sábado, 31 de octubre de 2015

El triunfo del fracaso



Dicen las voces autárquicas
que la muerte en vida
es el fracaso que te acompaña.

Pero no han podido saber
el lugar donde el viento
se ha parado
y cómo el párpado caído
inicia un nuevo movimiento.

Te buscan sabiendo lo poco
que van a encontrar,
y acaso intuyendo
lo que queda precintado
tras la pared del silencio.

Se ha abierto un día
en que el cielo es sombreado
de tonos pastel
por el pincel de las nubes.

Ellos ven lluvia turbia
donde la luz se derrama,
abandonando su nacimiento,
sedienta de viejas aguadas de recuerdo.

Tu vida sirve de mofa,
tus pensamientos son apartados
en las cunetas.

Pero ellos no reconocen
el abril punzante que estremece
tus florestas despobladas.
Ranúnculos se yerguen
en la soledad, sonrisas
de cauces fértiles y aristas irisadas.

Te niegan el calor y la felicidad
porque ignoran que tu principado
floreció en la niebla.

 Avenida de Abrantes, Madrid, jueves 29 de octubre de 2015

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


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viernes, 16 de octubre de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (XVI) - Chantaje


Ella se dio por fin la vuelta. Un rictus de severidad deformaba el bello perfil de sus labios.
–¿Qué deseas?
–Te he visto mientras cruzaba la plaza. Estabas embobada mirando a esas niñas de Comunión. Me he dicho que ese cuerpo espectacular sólo podía pertenecer a Solange Reyes.
–¿Qué quieres de mí? –se impacientó ella.
–De momento saludarte.
–¿No vas a comprar nada?
–No tenía intención.
–Entonces márchate, por favor.
–¿Qué forma es esa de tratar a un viejo amigo? Tal vez me debas algo.
–¡Yo a ti no te debo nada! –exclamó ella, perdiendo los estribos.
–Bueno, dejemos a un lado las cortesías. Por tu culpa se me chafó un rodaje. Un día de trabajo a la mierda. Bastante dinero.
–Vete, por favor –intentó con tono suplicante–. Yo no tengo nada que puedas desear.
–Ni tú misma te crees lo que estás diciendo –dijo Jimmy, pasándose la lengua por los labios.
Ella maldecía el hecho de que no entrasen más clientes en la tienda, para así poder cortar el incómodo diálogo que estaba manteniendo con el hombre que tenía delante. Pero no, la fatalidad se había vuelto a confabular en su contra. Estaba viendo que no le iba a quedar más recurso que llamar a la policía. Así se lo hizo saber a Jimmy.
–Perfecto –repuso éste–, yo haré también una llamada a mi picapleitos. No será difícil plantearte una querella por incumplimiento de contrato. Créeme que no te conviene fastidiarme en estos momentos.
–Yo no he dicho que yo sea Solange Reyes.
–Es lo mismo. Tú lo sabes tan bien como yo.
–De todas formas, ¿por qué no denunciaste antes? A buen seguro habrá prescrito lo que reclamas.
–¡Vaya, tienes arrestos de jurista! ¿No sabes que estamos en Los Ángeles y aquí te conocen? Piensa que media ciudad se habrá pajeado viendo cómo te follan. ¿Te conviene que se monte un escándalo? ¡Rebeca!
Ella retrocedió unos pasos del mostrador para refugiarse en un rincón habitualmente sombrío; no quería que se trasuntara la intensa palidez que a buen seguro se estaría extendiendo por sus mejillas. Jimmy soltó una carcajada de conejo, sabiendo que en sus manos tenía la baza vencedora. 
–¿Por qué no me dejas en paz? –dijo ella por último, con el pálpito de una súplica en su tono de voz.
Jimmy reafirmó su sonrisa, que ahora mostraba la repulsiva presunción del vencedor malvado.
–Te lo vuelvo a recordar: no estuvo bien que me dejaras con el rodaje en marcha. Pero, para tu descargo, no me costó encontrarte sustituta. Mireia Montalbán, ¿la conoces? Hoy es la estrella más fulgurante del firmamento porno, así dicen los poetas.
–Con más razón para que me dejes en paz.
–Detente ahí. Me hiciste perder la pasta de ese día. Me tienes que compensar de algún modo, si no quieres que te monte el escándalo.
–¿Qué quieres a cambio de no hacerlo? –preguntó ella con turbio presentimiento.
–Pues follar contigo un par de veces. Con eso daría por saldada nuestra deuda.
–Pero tú eres gay.
–Y lo sigo siendo. Mira cómo me conoces. No es para mí el encargo. Tengo una deuda con un tipejo que seguro me la condonaría si le procurase una mamada con la sensual Solange Reyes.
–Es repugnante lo que me propones –dijo ella, arrugando los labios en una mueca de asco–. Ni en sueños te creas que voy a follar con quien yo no quiera.
Jimmy tuvo que hacer esfuerzos para conservar su sonrisa de conejo.
–Te has vuelto muy escrupulosa con los años. Antes no le hacías ascos a nada. Si tú quisieras, yo podría volver a relanzarte. Aún te conservas maciza. Tal vez tuvieras que perder algo de peso. Espera… Las llenitas también tienen su morbo.
–Ni yo estoy llenita, ni quiero tratos contigo o con tu mundo.
Las comisuras de los labios de Jimmy se abatieron al unísono, en tanto que un frío relámpago de rencor se posaba en sus pupilas. Asentó sus pulgares sobre el mostrador e inició una serie rítmica de golpecitos. El sarcasmo se había atenuado en las inflexiones de su voz.
–Sólo en atención a los viejos tiempos te voy a conceder una semana para que lo pienses. Ya sabes: o accedes a lo que te pido o te van a surgir muchos problemas. Queda con Dios, hermana Solange.
La lengua se le quedó trabada a Rebeca, el horror y el asco que Jimmy le inspiraban no eran para menos. Sólo pudo soltar el aire envasado en sus pulmones al ver que aquél se esfumaba entre los tenderetes de la Placita Olvera. En ese momento, tras abrirse las portaladas de la iglesia católica, se iniciaba hacia la plaza el despliegue de las niñas que acababan de hacer la Primera Comunión. Sus blancos vestidos fulguraban de pureza, robando protagonismo a las palomas posadas en los aleros y ramas de la plaza. El sol estaba en su apogeo, aportando calor y viveza de colores a ese lugar tan frecuentado por latinos y gentes de costumbres bohemias; el rótulo de “Rebeca’s” destelló con una intensidad que se diría celestial. La dueña de la tienda se sentó en el travesaño de la entrada, contemplando el desfile de niñas, rememorando apartados recuerdos, lamentando acaso lo que quedara por venir.
Esa mañana no entraron más clientes en la tienda, disuadidos al ver a la dueña ocupando con sus piernas todo el travesaño. Sin duda, de poder materializarse la desdicha de su monólogo interno, hubiera tenido el poder de tender negros nubarrones en la esplendente primavera de California.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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sábado, 10 de octubre de 2015

