miércoles, 29 de abril de 2009

Parábola de la rosa y el águila


Encontró una rosa sin espinas, y no se lo pasaba a creer.

-No puede ser. El dolor es el precio de la belleza. ¿Me dejas tenerte entre mis dedos, me ofreces tu mejor perfume sin buscar mi perjuicio?

Subió a la mansión de la montaña, y colocó la rosa en el mejor de sus floreros.

-Acudid todas, criaturas de las alturas. Mi corazón estaba seco, y una rosa le ha contagiado todo su encanto. Ahora soy dichoso.

Vino el águila, y, envidiosa de su fortuna, se llevó la rosa más arriba de la montaña, al santuario de los cielos.

Él se quedó confuso en la cúspide, viendo cómo el águila y su rosa se encogían en la distancia.

-No me importa el mal que me has infligido, ave maldita. Su perfume inunda mi olfato, su imagen llena mis pensamientos. Ahora es, querida rosa, cuando nunca te podrás separar de mí.

El jardinero de las nubes.

sábado, 25 de abril de 2009

La soledad del jardinero de las nubes (febrero de 2008)

Si me preguntan si estoy solo, siento que el pecho se me hincha de suspiros. Hay regiones de mi alma que nadie ha podido abordar; hay una gran tristeza que me hace desear que mi paso por esta vida sea lo más breve posible; hay mucha gente que me ha dado su afecto, y cuyas manos sólo puedo estrechar a través del ratón del ordenador, para gran tristeza mía; y en la realidad hay gente que me quiere y hay gente que me despreció y todavía me desprecia.

Yo no estoy hecho para vivir en este mundo, y por eso me he refugiado en las nubes, en los brazos de Dios y en las sacristias del conocimiento, esperando la hora de partir, con mi conciencia limpia y la luz de Jesús ante mis ojos, al lugar donde mi corazón volverá a funcionar a plena potencia.

Antes hubiera preferido la no existencia que sentir que mi corazón funciona parcialmente, que hay zonas que están verdaderamente muertas y que ningún afecto de este mundo podrá suplir jamás. Es un dolor continuo, y sólo en la bondad que nace de Dios y en tratar de ayudar a mis semejantes experimento cierto alivio. Bien sé que antes era incisivo en mis críticas, pero el ser incisivo no me producía ningún consuelo.

Cuando alguien me dice buenos días, es una medicina tan grande que me doy cuenta de lo hermoso que sería tener el corazón lleno de felicidad.

¿Sigo estando solo? Lo único que sé es que cada día me resulta más difícil responder a esta pregunta. Y ustedes alguna responsabilidad tendrán en este dilema.

El jardinero de las nubes.

martes, 21 de abril de 2009

Un paseo primaveral por Madrid



18-3-2008

Anoche, estando en mi lecho presa de cierto desasosiego, oí cómo las gotas de lluvia impactaban sobre los tejados de Madrid. No es que quisiera hacer oficios de Diablo Cojuelo, pero en ese momento me hubiera sido grato recorrer la urbe matritense saltando de tejado en tejado. Me adormecí con el grato pensamiento de que al día siguiente la jornada sería lluviosa.

Nada más lejos de tales previsiones: por la mañana lucía un sol espléndido, si bien el azul del cielo estaba moteado de nubes blancas y aborregadas, inmensas como catedrales. Por la ventana penetraba una brisa rezumante, una fresca brisa de primavera, perfumada por la lluvia de la pasada noche. Esa tarde me aguardaba un paseo delicioso. Fue agradable trabajar bajo tan favorables auspicios.

Tras la comida, tomé el metro y me enteré del socavón que se había producido en la línea 2, entre las estaciones de Banco de España y Ópera. Yo me apeé en la estación de Callao, y en el exterior me encontré con un rebaño de mis nubes favoritas: blancas de algodón, con las panzas levemente ensombrecidas y un halo de luz solar por toda su cresta. Las aletas de mi corazón se desplegaron al unísono.



