Este relato fue escrito en
una época de especial desdicha e incertidumbre. Entre las nubes, que por un tiempo resultaron negras y amenazadoras, por fin asoma el arco iris.
Agradezco a la pintora
española Teresa Sánchez Ruiz la amabilidad demostrada al permitirme hacer uso
de sus evocadoras acuarelas para ilustrar el relato.
El relato de "El inventor " será retomado en breve. Disculpen tan prolongada ausencia.
La lluvia batía
sobre los tejados de la solitaria casa solariega. Adán Piaget, en la hermosa nación
donde se hallaba, sabía que no tenía nada que temer. Los libros de la casa, que
en los años de su juventud fueran sus inseparables compañeros, estaban
protegidos y a salvo de toda inclemencia. El olmo centenario, que proyectaba la
exuberancia de su follaje por encima de torres y tejados, no permitiría que el
agua de la lluvia llegase a ajar tantas vidas y tesoros de papel. Aunque la
casa tuviera su antigüedad y le fueran necesarias muchas reformas que acometer,
había como un poder extraño que protegía la integridad de los libros.
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Adán
recordaba la última vez que estuviera en la casa, antes de que los azares de la
vida le obligaran a exiliarse en un país lejano. Entonces había paseado la
luminaria de su linterna por todos los pasillos y habitaciones sumidos en las
sombras de la nostalgia de los tiempos perdidos. Observó que las paredes no
estaban vacías. Una especie de rostros evanescentes alentaba por las zonas que
no buscaban ser divisadas por ojos algunos. Si no estuviera tan habituado a la
soledad, Adán hubiera sentido despertársele el miedo. Llegó junto a un rincón
de espejos, y el resplandor de la linterna se fragmentó como si impactara sobre
las facetas de un cristal de cuarzo, hasta figurar un amanecer en el interior
de la tierra. La imagen que las pulidas superficies le ofrecían, le dejaron
ciertamente pensativo. Su rostro, su tórax, el arco de sus muslos, hasta las
mismas ropas que vestía, todo había cambiado, como cuando el olmo mudaba el
color de sus hojas a finales del verano. Entonces comprendió, con cierto poso
de añoranza, que acaso nunca más volviera a habitar entre los muros de la casa
solariega. Sus libros quedaban allí, así como el recuerdo de los rostros que
una vez llenaran de ecos pasillos y estancias, los mismos rostros que ahora
semejaban figuras huidizas en las paredes.
Aunque
ya no estuviera allí, Adán sabía que estaba lloviendo sobre la casa solariega,
y sabía que con el paso del tiempo, precario refugio podrían encontrar sus
libros en ese otrora lugar feliz.
Su
casa de ahora era muy distinta: un pequeño ático, igual de viejo y
destartalado, en los techos melancólicos del Bulevar del Temple de París. Si se
miraba al espejo del cuarto de baño, con el azogue ya en proceso de
descomposición, pensaba en migraciones de pájaros, nubes pasajeras, sueños
incumplidos y nostalgias errantes. La primera luz de la mañana penetraba
calladamente por el ventanillo del baño, reavivando fulgores de loza antigua.
Al alba su ático olía a café recién hecho y a la pintura de la víspera,
secándose en lienzos que buscaban el abrazo de la luz como si una mariposa
tratara de posarse entre las primeras flores de un prado. Adán vivía los sueños
que antes no había osado imaginar. Ahora habitaba en el parisino barrio del
Marais, muy lejos de donde la copa del olmo sufría el hostigamiento de la misma
lluvia que pugnaba por invadir el santuario de los libros.
Tras
finalizar su aseo matinal, Adán regresó junto al cuadro en el que estuviera
trabajando la víspera. Se trataba de la figura de un rostro encantador
insinuándose en una pared sombría. Un rostro que no había conocido en los días
de su juventud en aquel país lejano del que vino. Un rostro entrevisto por
entre la niebla de los paseos del Canal de San Martín. Un motivo para que
reverdecieran las hojas del olmo cuyo recuerdo guardaba en su interior. El
cuadro podría estar o no acabado, pero era acicate suficiente para regresar al
Canal de San Martín otra mañana de niebla y conquistar las cumbres
inalcanzables de su vida.
