El
amor no había aminorado; antes bien, se había agudizado con el paso de los
días. Jem resolvió que tenía que cambiar de costumbres si quería hacerse digno
de la estima de Rebeca. Empezaría mirando por las cuestiones relativas a su
higiene personal: a diario se afeitaría y se mudaría de ropa, e incluso se
haría en la farmacia con una crema nutritiva para paliar las rojeces que su
piel padecía por la vida a la intemperie. Se cuidaría asimismo de su limpieza
dental para asegurarse un aliento fresco y agradable; y nada de fumar, cosa que
le gustaba hacer de allá para cuando en una vieja y requemada pipa de brezo. Y
también adquiriría una discreta agua de colonia para caballeros. A Rebeca no le
quedarían muchas cosas en las que ponerle peros, y acaso surgiera así el cariño
por parte de ella. Tal era el rumbo de sus cábalas.
A
la hora de la verdad, la timidez se impuso en él y no se sintió capaz de entrar
al diner de Hugh Carter. Dio en deambular, cada vez que terminaba su jornada de
trabajo y adecentaba su aspecto, por las inmediaciones de los lugares donde
Rebeca se encontrara. Se sentaba en los bancos de las plazas de San Juan
Capistrano, sin atreverse a meterse en la boca el menor alimento por temor a
que se le fuera el aliento fresco que le aseguraban los líquidos colutorios.
Ella entraba y salía cada día del diner; Jem iba tras sus pasos de un modo
furtivo y solapado, asegurándose de que ella no advirtiera su presencia. Cada
día, la iba queriendo un poco más, y sabía que el tiempo la iba alejando de su
lado; cada ocasión desperdiciada sin hablar con ella reducía sus posibilidades
de conquistar su amor. Y en la vida de un solitario estas posibilidades se
presentan raramente.
Una
cosa tenía clara: aunque no pareciera necesario, debía de hacer por mantener su
nueva costumbre de estar aseado. No era nada desagradable oler bien y tener la
ropa limpia. Era casi vital hacerse amigo del jabón para los restos, y el
aspergeo con agua de colonia había de seguir siendo su toque de distinción.
Por
lo que pudiera ocurrir, había que consolidar este avance en su vida.
***
Sería
de esperar que los muros del templo constituyesen un refugio y un oasis de paz
para Rebeca Evigan. De un tiempo a aquella parte, venía observando algo extraño
en quienes la rodeaban, circunstancia que dejó oportunamente consignada en las
páginas de su viejo diario. Las que antes se declararan sus amigas contra
viento y marea, ahora le escatimaban las palabras y en momentos de
inadvertencia le dirigían miradas esquinadas. Hasta el mismo párroco la miraba
torcidamente en medio de las celebraciones religiosas. Rebeca no podía
explicarse estas muestras de frialdad, cuando antes tanto abundaban los elogios
y homenajes hacia su persona. Algo había tenido que ocurrir, y la verdad es que
se sentía muy intrigada. Tal vez la respuesta estuviera en páginas anteriores
de su diario. Pero no…, era imposible que eso
hubiera llegado a saberse… Las tumbas no revelan sus secretos.
¡Cuántas
veces me han recordado
las
cosas que hice mal en mi vida!
Yo
hubiera deseado ser de otra forma
y
encauzar mis pasos en virtudes.
Pero
soy yo,
¿no
te has dado cuenta?
Una
palabra de amor hubiera bastado
para
hacer de mi vida otra.
Alguien
que me hubiera encaminado
por
una senda en la que no importara
lo
que mal está.
Es
tarde, y la luz del día ha declinado.
No
podré volver a la mañana
ni
al albor de las flores.
Tendrás
que cantarme mis virtudes
al
melancólico fulgor de la luna.
Eres
mi última oportunidad,
no
obres como tantos conmigo hicieron.
No
me sueñes, no me juzgues, no me quieras,
si
luego vas a despreciarme.
Todavía
giran las manos del reloj,
vendrá
una nueva mañana
aunque
mis flores estén ajadas.
Escribiré
en mi diario
nuevas
preces de alegría.
Cuando
ya no esté, recordarás
lo
bueno que hubo en mi vida.
Un
día la pudo la incertidumbre. Tenía que enterarse de los motivos por los cuales
ya no la solicitaban como antaño. Se armó, pues, de valor y salió al encuentro del
párroco nada más terminar el oficio religioso. Sin embargo, éste se vio
rápidamente rodeado por sus incondicionales satélites: Ann Lawrence, Alice Stevenson y la aviesa
Shanna Merton; se diría que hacían labor de muralla en torno al estupefacto
párroco.
–Quisiera
saber cuándo se va a celebrar el próximo curso de exégesis bíblica –preguntó
Rebeca, extremando su acento de humildad y educación.
–Cuando
yo lo considere oportuno –respondió Arthur Seygfried con un dejo de petulancia.
–En
tal caso, me gustaría saberlo.
–Tú
no tienes por qué saber nada de lo que hagamos en esta iglesia –intervino
Shanna, mientras un fuego de rabia se propagaba por las niñas de sus ojos.
–Perdona,
Shanna. No quisiera ofenderte, pero a ti no te he preguntado nada. Es al señor
sacerdote a quien iba dirigida mi pregunta.
–En
esto somos todos unánimes, querida –dijo Alice Stevenson mostrando en sus
labios el esbozo de una sonrisa sibilina.
–No
entiendo nada –dijo Rebeca–. Si hay algo en mi contra, sería justo saberlo.
