lunes, 27 de abril de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (V) - ¡Cabrones!



–No te preocupes, pequeña –dijo Hugh Carter–. Nadie te echará de mi casa. Te irás sólo cuando tú lo quieras.
La emoción reventó en los ojos de Rebeca, a quien ya todo el mundo en San Juan Capistrano había comenzado a llamar Solange, si bien con tono despectivo. No era el caso del bueno de Hugh, que la seguía tratando con el mismo respeto y delicadeza que de ordinario usaba con ella.
–Hugh, no sé cómo pagártelo.
–Dame un abrazo, pequeña.
Hugh era lo más parecido a un padre que Rebeca jamás había tenido; se sintió mecida por su oronda humanidad. A esa hora, cuando la aurora no terminaba de despuntar, no había aún clientes en el diner, y por eso pudo recrearse en el consuelo que su jefe le ofrecía.
En el pueblo se había corrido la voz de su pasado como actriz porno, y la simpatía que antes despertaba entre los lugareños se había trocado en un desprecio manifiesto. La religión, llevada hasta extremos del integrismo, hacía que la frontera entre la caridad y el odio se diluyera por completo. En cambio, aquí estaba Hugh Carter, que no frecuentaba las iglesias ni se significaba demasiado en la vida pública, que todas las noches se arrodillaba frente a su lecho como un niño, para elevar una oración al hombre que en la Cruz expió todas las culpas del mundo. Por personas como Hugh Carter, consideró Rebeca, merecía la pena enfrentarse a lo que el destino le tuviera reservado.
–¿Sabes lo que fui, Hugh?
–Me he enterado, pequeña.
–¿No me desprecias, pues?
–¿Me desprecias tú a mí?
–¡Oh Hugh!
Rebeca liberó en forma de llanto todas las emociones que hasta ahora había encerrado en lugares herméticos de su alma. Ya se sabía todo en San Juan Capistrano, ¿a qué podía temerle entonces? Ya podía mirarse en los espejos sin temor a los reproches que su conciencia pudiera formularle. El dolor había lavado sus pecados… ¿Y qué pecados? ¿Estaban más libres de pecado los que la despreciaban con saña que ella por lo que hizo en su pasado? ¿No se había enmendado acaso, no había renunciado a los desenfrenos de su vida anterior, no había abierto sus manos al trabajo y su corazón al conocimiento de la palabra de Dios?
Con el transcurso de los días, Rebeca tuvo ocasión de comprobar que las anteriores preguntas no serían respondidas de forma favorable a ella. San Juan Capistrano experimentó en ese sentido un retroceso: la maledicencia dio lugar al rencor, y el rencor le pasó el testigo a la rabia. ¡Una prostituta viviendo entre nosotros! Si al menos lo hubiera anunciado desde un principio… Pero había ocultado su realidad, dando lugar a pensar que era una persona muy distinta. ¡Imperdonable! Había que lograr que la ramera se fuera de ese lugar tocado por el temor a Dios y un puritanismo que no admitía réplica. A este fin, Arthur Seygfried y sus acólitas movieron todos los hilos que quedaban a su alcance. Un furor inusitado se instaló en la otrora tranquila población.
Una de esas serenas madrugadas de finales del verano, mucho antes de que amaneciera, Hugh Carter acudió como de costumbre a su diner, para dar inicio a la jornada laboral. No se esperaba lo que se encontró, por cuando llevaba toda su vida viviendo y trabajando pacíficamente en San Juan Capistrano.

AQUÍ HAY UN BURDEL

Tal era el mensaje que, a modo de grotesco grafiti, aparecía estampado por toda la superficie principal del diner. Letras amarillo-fosforescentes, que al menor destello se activaban en la oscuridad.  
–¡Cabrones!
El grito que Hugh emitió osciló en los últimos rizos de espuma de la bajamar. Era seguro que lo habrían escuchado en casi todas las casas que miraban a la costa. Hugh no se sintió capaz de entrar al diner y encender las luces, colocar las mesas, poner en funcionamiento los hornillos… Se dejó caer justo enfrente de la puerta de entrada, donde pudiera tener a la vista el resultado del atentado a una vida intachable.
–¡Cabrones! –no cesaba de murmurar.
Rebeca acudió al poco rato. Vio a su jefe sentado en el suelo, con su barrigón desparramándose en rollos de grasa, vio la pintada. Se llevó las manos a la boca. Ahogó el grito que le salía de dentro. Las lágrimas atravesaron sus pestañas como el surtidor de una fuente.
–¡Jem! ¿Dónde estás, Jem? –murmuró.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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2 comentarios:

Aecio2500 dijo...

muy bueno, muy sensible , muy real

El jardinero de las nubes dijo...

Gracias, Agustín. Un honor tu visita a estas humildes letras. Un gran abrazo.