Adán
se había dedicado a un arte que apenas si le reportaba beneficios para subvenir
a sus necesidades temporales. Esbozar retratos con el trasfondo de paredes
sombrías no constituía el mejor modo de abrirse camino en la Meca del arte. Sus
producciones no habían valido más que algunos fugaces vistazos e inaudibles
elogios por parte de quienes acudían a curiosear los trabajos de los pintores
que desplegaban sus talentos en la Plaza del Tertre, a espaldas de la basílica
del Sagrado Corazón, en el cerro de Montmartre. Pero los escasos viandantes que
se detenían a mirar sus cuadros, lo hacían suscitados por un interés y una
admiración sin parangones. Adán podría no ser un artista reconocido, pero no
cabía duda de que era un gran artista.
El
cuadro que vendió al más alto precio representaba un olmo en el esplendor de
las hojas, cuya sombra envolvía una casa que tenía el tono ceniciento del paso
de las décadas. Se trataba de una alegre estampa primaveral; invocaba la luz
allá donde imperaba la oscuridad. Adán dio con la realización de este cuadro su
do de pecho, su canto del cisne, su acariciar las estrellas del firmamento, la
sublimación de todos los sentimientos que había atesorado en su vida.
Él
no podía imaginarse el modo por el cual las presencias protectoras protegían
sus libros de la lluvia, allá en el último límite de la distancia. No supo,
tampoco, el nombre del anciano caballero que, embutido en severo traje de
ejecutivo, le comprara su cuadro del olmo primaveral. Ni supo, asimismo, quién
era la inspiradora del nuevo rostro que había pintado la víspera, situado en el
trasfondo de una pared caliginosa. Con este nuevo trabajo había captado la
esencia visual de la mujer joven que viera caminar entre la niebla del Canal de
San Martín. París era una ciudad demasiado grande para volver a tropezarse con
ella, la mujer desconocida, o animarse a hacer, aunque fuera, el más fútil
intento por localizarla. ¿Y si se tratara de una turista ocasional? En tal
caso, las probabilidades de dar con ella se situaban mucho más por debajo de lo
remoto.
Adán
salió esa mañana de su ático, subió por el Bulevar del Temple, alcanzó la Plaza
de la República, y, callejeando, se llegó junto a las escalinatas de la iglesia
de San Vicente de Paul, en el promedio de la Rue La Fayette. Dejó que sus
posaderas reposaran ahí mismo, y, enfrascado en las acrobacias aéreas de las
golondrinas y calandrias, sus pensamientos se apartaron de la lluvia que
amenazaba sus libros de juventud, de la razón por la que tenía que haberse
exiliado, de todo aquello en que tanto había meditado en su permanente soledad.
El rostro de su último cuadro era el que embargaba todos sus pensamientos.
Dejó
de contemplar el susurrante vuelo de las aves, agachó la cabeza apretando los
párpados, abrió el compás de sus muslos, apoyó los codos en las rodillas y
entrelazó los dedos de sus manos. El grito que no se atrevía a materializar,
era como una llamada en medio de la niebla, una instancia para que unas piernas
esbeltas y juveniles detuvieran su marcha en los paseos o los puentecillos del
Canal de San Martín, una súplica por una mirada con la que poder reparar en lo
que quedaba dentro de unos ojos hechos de lecturas de libros, sombras,
pesadumbres, soledades y sueños que no alcanzaron cumplimiento.
El
sol fulguraba entre los diseños de nubes primaverales. Adán tenía que volver a
ponerse en pie; era necesario reanudar su búsqueda sin fin.
En
el transcurso de esa primavera, no volvió a coger los pinceles. Salía de buena
mañana de su ático, y se encaminaba a grandes zancadas al Canal de San Martín.
Lo recorría de arriba abajo, por entrambas orillas. Llevaba siempre la ansiedad
de encontrar algo emocionante y hermoso en el momento menos esperado. Y cuando
sus rondas se salían de los límites del canal, tenía el resto de la gran
extensión de París para ampliarlas. Recorrer a pie las orillas del Sena,
inspeccionar las callejuelas del Barrio Latino, vagar por el Campo de Marte, a
la vista de la colosal Torre Eiffel, tumbarse a descansar sobre el centelleante
césped de la explanada de los Inválidos, recordar miles de vidas no vividas y
olvidar la vivida, con los ojos abstraídos en las evoluciones de los barquitos
de juguete del lago octogonal de los jardines del Luxemburgo; sentir que se
reavivaba el deseo de volver a pintar yendo por las arcadas del Palais Royal o
las aceras del Bulevar de Montparnasse. Caminar siempre, rodeando el arco
triunfal del jardín del Carrousel, enfilando las pistas del vecino jardín de
las Tullerías y desembocar en la Plaza de la Concordia, hasta terminar
desistiendo de la búsqueda a mitad de la avenida de los Campos Elíseos… Se
perfilaba necesario rendirse a lo evidente; la búsqueda por París no tenía
trazas de terminar nunca.