Estuve mirando libros en la FNAC. Rodeado de libros me siento como en un balneario, relajado y sin penas en la mente. Me encanta el tacto, la forma, el olor y el color de los libros. Me encanta absorber con mis ojos la letra impresa; es alimento para mi mente y mi corazón. Miguel de Unamuno (1864-1936) dejó dicho: "Leer mucho es uno de los caminos de la originalidad; uno es tanto más original y propio cuanto mejor enterado está de lo que han dicho los demás". Mis ojos ejecutan una danza placentera entre los anaqueles repletos de libros. Me siento como pez en el agua, como albatros sobrevolando las olas del mar, como astro en el santuario de los cielos. La economía no me permite hacerme con todos los libros que quisiera, pero con uno solo siento que puedo abrazar el universo. Suscribo las palabras del sabio oriental Omar Khayyan (1040-1121): "Cúbrete con el manto de la pobreza. Los viandantes no te saludarán, pero oirás cantar en tu corazón todos los ruiseñores del cielo". En el caso que nos ocupa, el libro que he comprado se titula "Vida y destino" de Vasili Grossman (1905-1964). Lo he estado hojeando y verdaderamente promete. Algunos críticos lo han considerado el "Guerra y Paz" de la Segunda Guerra Mundial. A mí me ha despertado el interés porque, según parece, se trata de una saga familiar que alcanza su punto álgido con el dramático telón de fondo de la batalla de Stalingrado. Curiosamente, este autor fue el primero en dar la noticia al mundo de la existencia de los campos de exterminio nazis.

Después me di un paseo por la Calle del Arenal, que en fechas recientes han hecho peatonal. Me pidió limosna una mendiga que tenía los brazos patológicamente cortos, y me avergüenzo de no haber detenido mi marcha para haberle dado algo. Estoy muy lejos de alcanzar la perfección en mis pretensiones cristianas.



Poco después tomé el Pasaje de San Ginés, y me deleité con la vista de una añosa librería, una tienda de artículos de filatelia y numismática, una tentadora y fragante chocolatería, un acogedor restaurante y una ostentosa tienda de artesanía religiosa; casi sentí vergüenza ajena al ver una sotana y una capa pluvial bordadas con hilos de oro, eso sin hablar de las costosísimas custodias y demás menaje litúrgico. Sigo opinando y siempre opinaré que la predicación del Evangelio no precisa de tales dispendios. El pasaje, debido a su estrechura, tenía los muros revestidos de una suave penumbra.




La luz de la tarde me aguardaba, junto con mis legiones de nubes primaverales, al desembocar en la Plaza Mayor. Una bandada de palomas revoloteaba sobre la estatua ecuestre de Felipe III. Un momento maravilloso. Se veían nutridos grupos de turistas tumbados sobre los adoquines de la plaza, cuyo polvo había sido barrido por la lluvia de la noche anterior; cualquiera que viera a estos turistas pensaría que talmente se encontraban en la playa, disfrutando de la caricia del sol y del viento primaveral. Normalmente, siempre que he ido a la Plaza Mayor la he atravesado raudamente; esta vez sentí la necesidad de hacer más pausado mi tránsito por tan hermoso lugar. Había mucha gente con la mirada puesta en el cielo y en los tejados de la plaza; se percibía en el aire una magia contagiosa.




Tras mi rapto de fascinación inicial, tomé sentido hacia el arranque de la Calle de Toledo. Allí me topé con un pintor callejero. Sus cabellos eran rojos como los de Vincent Van Gogh (1853-1890), aunque las canas de las sienes les conferían a los mismos un cierto matiz arenoso. Tenía a la venta cuadros de paisajes madrileños, de molinos y escenas Quijotiles, de montes nemorosos y lagunas verdes, de playas rocosas y brumosos horizontes marinos, de bodegones y escenas de caza... También se alquilaba para realizar retratos al natural, y precisamente le veía empleado en uno, dejando entrever la misma concentración que un cortador de diamantes. El modelo era un niño de pocos años, al cual le estaba costando Dios y ayuda mantener la estabilidad de la pose.



Luego he descendido por toda la Calle de Toledo hasta alcanzar el puente del mismo nombre sobre el esquilmado río Manzanares. Río ultrajado por causa de las obras mastodónticas que se han llevado a cabo en la M-30... El viento ha azotado mi rostro con espinas de barba. El sol ha iluminado mi camino, y he cogido la escalera del arco iris para auparme de nuevo a la cima de las nubes.



Agradable paseo en los primeros días de Semana Santa.

Mi gratitud para mi amigo Miguel Ángel Molina, autor del bellísimo blog "Mis fotos de Madrid", por la amabilidad que ha tenido de facilitarme sus materiales fotográficos para ilustrar mi historia.

El jardinero de las nubes.







lunes, 20 de abril de 2009

El hermano Cofrades


¡Eeeh, que va premio, la, laralará, la, lá, aaaay! Anunciaba, soltaba una tonada que concluía con un quejido a modo de estertor, señal inconfundible de que se le había agotado el fuelle..., pero a punto continuo volvía a reanudar su cantinela por las calles adoquinadas de Aldea, como labrador que esparce sus semillas besana adelante.