–¡Qué
entenderás tú lo que es justo! –repuso Ann Lawrence con marcado tono de
reproche.
–En
todo caso, no es asunto para tratar entre estos sagrados muros –dijo el
párroco, temeroso de que se suscitase un escándalo en medio de su iglesia.
–Dígame
usted entonces dónde y cuándo.
Arthur
Seygfried se quedó por un instante sin capacidad de respuesta. ¿Era
verdaderamente necesario llevar las cosas al extremo? Rebeca parecía
determinada a todo, y no tenía aspecto de conformarse con simples evasivas.
–Está
bien. Acompáñanos a la sacristía.
–¿También
tienen que venir éstas? –preguntó Rebeca, señalando a las tres comadres.
–Por
supuesto. Son mis consejeras y mi apoyo en las arduas tareas que me veo
precisado a hacer.
–Vayamos,
pues.
Tras
acceder al sobrio recinto de la sacristía, se sentaron a la mesa que había
plantada en medio y sobre cuyo tablero
se encontraba el ordenador portátil de que solía valerse el párroco.
Éste lo puso en funcionamiento, ingresó al explorador de Internet, luego a una
página de vídeos pornográficos, y en la herramienta buscadora tecleó lo
siguiente: "Solange Reyes".
Rebeca
sintió que las fuerzas la abandonaban. En el monitor del portátil daba comienzo
un vídeo protagonizado por la deseada Solange Reyes. Ésta estaba comiéndole la
polla a un niñato musculado, con los brazos cubiertos de tatuajes a cuál más obsceno y el rostro
sembrado de provocativos piercings. Una única gota de sudor afloró en la
despejada frente de Arthur Seygfreid. Las comadres se hacían cruces ante lo que
estaban presenciando: Solange Reyes no paraba de chuparle la chorra al niñato
musculado. Rébeca se había puesto pálida como la imagen de la luna.
No
pudiendo tolerar más la vista de tanta infamia, el párroco abatió con nerviosa
brusquedad la pantalla de su portátil. Acto seguido preguntó:
–Rebeca
Evigan, así te haces llamar, ¿reconoces esta situación?
A
ella apenas si le quedaba aire en los pulmones para responder a su
interlocutor. A no dudar, la muerte se le representaba una realidad bastante
más amable que la que estaba experimentando en ese momento. No podía decir
nada; le faltaba valor para seguir adelante.
–Lo
diré yo, mister Seygfried –terció Shanna con deliberada crueldad–. Solange
Reyes es la misma que está delante de nosotros.
–La
que vende su cuerpo y su dignidad por puro vicio –añadió Alice.
–Una
estrella del cine porno, así como se autotitula en sus vídeos –apostilló Ann–.
Se pensaría que no nos íbamos a enterar y que Dios mantendría ocultos sus
pecados.
–Y
el vicio aún la acompaña –prosiguió Shanna–. Va por las noches a calentar la
cama de ese perdido de Jeremías Sandoval.
–¡Eso
es mentira! –reaccionó al fin Rebeca.
–Así
es, ramera de Babilonia. Yo te vi regalándole tus favores a ese inmundo
pescador.
–Abandona
esta iglesia de inmediato, antes de que las cosas vayan a peor.
Era
el párroco quien le acababa de dirigir esta frase lapidaria. Ella se sentía
como pájaro que es incapaz de hacer uso de sus alas. La admonición del
sacerdote sentaba la más injusta de las injusticias.
–¿¡¿Y
qué se hizo del amor, la solidaridad y el perdón?!? –exclamó Rebeca como por
súbita inspiración–. ¿Qué se hizo de María Magdalena y de la meretriz a la que
nadie pudo arrojar la primera piedra?
–¡Abandona
esta iglesia! –se soliviantó el párroco, ya con la faz enrojecida y la frente
perlada de sudor.
Las
voces de las tres comadres se fundieron en una sola:
–¡Vete,
perra!
–El
vicio te aleja de todo perdón.
–¡Vete,
furcia!
–Eres
muy falsa. En nuestra iglesia no tiene cabida la falsedad.
–¡Vete,
puta! ¡Y no vuelvas!
Rebeca
empezó a correr instintivamente. En esta iglesia tiraban la primera y todas las
demás piedras. Ya la habían condenado de antemano. Había que buscar a Dios
extramuros. Dios no era culpable de este juicio… Ni ella tampoco.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
5 comentarios:
Muy bien, mi madre lo leyó tambien, Ella me dijo del escrito, le gustó.
Me emocionó leer lo escrito en cursivas. Es un cuento que a tomado un giro muy apacionante enhorabuena.
Realmente aquellos que se dan el derecho de pre-juzgar a las personas y valerse de chismes no merecen promulgar la palabra de Dios, porque él se preocupa más de recoger a aquellas ovejas negras que arrepentidas quieren encontrar el camino y nosotros como sus hermanos tenemos el deber de ayudarlas. No es bueno aquel que acude todos los días a la iglesia, sino aquel que cree en Dios y dialoga con él sin intermediario alguno. Maravillosa historia, espero impaciente el siguiente capítulo, estoy segura de que Rebeca encontrará su sitio.
Gracias por esta delicia. Un abrazo Jardinero
Muchas gracias, y un saludo a tu madre.
Gracias, pluma de pintura. Cuando se forman la jaurías humanas es muy sencillo ir a por el débil. Así está hecho el mundo.
Publicar un comentario