En once años (poema)



Entre septiembre y octubre de 2004, alejado de mi familia por motivos de trabajo, pasé unas tardes doradas de soledad en el romántico entorno de los jardines de Sabatini, colindantes con el Palacio Real de Madrid. Entonces era aún joven y no se había demolido el templo de mis esperanzas. He tenido ocasión de volver al lugar en parecidas circunstancias, si bien más cargado de años y aligerado de esperanzas. La luz dorada de la tarde de septiembre empujó mi pluma al esbozo de estos versos sacados de las antesalas del silencio de la soledad. Cuando en lontananza se columbra el final de la vida, la soledad se convierte en una sorda dolencia. Creer en la poesía, en la fuerza de la palabra escrita, para seguir alimentando la creencia en Dios, y no olvidar que pese a la certeza del crepúsculo de la tarde, alguna vez existieron los encendidos colores de la aurora. 

En once años
pudieron haberse borrado
las sombras solitarias.
Tal vez los pájaros enmudecieran,
pero habría estrellas de ovación
sembrando los caminos recorridos.

En once años
las fuentes serían tan claras
como lo fueron en los albores.
Mar de Madrid, islas de nubes.

En once años
las arenas se habrán
desplazado, rechazando la memoria
de las huellas que dejé.
La esperanza era entonces
rama de almendro cubierta
de brotes inflamados.
El otoño ha vuelto a llegar,
y si queda algo será
el alivio del que escaló precipicios
y no pudo alcanzar la cima.

En once años
los jardines de Sabatini,
reposo y melancolía de Madrid,
han mudado de septiembre.

En once años se secó
todo lo que fue derramado.

Jardines de Sabatini, Madrid, jueves 10 de septiembre de 2015
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


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viernes, 2 de octubre de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (XV) - La Placita Olvera


