Tengo un hermano en Iowa. Me va a costar prescindir de la vista de mi amado océano, pero ¿qué remedio me queda?
Rebeca trató de ocultar su mirada, pero Hugh, movido por el cariño que le tenía, se aproximó a su lado y, sin pedir parecer, la estrechó contra su pecho.
–¿Por qué lloras, pequeña?
–Todo es culpa mía. No debí haber asomado nunca por aquí. Tengo que irme.
–¡Ni de broma se te ocurra pensar en irte! Mi vida no se me hubiera antojado tan feliz de no haber tenido el privilegio de conocerte. Verte a ti y a tu niña me compensa de tantos sinsabores.
Rebeca luchaba por no hacer audibles sus sollozos. Estaba claro que Hugh representaba en su vida el papel de un verdadero padre. Perderlo le sería muy doloroso, pero para él ya estaba siendo doloroso conservarla a ella en su cercanía. En ese preciso instante, Melody emitió un adorable vagido.
–Es hora de marcharnos –dijo Hugh deshaciendo su abrazo–. Hoy el diner no tiene más función que cumplir. Dios dirá mañana.
–Hace tiempo que no asoman clientes –observó Rebeca, secándose las lágrimas.
–Ellos se lo pierden. No podrán saborear los mejores huevos revueltos de toda California.
–Siempre supiste sacarle el lado humorístico a las desgracias.
–Lo peor de las desgracias es creer que lo son en realidad. Ok, volvamos a casa.
Hugh pulsó el interruptor general. Al momento el diner quedó sumido en una relajante penumbra.

CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).




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lunes, 8 de junio de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (VIII) - Lo que el hombre intenta separar


Era domingo, y aún faltaba una hora para que las campanas anunciaran el oficio de la misa. Arthur Seygfried estaba sentado en uno de los bancos delanteros de la iglesia, preparando entre libros y papeles el sermón que iba a pronunciar ese día. El lugar estaba en uno de esos momentos en los que la atmósfera era especialmente grata y benévola. Un titilar de velas creaba una claridad especialmente propicia para que la imaginación se adentrara en las cuestiones piadosas.
El párroco leía del misal de tapas desgastadas, adaptando sus reflexiones a lo que la jerarquía esperaba de su ministerio. En conclusión, el catecismo era más valioso que los textos sagrados, eso había que dejarlo bien sentado; los doctores de la Iglesia ya se habían devanado los sesos para soslayar los argumentos espinosos. Él era un humilde pastor, y como tal debía velar por que no se descarriase la grey confiada a su cargo. Así era y así seguiría siendo.
–Padre, vengo a pedirle que me una en matrimonio con la persona que yo amo.
El misal voló por los aires. El sacerdote hubiera caído hacia atrás de no ser por el respaldo del banco. La bilis tiñó de amarillo la blancura de sus ojos. Se preciaba de poseer un buen oído, pero en esta ocasión no había notado el acercamiento de la persona que ahora tenía a su lado. El sobresalto había sido rotundo. Levantó la cabeza, orientó su mirada y…
Se trataba de Jeremías Sandoval. 
–¿Qué haces aquí? –preguntó con la furia invadiéndole las pupilas.
–Hago lo que quizá no debería hacer –respondió Jem–, pero me veo en la necesidad de hacerlo.
–¡Habla claro!
–Me quiero casar con una mujer, y es usted quien debe unirnos en santo matrimonio.
–¿Casarte? ¿Tú?
–El mismo –dijo Jem con audaz determinación.
–¿Y con quién te quieres casar?
–Usted la conoce muy bien. Me quiero casar con Rebeca Evigan.
–Con Solange Reyes, querrás decir.
–No me importa el nombre que utilice. La amo a ella sin más.
–¡Esa mujer es una prostituta!
–No creo que esté en lo cierto, mister Seygfried.
–Lo estoy. Ella se acuesta con cientos de hombres, faltando a la pureza que se espera de una perfecta cristiana.
–Ella va a ser mi mujer, y sólo se acostará conmigo.
El brillo de los cirios alumbró el silencio que se estableció a continuación. La imagen del Cristo del altar pareció proyectar un aura sobrenatural a la escena que se estaba verificando dentro de la iglesia. Las coloridas vidrieras fueron recorridas por sombras de pájaros en vuelo. El párroco se ofuscó; no podía recordar que Dios estaba en todas partes, incluso en el interior de las almas manchadas por el pecado.
–Vosotros no podéis casaros.
–¿Qué lo impide, mister Seygfried? Con que nos amemos es suficiente.
–No seré yo quien os case.
–Eso ya es distinto. ¿Puedo saber el motivo?
El párroco esbozó con los labios una mueca de desprecio, y acto seguido dijo:
–Mírate a ti, mírala a ella. Un pescador de dudosa reputación, una mujer que comercia con su cuerpo. ¿Qué más motivos necesitas?
–Yo no sé mucho de religión, pero sé que el apóstol Pedro era pescador y María Magdalena prostituta. Eso no impidió que Jesucristo los amara mucho.
–¡Fuera de mi iglesia!
Jem se puso resignadamente en pie, y, antes de dirigirse a la salida, dijo:
–Dice usted bien: es su iglesia, no la mía ni la de los que no piensan como usted. Adiós, mister Seygfried, que le vaya bien.
Haciendo gala de un orgullo que le llenaba de energía, Jem enfiló la nave del templo hacia la salida. Sentía el tibio consuelo de aquél que ya tiene poco que perder porque todo le ha sido negado. Estaba convencido de que el amor es más grande que la opinión de los hombres. Si no le permitían casarse con la mujer de la que estaba enamorado, no por ello iba a dejar de reverenciarla como la esposa de su corazón.
Salió a la portada de la iglesia. El aire estaba saturado de dulces efluvios y alas de gorriones. El verano tocaba a su fin, las golondrinas ya hacía tiempo que habían migrado a sus perdederos de invierno. Una vez más, igual que en ocasiones anteriores, Jem sintió que se le ensanchaba el pecho a la vista del cielo de este hermoso pueblo costero. Estaba dispuesto a luchar denodadamente con tal de que su derecho a la felicidad quedase firmemente establecido.
Detrás quedaba la insufrible tristeza, la parroquia que les segregaba a Rebeca y a él, no por mandato divino, antes bien por la intolerancia y la tendencia a imponer a los demás las cargas que nosotros mismos no estamos dispuestos a soportar.
Jem siguió caminando. Bien pensado, no era mucho lo que había perdido. Seguía teniendo su barca, la libertad de los océanos, los atardeceres profundos de San Juan Capistrano… y ahora el corazón de la mujer que amaba hasta el éxtasis.
A su encuentro iba.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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