Una
noche rugió una helada cellisca sobre las buhardillas del barrio del Marais,
cosa completamente inusual tratándose del verano. En el techo de su viejo ático
se abrieron las goteras que, por más que hiciera, nunca logró taponar ni
confiaba en poder hacerlo alguna vez. Soñó con la vieja casa solariega, y al
despertar pensó que acaso sus techos ya no ofrecieran un refugio adecuado al
tesoro de sus libros. En algunas ocasiones, es factible que los exilios acaben
finalizando. Pese al fracaso de su búsqueda incesante por París, era posible
que aún estuviera a tiempo de salvar sus libros.
Fue
a la Plaza del Tertre, y ofreció sus pinturas a un precio verdaderamente
irrisorio, mucho menos de lo que le habían costado los lienzos y los tubos de
color. Prácticamente, se las quitaron de las manos; tal vez desempeñarían una
buena función de adorno en algunos salones poco agraciados. Quemó, por así
decirlo, sus naves para poder acudir al rescate de sus libros. Tan sólo se
reservó el lienzo que le había impelido a la búsqueda nebulosa por todo París
durante la época del buen tiempo. El último paseo que dio fue por el perímetro
de la plaza del Parvis de Notre-Dame. Luego giró hacia el jardín del Square
Jean XXIII, en la parte trasera de la catedral, y de allí cruzó el puente de
San Luis y se internó en las calles angostas y encantadoras de la isla del
mismo nombre. Pensó que si hubiera conocido otra mañana fajada de niebla en el
Canal de San Martín, similar a la que el tiempo le había arrebatado
sorpresivamente, no habría vacilado; hubiera ido al encuentro del rostro que
aparecía plasmado en su lienzo; hubiera sido otro hombre diferente al que se
había formado leyendo los libros cuya protección de la lluvia ahora no se veía
capaz de asegurar. Adán Piaget era un hombre triste como nunca había conocido
otro.
No
le pusieron impedimentos cuando mostró el pasaporte en la frontera del país del
que había tenido que exiliarse hacía muchos años. Un hombre de apariencia
triste no representa ninguna amenaza. Adán hubo de tomar varios enlaces de
trenes, y, cuando arribó a su viejo hogar, lo primero que le asaltó fue una
imagen de acabada desolación. El copudo olmo había muerto, hendido por el rayo
de una tormenta estival. Las ramas exuberantes de antaño ya no podrían tender
su sombra por los tejados de la casa; ya los jilgueros no irían a piar ante la
caricia de los primeros rayos de la aurora. Adán tenía miedo de lo que pudiera
encontrarse en el interior de la casa.
Todas
las habitaciones del piso alto exhibían orificios en el techo, por los cuales
habían tenido libre acceso los chorros de incontables aguaceros. Ni un mueble
había sobrevivido a la acción de la carcoma o la putrefacción de la humedad. El
enmaderado del suelo había perdido todo su lustre y esplendor de los días de
antaño.
Adán
llegó junto a la puerta de la espaciosa sala donde estaban contenidos todos sus
libros. No pudo evitar que el corazón le diera un vuelco. Tras larga ausencia,
volvía a retomar las huellas de su pasado.
La
luz de la linterna no reveló agujeros en el techo de la biblioteca. Tampoco
imperaba el característico olor a humedad del resto de la casa. Ni siquiera se
advertían rincones donde el polvo su hubiese acumulado especialmente. Los
libros seguían allí, con sus cantos deslumbrantes, sosteniendo las promesas del
pasado. Había merecido la pena vivir para cerciorarse de que al menos no se
había perdido lo primero que poseyera en este mundo.
Desenrolló
el lienzo que transportaba con el mimo de una preciada joya, apartó los
cachivaches que había desperdigados por la mesa del centro y, sobre su tablero,
colocó, sujeta con ocasionales pisapapeles en sus esquinas, lo que reputaba la
mejor obra de su vida. Alzó la aletargada persiana para que la luz del cielo de
nubes soleadas disipara las sombras de lo nostálgico y entrañado. Los fantasmas
de ignorados rincones de la casa habían cumplido su cometido a la perfección.
¡El santuario de los libros había salido indemne al paso del tiempo!
Adán
fue al encuentro de la inmediata mecedora forrada de terciopelo de Utrecht,
acomodó sus posaderas y dejó que sus párpados simularan el pasar de las hojas
de un libro. Era necesario empezar otro sueño para ir en busca de los que se
habían perdido.
