lunes, 27 de mayo de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XX) - Al otro lado de la barricada


Tras considerarlo brevemente, dio aviso a una representación de sus camaradas para comunicarles la decisión que había tomado. Arsenio Corchado no pudo asistir por encontrarse en el edificio de Radiotelevisión, aislado del cuerpo principal de la Universidad Laboral, pero aun así se recurrió a una llamada telefónica con el sistema de manos libres.

—Es muy sencillo lo que tengo que manifestaros —empezó diciendo Barrientos—. No podemos ir más allá. Si queremos evitar que esto degenere en una desgracia, debemos rendirnos y dar la libertad a los retenidos.

Un silencio de indignación sucedió a estas palabras.

—¿Cómo puedes ser tan miserable? —le increpó Abraham Cortés, uno de sus más fanáticos camaradas.

—Se prefiere ser un miserable a un desalmado —repuso Barrientos.

—¿Y te crees que estos jefazos de Educación no son unos desalmados cuando nos tratan como a sabandijas?

—Diré que toda la culpa fue mía, que yo os instigué, que me hago responsable de todas las acciones. Y no dudéis que me creerán. No en vano he llevado la voz cantante de cara al público.

—¿Das por hecho que vamos a ir a la cárcel? —preguntó Ignacio Puebla, un profesor de Historia bajito y rechoncho.

—No soy experto en leyes, pero se nos exigirán responsabilidades. Y yo trataré de llevar la mayor parte en las mismas.

—Lo que debemos hacer es empezar a cargarnos a los rehenes —sugirió Abraham Cortés—. Así sabrán que vamos en serio.

Un silencio expectante acogió esta propuesta.

—¡Te has vuelto loco, Abraham! —le recriminó Barrientos.

—Se nos está yendo el Norte —declaró Arsenio Corchado a través del teléfono móvil.

—María de la Encina Canales, nuestra respetable compañera —dijo Barrientos—, me ha asegurado que lo que hemos hecho no ha caído en saco roto. Hemos conseguido que la opinión pública se ponga de nuestro lado, aquí en España… y en el extranjero. No habremos logrado nuestro objetivo inicial, pero quizá no todo se haya perdido.

—Eres una rata miserable —le increpó Abraham Cortés—. ¿Cómo habremos podido confiar en un cobarde para que nos conduzca a este callejón sin salida?

—¿No comprendes una cosa, pedazo de burro? Te estoy diciendo que yo cargo con todas las responsabilidades. ¿Y te atreves a llamarme cobarde? Soy yo quien va a dar la cara por todos vosotros.

Abraham Cortés se puso en pie hinchando el pecho. Se encaminó al encuentro de Barrientos, midiéndole con la mirada.

—¿Qué sabrás tú del valor, mequetrefe?

Barrientos miró hacia arriba. Su antagonista era un coloso que le sacaba varios centímetros de estatura. Sintió un estallido de adrenalina en sus piernas.

—¿Me vas a agredir, Abraham?

—¡Maldito cobarde!

El coraje de Barrientos no pudo contenerse más. Disparó un rodillazo hacia el escroto de Abraham Cortés. Éste se tambaleó como una columna en un terremoto, revistiéndose su rostro de alarmante palidez.

Barrientos notó cómo una súbita oleada de remordimiento le creaba una especie de mareo. ¿Cómo podían haber llegado las cosas a ese extremo? Tenía la certeza de que en cuanto Cortés se recobrase del repentino acceso de dolor, no tardaría en buscar la revancha, lo lógico y normal cuando las disputas estallaban. Barrientos se juzgaba lo suficientemente preparado para enfrentarse a una lucha cuerpo a cuerpo. No obstante, la ola de remordimiento en su interior era demasiado arrolladora, alimentada por su creciente sensación de fracaso. Toda causa que no ha triunfado necesita de un mártir, un cabeza de turco, y él se encontraba listo para asumir ese papel.

—Abraham, perdóname —entonó de un modo que sonó cual voz de falsete.

—¡Le has aplastado los huevos! —comentó un tal Elías Pardo, funcionario administrativo en un colegio de Coslada.

—Perdóname, Abraham —insistió Barrientos.

El agredido hizo esfuerzos por ponerse en pie. Cojeando, se aproximó adonde lo aguardaba Barrientos. Este último tenía la mirada llena de desolación. La mayor estatura de Cortés creaba un grotesco contraste con la de Barrientos. 

—Eras el único que podría habernos llevado a la victoria, el único al que yo hubiera seguido ciegamente. Me has pegado en un impulso de rabia. Tengo motivos para triturarte con mis manos. Pero si lo hiciera, lo tendrías demasiado fácil. Ahora te corresponde enfrentarte a humillaciones que ni le desearía al peor de mis enemigos.

Acto seguido se miraron en silencio. Barrientos aún tenía los ojos húmedos. No sostuvieron mucho rato la mirada. Por impulso mutuo, se dieron un abrazo fraternal. Luego se separaron, y Barrientos dijo:

—Debo ir a enfrentarme a mi cobardía.

—Diego, eres el hombre más valiente que he conocido —dijo Arsenio Corchado desde el teléfono móvil.

—Iré a rendirme con el arma en alto. Procuraré lograr unas buenas condiciones para todos vosotros. Me echaré todas las culpas imaginables. Diré que he amenazado a quien intentara favorecer a los retenidos. Supongo que luego tendréis que soltarlos y rendiros vosotros mismos... Camaradas, ha sido un honor compartir con vosotros todos estos momentos de gloria.