Cuerpecillo endeble, boina migajosa, ojos tremendamente abiertos y su boca de sílabas entrecortadas, a consecuencia de sus carencias dentales, como molino sin piedra, que diría don Quijote (quien además añadió que en más estima había de tenerse un diente que un diamante)... Así marchaba por la vida el hermano Cofrades.

Al principio tuvo una tiendecilla de golosinas en la Plaza, por debajo del nivel de la calle, y muy pronto le nació el gusto por las rifas entre los veladores del bar de Tomasico Centinela. ¿Quién puede olvidar aquellos bolsones de caramelos cuya adquisición prometían las estampitas de Heraclio Fournier? Y luego: ¡Señores, el as de copas!

Una vez me cayeron, ¡vaya que sí! Caramelos de miel masticados a dos carrillos.

En el promedio de los ochenta, el hermano Cofrades se retiró de sus quehaceres comerciales, pero vive Dios que le había quedado un enorme stock de las estampitas de la baraja española. ¡Pues a rifar se ha dicho! Lo hacía siempre muy temprano, pero nunca resultó molesto a los dormilones, pues su voz cascada pronto se hizo tan entrañable como el canto de los gallos o el de los grillos. La sonrisa del aire en cada esquina, como en los setenta cantara María Ostiz. Y vació su corral de conejos y gallinas lluecas para rifarlos; algunas veces también muñequetes de goma. Me acuerdo de las miradas trémulas de sus pobres conejitos, y cómo éstos giraban hacia arriba el cuello cuando eran entregados a la propietaria de la papeleta ganadora.

Así transcurrió la vida de ese gran hombre que fue el hermano Cofrades, siempre vociferando todos los palos de la baraja de Heraclio Fournier.

¡Cuánto se le echa de menos, junto con sus bolsones de caramelos! ¿Habrá también un cielo para todos esos caramelos de miel y frutas?

El jardinero de las nubes.

jueves, 16 de abril de 2009

Publicación de "En el Cementerio de la Almudena"


Mi amigo Miguel Ángel Molina, meritorio fotógrafo de las bellezas de Madrid, me ha hecho el honor de utilizar una de mis historias ("En el Cementerio de la Almudena") para ambientar uno de sus extraordinarios reportajes fotográficos en su célebre blog "Mis fotos de Madrid". Aquí facilito el enlace: "En el Cementerio de la Almudena" Muchas gracias, Miguel Ángel, por tu amabilidad.



El jardinero de las nubes.



sábado, 11 de abril de 2009

El beso soñado



Despeja mis ojos insumidos de agotamiento, Señor de los vientos y las nubes, esos luceros que he mantenido apagados toda mi vida por procurar tu encuentro. Estoy a punto de ser devorado por el vacío de mi existencia. En esta ocasión, como en otras, cifro en ti la única esperanza que me queda.

No quiero engendrar el rumor de que Tú lo procuraras, pero siempre quisimos encontrarnos en la soledad. Sabes que hubo un tiempo en que los días circulaban despacio y el horizonte culminante de la vida se perfilaba lejano. La vida es como las alas de un barco que se esfuma en la lejanía del océano; es como un cielo de verano en el que el proceloso fulgor de la luna va ahogando poco a poco el misterio de las estrellas. Puedo vivir en soledad, pero no puedo pedir a mi corazón que no ame. Si Tú, Señor de los cielos y los arcos de colores, no me das respuesta, mi alma será como huella en el aire, como azahar que se ha secado en la frondosidad del naranjo. El horizonte se aproxima en un vertiginoso discurrir del tiempo. La noche no tiene trazas de rendirse a los halagos del amanecer.

Una vez la vi, como esas cosas que sólo pasan una vez en la vida. El verano bostezaba bajo las ebrias ramas del Paseo del Marqués de Zafra. En el escaparate de una corsetería campeaba un cartel donde aparecía una bella muchacha con una rosa prendida en el pelo. Todas las mañanas y todas las tardes de la primavera y el verano de ese año apartado, esos ojos ausentes me brindaban el saludo que era como una promesa para las postrimerías de mi juventud. Era la hora del regreso, y estoy seguro de que la reconocí, aun cuando sólo pudiera ver sus espaldas. Rebajé al instante mi paso, de ordinario tan ligero como el corcel de la brisa que convulsionaba las ramas repletas de hojas polvorientas en el Paseo del Marqués de Zafra.