La
aldea donde la casa solariega se asentaba, había bajado mucho de habitantes
desde la vez que partiera al exilio. Había habido un inusual flujo migratorio
hacia las ciudades. Era difícil encontrar obreros que ayudasen a Adán a llevar
a cabo las reformas que el inmueble precisaba. Instaló, pues, su habitáculo
principal en la biblioteca, a la vista de los libros que habían contribuido a
llenar los muchos espacios vacíos de su alma. Jamás se le fue la intriga
causada por los rostros que, de cuando en cuando, aparecían por las paredes en
sombra. El lienzo que indultara de su etapa en París, aún presidía honoríficamente
la enorme mesa de nogal, montada sobre tres tablas macizas.
Cierto
día, el invierno hizo su aparición por los alrededores de la casa solariega.
Las nieblas se deslizaban por las hendiduras de puertas y ventanas,
introduciéndose en pasillos y estancias solitarias, contribuyendo a alimentar
el susto en los rostros que ocasionalmente se bosquejaban en las paredes.
El
mismo día que se presentaron las nieblas en la tierra que ahora Adán habitaba, la
presencia solitaria de un hombre entrado en edad enfilaba el camino que
conducía a la casa solariega. Nadie le había visto nunca por aquellos
contornos. Se protegía del frío con una gruesa pelliza gris y se tocaba la
cabeza con un sombrero ancho de ala, pero de color verde, con la misma
tonalidad de las chaquetas confeccionadas con lana austriaca. Sus botas estaban
manchadas del barro de los caminos, desmintiendo la belleza de las hebillas de
oro. Tenía los ojos orlados de arrugas de inteligencia, y su rostro debió ser
noble y gallardo en épocas pretéritas, si bien ahora semejaba algo parecido a
una cáscara de nuez. El azul de sus iris lanzó un destello misterioso, que creó
profundo contraste con la niebla de alrededor. Había recibido la afable
impresión de haber encontrado lo que había venido a buscar. Llamó a la puerta
con nudillos decididos, y los ámbitos de la casa se poblaron de ecos lúgubres y
quebradizos. Adán acudió a abrir. El paso de los años había conferido a sus
facciones un aspecto bondadoso y entrañable. El desconocido tembló de placer al
haber encontrado a quien deseaba encontrar.
Le
dijo a Adán que se llamaba Pascal Lautréamont, que había hecho lo imposible por
localizarle en París, que, por últimas, se enteró de que él, Adán, había vuelto
al país del que fuera exiliado; y asimismo le dijo que le costó Dios y ayuda
dar con la casa solariega. Pascal Lautréamont fue quien le compró en la Plaza
del Tertre aquel lienzo que recreaba el olmo frondoso y la misma casa solariega
bañados por un rabioso sol de primavera. Y ahora cabía preguntarse: ¿qué había
sido del olmo, por qué ya no tenía follaje y su tronco semejaba un enorme
sarmiento encaramado al remate de la tierra de un cementerio? Adán dio las
oportunas explicaciones, e invitó al visitante a pasar al interior de la casa.
Sobre
la mesa de la biblioteca seguía extendido el lienzo que Adán más preciaba.
Siempre tenía cuidado de resguardarlo del polvo de la campiña, que, inopinadamente,
acababa posándose en los muebles y los lomos de los libros. Pascal Lautréamont
se quitó la pelliza y el sombrero, y, tras echar un vistazo global a los
intentos de pintura que allí había, permaneció unos instantes contemplando
pensativo el lienzo de sobre la mesa. El silencio que se había propagado por la
biblioteca, permitió apreciar el sonido del aire colándose por las rendijas de
la espaciosa ventana.
Pascal
Lautréamont pasó mucho rato asimilando los detalles del lienzo. Sus ojos, de
ordinario reducidos al tamaño de dos sutiles muescas, ampliaron el grosor de
sus globos… Había reconocido el rostro que aparecía en la pared representada en
el lienzo. Adán le oyó decir que era el de su hija Clémence.
¿Era
posible lo que sus oídos escuchaban? Delante de Adán estaba el padre de la
mujer cuyo rostro, entrevisto en el corazón de la niebla del Canal de San
Martín, retuviera en los más suntuosos aposentos de su memoria. La mujer que
fue llamada a asumir la fugacidad de un sueño. Sueño inútil de perseguir e
imposible de encontrar, pero que, pese a todo, Adán había perseguido y ahora
creía haber encontrado. Ella se llamaba Clémence, y era, para más señas, hija
del hombre que tenía delante. ¡Algo maravilloso!