Las palabras de Barrientos, aunque pretendieran ser alentadoras, obraron un efecto de pánico entre todos sus interlocutores. Las dudas, las incertidumbres, los ánimos quebrantados, se cobraron su tributo en lo profundo de esas almas intrépidas.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó un joven maestro, con voz entrecortada. Se llamaba José Monsalve. Estaba lo que se dice recién casado, y su mujer esperaba un hijo. Su pregunta era cortante como el filo de un cuchillo.

—Ten por seguro —le respondió Barrientos— que aunque hayamos fracasado, hemos hecho algo grande, que será recordado por mucho tiempo.

—Yo no dejé a mi mujer, valiéndome de engaños, para que ahora todo esto no haya servido de nada.

—Volverás al lado de tu mujer.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Te lo garantizo.

La discusión finalizó con la rotundidad con que había comenzado. Barrientos tomó en un aparte su teléfono móvil, le quitó la opción de manos libres y le dijo a Arsenio Corchado:

—Ocúpate de que los retenidos sean liberados del modo más civilizado posible.

De haber estado presente, Arsenio Corchado le hubiera dado un abrazo de cariño y profunda camaradería.

Sin pensárselo dos veces, Barrientos tomó su fusil y con paso tardo se encaminó a la portada del recinto de la Universidad Laboral. Empezaba a barruntar el peligro de no saber lo que pudiera ocurrirle a partir de entonces. Un milagro había hecho nevar sobre el cielo soleado de la ciudad de Gijón; ahora el alma de un hombre se encontraba a punto de mostrar el milagro de la valentía sin límites. Barrientos era un hombre que había vivido y sufrido desmesuradamente. No le inquietaba el hecho de dar triste corolario a sus años por mor de un noble ideal.

Llegó junto a los hombres que estaban vigilando la barricada formada justo en el espacio de entrada de la Universidad Laboral. Reconocieron a Barrientos, y, además, Arsenio Corchado ya les había informado de las intenciones de aquél por medio de una llamada al móvil. Aunque ya se lo habían avisado, no pudieron creerlo hasta que lo vieron con sus propios ojos.

—Muchachos, que tengáis mucha suerte. Reuniros con los demás y esperad pacientemente lo que haya de ser. Buscan una cabeza de turco, y aquí me tienen.

Ninguno de los centinelas le dijo la menor palabra. Resultaba evidente que muchos le estaban perdiendo el respeto por su aparente acto de cobardía. Después de todo, ni tan siquiera entendía la razón por la que obraba así. Trepó dificultosamente por la barricada, tratando de soslayar el peligro de ensartarse con alguna pata de silla o algún afilado listón de madera. Le infundía cierto temor la compacidad de la barricada. Una barricada constituye un mundo aparte, albergando en sus entrañas el coraje de los oprimidos y la rabia de los impotentes para dar un giro a la situación.

De inmediato, se encontró al otro lado. Se puso a caminar por la deliberadamente despejada explanada de aparcamiento. Le constaba que los soldados del coronel Bertin ya habrían detectado su presencia. Por eso situó su fusil en alto, sujetándolo con entrambas manos. Así entenderían que llevaba intención de rendirse.

Una bala pasó silbando muy cerca de sus oídos, y levantó una polvareda en el suelo, a escasamente un metro de donde él estaba. Alguien habría apretado el gatillo con demasiada facilidad. Su instinto le avisó que era mejor que se quedase parado en el sitio, aguardando lo que tuviera que sucederle.

CONTINUARÁ…


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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miércoles, 15 de mayo de 2013

El pintor de París





Este relato fue escrito en una época de especial desdicha e incertidumbre. Entre las nubes, que por un tiempo resultaron negras y amenazadoras, por fin asoma el arco iris.

Agradezco a la pintora española Teresa Sánchez Ruiz la amabilidad demostrada al permitirme hacer uso de sus evocadoras acuarelas para ilustrar el relato.

El relato de "El inventor " será retomado en breve. Disculpen tan prolongada ausencia.