Me di cuenta de que, si bien la vida mantiene la esperanza, las oportunidades raramente se repiten. Si no lo hacía ahora, no era seguro que pudiera hacerlo mañana... Sus cabellos negros se esparcían sobre sus hombros como una cascada de seda. Aunque reinara el verano, su cutis albeaba como la flor de los Andes. Buscaba la sombra porque no quería parecer morena; huía del sol de sus orígenes porque se desvivía por aparentar que era hija de las nieves pirenaicas. Su silueta era esbelta como el ciprés de Florencia. No me era dado, desde mi posición zaguera, admirar los dulces rasgos de su rostro, los ojos oscuros como las promesas incumplidas.

Ella caminaba y me era fácil reconocerla, pues a lo largo de mi infancia y adolescencia se había cruzado varias veces en mi camino. Su paso establecía una distancia que hacía remota la posibilidad de un nuevo encuentro. Los próximos caminos que yo iba a emprender, amenazaban con alejarme definitivamente de ella. Se imponía el despertar de mi alma; tenía un segundo para amarla o toda una vida para añorarla. No era fácil tomar la decisión: ella me sacaba casi una década, y acometerla por sorpresa conllevaba sus riesgos. Hubo un tiempo en que la amaba aunque ya tuviera quien la amara. Yo sabía que ya nunca más volvería a encontrármela… Las ramas del Paseo del Marqués de Zafra gemían por la tristeza del proyecto inacabado.

De repente, me armé de valor y apreté el paso. Llegué a la altura en que podía respirar la fragancia de sus cabellos; dejé que las aletas de mi nariz se dilataran en espasmos de goce. Cerré mis ojos, y mis brazos se cargaron de adoración. Apreté mi cintura contra la suya y besé su hombro con unción. El susto y el desagrado obraron en ella. Quiso deshacerse de mi abrazo con conatos de desesperación. Arañó mis manos y sus caderas parecían dar alocados aletazos. Empezó a pedir socorro. Los transeúntes acudían indignados a nuestro encuentro.

A todo esto, se dio la vuelta, propiciando el cruce de nuestras miradas. Tan pronto me reconoció, dejó de gritar y se sintió relajada. Ignoró las instancias de quienes le preguntaban si necesitaba ayuda para deshacerse de mí; apartó con su mano las manos de aquéllos que querían apartarme de ella. Luego me abrazó más estrechamente y soltó sobre mi rostro los bálsamos de su aliento, mancillado por el hedor del tabaco hacía un rato fumado…

Dicen los físicos que en el nivel más elemental de la materia no existe el concepto de contacto del modo en que los temperamentos románticos deseamos creer; las sensaciones placenteras no son más que interacciones que cuando poco requieren el establecimiento de una distancia; una distancia nimia, pero al fin y al cabo una distancia. Sin embargo, la fuerza del raciocinio perdió validez en los segundos mágicos que lograron contener el cimbrear de las ramas estivales del Paseo del Marqués de Zafra. El sol se perdió en lo alto de las copas de los árboles, y su luz no puso de manifiesto el brillo ocasionado por la humedad del beso. Mis ojos se vieron abocados a una calígine de deleite; la fuerza del beso se centuplica bajando el toldo de los párpados. Mis brazos la buscaban lo mismo que sus brazos me buscaban. La sangre corría bulliciosa por mis venas, queriendo emprender el camino del rayo. El beso salvó murallas de dientes, y mi lengua se hundió en un cáliz de néctar azucarado. Noté los estremecimientos de ella. Entonces me acometió el pavor de abrir mis ojos.

Aunque la tarde de verano languidecía, un chorro de luz empezó a doblegar la coraza del sueño verificado. En el fondo de mi ser alentaba el deseo de que ese sueño hubiera sido realizado al lado de otra que no era la que me besaba… Pero a la vida le encanta bromear con las más grandes esperanzas. Aun así, el chorro de luz se presentía desagradable. Entorné mis ojos, y notaba que ella se disolvía en la riada de luz. Apreté, pues, mis párpados todo lo que me era dable. Entonces la sensación del beso fue menguando, y al abrir de nuevo los ojos me topé con rendijas de luz en una persiana bajada.

Nada fue real. Hacía pasado mucho tiempo desde aquella tarde de verano en el Paseo del Marqués de Zafra. La había visto a ella, y recordaba que había seguido andando bajo las ramas susurrantes. Y en la vida real no volví a verla más.

