martes, 26 de mayo de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (VII) - Tiempo de amar


Rebeca ya estaba cansada de esa situación. Hacía dos días que no se había levantado de la cama. No le quedaban lágrimas que verter, pero la desesperación se tornaba más insoportable a cada momento. Hugh le había dado permiso para que se ausentara del trabajo el tiempo que necesitase. Sin embargo, la inmovilidad a que se había entregado no iba a solucionarle los problemas. Tal vez sería mejor levantarse. Pero en ese preciso instante…
Tres recios golpes percutieron en la puerta de su apartamento. No tenía ganas de averiguar quién podría ser. Se estaba tan bien en la cama, abandonada a la lasitud que conllevaba no enfrentarse a los problemas que la asediaban, cada vez con mayor preponderancia.
Tres nuevos golpes, dados con más insistencia que los anteriores. Una naciente tensión hizo que su columna vertebral se apartara de la curvatura del reposo. Tenía que tomar de inmediato una decisión. Los golpes se hicieron más insistentes; parecía como si la puerta amenazara con venirse abajo. Por fin, se arrastró con desgana fuera de la cama, cubriendo su desnudez con la sábana que la había cobijado.
Tiró del picaporte, la puerta se abrió y…
–¡Jem!
–Hola, Rebeca.
Él se quedó como petrificado en el vano de la puerta. Estaba elegantemente vestido para lo que acostumbraba; su cara estaba fresca y reluciente por el afeitado.
–¿Puedo pasar? –preguntó con cautelosa timidez.
Rebeca, sin hacer uso de las palabras, le tomó del brazo, halándole hasta el interior del apartamento, hecho lo cual procedió a cerrar la puerta. Acto seguido se miraron con concentrada fruición. Ella movió los labios, y él la abrazó con un fervor desesperado.
–¡Oh, Rebeca!
Ella no podía responder al abrazo, pues en tal caso se vería en la necesidad de soltar la sábana, con lo que su desnudez sería manifiesta. El pudor le parecía una novedad casi alarmante. Durante mucho tiempo no había hallado nada violento o pecaminoso en la desnudez de la piel, pero ahora sabía que sus sufrimientos actuales se debían a esto mismo; la despreciaban por su pasado de desinhibiciones, por el modo escandaloso que tuvo de ganarse la vida. Sin embargo, le cabía el consuelo de que esta última no era una tendencia generalizada y que podía encontrar apoyo en personas de sentimientos verdaderos, tales como el bueno de su jefe o ahora el solitario de Jeremías Sandoval. Jem era como la personificación del mar y la libertad, que a fin de cuentas son una misma cosa. Ahora, tiernamente abrazados, Rebeca sentía el amor sincero que él le profesaba. Era un hombre ya maduro, y habían desaparecido los encantos del tiempo de su juventud; sin duda, muchos hubieran sido de la opinión de que su destino se fundaba en el hecho de seguir caminando solitario hasta la consumación de sus días, sin tener derecho a las dulzuras que hubieran sido propias de su juventud perdida. Rebeca ya no se consideraba víctima del pasado, y antes ni por pienso se le hubiera ocurrido imaginar que el corazón pudiera conmovérsele hasta extremos de tanto sentimiento.
Sus manos dejaron de sostener la sábana que la cubría.
–Soy tuya.
Jem no podía creer lo que ella le estaba diciendo. Muchas noches, en la soledad del islote Anunciación, había imaginado tener a Rebeca como ahora la tenía, con su hermosa desnudez de cobre soleado. Y ahora que el sueño se había realizado, no se sentía, motivo a su sorpresa, capaz de aventurar el menor movimiento.
–Soy tuya –repitió ella, con un tono pleno de pasión y convencimiento.
–Yo no soy de nadie más que de ti –confirmó Jem al cabo–, desde hace ya tiempo.
Lo difícil fue que él se deshiciera rápidamente de sus ropas; se había esmerado tanto en su atavío personal, que ahora por fuerza sus movimientos eran torpes para quedarse a su vez en cueros. Su cuerpo, comparado con el de Rebeca, no tenía nada de hermosura; pero a ella no pareció importarle en absoluto.
Se fueron a la cama unidos por el vínculo de un beso devorador, en el que el cruce de sus lenguas formaba un eslabón pasional. Rebeca guiaba los movimientos de Jem, que en las cuestiones amorosas era un completo bisoño. Sus jadeos formaron una sinfonía desatada, un preludio de nubes de perfumes y atardeceres mágicos. Los pezones de ella semejaban botones inflados de savia primaveral; el gusto de su saliva, aun con reminiscencias de tabaco, era un elixir exótico, que se diría segregado en los oasis de Arabia. Jem ya tenía el miembro en erección, y Rebeca, como profesional en la materia, lo introdujo en sus entrañas.
Las estrellas iniciaron una danza maravillosa en un universo plagado de luces oníricas e impactos placenteros. Jem jamás imagino que eso pudiera ser así. Ella se alimentaba del amor de él, y rió de felicidad al comprobar que lo que estaba viviendo era muy distinto a lo que experimentara en situaciones semejantes.
Los cuerpos se estremecieron satisfechos, y, tras la culminación, siguieron los instantes de murmuradas confidencias. Tener a Rebeca apoyada contra su pecho, suponía para Jem el ascenso a la cumbre, lo que con más aproximación se atrevería a conceptuar de alegría, cuando no de felicidad. Era una ocasión idónea para arrumbar los pensamientos luctuosos, para ignorar que el mundo inmediato se hacía malas lenguas de ellos. Además ya no estaban solos; se tenían el uno al otro para plantar cara a tanta intransigencia e injusticia.
–Quiero estar siempre así –murmuró Jem en la quietud de la madrugada.
Rebeca le acarició los cabellos, con un contacto de dedos que estaba lejos de transmitir ilusión y apasionamiento. Su respiración quedó en suspenso, seguramente porque sus cavilaciones se alejaban de las sendas del optimismo.
–No me lo pidas, Jem, porque no sería actuar honestamente contigo.
–¿Sabes acaso lo que te iba a pedir?
Ahora sus dedos acariciaban el torso velludo de él; se detuvieron en el promedio del pecho.
–Tu corazón me lo está diciendo.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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domingo, 17 de mayo de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (VI) - El islote Anunciación