La lluvia batía sobre los tejados de la solitaria casa solariega. Adán Piaget, en la hermosa nación donde se hallaba, sabía que no tenía nada que temer. Los libros de la casa, que en los años de su juventud fueran sus inseparables compañeros, estaban protegidos y a salvo de toda inclemencia. El olmo centenario, que proyectaba la exuberancia de su follaje por encima de torres y tejados, no permitiría que el agua de la lluvia llegase a ajar tantas vidas y tesoros de papel. Aunque la casa tuviera su antigüedad y le fueran necesarias muchas reformas que acometer, había como un poder extraño que protegía la integridad de los libros.
  Adán recordaba la última vez que estuviera en la casa, antes de que los azares de la vida le obligaran a exiliarse en un país lejano. Entonces había paseado la luminaria de su linterna por todos los pasillos y habitaciones sumidos en las sombras de la nostalgia de los tiempos perdidos. Observó que las paredes no estaban vacías. Una especie de rostros evanescentes alentaba por las zonas que no buscaban ser divisadas por ojos algunos. Si no estuviera tan habituado a la soledad, Adán hubiera sentido despertársele el miedo. Llegó junto a un rincón de espejos, y el resplandor de la linterna se fragmentó como si impactara sobre las facetas de un cristal de cuarzo, hasta figurar un amanecer en el interior de la tierra. La imagen que las pulidas superficies le ofrecían, le dejaron ciertamente pensativo. Su rostro, su tórax, el arco de sus muslos, hasta las mismas ropas que vestía, todo había cambiado, como cuando el olmo mudaba el color de sus hojas a finales del verano. Entonces comprendió, con cierto poso de añoranza, que acaso nunca más volviera a habitar entre los muros de la casa solariega. Sus libros quedaban allí, así como el recuerdo de los rostros que una vez llenaran de ecos pasillos y estancias, los mismos rostros que ahora semejaban figuras huidizas en las paredes.
Aunque ya no estuviera allí, Adán sabía que estaba lloviendo sobre la casa solariega, y sabía que con el paso del tiempo, precario refugio podrían encontrar sus libros en ese otrora lugar feliz.
Su casa de ahora era muy distinta: un pequeño ático, igual de viejo y destartalado, en los techos melancólicos del Bulevar del Temple de París. Si se miraba al espejo del cuarto de baño, con el azogue ya en proceso de descomposición, pensaba en migraciones de pájaros, nubes pasajeras, sueños incumplidos y nostalgias errantes. La primera luz de la mañana penetraba calladamente por el ventanillo del baño, reavivando fulgores de loza antigua. Al alba su ático olía a café recién hecho y a la pintura de la víspera, secándose en lienzos que buscaban el abrazo de la luz como si una mariposa tratara de posarse entre las primeras flores de un prado. Adán vivía los sueños que antes no había osado imaginar. Ahora habitaba en el parisino barrio del Marais, muy lejos de donde la copa del olmo sufría el hostigamiento de la misma lluvia que pugnaba por invadir el santuario de los libros.
Tras finalizar su aseo matinal, Adán regresó junto al cuadro en el que estuviera trabajando la víspera. Se trataba de la figura de un rostro encantador insinuándose en una pared sombría. Un rostro que no había conocido en los días de su juventud en aquel país lejano del que vino. Un rostro entrevisto por entre la niebla de los paseos del Canal de San Martín. Un motivo para que reverdecieran las hojas del olmo cuyo recuerdo guardaba en su interior. El cuadro podría estar o no acabado, pero era acicate suficiente para regresar al Canal de San Martín otra mañana de niebla y conquistar las cumbres inalcanzables de su vida.
Adán se había dedicado a un arte que apenas si le reportaba beneficios para subvenir a sus necesidades temporales. Esbozar retratos con el trasfondo de paredes sombrías no constituía el mejor modo de abrirse camino en la Meca del arte. Sus producciones no habían valido más que algunos fugaces vistazos e inaudibles elogios por parte de quienes acudían a curiosear los trabajos de los pintores que desplegaban sus talentos en la Plaza del Tertre, a espaldas de la basílica del Sagrado Corazón, en el cerro de Montmartre. Pero los escasos viandantes que se detenían a mirar sus cuadros, lo hacían suscitados por un interés y una admiración sin parangones. Adán podría no ser un artista reconocido, pero no cabía duda de que era un gran artista.
El cuadro que vendió al más alto precio representaba un olmo en el esplendor de las hojas, cuya sombra envolvía una casa que tenía el tono ceniciento del paso de las décadas. Se trataba de una alegre estampa primaveral; invocaba la luz allá donde imperaba la oscuridad. Adán dio con la realización de este cuadro su do de pecho, su canto del cisne, su acariciar las estrellas del firmamento, la sublimación de todos los sentimientos que había atesorado en su vida.
Él no podía imaginarse el modo por el cual las presencias protectoras protegían sus libros de la lluvia, allá en el último límite de la distancia. No supo, tampoco, el nombre del anciano caballero que, embutido en severo traje de ejecutivo, le comprara su cuadro del olmo primaveral. Ni supo, asimismo, quién era la inspiradora del nuevo rostro que había pintado la víspera, situado en el trasfondo de una pared caliginosa. Con este nuevo trabajo había captado la esencia visual de la mujer joven que viera caminar entre la niebla del Canal de San Martín. París era una ciudad demasiado grande para volver a tropezarse con ella, la mujer desconocida, o animarse a hacer, aunque fuera, el más fútil intento por localizarla. ¿Y si se tratara de una turista ocasional? En tal caso, las probabilidades de dar con ella se situaban mucho más por debajo de lo remoto.
