lunes, 31 de octubre de 2016

Víspera de Todos los Santos en el cementerio (poema)


No estabas en lo cierto,
Jesús de Nazareth,
tanto tiempo mi amigo,
cuando sugeriste que
los muertos entierran
a sus muertos…

Yo en la vida he conocido
que los vivos son los que
a los muertos llevan
a sus sepulcros
y que una parte
del alma de los vivos
se entierra con la memoria
de los muertos.

Luce el sol de los cipreses
en el cielo de La Mancha.
Hay burbujas de jabón
descendiendo por el mármol
de las sepulturas, se prepara
la fiesta de la contrición
en la víspera de Todos los Santos.

¿Son las flores remozadas
vestigios de amor, de oración,
de lágrimas que fertilizaron
el seno de la tierra?

Quizá te escandalizarías, amigo
de las horas de juventud,
si te encontraras el pan
que no mastican los pobres
hecho un dispendio de flores
y velas perfumadas.

Los muertos no necesitan
ya del amor que en vida
se les negó. Y quien aún ama
a los que ya no están,
es porque su corazón no busca
nuevos latidos.

¿Por qué, amigo que tanto
me enseñaste, no soy capaz
de encontrar dulce aroma
a los ramos del camposanto?

La melancolía no es algo
que merezca celebrarse.
Aquí están los charcos jabonosos
al pie de la sepultura de mis deudos.
Recuerdo cómo sus ojos brillaban,
el calor de sus voces.

Ahora es el momento de los
cantos de soledad.
Perdona, amigo entrañado,
si no entendí tu mensaje.

Parque de Gasset, Ciudad Real, viernes 28 de octubre de 2016

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


Safe Creative #1610319595440

sábado, 22 de octubre de 2016

Amaneciendo (poema)


Como la gaviota
que vuela hacia un amanecer
de la intrépida Inglaterra,
sufriendo por la vida
y combatiendo furiosas tempestades;
y sí, alcanzará la costa
de Cornualles
y paseará
por las arenas pacíficas
donde charcos de niebla
se condensan…
Así has de ser tú.

No te crees cuando te dicen
que los tiempos benévolos
regresarán
y que las lágrimas del ayer
regarán
las plantas espléndidas del mañana.

La luz se posa
donde las sombras
que te sirven de cobijo;
pareciera que no te ofrece sino
un doblón de oro
para comprarte una sonrisa.

Como ese sol de Inglaterra
que amanece
al encuentro de la gaviota,
así te quiero ver yo,
con esa tristeza…
tan sonriente.

Plaza de San Francisco, Ciudad Real, miércoles 19 de octubre de 2016

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


Safe Creative #1610229535628

sábado, 15 de octubre de 2016

La guitarrista (poema)


Este poema surgió a consecuencia de escuchar a  Ana Vidovic, que a mi juicio es la mejor intérprete de guitarra que jamás escuché.

Ella pulsaba las cuerdas de la guitarra
llevando en la profundidad de sus ojos
el horror y el sufrimiento de una guerra
sumamente cruenta. Siendo apenas una
jovencita, corrió por calles de escombros
 y vio el cielo florecer con soflamas de muerte.
Cruzó puentes sobre ríos infestados
de cadáveres, tuvo que esconderse de comandos
ansiosos de frutos de virginidad.
Lloró en silencio, oculta en edificios
de suelos desventrados, buscando en el polvo
las huellas del Dios de las iglesias en ruinas.
¿Por qué hubisteis de destruir los íntimos rincones
de su alma? El hambre y la carencia de amor
la dejaron al borde de apestosos precipicios.
Pero un día la guerra terminó, las armas
se abandonaron en el cieno y la sangre
fue lavada de los cielos crepusculares.
Ella encontró una guitarra, e invocó
con sus cuerdas las primaveras de paisajes lejanos:
Granada insumida en la efusión de las rosas antiguas.
Su guitarra obró los milagros que no hizo
el Dios de las iglesias bombardeadas.
Sus dedos se hicieron de jovialidad
pulsando las cuerdas, mientras abatía
sus ojos por una pradera de sueños
y aguas de espejo. Albéniz, Tárrega, rosas lucientes
de Andalucía, las emociones calladas
de la Alhambra. Tu patria curó
las heridas de la guerra y tu guitarra
se hizo el sol que al alma ilumina.
Ya no pongas desdicha en tu mirada,
sé tan alegre como tus yemas
deslizándose por el mástil de tu guitarra.