El islote Anunciación se encontraba a unas veinte millas mar adentro, en la dirección en la que soplaba el viento del suroeste. Se trataba de un pedazo de roca plantado en medio del océano, donde los cormoranes, los alcatraces, los piqueros, los petreles, los sardillos y las gaviotas estacionaban de sus vuelos al continente. Tenía practicada una cavidad en los peñascos, que podía ofrecer alojamiento a un náufrago ocasional, y asimismo, en el lado que miraba al filo costero de California, un encajonado ancón podía servir de varadero a una embarcación de dimensiones regulares. Las lluvias aseguraban una discreta reserva de agua dulce en las concavidades de los peñascos más altos, a los que raramente accedían las olas de la mar arbolada.
En el islote Anunciación era donde Jeremías Sandoval convertía ocasionalmente su propensión a la soledad en aislamiento de eremita. La desesperación le había conducido allí. Tenía el corazón encogido en el pecho desde que Rebeca le diera calabazas. Y al final, pese a sus esfuerzos iniciales por hacerse digno de ella, había decidido alejarse, poner mar de por medio. No quería tener cerca a la gente ni saber nada del mundo que tan alevosamente lo segregaba como si fuera un paria de las leproserías. Con un pedazo de pescado en salazón, algunos huevos de gaviota y un sorbo de agua de cuando en cuando, le bastaba para subvenir a sus necesidades alimenticias. Llevaba varias semanas residiendo en el islote Anunciación, sin pensar en emprender el retorno a San Juan Capistrano. Los días eran cálidos, pero por la noche el aire refrescaba, y dentro de la cueva Jem se valía de su vieja frazada de marinero para no pescar un enfriamiento.
No quería ver a nadie ni evocar ningún rostro humano, pero de sus labios, en los momentos en que sus pensamientos se apaciguaban, resbalaba muy frecuentemente el nombre de Rebeca. Algunas espumas de las olas figuraban siluetas femeninas, y él les asignaba el parecido con Rebeca. El cielo era azul porque así convenía para realzar la belleza de Rebeca, y las brisas interpretaban endechas a su ausencia. No podía apartarla de sus recuerdos. Su aislamiento le acercaba más a ella, cuando hubiera preferido el efecto contrario. Rebeca constituía la dulzura de sus pensamientos solitarios.
Era un desatino pretender una estancia prolongada en el islote Anunciación. Allí no abundaban por cierto las comodidades, y se imponía plantearse el regreso a San Juan Capistrano.  
Una buena mañana, cuando ya había cesado el efecto contrario de la brisa nocturna, sacó la barca del ancón, aparejó y enfiló la proa hacia San Juan Capistrano. La vela se infló hasta el último extremo de su resistencia, y la barca orzó abriendo una brecha de espuma en la uniformidad del todavía estival océano. Al cabo de una hora, avistó a sotavento el perfil dentado de la isla de Santa Catalina; manteniendo el rumbo, antes de que acabara la mañana, rendiría singladura en San Juan Capistrano. Las aves marinas, que no paraban de graznar, semejaban una escolta de la barca en los aires, apenas transitados por leves filamentos de nubes.