Adán salió esa mañana de su ático, subió por el Bulevar del Temple, alcanzó la Plaza de la República, y, callejeando, se llegó junto a las escalinatas de la iglesia de San Vicente de Paul, en el promedio de la Rue La Fayette. Dejó que sus posaderas reposaran ahí mismo, y, enfrascado en las acrobacias aéreas de las golondrinas y calandrias, sus pensamientos se apartaron de la lluvia que amenazaba sus libros de juventud, de la razón por la que tenía que haberse exiliado, de todo aquello en que tanto había meditado en su permanente soledad. El rostro de su último cuadro era el que embargaba todos sus pensamientos.
Dejó de contemplar el susurrante vuelo de las aves, agachó la cabeza apretando los párpados, abrió el compás de sus muslos, apoyó los codos en las rodillas y entrelazó los dedos de sus manos. El grito que no se atrevía a materializar, era como una llamada en medio de la niebla, una instancia para que unas piernas esbeltas y juveniles detuvieran su marcha en los paseos o los puentecillos del Canal de San Martín, una súplica por una mirada con la que poder reparar en lo que quedaba dentro de unos ojos hechos de lecturas de libros, sombras, pesadumbres, soledades y sueños que no alcanzaron cumplimiento.
El sol fulguraba entre los diseños de nubes primaverales. Adán tenía que volver a ponerse en pie; era necesario reanudar su búsqueda sin fin.
En el transcurso de esa primavera, no volvió a coger los pinceles. Salía de buena mañana de su ático, y se encaminaba a grandes zancadas al Canal de San Martín. Lo recorría de arriba abajo, por entrambas orillas. Llevaba siempre la ansiedad de encontrar algo emocionante y hermoso en el momento menos esperado. Y cuando sus rondas se salían de los límites del canal, tenía el resto de la gran extensión de París para ampliarlas. Recorrer a pie las orillas del Sena, inspeccionar las callejuelas del Barrio Latino, vagar por el Campo de Marte, a la vista de la colosal Torre Eiffel, tumbarse a descansar sobre el centelleante césped de la explanada de los Inválidos, recordar miles de vidas no vividas y olvidar la vivida, con los ojos abstraídos en las evoluciones de los barquitos de juguete del lago octogonal de los jardines del Luxemburgo; sentir que se reavivaba el deseo de volver a pintar yendo por las arcadas del Palais Royal o las aceras del Bulevar de Montparnasse. Caminar siempre, rodeando el arco triunfal del jardín del Carrousel, enfilando las pistas del vecino jardín de las Tullerías y desembocar en la Plaza de la Concordia, hasta terminar desistiendo de la búsqueda a mitad de la avenida de los Campos Elíseos… Se perfilaba necesario rendirse a lo evidente; la búsqueda por París no tenía trazas de terminar nunca.
Una noche rugió una helada cellisca sobre las buhardillas del barrio del Marais, cosa completamente inusual tratándose del verano. En el techo de su viejo ático se abrieron las goteras que, por más que hiciera, nunca logró taponar ni confiaba en poder hacerlo alguna vez. Soñó con la vieja casa solariega, y al despertar pensó que acaso sus techos ya no ofrecieran un refugio adecuado al tesoro de sus libros. En algunas ocasiones, es factible que los exilios acaben finalizando. Pese al fracaso de su búsqueda incesante por París, era posible que aún estuviera a tiempo de salvar sus libros.
Fue a la Plaza del Tertre, y ofreció sus pinturas a un precio verdaderamente irrisorio, mucho menos de lo que le habían costado los lienzos y los tubos de color. Prácticamente, se las quitaron de las manos; tal vez desempeñarían una buena función de adorno en algunos salones poco agraciados. Quemó, por así decirlo, sus naves para poder acudir al rescate de sus libros. Tan sólo se reservó el lienzo que le había impelido a la búsqueda nebulosa por todo París durante la época del buen tiempo. El último paseo que dio fue por el perímetro de la plaza del Parvis de Notre-Dame. Luego giró hacia el jardín del Square Jean XXIII, en la parte trasera de la catedral, y de allí cruzó el puente de San Luis y se internó en las calles angostas y encantadoras de la isla del mismo nombre. Pensó que si hubiera conocido otra mañana fajada de niebla en el Canal de San Martín, similar a la que el tiempo le había arrebatado sorpresivamente, no habría vacilado; hubiera ido al encuentro del rostro que aparecía plasmado en su lienzo; hubiera sido otro hombre diferente al que se había formado leyendo los libros cuya protección de la lluvia ahora no se veía capaz de asegurar. Adán Piaget era un hombre triste como nunca había conocido otro.
No le pusieron impedimentos cuando mostró el pasaporte en la frontera del país del que había tenido que exiliarse hacía muchos años. Un hombre de apariencia triste no representa ninguna amenaza. Adán hubo de tomar varios enlaces de trenes, y, cuando arribó a su viejo hogar, lo primero que le asaltó fue una imagen de acabada desolación. El copudo olmo había muerto, hendido por el rayo de una tormenta estival. Las ramas exuberantes de antaño ya no podrían tender su sombra por los tejados de la casa; ya los jilgueros no irían a piar ante la caricia de los primeros rayos de la aurora. Adán tenía miedo de lo que pudiera encontrarse en el interior de la casa.
Todas las habitaciones del piso alto exhibían orificios en el techo, por los cuales habían tenido libre acceso los chorros de incontables aguaceros. Ni un mueble había sobrevivido a la acción de la carcoma o la putrefacción de la humedad. El enmaderado del suelo había perdido todo su lustre y esplendor de los días de antaño.
Adán llegó junto a la puerta de la espaciosa sala donde estaban contenidos todos sus libros. No pudo evitar que el corazón le diera un vuelco. Tras larga ausencia, volvía a retomar las huellas de su pasado.