El
aire que silbaba por las rendijas de la ventana, pareció alcanzar los
intersticios de los libros; palpitaban como las hojas del corazón ante el
advenimiento de una emoción profunda. Y no hubo mayor emoción que la que
sintiera Adán mientras el visitante le refería que Clémence había pasado muchas
horas contemplando el cuadro de la casa solariega, evadida en dulces raptos de
fascinación. Ella fue precisamente la que instó a su padre a que averiguara la
identidad del autor de semejante obra. Este cometido no era fácil de realizar,
pero Pascal Lautréamont invirtió las horas francas de su jubilación en ir
atando cabos lentamente, con la paciencia y el primor de un relojero. Atrás quedaban
sus indagaciones por las calles del viejo París, las charlas con las escasas
gentes que conocieran a Adán, las negativas a su hija Clémence, siempre que le
preguntaba acerca de los resultados de sus pesquisas. Pero la perseverancia
resultó triunfadora frente a lo imposible. Por fin podría cumplirse el anhelo
de Clémence de conocer más obras del pintor desconocido que había firmado su
lienzo con un simple “Adán”.
La
niebla terminó de desligarse fuera de la ventana. Lucía una primavera en medio
del invierno. Pascal Lautréamont pidió un precio para poder llevarse consigo la
pintura que crearía una conmoción profunda en su hija. Pero Adán rechazó todo
ofrecimiento de dinero; enrolló cuidadosamente el lienzo, lo colocó en un
envoltorio adecuado y se lo ofreció sin más al padre de su musa. Desde ese
instante, se hizo la promesa definitiva de que jamás volvería a tomar un pincel
y una paleta de colores. Pascal Lautréamont mostró con emocionados gestos su
gratitud, y se fue de la casa por el camino reavivado por un meloso sol de
invierno.
Por
más empeño que puso, Adán no volvió a distinguir las figuras de los rostros en
las paredes solitarias de la casa solariega. Tomó un cuaderno con las páginas
en blanco, y lo llenó de distintos tipos caligráficos aplicados al nombre de
Clémence; ensayó tintas de diversos colores, y usó todo su repertorio de plumas
estilográficas.
Cuando
llegó el buen tiempo, apeteció dar largos paseos por los caminos vecinales que
bordeaban la casa solariega. A veces se quedaba afuera hasta que del cielo
vespertino se esfumaban las golondrinas y se entibiaba el canto de los
gorriones, o incluso hasta cuando las estrellas destellaban como tachuelas de
plata. Siempre llevaba consigo de la mano el cuaderno en el cual había escrito
las distintas versiones del nombre de Clémence. Y cada vez que sus ojos se
paseaban por esas letras, rememoraba las nieblas del Canal de San Martín, el
proceso de pintura de sus cuadros más queridos, el tiempo de búsqueda por las
calles de París, la visita del anciano que puso nombre a la única mujer que
Adán podría haber amado en este mundo.
En
su país volvieron a reabrirse las heridas del pasado, y hubo quien recordó que
él había estado exiliado en cierta ocasión; hubo también quien dijera que él no
era merecedor de seguir viviendo sobre el suelo patrio. Le hicieron llegar un
mensaje perentorio: nunca más podría habitar en la casa solariega, a riesgo de
perder la vida. Aunque los años ya hubieran agudizado la curvatura de su
espalda, era necesario que tornara a ponerse en camino para no regresar jamás.
Cuando
decidió marcharse, se despertó mucho antes de que aclarase el día. No sabía qué
pensamientos o palabras librar en el interior de la biblioteca. Ahora sí que
era cierto que jamás volvería a ver los libros, los fieles compañeros de su
soledad. Pero tenía que irse, no quedaba otro remedio. Cerró la puerta de la
biblioteca, a sabiendas de que nunca más volvería a ser abierta. Salió al
exterior de la casa solariega. Soplaba un viento fresco y vigorizante, que
venía de más allá de las praderas, transportando delicadas fragancias florales.
La vista de lo que otrora fuera un olmo majestuoso, le hizo barruntar los días
que le aguardaban fuera de su hogar. Un rayo de luz comenzaba a parpadear en el
Oriente. Empezó a caminar con su escaso hatillo a cuestas. Para huir de la ira
de sus desterradores, era mejor andar senderos solitarios con pies alados, sin
tomar trenes u otro tipo de vehículos. Sus encorvados hombros arrastraban la
soledad del peregrino.