El sol iluminó en la lejanía las casas blancas de San Juan Capistrano. Después de todo ese tiempo haciendo vida de ermitaño, Jem notó que el pecho se le ensanchaba. Estaba deseando saber de Rebeca, aunque fuera a través de otras personas; principalmente, tenía intención de preguntarle a Hugh Carter, quien gustoso le daría cuanto informe le pidiera.
Al punto del mediodía, la barca fondeó en el muelle. Nadie de los que había cerca recibió a Jem con buenos ojos; pero él hizo caso omiso de esos gestos desabridos; con el tiempo se había acomodado a la idea de que sólo son importantes las opiniones de las personas que le tributaban algún afecto, que al fin y al cabo eran más bien escasas. Sin embargo, se atrevería a afirmar que ahora le estaban mirando con más saña y descaro que de ordinario. ¿Tan mala impresión había causado su escapada de tantos días? Cierto era que su estado de aseo, con la ropa maloliente y el rostro devorado por una barba descuidada y glutinosa, predisponía a arrugar la nariz a su paso. Pero el rencor que percibía en las miradas de en derredor no era como para echarlo en saco roto.
–¿Qué me miran, demonios? –barbotó cuando se dio cuenta de que todos le flechaban con la vista al unísono.
Decidió, en consecuencia, ir a hablar con Hugh, sin previamente darse un baño o mudarse de ropa. Tal vez Hugh pudiera despejarle la intriga que le consumía.
Le causó una extrañeza sin cuento apreciar la pintada tan obscena en la superficie principal del diner. ¿Un burdel? ¡Vamos, por Dios! Seguidamente, su extrañeza alcanzó mayor grado al apercibirse de que sólo había dos clientes, teniendo además en cuenta que ya era la hora del almuerzo. Enseguida se topó con el dueño, parapetado tras la barra.
–Hugh, ¿qué ha pasado? –le preguntó sin entrar en preámbulos–. ¿Por qué hay tan poca gente aquí? ¿Y esa pintada?
–Ya ves, el infierno nos ha visitado –respondió Hugh con amarga sonrisa–. ¿Y tú de dónde sales? Pareces un nazareno con esas barbazas.
–Estuve solo… un tiempo. Explícame, por favor, qué es lo que ha pasado aquí. ¿Y dónde está Rebeca?
–¿De veras quieres saberlo?
–¡Cuéntame, por favor!
Conforme iba enterándose del asunto, Jem pudo comprobar que su capacidad de asombro aún no había rozado sus límites. ¿Rebeca una actriz porno, despreciada por todos? Se le erizaba el vello sólo de imaginarlo.
–¡Ya sé lo suficiente! –declaró en un instante dado.
–¿Qué vas a hacer? –preguntó Hugh, con una tristeza velada.
–No lo sé. La gente me va a despreciar aún más por relacionarme con ella. Yo vivo aquí, y entiendo que la convivencia va a ser verdaderamente difícil. Quizá hasta tenga dificultades para vender mis pescados. Aun así, me quedaré en este lugar, pase lo que pase. ¿Sabes lo que se me ocurre ahora, Hugh? Se me ocurre ir a afeitarme y lavarme el cuerpo a conciencia. Me pondré una blusa limpia, una muda en condiciones y me cambiaré de pantalón. Me daré también una rociada de agua de colonia. Tengo muchas cosas que hacer bien.
Hugh no respondió. Con el dorso de la mano se tapó el ojo izquierdo; parecía que el lagrimal de este lado comenzaba a traicionar sus emociones.

CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).




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domingo, 10 de mayo de 2015

Ana Frank y la maleta de los pecados


En la sesión del Taller de Escritura Creativa del día 6 del actual, estuvimos trabajando la técnica de la narración. Como primer ejercicio, se nos propuso dar forma narrativa al siguiente fragmento del diario de Ana Frank, dejándonos diez minutos para ello:

“Es el primer sábado desde hace meses que no me ha parecido triste, ni fastidioso ni monótono, y todo gracias a Peter y nadie más.
Esta mañana, cuando fui a colgar mi delantal en el desván, papá me preguntó si quería quedarme para una conversación en francés”.

Ésta fue mi propuesta:

ANA FRANK
Se aproximó a la ventana, adoptando las debidas precauciones: la persiana convenientemente bajada, la habitación en penumbra. Ahí fuera empezaba la primavera. Sus oídos acogieron el suspiro de la arboleda que rodeaba el cercano campanario, las hojas entablaban un idilio de viento. Era sábado, y no había muchas cosas por hacer. Peter entró en ese momento.
¿Qué haces pegada a la ventana?
Es primavera –respondió ella, una sombra rutilante palpitándole en la mirada.
Peter comprendió. Allí dentro no había flores ni tardes engastadas como lágrimas verdes en el anillo de las tierras meridionales. Pero Ana no necesitaba más que saber que estaban en primavera y lo que Peter tal vez se resistiera a saber, pues no había dado signos de haberse percatado.
Al mediodía, después de una hora de insustancial y reposada charla, Ana, tras armarse del delantal, acudió a la cocina. Su madre le dijo que no hacía falta que la ayudase. Era sábado, y la esforzada muchacha se había hecho merecedora del descanso. Podía escribir si le apetecía.
Desbordante de entusiasmo, se deslizó con pisadas gatunas en dirección al desván. Colgaría el delantal en el clavo de la pared, tomaría su pluma y su bello cuaderno… Pero allí se encontraba el señor Frank.
¿Te parece, Ana, que retomemos nuestra lección de francés?
Ella suspiró tratando de ocultar su decepción. No se atrevía a replicar a su padre; era tan dulce con ella. Después de todo, ya se había explayado con el sentimiento primaveral, había hablado además con Peter, su madre no la había requerido para trabajar en la cocina…, y amaba a su padre.
Como digas, papá –dijo suspirando de nuevo.

Seguidamente, se explicaron las distintas perspectivas narrativas. Para aplicarlas se nos encargó para casa que el siguiente guión lo transformásemos en relato, de acuerdo a la perspectiva que se nos adjudicase seguidamente:

La acción se desarrolla en una estación de tren. En un banco hay un ladronzuelo de unos 16 años, habitual en la zona. Junto a él, su perro: Bigote.
Llega un viajero arrastrando una maleta aparentemente muy pesada. También lleva una mochila verde en la espalda. Camina con dificultad.
Aparece el tren. El pasajero deja la maleta en el suelo, sube al tren y mientras lo coge se pone el tren en movimiento y no consigue agarrar la pesada maleta que se queda en el andén.
Rápidamente, una señora de unos cincuenta años, corpulenta, se abalanza sobre la maleta fingiendo que es suya. Con dificultad, la empuja hasta un rincón escondido junto a la cafetería. La abre con ansiedad y atónita, descubre que está vacía.
·       Contar la situación anterior desde varios puntos de vista:
A Julián le corresponde: Contado en forma de monólogo por la maleta abandonada.