La luz de la linterna no reveló agujeros en el techo de la biblioteca. Tampoco imperaba el característico olor a humedad del resto de la casa. Ni siquiera se advertían rincones donde el polvo su hubiese acumulado especialmente. Los libros seguían allí, con sus cantos deslumbrantes, sosteniendo las promesas del pasado. Había merecido la pena vivir para cerciorarse de que al menos no se había perdido lo primero que poseyera en este mundo.
Desenrolló el lienzo que transportaba con el mimo de una preciada joya, apartó los cachivaches que había desperdigados por la mesa del centro y, sobre su tablero, colocó, sujeta con ocasionales pisapapeles en sus esquinas, lo que reputaba la mejor obra de su vida. Alzó la aletargada persiana para que la luz del cielo de nubes soleadas disipara las sombras de lo nostálgico y entrañado. Los fantasmas de ignorados rincones de la casa habían cumplido su cometido a la perfección. ¡El santuario de los libros había salido indemne al paso del tiempo!
Adán fue al encuentro de la inmediata mecedora forrada de terciopelo de Utrecht, acomodó sus posaderas y dejó que sus párpados simularan el pasar de las hojas de un libro. Era necesario empezar otro sueño para ir en busca de los que se habían perdido.
La aldea donde la casa solariega se asentaba, había bajado mucho de habitantes desde la vez que partiera al exilio. Había habido un inusual flujo migratorio hacia las ciudades. Era difícil encontrar obreros que ayudasen a Adán a llevar a cabo las reformas que el inmueble precisaba. Instaló, pues, su habitáculo principal en la biblioteca, a la vista de los libros que habían contribuido a llenar los muchos espacios vacíos de su alma. Jamás se le fue la intriga causada por los rostros que, de cuando en cuando, aparecían por las paredes en sombra. El lienzo que indultara de su etapa en París, aún presidía honoríficamente la enorme mesa de nogal, montada sobre tres tablas macizas.
Cierto día, el invierno hizo su aparición por los alrededores de la casa solariega. Las nieblas se deslizaban por las hendiduras de puertas y ventanas, introduciéndose en pasillos y estancias solitarias, contribuyendo a alimentar el susto en los rostros que ocasionalmente se bosquejaban en las paredes.
El mismo día que se presentaron las nieblas en la tierra que ahora Adán habitaba, la presencia solitaria de un hombre entrado en edad enfilaba el camino que conducía a la casa solariega. Nadie le había visto nunca por aquellos contornos. Se protegía del frío con una gruesa pelliza gris y se tocaba la cabeza con un sombrero ancho de ala, pero de color verde, con la misma tonalidad de las chaquetas confeccionadas con lana austriaca. Sus botas estaban manchadas del barro de los caminos, desmintiendo la belleza de las hebillas de oro. Tenía los ojos orlados de arrugas de inteligencia, y su rostro debió ser noble y gallardo en épocas pretéritas, si bien ahora semejaba algo parecido a una cáscara de nuez. El azul de sus iris lanzó un destello misterioso, que creó profundo contraste con la niebla de alrededor. Había recibido la afable impresión de haber encontrado lo que había venido a buscar. Llamó a la puerta con nudillos decididos, y los ámbitos de la casa se poblaron de ecos lúgubres y quebradizos. Adán acudió a abrir. El paso de los años había conferido a sus facciones un aspecto bondadoso y entrañable. El desconocido tembló de placer al haber encontrado a quien deseaba encontrar.  
Le dijo a Adán que se llamaba Pascal Lautréamont, que había hecho lo imposible por localizarle en París, que, por últimas, se enteró de que él, Adán, había vuelto al país del que fuera exiliado; y asimismo le dijo que le costó Dios y ayuda dar con la casa solariega. Pascal Lautréamont fue quien le compró en la Plaza del Tertre aquel lienzo que recreaba el olmo frondoso y la misma casa solariega bañados por un rabioso sol de primavera. Y ahora cabía preguntarse: ¿qué había sido del olmo, por qué ya no tenía follaje y su tronco semejaba un enorme sarmiento encaramado al remate de la tierra de un cementerio? Adán dio las oportunas explicaciones, e invitó al visitante a pasar al interior de la casa.
Sobre la mesa de la biblioteca seguía extendido el lienzo que Adán más preciaba. Siempre tenía cuidado de resguardarlo del polvo de la campiña, que, inopinadamente, acababa posándose en los muebles y los lomos de los libros. Pascal Lautréamont se quitó la pelliza y el sombrero, y, tras echar un vistazo global a los intentos de pintura que allí había, permaneció unos instantes contemplando pensativo el lienzo de sobre la mesa. El silencio que se había propagado por la biblioteca, permitió apreciar el sonido del aire colándose por las rendijas de la espaciosa ventana.
Pascal Lautréamont pasó mucho rato asimilando los detalles del lienzo. Sus ojos, de ordinario reducidos al tamaño de dos sutiles muescas, ampliaron el grosor de sus globos… Había reconocido el rostro que aparecía en la pared representada en el lienzo. Adán le oyó decir que era el de su hija Clémence.
¿Era posible lo que sus oídos escuchaban? Delante de Adán estaba el padre de la mujer cuyo rostro, entrevisto en el corazón de la niebla del Canal de San Martín, retuviera en los más suntuosos aposentos de su memoria. La mujer que fue llamada a asumir la fugacidad de un sueño. Sueño inútil de perseguir e imposible de encontrar, pero que, pese a todo, Adán había perseguido y ahora creía haber encontrado. Ella se llamaba Clémence, y era, para más señas, hija del hombre que tenía delante. ¡Algo maravilloso!