El sol acostumbraba azotar de lo lindo la Placita Olvera, punto de reunión de los latinos que vivían en Los Ángeles. Dos iglesias muy coquetas y cercanas la una de la otra (la metodista y la católica), el Museo Italiano de Los Ángeles, flores en todas las ventanas y balcones, los árboles relucientes de hojas nuevas, un templete de música, tinglados con alegres mercaderías…, de todo esto partía la animación y colorido de que hacía gala la Placita Olvera. Músicas latinas se liberaban desde las cafeterías del entorno. Sonrisas de dientes como perlas, pieles cobrizas, alegre juventud y respetable madurez. El cielo de un azul granulado, tan plagado de esperanzas como los que emigraron de sus países en busca de una vida mejor.
Bajo una arcada de la Placita Olvera, en un rincón en sombra perenne, casi paredaña con la iglesia metodista, lucía su escaparate una acogedora tienda de recuerdos. Los turistas podían hacerse allí con una apreciable variedad de objetos que invocaban las bellezas del mundo latino. Pañuelos estampados, emulando banderas de los países de habla hispana, abanicos de época, bolígrafos, pisapapeles de alabastro, figuras de madera, cuencos de cristal de roca, guías de Los Ángeles traducidas al castellano y un sinfín de cosas tan superfluas como encantadoras. También se vendía agua y diversas bebidas refrescantes. 
“Rebeca’s”, ostentaba en jovial y floreada caligrafía la muestra del local. El hecho de encontrarse la tienda en un rincón de la plaza que tenía asegurada la sombra, hacía que el sitio fuera especialmente concurrido al poder considerarse una especie de oasis resguardado del calor que fustigaba la zona la mayor parte del día. Y no sólo era éste el principal factor que hacía atractiva la tienda de recuerdos; la persona que estaba al cargo de la misma era el encanto y la simpatía personificados.
Se trataba de una mujer joven, de formas atractivas y estilizadas, con una larga cabellera teñida de un rubio cereal y la piel fresca y aceitunada. Solía llevar montadas unas impenetrables gafas de sol, como si pretendiera ocultar la identidad de su mirada. Su sonrisa, sin embargo, siempre estaba a flor de labios, haciendo especialmente agradable a los compradores la permanencia en la tienda. Vestía blusas de tirantes y shorts que permitían apreciar la tentadora arquitectura de sus piernas. Los muchos que le preguntaban su nombre, recibían una misma respuesta: “Me llamo Rebeca, como mi tienda”.
Algunas veces, en raros intervalos de soledad, se borraba como por ensalmo la sonrisa de sus labios. Se quitaba entonces las gafas, y sus ojos, en el ángulo más sombrío de la tienda, emitían un brillo de agua. Sus pupilas se hundían en el pozo de los recuerdos, trayendo a colación nostalgias que no quedaban tan apartadas en el tiempo. Si hubiese sido de temperamento débil, esos instantes se hubieran perfilado los más apropiados para echar momentáneamente el cierre a la tienda y haber ido en busca de un lugar de menos animación que la Placita Olvera. Afortunadamente, Rebeca sabía sobreponerse a esas melancolías pasajeras, y su sonrisa lucía de nuevo tan pronto el primer cliente cruzaba el umbral de la tienda.
Un día de ya avanzada primavera, notó especial bullicio en la plaza. Era el tiempo de las Primeras Comuniones, y las niñas de ascendencia latina de Los Ángeles iban a su cita con el sacramento en la hermosa iglesia “Nuestra Señora de Los Ángeles”, de confesión católica, comúnmente conocida como “La Placita”, al otro extremo de la Placita Olvera. Rebeca se acercó al escaparate de su tienda para ver pasar a las niñas con sus trajes de Comunión. Y la nostalgia volvió a invadirle el pecho. En ese momento se le antojaba difícil encontrar algo más hermoso que una niña en su atuendo de Primera Comunión. Acaso recordara cuando ella tomó el pan de los ángeles, así como sus padres definían el sacramento, pero, pese a que su trabajo requería contacto con el público, no tenía intimidad con nadie que pudiera testimoniar que su conato de melancolía se debía en realidad a una experiencia no vivida. Niñas de la Placita Olvera buscando la fiesta de sus vidas, la alegría de una mayor intimidad con Dios. Rebeca reconocía ese sentimiento, y sabía que se trataba de una aspiración tan fugaz como el reinado de las flores en un erial. El futuro no ata las ilusiones con fuertes cadenas. «Cinco años –murmuró ella, tan pronto finalizó la procesión de niñas vestidas de blanco–. Cuatro años más, y es posible que mi paloma del cielo también se vista de ese color». No podía permitir que el brillo acuoso de su mirada prosperase más; le había costado demasiado perfilarse esa mañana la línea del rímel. A estos efectos, las gafas oscuras le prestaban un servicio del todo eficaz.
Echando mano a un plumero, se puso a quitar el polvo a la infinidad de objetos que allí había. Así, al menos, mantenía su mente apartada de sombrías elucubraciones.
–Buenos días…, Solange.
Experimentó un rotundo sobresalto. Su momentáneo rapto de melancolía le había tenido la atención desviada de quien pudiera entrar en la tienda. Solange. Notó un vuelco en su interior. No se atrevía a darse la vuelta. Alzó la mirada y se quedó fija en el espejo convexo que, desde una esquina del techo, abarcaba toda la superficie del local. Vio el reflejo de un hombre, también con la mirada parapetada tras unas gafas de sol, vestido a semejanza de un punkie de finales de los setenta, con una blusa negra de tirantes, unos vaqueros lavados a la piedra y agujereados adrede a la altura de las rodillas. Además llevaba aros en las orejas y un piercing en la nariz (presumiblemente, también tendría uno atravesándole la lengua). Su larga cabellera estaba teñida de rubio platino, con la pretensión de ocultar las numerosas canas que ya estaba en edad de tener. Era Jimmy Staunton, realizador de películas porno.
–Solange –repitió con perversa entonación.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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