viernes, 21 de septiembre de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (XIV) - La triste Nochebuena



-Les deseo una feliz Navidad, dentro de lo que cabe.

Barrientos paseó la mirada por todo el teatro. Nada recordaba ya a las expresiones radiantes que acompañaran el inicio del simposio hacía dos días. No había un solo rostro alegre. El desaseo comenzaba a hacerse notar, hasta el punto de percibirse olores malsanos. Barrientos también se sentía triste. Los consejeros aún no se habían puesto de acuerdo en ninguna decisión que pudiera juzgarse satisfactoria para el futuro de la educación.

No se veía nada claro el desenlace de esa aventura (¿la cárcel tal vez?). Ante tal perspectiva, Barrientos sintió temor en un principio, pero, meditándolo detenidamente, llegó a la conclusión de que los azares de la vida le traían ya sin cuidado. Lo mismo le daba seguir vivo que muerto; acaso los muertos fueran los más felices al no tener que sentir ni padecer. Los cautivos del teatro estarían barajando seguramente otros pensamientos.

-Feliz Navidad –insistió.

Sus compañeros repartieron entre los retenidos algunas raciones extra de comida. Si no se resolvía pronto la situación, surgiría la necesidad de establecer racionamiento.

-¡Déjenos marcharnos a nuestras casas! –imploró una asesora con los ojos llorosos.

Barrientos sintió una punzada en el corazón. Parecía como si el tópico de la Nochebuena le ocasionara una corriente de compasión por toda su alma… Todos somos seres humanos, todos reímos y lloramos, todos tenemos capacidad de dar felicidad sin esperar nada a cambio. Barrientos se restregó los ojos, como deseando cambiar el rumbo de sus pensamientos.

-Déjennos enseñar –murmuró-. Déjennos ser profesores. Permítannos recobrar el orgullo de nuestra maltratada profesión.

Se apoyó de costado en una de las mesas del escenario. La emoción era como un río despeñándose por el precipicio de su corazón. ¿Cómo habían podido llegar las cosas a tal extremo?

-Señor Barrientos, ¿qué va a solucionar teniéndonos encerrados aquí? No hay comida. No hay sitio donde dormir. Llevamos dos días aquí sin apenas movernos. Tenga sensatez y déjenos salir.

Barrientos miró a su interlocutor con las pupilas veladas. Se trataba de la consejera de educación de la Junta de Andalucía. ¿Ni siquiera ella lo podía comprender?

-Yo también quiero que ustedes me liberen –dijo con frase rápida-. Y no se deciden a hacerlo.

Se dio la vuelta, encaminando sus pasos hacia el Patio Corintio. Las estrellas rutilaban en el cielo con chispazos de hielo. Hacía frío. El vapor de su aliento se condensaba en nubes de aspecto lunar. La tristeza de toda su vida se le antojaba un peso demoledor en ese instante de la Nochebuena. ¿Dónde estaba su familia, su mujer, su hijo? Perdidos como todas las ilusiones que alguna vez había albergado. ¿Tenía algún sentido todo lo que habían hecho sus camaradas y él?

La emoción le barrió el pecho como la ola de un tsunami. Las piernas se relajaron y dejaron de sostenerle. Se dejó caer suavemente sobre las lajas del patio. Sus posaderas acusaron el frío de la intemperie. Se puso en la posición del loto, cruzó sus brazos, abatió la frente, comprimió sus párpados… y rezó.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).