El aire que silbaba por las rendijas de la ventana, pareció alcanzar los intersticios de los libros; palpitaban como las hojas del corazón ante el advenimiento de una emoción profunda. Y no hubo mayor emoción que la que sintiera Adán mientras el visitante le refería que Clémence había pasado muchas horas contemplando el cuadro de la casa solariega, evadida en dulces raptos de fascinación. Ella fue precisamente la que instó a su padre a que averiguara la identidad del autor de semejante obra. Este cometido no era fácil de realizar, pero Pascal Lautréamont invirtió las horas francas de su jubilación en ir atando cabos lentamente, con la paciencia y el primor de un relojero. Atrás quedaban sus indagaciones por las calles del viejo París, las charlas con las escasas gentes que conocieran a Adán, las negativas a su hija Clémence, siempre que le preguntaba acerca de los resultados de sus pesquisas. Pero la perseverancia resultó triunfadora frente a lo imposible. Por fin podría cumplirse el anhelo de Clémence de conocer más obras del pintor desconocido que había firmado su lienzo con un simple “Adán”.
La niebla terminó de desligarse fuera de la ventana. Lucía una primavera en medio del invierno. Pascal Lautréamont pidió un precio para poder llevarse consigo la pintura que crearía una conmoción profunda en su hija. Pero Adán rechazó todo ofrecimiento de dinero; enrolló cuidadosamente el lienzo, lo colocó en un envoltorio adecuado y se lo ofreció sin más al padre de su musa. Desde ese instante, se hizo la promesa definitiva de que jamás volvería a tomar un pincel y una paleta de colores. Pascal Lautréamont mostró con emocionados gestos su gratitud, y se fue de la casa por el camino reavivado por un meloso sol de invierno.
Por más empeño que puso, Adán no volvió a distinguir las figuras de los rostros en las paredes solitarias de la casa solariega. Tomó un cuaderno con las páginas en blanco, y lo llenó de distintos tipos caligráficos aplicados al nombre de Clémence; ensayó tintas de diversos colores, y usó todo su repertorio de plumas estilográficas.
Cuando llegó el buen tiempo, apeteció dar largos paseos por los caminos vecinales que bordeaban la casa solariega. A veces se quedaba afuera hasta que del cielo vespertino se esfumaban las golondrinas y se entibiaba el canto de los gorriones, o incluso hasta cuando las estrellas destellaban como tachuelas de plata. Siempre llevaba consigo de la mano el cuaderno en el cual había escrito las distintas versiones del nombre de Clémence. Y cada vez que sus ojos se paseaban por esas letras, rememoraba las nieblas del Canal de San Martín, el proceso de pintura de sus cuadros más queridos, el tiempo de búsqueda por las calles de París, la visita del anciano que puso nombre a la única mujer que Adán podría haber amado en este mundo.
En su país volvieron a reabrirse las heridas del pasado, y hubo quien recordó que él había estado exiliado en cierta ocasión; hubo también quien dijera que él no era merecedor de seguir viviendo sobre el suelo patrio. Le hicieron llegar un mensaje perentorio: nunca más podría habitar en la casa solariega, a riesgo de perder la vida. Aunque los años ya hubieran agudizado la curvatura de su espalda, era necesario que tornara a ponerse en camino para no regresar jamás. 
Cuando decidió marcharse, se despertó mucho antes de que aclarase el día. No sabía qué pensamientos o palabras librar en el interior de la biblioteca. Ahora sí que era cierto que jamás volvería a ver los libros, los fieles compañeros de su soledad. Pero tenía que irse, no quedaba otro remedio. Cerró la puerta de la biblioteca, a sabiendas de que nunca más volvería a ser abierta. Salió al exterior de la casa solariega. Soplaba un viento fresco y vigorizante, que venía de más allá de las praderas, transportando delicadas fragancias florales. La vista de lo que otrora fuera un olmo majestuoso, le hizo barruntar los días que le aguardaban fuera de su hogar. Un rayo de luz comenzaba a parpadear en el Oriente. Empezó a caminar con su escaso hatillo a cuestas. Para huir de la ira de sus desterradores, era mejor andar senderos solitarios con pies alados, sin tomar trenes u otro tipo de vehículos. Sus encorvados hombros arrastraban la soledad del peregrino.
A tiempo se marchó de la casa solariega. Apenas había amanecido, cuando camparon por allí los sicarios del régimen que había obligado nuevamente a Adán a enfilar el camino del exilio. Encontraron poco que saquear en el interior del inmueble. El santuario de los libros no les interesaba lo más mínimo. Prendieron fuego a la casa, y en menos de una hora aquello era un infierno de llamas y calor sofocante.
Adán se paró en lo alto de una prominencia rocosa, y apuntó una lánguida mirada hacia la risueña campiña que había sido su hogar. Advirtió la soflama del incendio. Y hasta donde él estaba, el viento llevaba pájaros de fuego con alas hechas de papel impreso. Entonces supo que ya no le quedaban razones por las cuales regresar. El aire de esa tierra maldecida se veía plagado de pájaros de fuego. El abatimiento de los hombros de Adán se hizo más acusado. Sus pies debían conducirle a otra parte. ¿París, acaso?
Habían sido más alegres sus tiempos de antaño en La Ville Lumière, aunque su juventud estuviera presidida por la melancolía. Ahora tenía muchos más años a las espaldas, y los nuevos comienzos se perfilaban especialmente difíciles. Fue casi milagroso que pudiera volver a arrendar el viejo ático del Bulevar del Temple. El invierno empezaba a roer los huesos de París, y Adán buscaba preferentemente los lugares soleados. Encontró su favorito en la Plaza de los Vosgos, no muy lejos de donde estaba su ático. Allí pudo volver a desplegar la corola de sus sueños. Con una simple ramita de fresno, trazaba líneas en la arena del parquecillo infantil que había dentro de la extensa verja. Y las líneas se unieron para plasmar recuerdos que se resistían a abandonar los refugios de su alma.