Eché a un lado las sábanas, me aproximé a la persiana y forcé la vista por una de las rendijas. La mañana de abril nacía llena de sonidos apacibles y esperanzas en el aire. Vi a la golondrina zambullirse en el cielo de zafiro refulgente… Buscaba un nido y lo encontraría.

De igual modo, mi alma buscaba una esperanza… y la encontraría… ¿No es eso lo que intentabas hacerme saber, Señor mío?

El jardinero de las nubes.

jueves, 9 de abril de 2009

En la madrugada del Jueves Santo

Ahora, en este mismo momento, habrá mujeres en Aldea que estarán velando tu imagen en el improvisado huerto de Getsemaní. Aún no ha cantado el gallo, y aquí estamos Tú y yo, en la madrugada de este Jueves Santo.

Estoy enfermo, tengo fiebre, y voy a tener que dar por concluidas mis vacaciones. Necesito estar en casa, y necesito sentirte cerca. En mitad de mi febril delirio, he dado un repaso a las gentes que han pasado por mi vida, y la aplastante mayoría han sido como estrellas fugaces. Amistades que prometían y que mi melancolía apartó de mis senderos. Sabemos Tú y yo, Señor mío, que no podía ser de otra forma... pero cuando se está enfermo el alma es campo abonado para la tristeza. Siento tu tristeza de las horas de Getsemaní, y la hago extensiva a mí; espero también el consuelo del ángel, y es algo que te envidio de todas veras. No, Señor, en esta hora de sufrimiento Tú eres el ángel que me coge más cercano. Que venga pronto tu consuelo, en esta hora de Getsemaní, en la cual Tú precisas asimismo el mayor de los consuelos.

Oímos el canto del gallo, y por la falda del Monte de los Olivos destellan las antorchas de los que vienen en tu busca. Ves mis ojos entornados por el sueño y la fiebre. Tengo el paladar como piedra pómez. Estoy lejos de casa y lejos de Aldea, donde ya estarán empezando a rezar el rosario de la aurora. El gallo canta de nuevo, y a pesar de tu tristeza encuentras momento para infundirme esperanza. ¡Cuánto amas a éste tu indigno siervo! Toda la vida amándonos, incluso en los momentos en los que trataron de convencerme de que no me amabas. ¿Y qué más da el sufrir del cuerpo, las ocasiones perdidas, los rostros ausentes? Mi vida se sostiene con tu amor. Muchas veces, en noches como ésta, te supliqué que me dispensaras del trance de vivir... y no prestaste oído a mis súplicas. ¿Por qué, Señor mío, has hecho de mí lo que soy? ¿Por qué no me avisaste del profundo cariño que siento hacia mí por conducto de mi alter ego, el jardinero de las nubes? Te compadeciste de mí y me mostraste los colores de la ilusión cuando ya daba por perdida toda esperanza. Me diste el cariño de las gentes cuando ya mi corazón se había replegado sobre sí mismo. Y me dijiste: "Reparte tú también cariño. Estoy ahora contigo como cuando tu vida era un erial. No pienses en las equivocaciones del pasado; piensa que el presente es limpio, y en el mismo encuentras una oportunidad para comenzar de nuevo. Tú sentimiento es aquí y ahora. Sabes que no me gustan que me hablen del porvenir". Y tienes razón, amado Señor: como escribió Vicente Alexandre, llamamos así al porvenir porque nunca viene; sólo nos queda el presente. Ahora estoy enfermo, pero siento tu amor y el de muchas personas... Éste es mi presente; ésta es mi vida entera.

Ya las antorchas del Prendimiento nos rodean. No son las antorchas de la razón y el conocimiento. Arrojan fuertes destellos en la penumbra del crepúsculo matutino. Pero el amor, aunque sus brillos no sean tan cegadores, es capaz de incendiar toda la tierra y los corazones de sus moradores.

El jardinero de las nubes.

jueves, 2 de abril de 2009

El afán del poeta

Quiso traducir en palabras el susurro de la hierba mientras aún no ha asomado el verano. Quiso encerrar el frescor de una fuente entre las páginas de su libro. Pasó horas y horas contemplando una rosa en el jardín solitario, queriendo secuestrar su belleza en palabras sin perfume.

–Yo os referiré las maravillas del Paraíso –iba proclamando por las encrucijadas, las calles y los bosques–. Yo lo haré.

Pero lo innominado no tiene palabras que lo definan, y su estro acusó un duro varapalo.

–No lo sé hacer –dijo al cabo, totalmente desesperado.

Y a partir de ese momento se liberó de los requerimientos de su ego, y gozó de la belleza sin tratar de definirla.

El jardinero de las nubes.