He aquí, finalmente, mi propuesta:

LA MALETA DE LOS PECADOS
Mi dueño estaba solo en el mundo porque había cometido muchos pecados de ésos que se dicen veniales y se pueden perdonar. No iba a las iglesias a confesarse, pero esto no quiere decir que no tuviera conciencia: sus propios reproches le hacían sufrir terriblemente. Para aliviarse solía coger su mochila verde, llena de bocadillos y botellas de agua, e irse a los campos a airear sus penas. Encontrándose solo y con tan poca alegría, se diría que su vida estaba destinada a no ser todo lo larga que hubiera sido de esperar.
Cierto atardecer de verano le sorprendió un aguacero cuando llegó a la altura de un estero cenagoso. A tiempo de caer el primer relámpago, encontró sobre las ramas de un raquítico frambueso crisálidas de gusanos de seda. Esto no tendría nada de particular si los capullos hubieran sido blancos, y no negros como los mismos pecados que abrasaban el alma de mi dueño. Se desataron más relámpagos, cayeron bolas de granizo del tamaño de granos de uva y mi dueño llenó la mochila de esas horrorosas crisálidas negras.
Al llegar a casa subió al desván a buscarme. Yo era ya una vieja maleta de cartón, la primera que usara en su vida cuando se tuvo que ir a hacer el servicio militar. Su olvido había hecho que yo apareciera rebozada de polvo y con algunas telarañas en las esquinas. Me abrió e, inopinadamente, depositó en mis entrañas las horrorosas larvas de los gusanos de seda negros. "Son mis pecados", le oí comentar, porque, como ya no hablaba con nadie, se había acostumbrado a verbalizar sus pensamientos en la soledad. "Llenaré la maleta con mis pecados, y me desharé de ellos". Y, por si fuera poco, escribió su nombre con tiza, sobre una de mis caras: GABRIEL BARAHONA.
Los gusanos se desarrollaron, se encerraron en sus crisálidas y tal vez les crecieran alas, pero mi dueño no volvió a abrirme para comprobarlo. Yo era vieja y decrépita, y ahora tenía además suciedad en mis entrañas.
Mi dueño, al saberse libre de sus pecados, empezó a sonreír y a comportarse muy amablemente con la gente. Decidió, en consecuencia, que había llegado el momento de abandonarme con mi ingente (aunque fuera suya en primer término) carga de pecados. Me llevó a la estación ferroviaria. Me abandonó en mitad del andén. "Adiós", me dijo y se fue con la sonrisa del sol de primavera animándole los labios. Me quedé sola en medio del bullicio. Un niñato sentado, que tenía toda la pinta de un golfillo, me miró con las malas pulgas del perro que estaba a su lado. "Bigote, ve y méate en esa fea maleta". Bigote, que tal tenía por nombre el perro, se dispuso a obedecer a su amo. Pero en ese preciso instante una vieja cuarterona se apoderó de mi asa al saberme abandonada. Me arrastró hasta un rincón solitario de la estación. "Por lo que pesa debe de contener cuando menos lingotes de oro", murmuró con un relamerse de sus labios bigotudos.
Empecé a sufrir como en otra época debió sufrir mi amo. Los pecados iban a salir a la luz. Pero al abrirme no apareció nada, y esto causó decepción a la vieja cuarterona. "Maldita maleta", musitó con palabras ensalivadas.
"Es mi maleta", se escuchó por detrás de nosotras.
Se trataba de mi dueño. Llevaba a los hombros su inconfundible mochila verde. Tenía el semblante alegre. Había comprendido que gracias a mí sus pecados habían dejado de atormentarle, se habían disipado como bruma al mediodía, y quiso tenerme de nuevo, desechando su inicial propósito de abandonarme.
La vieja no pudo replicar nada. Bigote se acercó a olisquear, justo cuando mi dueño me cerró y, sujetándome por el asa, se dispuso a iniciar una nueva andadura. Todos en la estación le miraban con un poco de asombro y un mucho de escándalo.
"Comprenderán que necesito mi maleta para guardar mis virtudes y que no se me pierdan", dijo con una voz bien timbrada, señal de que jamás moriría de tristeza.
Y cuando salimos de la estación, me dijo:
"Encontré una morera, y quiero llenarte de gusanos de seda blancos".

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).









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