A
tiempo se marchó de la casa solariega. Apenas había amanecido, cuando camparon
por allí los sicarios del régimen que había obligado nuevamente a Adán a
enfilar el camino del exilio. Encontraron poco que saquear en el interior del
inmueble. El santuario de los libros no les interesaba lo más mínimo.
Prendieron fuego a la casa, y en menos de una hora aquello era un infierno de
llamas y calor sofocante.
Adán
se paró en lo alto de una prominencia rocosa, y apuntó una lánguida mirada
hacia la risueña campiña que había sido su hogar. Advirtió la soflama del
incendio. Y hasta donde él estaba, el viento llevaba pájaros de fuego con alas
hechas de papel impreso. Entonces supo que ya no le quedaban razones por las
cuales regresar. El aire de esa tierra maldecida se veía plagado de pájaros de
fuego. El abatimiento de los hombros de Adán se hizo más acusado. Sus pies
debían conducirle a otra parte. ¿París, acaso?
Habían
sido más alegres sus tiempos de antaño en La
Ville Lumière, aunque su juventud estuviera presidida por la melancolía. Ahora
tenía muchos más años a las espaldas, y los nuevos comienzos se perfilaban
especialmente difíciles. Fue casi milagroso que pudiera volver a arrendar el
viejo ático del Bulevar del Temple. El invierno empezaba a roer los huesos de
París, y Adán buscaba preferentemente los lugares soleados. Encontró su
favorito en la Plaza de los Vosgos, no muy lejos de donde estaba su ático. Allí
pudo volver a desplegar la corola de sus sueños. Con una simple ramita de
fresno, trazaba líneas en la arena del parquecillo infantil que había dentro de
la extensa verja. Y las líneas se unieron para plasmar recuerdos que se
resistían a abandonar los refugios de su alma.
El
palito de fresno, burdo remedo de pincel, le permitió trazar muchas veces la
figura de una casa y un olmo centenarios, tal como fueron en algún momento de
su vida; de ese recuerdo ya no restaban más que las cenizas de la cruda
realidad. Alguna vez llovía en la Plaza de los Vosgos, y Adán no podía dibujar
en la arena del parquecillo. Entonces buscaba la protección de las arcadas,
justo al lado de la puerta de venerable madera claveteada, rematada en un arco
de medio punto, de la casa que perteneciera a Víctor Hugo; alguno de los libros
de este autor habían asumido la apariencia de pájaros de fuego, cuando la intransigencia
y el odio desatados redujeron a cenizas la vida de Adán en su país de origen.
Un recio aguacero azotaba las arboledas de la Plaza de los Vosgos. Adán se
acomodó en las losas de la arcada, y recordó los tiempos lejanos de su
peregrinaje por todo París persiguiendo el sueño de las nieblas del Canal de
San Martín. Ahora no estaba dispuesto a perseguir ningún otro sueño. Ni
siquiera pensaba que su edad le permitiera aspirar al amor de una mujer. La
lluvia que se desplomaba sobre la Plaza de los Vosgos, era como el llanto de
toda una vida jalonada de fracasos.
Adán
había perdido la esperanza de encontrar a nadie, y lo último que se le pasaba
por las mientes era que pudieran estar buscándole a él; y menos que esta
búsqueda estuviese teniendo lugar en el mismo París. Ya era sabido que había
tenido que abandonar de nuevo su país de origen; la barbarie allí reinante ya
no dejaba siquiera grano que los pájaros pudieran picotear en los sembrados.
Era sabido que Adán no había fallecido; aún figuraba en el registro de
exiliados, sin tener constancias de su posible óbito. Adán era autor de dos
cuadros que habían removido las bases de un alma libre y soñadora, dos cuadros
que los ojos a que iban destinados no se cansaban de contemplar, rescatando en
cada ojeada matices y dulces significados ocultos. Adán merecía ser buscado,
arropado en el cariño y muy seguramente amado con devoción. Era el momento de
rescatar los pecios de un naufragio sentimental.
Sus
dibujos en la arena del parquecillo alcanzaron tal grado de perfección, que los
niños que jugaban allí mostraron reparos de destrozárselos. Por eso Adán tomó
la decisión de marcharse de la Plaza de los Vosgos; no era justo que los leños
secos impidieran el crecimiento de los brotes verdes y lozanos.
Bajando
por el Bulevar del Temple, llegó junto al obelisco de la Plaza de la Bastilla.
Luego siguió por el Bulevar Bourdon, orillando el inicio del Canal de San
Martín. La vista de la inmediata Comisaría de Policía le sugirió una idea hasta
cierto punto atrayente: hacer lo posible por darlo todo por concluido.
