La
mañana del día 28 de diciembre rompió nublada y con un viento desapacible,
proveniente de la cordillera del interior. La normalidad había vuelto a la
ciudad, pero aún eran visibles las señales de los sucesos pasados, tanto en
Cimavilla como en el recinto de la Universidad Laboral. Todo el mundo se
preguntaba cómo iba a acabar esa cuestión. Lo cierto era que muy poca gente se
pronunciaba en condena de quienes habían puesto en jaque a la nación. Había
culpables, y la justicia iría a por ellos. Pero el mundo entero clamaba por el
indulto de quienes sólo habían querido hacer un mundo mejor, pese a lo notorio
de su fracaso.
El
coronel Bertin no había podido pegar ojo en toda la noche. Su conciencia le
predisponía a temer todo lo peor. Había torturado a un hombre indefenso,
haciéndose acreedor a un castigo ejemplar. Era inadmisible que en un estado de
derecho se practicaran esas atrocidades de tiempos oscuros. El coronel lo sabía
bien, y no podía por menos de autocondenarse y execrar de lo que había hecho.
Esa
misma mañana estaba llamado a comparecer, por orden del mismo Delegado del
Gobierno, en la Plaza Mayor, junto a las puertas del Ayuntamiento, en el centro
neurálgico de Cimavilla. Se acicaló lo que sus nervios le permitieron, y se
puso su uniforme de gala; el fin de su carrera habría de sorprenderle en su
mejor disposición.
Apenas
si tomó una taza de café. No intercambió palabra con nadie, salvo las órdenes
justas para disponer que le trasladaran a Cimavilla en automóvil. Mientras iba
por la carretera, fue consciente de la eficacia con que sus hombres habían
ocupado los edificios de la Universidad Laboral. Unos errantes impactos de
lluvia difuminaron la imagen en los vidrios del automóvil. Al coronel Bertin le
sabía el aliento extremadamente amargo, como si le acometieran ganas de
vomitar.
***
La
Plaza Mayor estaba abarrotada de gente, pero por todo su ámbito cundía un
silencio de expectación. Un repentino viento racheado había barrido las nubes
matinales, y brillaba un espléndido sol de invierno. Todos los que de algún
modo habían participado en los sucesos de los días anteriores, se encontraban
apiñados dentro del perímetro de la plaza. Y nadie sabía qué o a quién estaban
esperando.
Barrientos
estaba al lado de Guzmán de Arteaga, en una afectada pose de firmes. A lo largo de la noche, en las dependencias de
la Antigua Pescadería Municipal, había estrechado vínculos con tan singular
personaje. No había conseguido sacarle la información relativa a cómo había
obrado el milagro de los cielos, pero cada vez que abría la boca, sus palabras
llevaban el sello de lo inolvidable; ahora sus ojos engafados estaban
pendientes de un rostro en la multitud… La bonita cara de Irene Vegas, el
verdadero amor de su vida.
Los
cabecillas del 15-M estaban muy cerca de donde ellos se encontraban. Jerónimo
Ortega tenía pintada la tragedia en sus marchitas facciones. Una vez más, la
fraternidad de los pueblos había acabado ahogada por los negros tentáculos de
las instituciones políticas. El Estado no era más que un juguete en manos de
los gestores de turno, buscando siempre el beneficio propio a despecho del
colectivo.
En
el lugar también estaban reunidos los que se consideraban víctimas de las
revueltas: los participantes del simposio de marras, los miembros de la
corporación municipal, los funcionarios del Ayuntamiento y el párroco de la
iglesia de San Pedro Apóstol. Todos tenían algo que decir en este embolado.
Todos tenían algo que acusar y también que perdonar. La vida estaba configurada
de esta forma: donde había una víctima se precisaba de un verdugo para sojuzgar
a los agresores.
Había
llovido algo por la zona del mar. Aún quedaban gotas suspendidas en el aire,
como un fino polvo de niebla. Por eso los rayos del sol, despuntando entre los
claros de las nubes, tuvieron parte a dibujar sobre las alturas de Cimavilla un
bello arco de colores, como tratando de influir en los ánimos pesimistas de los
circunstantes. Todo se creía perdido, pero la esperanza aún podría sustentarse
de nuevo.
Sobre
el centro de la plaza, se había armado un estrado que tenía semejes de
patíbulo. Incluso se había dispuesto un equipo de megafonía con dos inmensos
altavoces. Nadie sabía a qué respondían tales preparativos, y la expectación
era suma.
El
coronel Bertin, embutido en su traje de gala, se puso a fumar nerviosamente.
Barrientos le miraba con el rabillo del ojo, como cubriéndole de reproches con
su silencio. Mientras tanto, Guzmán de Arteaga e Irene se adoraban con la
mirada. No muy lejos de donde estaban, se encontraban los padres de ella; su
hija sana y salva, pese a que el hecho de encontrarse entre las filas de los
detenidos no presagiaba nada bueno en principio. Gijón y el resto del mundo
estaban pendientes de Cimavilla. Las cámaras de televisión y los micrófonos de
las emisoras de radio estaban listos para empezar a retransmitir.
Por
la ancha cavidad que se había abierto en las nubes, se derramó una andanada de
sol que impactó en las calles del viejo barrio. Guzmán de Arteaga apartó
brevemente la mirada de su amada. Se quedó con los ojos fijos en el suelo,
abismado en pensamientos ineluctables. Quiso volverse del tamaño de una hormiga
para andar por un camino diferente, para llegar al lado de Irene sin que nadie
se lo impidiera, para empezar la vida de nuevo y recuperar los años que había
perdido en tan absurda soledad. Miraba el suelo con la ilusión de levantar unos
nuevos cimientos para su existencia.
De
repente, un murmullo cundió por toda la multitud allí congregada. Guzmán de
Arteaga alzó la mirada, volvió a dirigirla hacia donde Irene estaba y descubrió
que ella estaba mirando hacia donde todo el mundo lo hacía.
Alguien
se abría paso entre el apiñamiento de gente. Sus zapatos de suela claveteada
resonaban en el pavimento de la plaza, si bien con un sonido atenuado por tanta
concentración de muchedumbre. Se trataba de un hombre ya mayor, de altura
mermada, vestido de negros ropajes, con un sombrero de fieltro a juego, y que
llevaba caladas unas impenetrables gafas de sol. Lucía en su rostro una canosa
perilla.
Nadie
le impidió acceder a la plataforma del estrado. El sol creaba aureola a su poco
majestuosa presencia. Tanteó brevemente el micrófono para comprobar su correcto
funcionamiento. Luego dirigió una mirada en semicírculo. El silencio se tornó
aún más espeso. Todos estaban pendientes de las palabras que habría de
pronunciar a continuación. Y no tardó en complacerles.
—Buenos
días.
Su
voz tenía un incontestable deje de autoridad, similar a un tañido de campanas.
En el púlpito de una catedral hubiera creado un efecto prodigioso, como si la
voz que oyera Moisés en la zarza se hubiera materializado nuevamente. No hubo
quien fuera capaz de contestarle.
Guzmán
de Arteaga, de ordinario tan inmutable en toda cuestión que no afectase a su
sentimiento por Irene, notó que se le erizaban los cabellos. Presentía que ese
hombre misterioso era portador de algunas palabras que le atañían
particularmente. Sus presentimientos nunca habían estado tan atinados como en
esta ocasión.
—Vengo
a poner término a las conmociones que se han desatado aquí los últimos días
—reanudó su plática el hombre misterioso.
Algunas
risas y chasquidos se escucharon del lado de la multitud. No era de fácil
resolución el problema allí planteado.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).