En la sesión del
Taller de Escritura Creativa del día 6 del actual, estuvimos trabajando la
técnica de la narración. Como primer ejercicio, se nos propuso dar forma
narrativa al siguiente fragmento del diario de Ana Frank, dejándonos diez
minutos para ello:
“Es el primer sábado
desde hace meses que no me ha parecido triste, ni fastidioso ni monótono, y
todo gracias a Peter y nadie más.
Esta mañana, cuando fui
a colgar mi delantal en el desván, papá me preguntó si quería quedarme para una
conversación en francés”.
Ésta fue mi
propuesta:
ANA FRANK
Se
aproximó a la ventana, adoptando las debidas precauciones: la persiana
convenientemente bajada, la habitación en penumbra. Ahí fuera empezaba la
primavera. Sus oídos acogieron el suspiro de la arboleda que rodeaba el cercano
campanario, las hojas entablaban un idilio de viento. Era sábado, y no había
muchas cosas por hacer. Peter entró en ese momento.
−¿Qué haces pegada
a la ventana?
−Es primavera
–respondió ella, una sombra rutilante palpitándole en la mirada.
Peter
comprendió. Allí dentro no había flores ni tardes engastadas como lágrimas
verdes en el anillo de las tierras meridionales. Pero Ana no necesitaba más que
saber que estaban en primavera y lo que Peter tal vez se resistiera a saber,
pues no había dado signos de haberse percatado.
Al
mediodía, después de una hora de insustancial y reposada charla, Ana, tras
armarse del delantal, acudió a la cocina. Su madre le dijo que no hacía falta
que la ayudase. Era sábado, y la esforzada muchacha se había hecho merecedora
del descanso. Podía escribir si le apetecía.
Desbordante
de entusiasmo, se deslizó con pisadas gatunas en dirección al desván. Colgaría
el delantal en el clavo de la pared, tomaría su pluma y su bello cuaderno… Pero
allí se encontraba el señor Frank.
−¿Te parece, Ana,
que retomemos nuestra lección de francés?
Ella
suspiró tratando de ocultar su decepción. No se atrevía a replicar a su padre;
era tan dulce con ella. Después de todo, ya se había explayado con el
sentimiento primaveral, había hablado además con Peter, su madre no la había
requerido para trabajar en la cocina…, y amaba a su padre.
−Como digas, papá
–dijo suspirando de nuevo.
Seguidamente,
se explicaron las distintas perspectivas narrativas. Para aplicarlas se nos
encargó para casa que el siguiente guión lo transformásemos en relato, de
acuerdo a la perspectiva que se nos adjudicase seguidamente:
La
acción se desarrolla en una estación de tren. En un banco hay un ladronzuelo de
unos 16 años, habitual en la zona. Junto a él, su perro: Bigote.
Llega
un viajero arrastrando una maleta aparentemente muy pesada. También lleva una
mochila verde en la espalda. Camina con dificultad.
Aparece
el tren. El pasajero deja la maleta en el suelo, sube al tren y mientras lo
coge se pone el tren en movimiento y no consigue agarrar la pesada maleta que
se queda en el andén.
Rápidamente,
una señora de unos cincuenta años, corpulenta, se abalanza sobre la maleta
fingiendo que es suya. Con dificultad, la empuja hasta un rincón escondido
junto a la cafetería. La abre con ansiedad y atónita, descubre que está vacía.
· Contar la situación anterior desde varios puntos de vista:
A Julián
le corresponde: Contado en forma de monólogo por la maleta abandonada.
He
aquí, finalmente, mi propuesta:
LA MALETA DE LOS PECADOS
Mi dueño estaba solo en el mundo porque había
cometido muchos pecados de ésos que se dicen veniales y se pueden perdonar. No
iba a las iglesias a confesarse, pero esto no quiere decir que no tuviera
conciencia: sus propios reproches le hacían sufrir terriblemente. Para
aliviarse solía coger su mochila verde, llena de bocadillos y botellas de agua,
e irse a los campos a airear sus penas. Encontrándose solo y con tan poca
alegría, se diría que su vida estaba destinada a no ser todo lo larga que hubiera
sido de esperar.