Ciudad Real, domingo 28 de agosto de 2016

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


Safe Creative #1610159464760

sábado, 8 de octubre de 2016

El del balcón


Hacía ya tiempo que nadie refería en el barrio la historia de Carlitos. Es cierto que las ciudades se transforman y las gentes que ayer estaban, hoy es posible que hayan desaparecido. Pero me dolió especialmente, cuando regresé al cabo de los años, que nadie se acordara de las cosas que Carlitos hiciera tras el balcón que iluminaba la tristeza de su vivienda de estudiante… Voy a recordarlo.
—Hola —me saludó con su vacilante sonrisa.
Era el comienzo de la década de 1980. Yo estaba en el balcón de enfrente, y mis albas pantorrillas recibían la caricia del sol del verano, apenas embutidas en unas mallas de algodón azul la mar de cortas. Las campanas de la iglesia de a lo lejos rompieron en jocosas vibraciones con ocasión del mediodía. Yo era pequeña, y Carlitos debía de rondar el cuarto de siglo.
—Hola —le respondí con mi escasez de dientes de leche.
Sopló el viento áspero de las horas centrales, y a mi olfato llegó el azucarado perfume de las plantas de terraza que Carlitos cuidaba en su balcón. Pobre chico. En el barrio lo daban por loco y todos los niños se burlaban de él, mayormente porque llevaba años estudiando la carrera de Físicas, sin que en ningún momento lograra retener en la memoria nada de lo que leía en sus libros y apuntes. Por ser tan mediocre, todos le disminuían hasta el nombre llamándole “Carlitos”. Aunque era guapo y bien plantado, las chicas (incluida mi hermana mayor) le desdeñaban por considerarle poca cosa. Carlitos casi no salía de su vivienda, y cuando en el cielo no lucían las estrellas por estar nublado, se distinguía la luz de su mesa de estudiante, especie de fanal que alumbraba hasta las horas en que los gallos comenzarían a cantar, si en la ciudad los hubiese habido.
Me hice amiga suya, pero sólo nos decíamos “hola”. Salía al balcón de cuando en cuando a tomar el aire, pero nunca permanecía allí más de tres minutos. Tenía el rostro triste y apagado, si bien, siempre que me veía en el balcón opuesto, me dedicaba una sonrisa de ternura. Luego mi hermana salía a buscarme, y a Carlitos se le arrebolaban las mejillas, y acto seguido se replegaba hasta el refugio de su santuario de estudios infructuosos.
Pasaban los veranos. Los mosquitos acudían al resplandor de la mesa de Carlitos. Estudiaba Físicas, eso quedaba claro. Nunca se le conocieron padres ni la compañía de amigos. Jamás invitó a un helado a ninguna chica, e iba a por provisiones cuando las tiendas estaban a punto de echar el cierre, justo en el momento en que ya casi no había clientela.
Todos se reían de él, pero yo empecé a tenerle estima y a mirarle con la admiración que suscitaría la vista de un gigante (no en vano su balcón estaba dos pisos más elevado que el mío). Me emocionaba comprobar cómo sus plantas de terraza se deshojaban a la llegada del mal tiempo; y la luz de su fanal, de su nave de estudio, entablaba melancólicos idilios cromáticos con las lluvias de octubre.
Un anochecer primaveral, ya en el tiempo de mi adolescencia, entró por la puerta de mi balcón un diluvio de pompas de jabón. Me asomé fuera. Era Carlitos quien creaba las pompas por medio de una vieja cachimba de fumador. Aún quedaban jirones de luz anaranjada en el cielo vespertino, y las pompas los atrapaban antes de que fueran engullidos por las sombras y se encendieran las farolas de la calle. Carlitos me sonrió con la mirada. Yo ya era una joven atractiva, y a lo mejor ya no me veía como la niña que fui. Me pareció que cada pompa portaba una lágrima de los ojos verdes de Carlitos. Lágrimas por haber fracasado en la vida, por haberme visto crecer y madurar con el sol de los veranos de juventud… Lágrimas por estar de mí aún más distante que por causa de la barrera de aire que nos separaba.
—Ahí está el loco —decían los que lo despreciaban— manchando con sus pompas el pavimento de la calle.
El incienso de sus flores se tornó viento y transportó algunas de estas pompas hacia las alturas en las que se desperezaban los primeros astros de la noche.
—Te quiero, Carlitos —grité con mi pecho palpitando de emociones encontradas.
Entonces él dejó de soplar en la cachimba, y se metió dentro de su vivienda, cerrando esta vez la puerta del balcón. Aunque aún era joven, el pelo se le caía y su cintura engrosaba progresivamente.
Yo me quedé en el balcón hasta que las pompas de jabón se disolvieron entre los primeros destellos de las farolas.
***
 Nunca volví a ver la luz en la mesa de Carlitos, sus plantas se marchitaron y, antes de que transcurriese otro verano, las persianas de su vivienda estaban perennemente bajadas, sin que nadie volviera a alzarlas.
Me fui del barrio, y no regresé en muchos años.
Ahora estoy de nuevo en el balcón, imaginando la presencia de Carlitos. Creo que hace tiempo me dijeron que lo habían expulsado de la Universidad por puro mediocre. No consiguió nada en la vida, salvo que una persona le cobrara sincero afecto. Esa persona soy yo, pero él ya no está aquí… y pronto yo tampoco.
Salgo del balcón. El final perdió su principio. Ya debo marcharme. La luz se rompe en un nuevo atardecer.
Desde la lejanía, se escucha el repiqueteo de las campanas.
Madrid
 27 de junio de 2016

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


Safe Creative #1606278227317