Rebeca
ya estaba cansada de esa situación. Hacía dos días que no se había levantado de
la cama. No le quedaban lágrimas que verter, pero la desesperación se tornaba
más insoportable a cada momento. Hugh le había dado permiso para que se
ausentara del trabajo el tiempo que necesitase. Sin embargo, la inmovilidad a
que se había entregado no iba a solucionarle los problemas. Tal vez sería mejor
levantarse. Pero en ese preciso instante…
Tres
recios golpes percutieron en la puerta de su apartamento. No tenía ganas de
averiguar quién podría ser. Se estaba tan bien en la cama, abandonada a la
lasitud que conllevaba no enfrentarse a los problemas que la asediaban, cada
vez con mayor preponderancia.
Tres
nuevos golpes, dados con más insistencia que los anteriores. Una naciente
tensión hizo que su columna vertebral se apartara de la curvatura del reposo.
Tenía que tomar de inmediato una decisión. Los golpes se hicieron más
insistentes; parecía como si la puerta amenazara con venirse abajo. Por fin, se
arrastró con desgana fuera de la cama, cubriendo su desnudez con la sábana que
la había cobijado.
Tiró
del picaporte, la puerta se abrió y…
–¡Jem!
–Hola,
Rebeca.
Él
se quedó como petrificado en el vano de la puerta. Estaba elegantemente vestido
para lo que acostumbraba; su cara estaba fresca y reluciente por el afeitado.
–¿Puedo
pasar? –preguntó con cautelosa timidez.
Rebeca,
sin hacer uso de las palabras, le tomó del brazo, halándole hasta el interior
del apartamento, hecho lo cual procedió a cerrar la puerta. Acto seguido se
miraron con concentrada fruición. Ella movió los labios, y él la abrazó con un
fervor desesperado.
–¡Oh,
Rebeca!
Ella
no podía responder al abrazo, pues en tal caso se vería en la necesidad de soltar
la sábana, con lo que su desnudez sería manifiesta. El pudor le parecía una
novedad casi alarmante. Durante mucho tiempo no había hallado nada violento o
pecaminoso en la desnudez de la piel, pero ahora sabía que sus sufrimientos
actuales se debían a esto mismo; la despreciaban por su pasado de
desinhibiciones, por el modo escandaloso que tuvo de ganarse la vida. Sin
embargo, le cabía el consuelo de que esta última no era una tendencia
generalizada y que podía encontrar apoyo en personas de sentimientos
verdaderos, tales como el bueno de su jefe o ahora el solitario de Jeremías
Sandoval. Jem era como la personificación del mar y la libertad, que a fin de
cuentas son una misma cosa. Ahora, tiernamente abrazados, Rebeca sentía el amor
sincero que él le profesaba. Era un hombre ya maduro, y habían desaparecido los
encantos del tiempo de su juventud; sin duda, muchos hubieran sido de la
opinión de que su destino se fundaba en el hecho de seguir caminando solitario
hasta la consumación de sus días, sin tener derecho a las dulzuras que hubieran
sido propias de su juventud perdida. Rebeca ya no se consideraba víctima del
pasado, y antes ni por pienso se le hubiera ocurrido imaginar que el corazón
pudiera conmovérsele hasta extremos de tanto sentimiento.
Sus
manos dejaron de sostener la sábana que la cubría.
–Soy
tuya.
Jem
no podía creer lo que ella le estaba diciendo. Muchas noches, en la soledad del
islote Anunciación, había imaginado tener a Rebeca como ahora la tenía, con su
hermosa desnudez de cobre soleado. Y ahora que el sueño se había realizado, no
se sentía, motivo a su sorpresa, capaz de aventurar el menor movimiento.
–Soy
tuya –repitió ella, con un tono pleno de pasión y convencimiento.
–Yo
no soy de nadie más que de ti –confirmó Jem al cabo–, desde hace ya tiempo.
Lo
difícil fue que él se deshiciera rápidamente de sus ropas; se había esmerado
tanto en su atavío personal, que ahora por fuerza sus movimientos eran torpes
para quedarse a su vez en cueros. Su cuerpo, comparado con el de Rebeca, no
tenía nada de hermosura; pero a ella no pareció importarle en absoluto.
Se
fueron a la cama unidos por el vínculo de un beso devorador, en el que el cruce
de sus lenguas formaba un eslabón pasional. Rebeca guiaba los movimientos de
Jem, que en las cuestiones amorosas era un completo bisoño. Sus jadeos formaron
una sinfonía desatada, un preludio de nubes de perfumes y atardeceres mágicos.
Los pezones de ella semejaban botones inflados de savia primaveral; el gusto de
su saliva, aun con reminiscencias de tabaco, era un elixir exótico, que se
diría segregado en los oasis de Arabia. Jem ya tenía el miembro en erección, y
Rebeca, como profesional en la materia, lo introdujo en sus entrañas.
Las
estrellas iniciaron una danza maravillosa en un universo plagado de luces oníricas
e impactos placenteros. Jem jamás imagino que eso pudiera ser así. Ella se
alimentaba del amor de él, y rió de felicidad al comprobar que lo que estaba
viviendo era muy distinto a lo que experimentara en situaciones semejantes.
Los
cuerpos se estremecieron satisfechos, y, tras la culminación, siguieron los
instantes de murmuradas confidencias. Tener a Rebeca apoyada contra su pecho,
suponía para Jem el ascenso a la cumbre, lo que con más aproximación se
atrevería a conceptuar de alegría, cuando no de felicidad. Era una ocasión
idónea para arrumbar los pensamientos luctuosos, para ignorar que el mundo
inmediato se hacía malas lenguas de ellos. Además ya no estaban solos; se
tenían el uno al otro para plantar cara a tanta intransigencia e injusticia.
–Quiero
estar siempre así –murmuró Jem en la quietud de la madrugada.
Rebeca
le acarició los cabellos, con un contacto de dedos que estaba lejos de
transmitir ilusión y apasionamiento. Su respiración quedó en suspenso, seguramente
porque sus cavilaciones se alejaban de las sendas del optimismo.
–No
me lo pidas, Jem, porque no sería actuar honestamente contigo.
–¿Sabes
acaso lo que te iba a pedir?
Ahora
sus dedos acariciaban el torso velludo de él; se detuvieron en el promedio del
pecho.
–Tu
corazón me lo está diciendo.
CONTINUARÁ…