Cierto atardecer de verano le sorprendió un
aguacero cuando llegó a la altura de un estero cenagoso. A tiempo de caer el
primer relámpago, encontró sobre las ramas de un raquítico frambueso crisálidas
de gusanos de seda. Esto no tendría nada de particular si los capullos hubieran
sido blancos, y no negros como los mismos pecados que abrasaban el alma de mi
dueño. Se desataron más relámpagos, cayeron bolas de granizo del tamaño de
granos de uva y mi dueño llenó la mochila de esas horrorosas crisálidas negras.
Al llegar a casa subió al desván a buscarme.
Yo era ya una vieja maleta de cartón, la primera que usara en su vida cuando se
tuvo que ir a hacer el servicio militar. Su olvido había hecho que yo
apareciera rebozada de polvo y con algunas telarañas en las esquinas. Me abrió
e, inopinadamente, depositó en mis entrañas las horrorosas larvas de los
gusanos de seda negros. "Son mis pecados", le oí comentar, porque,
como ya no hablaba con nadie, se había acostumbrado a verbalizar sus pensamientos
en la soledad. "Llenaré la maleta con mis pecados, y me desharé de
ellos". Y, por si fuera poco, escribió su nombre con tiza, sobre una de
mis caras: GABRIEL BARAHONA.
Los gusanos se desarrollaron, se encerraron en
sus crisálidas y tal vez les crecieran alas, pero mi dueño no volvió a abrirme
para comprobarlo. Yo era vieja y decrépita, y ahora tenía además suciedad en
mis entrañas.
Mi dueño, al saberse libre de sus pecados,
empezó a sonreír y a comportarse muy amablemente con la gente. Decidió, en consecuencia,
que había llegado el momento de abandonarme con mi ingente (aunque fuera suya
en primer término) carga de pecados. Me llevó a la estación ferroviaria. Me
abandonó en mitad del andén. "Adiós", me dijo y se fue con la sonrisa
del sol de primavera animándole los labios. Me quedé sola en medio del
bullicio. Un niñato sentado, que tenía toda la pinta de un golfillo, me miró
con las malas pulgas del perro que estaba a su lado. "Bigote, ve y méate
en esa fea maleta". Bigote, que tal tenía por nombre el perro, se dispuso
a obedecer a su amo. Pero en ese preciso instante una vieja cuarterona se
apoderó de mi asa al saberme abandonada. Me arrastró hasta un rincón solitario
de la estación. "Por lo que pesa debe de contener cuando menos lingotes de
oro", murmuró con un relamerse de sus labios bigotudos.
Empecé a sufrir como en otra época debió
sufrir mi amo. Los pecados iban a salir a la luz. Pero al abrirme no apareció
nada, y esto causó decepción a la vieja cuarterona. "Maldita maleta",
musitó con palabras ensalivadas.
"Es mi maleta", se escuchó por
detrás de nosotras.
Se trataba de mi dueño. Llevaba a los hombros
su inconfundible mochila verde. Tenía el semblante alegre. Había comprendido
que gracias a mí sus pecados habían dejado de atormentarle, se habían disipado
como bruma al mediodía, y quiso tenerme de nuevo, desechando su inicial
propósito de abandonarme.
La vieja no pudo replicar nada. Bigote se
acercó a olisquear, justo cuando mi dueño me cerró y, sujetándome por el asa,
se dispuso a iniciar una nueva andadura. Todos en la estación le miraban con un
poco de asombro y un mucho de escándalo.
"Comprenderán que necesito mi maleta para
guardar mis virtudes y que no se me pierdan", dijo con una voz bien
timbrada, señal de que jamás moriría de tristeza.
Y cuando salimos de la estación, me dijo:
"Encontré una morera, y quiero llenarte
de gusanos de seda blancos".
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de
las nubes).
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