El palito de fresno, burdo remedo de pincel, le permitió trazar muchas veces la figura de una casa y un olmo centenarios, tal como fueron en algún momento de su vida; de ese recuerdo ya no restaban más que las cenizas de la cruda realidad. Alguna vez llovía en la Plaza de los Vosgos, y Adán no podía dibujar en la arena del parquecillo. Entonces buscaba la protección de las arcadas, justo al lado de la puerta de venerable madera claveteada, rematada en un arco de medio punto, de la casa que perteneciera a Víctor Hugo; alguno de los libros de este autor habían asumido la apariencia de pájaros de fuego, cuando la intransigencia y el odio desatados redujeron a cenizas la vida de Adán en su país de origen. Un recio aguacero azotaba las arboledas de la Plaza de los Vosgos. Adán se acomodó en las losas de la arcada, y recordó los tiempos lejanos de su peregrinaje por todo París persiguiendo el sueño de las nieblas del Canal de San Martín. Ahora no estaba dispuesto a perseguir ningún otro sueño. Ni siquiera pensaba que su edad le permitiera aspirar al amor de una mujer. La lluvia que se desplomaba sobre la Plaza de los Vosgos, era como el llanto de toda una vida jalonada de fracasos.
Adán había perdido la esperanza de encontrar a nadie, y lo último que se le pasaba por las mientes era que pudieran estar buscándole a él; y menos que esta búsqueda estuviese teniendo lugar en el mismo París. Ya era sabido que había tenido que abandonar de nuevo su país de origen; la barbarie allí reinante ya no dejaba siquiera grano que los pájaros pudieran picotear en los sembrados. Era sabido que Adán no había fallecido; aún figuraba en el registro de exiliados, sin tener constancias de su posible óbito. Adán era autor de dos cuadros que habían removido las bases de un alma libre y soñadora, dos cuadros que los ojos a que iban destinados no se cansaban de contemplar, rescatando en cada ojeada matices y dulces significados ocultos. Adán merecía ser buscado, arropado en el cariño y muy seguramente amado con devoción. Era el momento de rescatar los pecios de un naufragio sentimental.
Sus dibujos en la arena del parquecillo alcanzaron tal grado de perfección, que los niños que jugaban allí mostraron reparos de destrozárselos. Por eso Adán tomó la decisión de marcharse de la Plaza de los Vosgos; no era justo que los leños secos impidieran el crecimiento de los brotes verdes y lozanos.
Bajando por el Bulevar del Temple, llegó junto al obelisco de la Plaza de la Bastilla. Luego siguió por el Bulevar Bourdon, orillando el inicio del Canal de San Martín. La vista de la inmediata Comisaría de Policía le sugirió una idea hasta cierto punto atrayente: hacer lo posible por darlo todo por concluido.
Pascal Lautréamont era quien había vuelto a buscarle. La obra de Adán, ejemplificada en los dos cuadros que colgaban en lugar honorífico de su piso de la Rue de Rivoli, constituía la razón de vida de su querida hija Clémence. Se asombró de reconocer los diseños de Adán en la arena del parquecillo de la Plaza de los Vosgos, antes de que el viento y el bullir de los pájaros acabaran dispersándolos. Los niños que solían jugar allí, le indicaron la dirección que Adán había seguido esa misma mañana. Y empezaron las prisas del buen anciano, que siempre superaban a la rapidez de los movimientos de su cuerpo. La razón de su prisa en dar con la figura de Adán, se sustentaba en la debilidad que su hija padecía por causa de una melancolía incontrolable. Por ella habían pasado los años, y nunca pudo hallar algo más hermoso que las sensaciones que le despertaban las pinturas de Adán. Lo extraño, reflexionaba Pascal Lautréamont, era que su hija se hubiera conformado con contemplar la obra del artista que tanto admiraba; ¿por qué no le pidió a su padre que le condujera al lado de aquél, a esa casa solariega del país tan lejano? Pascal Lautréamont estaba convencido de que su hija hubiera amado a Adán, lo mismo que Adán la amaba a ella (de otra forma, ¿cómo habría podido pintar un cuadro de tan bella factura?). Pascal Lautréamont aceleró su paso en sentido a la Plaza de la Bastilla. Algo en su interior le indicaba que no era conveniente que escatimase la menor prisa por dar con el artista que había dado impulso a la vida solitaria de Clémence. ¡Ojalá hubiera hecho esto mismo mucho tiempo antes! No le valía de consuelo que ella jamás se lo hubiera pedido.
En el entretanto, Adán había caminado un buen trecho por la orilla derecha del Sena. Después, presa de silenciosa indolencia, cruzó los arcos del Louvre, y avistó la rueda de la noria de feria, más allá de la Plaza del Carrousel. La noria abarcaba un buen pedazo de la hermosa perspectiva. Pensó que esta atracción era lo que precisamente necesitaba para cumplir su cometido. Un trocito de cielo para dar el salto a la eternidad. La gloria no le acompañó en su vida, y sólo le quedaba ahora la gloria de las nubes. Comprobó que en su bolsillo tenía el dinero suficiente para pagarse un viaje en la noria.