Pascal
Lautréamont era quien había vuelto a buscarle. La obra de Adán, ejemplificada
en los dos cuadros que colgaban en lugar honorífico de su piso de la Rue de
Rivoli, constituía la razón de vida de su querida hija Clémence. Se asombró de
reconocer los diseños de Adán en la arena del parquecillo de la Plaza de los
Vosgos, antes de que el viento y el bullir de los pájaros acabaran
dispersándolos. Los niños que solían jugar allí, le indicaron la dirección que
Adán había seguido esa misma mañana. Y empezaron las prisas del buen anciano,
que siempre superaban a la rapidez de los movimientos de su cuerpo. La razón de
su prisa en dar con la figura de Adán, se sustentaba en la debilidad que su
hija padecía por causa de una melancolía incontrolable. Por ella habían pasado
los años, y nunca pudo hallar algo más hermoso que las sensaciones que le
despertaban las pinturas de Adán. Lo extraño, reflexionaba Pascal Lautréamont,
era que su hija se hubiera conformado con contemplar la obra del artista que
tanto admiraba; ¿por qué no le pidió a su padre que le condujera al lado de
aquél, a esa casa solariega del país tan lejano? Pascal Lautréamont estaba
convencido de que su hija hubiera amado a Adán, lo mismo que Adán la amaba a
ella (de otra forma, ¿cómo habría podido pintar un cuadro de tan bella factura?).
Pascal Lautréamont aceleró su paso en sentido a la Plaza de la Bastilla. Algo
en su interior le indicaba que no era conveniente que escatimase la menor prisa
por dar con el artista que había dado impulso a la vida solitaria de Clémence.
¡Ojalá hubiera hecho esto mismo mucho tiempo antes! No le valía de consuelo que
ella jamás se lo hubiera pedido.
En
el entretanto, Adán había caminado un buen trecho por la orilla derecha del
Sena. Después, presa de silenciosa indolencia, cruzó los arcos del Louvre, y
avistó la rueda de la noria de feria, más allá de la Plaza del Carrousel. La
noria abarcaba un buen pedazo de la hermosa perspectiva. Pensó que esta
atracción era lo que precisamente necesitaba para cumplir su cometido. Un
trocito de cielo para dar el salto a la eternidad. La gloria no le acompañó en
su vida, y sólo le quedaba ahora la gloria de las nubes. Comprobó que en su
bolsillo tenía el dinero suficiente para pagarse un viaje en la noria.
Todo
era luz y jovialidad en los jardines de las Tullerías, y los rayos de sol se
precipitaban creando impactos multicolores en las fachadas de la Rue de Rivoli.
Adán ya ocupaba su localidad en la noria. El cielo empezó a hacerse muy alto,
mientras se encogía la cinta verde del río, los muros del palacio y la
crestería de los árboles. Allá en la libertad de los aires, las calandrias
invocaban las próximas tibiezas de la primavera. Adán aguardaba el momento en
que la noria se detuviera en la cúspide de su recorrido. Ocurrió de inmediato.
Se liberó del cinturón de seguridad. Alzó sus posaderas del asiento para
ponerse en pie. Pero en ese preciso instante su mirada fue capturada por la
visión de un balcón abierto en la Rue de Rivoli… Su corazón quedó tan suspenso
como la noria en el intervalo de sus revoluciones. Aunque sus piernas
estuvieran en disposición de dar el salto que le liberaría de las congojas de
este mundo, no pudo evitar que el resto de su cuerpo quedara paralizado.
La
vista se le había disminuido bastante con el paso de los años, pero sus ojos no
podían engañarle. La luz del sol penetraba por el balcón abierto, hasta
iluminar una alcoba en cuya cama reposaba alguien de facciones conocidas,
porque había pintado su retrato tras aprehenderlo brevemente en el transcurso
de un paseo de invierno por el Canal de San Martín. ¡Era Clémence, no cabía
duda!
A
diferencia de sus ojos, sus oídos estaban en perfectas condiciones. Y escuchó
que alguien gritaba su nombre desde el mismo pie de la noria. Afinando nuevamente
la mirada, descubrió que se trataba de Pascal Lautréamont, el padre de
Clémence. El anciano le hacía señas desesperadas aspeando los brazos, para que
desistiera de su propósito de lanzarse al vacío. No tenía sentido morir cuando
aún tanto le quedaba por hacer, a pesar de los pesares. Entonces Adán se sentó
de nuevo, y en ese momento la noria reemprendió sus vertiginosas revoluciones.