Todo era luz y jovialidad en los jardines de las Tullerías, y los rayos de sol se precipitaban creando impactos multicolores en las fachadas de la Rue de Rivoli. Adán ya ocupaba su localidad en la noria. El cielo empezó a hacerse muy alto, mientras se encogía la cinta verde del río, los muros del palacio y la crestería de los árboles. Allá en la libertad de los aires, las calandrias invocaban las próximas tibiezas de la primavera. Adán aguardaba el momento en que la noria se detuviera en la cúspide de su recorrido. Ocurrió de inmediato. Se liberó del cinturón de seguridad. Alzó sus posaderas del asiento para ponerse en pie. Pero en ese preciso instante su mirada fue capturada por la visión de un balcón abierto en la Rue de Rivoli… Su corazón quedó tan suspenso como la noria en el intervalo de sus revoluciones. Aunque sus piernas estuvieran en disposición de dar el salto que le liberaría de las congojas de este mundo, no pudo evitar que el resto de su cuerpo quedara paralizado.
La vista se le había disminuido bastante con el paso de los años, pero sus ojos no podían engañarle. La luz del sol penetraba por el balcón abierto, hasta iluminar una alcoba en cuya cama reposaba alguien de facciones conocidas, porque había pintado su retrato tras aprehenderlo brevemente en el transcurso de un paseo de invierno por el Canal de San Martín. ¡Era Clémence, no cabía duda!
A diferencia de sus ojos, sus oídos estaban en perfectas condiciones. Y escuchó que alguien gritaba su nombre desde el mismo pie de la noria. Afinando nuevamente la mirada, descubrió que se trataba de Pascal Lautréamont, el padre de Clémence. El anciano le hacía señas desesperadas aspeando los brazos, para que desistiera de su propósito de lanzarse al vacío. No tenía sentido morir cuando aún tanto le quedaba por hacer, a pesar de los pesares. Entonces Adán se sentó de nuevo, y en ese momento la noria reemprendió sus vertiginosas revoluciones.
Quiso ponerse a reír y a saltar de júbilo. No se le ocurrió en ese instante preguntarse la razón de que Clémence estuviera postrada en cama. Recordó que aún llevaba consigo, en las interioridades de su abrigo, el cuaderno que llenara sólo con el nombre de Clémence, en todos los posibles tipos caligráficos y usando gran variedad de tintas. Recordó también lo que ocurrió cuando pegaron fuego a la casa solariega; las páginas de sus entrañados libros revolotearon por las regiones bajas de la atmósfera, cual pájaros de fuego. Este recuerdo le inspiró una idea emocionante: se puso a arrancar algunas páginas del cuaderno y a confeccionar toscos aviones de papel. Y los arrojó a los rápidos aires que desplazaba el giro de la noria. Había alcanzado la cumbre de su vida; no recordaba haberse sentido nunca tan feliz.
Por su parte, Pascal Lautréamont sentía que su corazón se henchía de gozo. Observó cómo uno de los aviones de papel de Adán se encaramaba a la joroba de los vientos del Sena y planeaba hasta el balcón de la Rue de Rivoli. Sin duda, se posaría en el lecho de dolor de Clémence. Ella lo miraría, y, al reconocer algo muy grato para su alma, sentiría que la invadían nuevas ganas de vivir.
Así fue. La enfermera que la atendía le acercó la hoja manuscrita, tras deshacerla de su forma de avión. Se le inyectaron los ojos de emoción al reconocer su nombre tantas veces reproducido de tan bellas maneras. Pidió explicaciones a la enfermera, y ésta se las ofreció puntualmente. Más allá del balcón, abierto al benéfico sol de ese día de invierno, la noria giraba arrastrando, cual estela marina, un conjunto de aviones de papel. Clémence pidió a la enfermera que la ayudara a levantarse y cogiera los prismáticos que tenía en el cajón de su mesita de noche. Salió al balcón del brazo de la enfermera. El viento levantó un poco de rubor en medio de la palidez de sus mejillas. Encajó los oculares de los prismáticos en sus ojos, y de sus labios se descolgó la más bella sonrisa que había alumbrado en su vida.
Aún quedaban hojas en el cuaderno cuando el viaje de la noria tocó a su fin. En la plataforma de embarque, Pascal Lautréamont aguardaba a Adán con los brazos abiertos. El anciano le metió prisa para que fueran cuanto antes al piso de la Rue de Rivoli. El tiempo apremiaba, pues estaba en juego la salud de Clémence.
Mientras subían en el antiguo ascensor, Adán rememoró los rostros que antaño se le aparecieran en distintas paredes. ¿Qué habría sido de ellos? Clémence estaba a punto de convertirse en un rostro de carne y hueso delante de sus ojos. Y aún conservaba ilesas las suficientes hojas del cuaderno para testimoniar que durante largos años no había dejado de pensar en ella.
Cuando la tuvo delante, cautelosamente sostenida del brazo de la enfermera, se lamentó de no tener flores u otro objeto valioso para obsequiarla. Por acto reflejo, le tendió lo que restaba del cuaderno. Ella fue consciente de estar recibiendo una venerable reliquia. Sus ojos, de un pálido azul violeta, se velaron con una bruma de emoción.
Pascal Lautréamont se dejó caer en una butaca próxima. Le embargaba la satisfacción, mudada en melancolía, de haber llevado su misión a buen puerto. Su hija seguiría viviendo, acompañada ahora del autor de los cuadros que presidían su alcoba.
El abrazo que se dieron el pintor y su musa fue de los que sientan leyenda. Adán se olvidó de la edad que tenía, y no pensó que hubiera existido una casa solariega al lado de un olmo frondoso, aunque muy cerca de ahí hubiera una pintura que lo atestiguara. Olvidó también las nieblas del Canal de San Martín, y se alegró de haber atrapado por fin lo que se asemejaba al brillo de una estrella fugaz.
Adán y Clémence, aún unidos en el abrazo que sellaría su unión eterna, miraron juntos fuera del balcón. El sol del invierno portaba minúsculas gotas de frescor. Y allá, en los dominios del viento, acariciado por las ramas más altas de los árboles, aún evolucionaba un tosco avión de papel, estampado de un único nombre.     

Hospital General de Ciudad Real, 12-15 de abril de 2013
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


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