Quiso
ponerse a reír y a saltar de júbilo. No se le ocurrió en ese instante
preguntarse la razón de que Clémence estuviera postrada en cama. Recordó que
aún llevaba consigo, en las interioridades de su abrigo, el cuaderno que
llenara sólo con el nombre de Clémence, en todos los posibles tipos
caligráficos y usando gran variedad de tintas. Recordó también lo que ocurrió
cuando pegaron fuego a la casa solariega; las páginas de sus entrañados libros
revolotearon por las regiones bajas de la atmósfera, cual pájaros de fuego.
Este recuerdo le inspiró una idea emocionante: se puso a arrancar algunas
páginas del cuaderno y a confeccionar toscos aviones de papel. Y los arrojó a
los rápidos aires que desplazaba el giro de la noria. Había alcanzado la cumbre
de su vida; no recordaba haberse sentido nunca tan feliz.
Por
su parte, Pascal Lautréamont sentía que su corazón se henchía de gozo. Observó
cómo uno de los aviones de papel de Adán se encaramaba a la joroba de los
vientos del Sena y planeaba hasta el balcón de la Rue de Rivoli. Sin duda, se
posaría en el lecho de dolor de Clémence. Ella lo miraría, y, al reconocer algo
muy grato para su alma, sentiría que la invadían nuevas ganas de vivir.
Así
fue. La enfermera que la atendía le acercó la hoja manuscrita, tras deshacerla
de su forma de avión. Se le inyectaron los ojos de emoción al reconocer su
nombre tantas veces reproducido de tan bellas maneras. Pidió explicaciones a la
enfermera, y ésta se las ofreció puntualmente. Más allá del balcón, abierto al
benéfico sol de ese día de invierno, la noria giraba arrastrando, cual estela
marina, un conjunto de aviones de papel. Clémence pidió a la enfermera que la
ayudara a levantarse y cogiera los prismáticos que tenía en el cajón de su
mesita de noche. Salió al balcón del brazo de la enfermera. El viento levantó
un poco de rubor en medio de la palidez de sus mejillas. Encajó los oculares de
los prismáticos en sus ojos, y de sus labios se descolgó la más bella sonrisa
que había alumbrado en su vida.
Aún
quedaban hojas en el cuaderno cuando el viaje de la noria tocó a su fin. En la
plataforma de embarque, Pascal Lautréamont aguardaba a Adán con los brazos
abiertos. El anciano le metió prisa para que fueran cuanto antes al piso de la
Rue de Rivoli. El tiempo apremiaba, pues estaba en juego la salud de Clémence.
Mientras
subían en el antiguo ascensor, Adán rememoró los rostros que antaño se le
aparecieran en distintas paredes. ¿Qué habría sido de ellos? Clémence estaba a
punto de convertirse en un rostro de carne y hueso delante de sus ojos. Y aún
conservaba ilesas las suficientes hojas del cuaderno para testimoniar que
durante largos años no había dejado de pensar en ella.
Cuando
la tuvo delante, cautelosamente sostenida del brazo de la enfermera, se lamentó
de no tener flores u otro objeto valioso para obsequiarla. Por acto reflejo, le
tendió lo que restaba del cuaderno. Ella fue consciente de estar recibiendo una
venerable reliquia. Sus ojos, de un pálido azul violeta, se velaron con una
bruma de emoción.
Pascal
Lautréamont se dejó caer en una butaca próxima. Le embargaba la satisfacción,
mudada en melancolía, de haber llevado su misión a buen puerto. Su hija
seguiría viviendo, acompañada ahora del autor de los cuadros que presidían su
alcoba.
El
abrazo que se dieron el pintor y su musa fue de los que sientan leyenda. Adán
se olvidó de la edad que tenía, y no pensó que hubiera existido una casa
solariega al lado de un olmo frondoso, aunque muy cerca de ahí hubiera una
pintura que lo atestiguara. Olvidó también las nieblas del Canal de San Martín,
y se alegró de haber atrapado por fin lo que se asemejaba al brillo de una
estrella fugaz.
Adán
y Clémence, aún unidos en el abrazo que sellaría su unión eterna, miraron
juntos fuera del balcón. El sol del invierno portaba minúsculas gotas de
frescor. Y allá, en los dominios del viento, acariciado por las ramas más altas
de los árboles, aún evolucionaba un tosco avión de papel, estampado de un único
nombre.
Hospital General de Ciudad
Real, 12-15 de abril de 2013
Por Julián Esteban Maestre
Zapata (el jardinero de las nubes)