domingo, 17 de septiembre de 2017

Ronda, un viaje inesperado (VI): Ronda de noche


Los perfiles de las sierras circundantes, que en la hora del amanecer aparecerían afilados y tocados de especial trasparencia, ahora se iban suavizando en medio de un vapor malva y dorado. El sol se aferraba de manera perentoria a las paredes del abismo; parecía como si el recién inaugurado verano derramase lágrimas de albayalde al verse arrebatado de tan bellas panorámicas y tener que ceder su espacio a un imperio de negrura y estrellas alejadas. 
El momento vesperal me sorprendió en uno de los asientos del parapeto de la Alameda del Tajo. Mis ojos, abrumados por tanto como habían contemplado, dirigían oraciones al vuelo de los pájaros y a la disolución de lo quedaba de día. Un viento aromado de hierbas y flores trepadoras subía por el desfiladero. Pronto se encenderían las farolas, y mis tripas ya empezaban a recordarme la hora de la cena.


Desvié mi atención del abismo porque escuché las voces de dos mujeres jóvenes que estaban dando un paseo a sus respectivos perros. Parecía que éstos habían hecho buenas migas, y las mujeres hablaban de quedar cada día a pasear juntas para cultivar la amistad de sus perros, y ya de paso las de ellas mismas. Sea como fuere, al día siguiente yo ya no estaría para ser testigo de tan hermoso acontecimiento. Las nuevas amigas se fueron siguiendo un mismo recorrido, y sus voces se las llevó el último rayo de luz que desapareció tras la línea de las montañas.
Me puse en pie dispuesto a empezar una ruta nocturna por las hermosas calles de Ronda. A estos efectos, decidí tirar por la zona comercial, que era la que registraba mayor animación a esa hora tan sosegada del anochecer. En cuanto a cena, no me compliqué demasiado: tomé un bocado en el primer restaurante de comida rápida que se me abrió al paso. Cuando terminé mi colación, ya la noche había hecho caer su telón de sombras. Las farolas brillaban en la Carrera Espinel, una brisa de dulzura hacía olvidar el calor de la jornada.


La calle ascendía ligeramente, tirada a cordel, y no paré de caminar en la esperanza de arribar a algún sitio interesante. Conforme más avanzaba en mi caminata, el gentío iba raleando y los sitios de ocio se volvían más escasos. Las tiendas se veían cerradas, cosa atípica en un lugar de tanto atractivo turístico. Incluso me pareció que el resplandor de las farolas había aminorado perceptiblemente.
Llegué a la confluencia con la avenida Martínez Astein, junto a las puertas de un centro de salud, y se me planteó la posibilidad de seguir mi paseo por los barrios pegados al desfiladero. En consecuencia, torcí a la derecha, internándome en un conjunto de calles que parecían tocadas con la negrura del abismo. Mis pasos eran errabundos, sin un objetivo concreto, prescindiendo de leer los nombres de las calles por las que estaba pasando.
En un momento dado, dejé a un lado un instituto de educación secundaria, que llevaba por nombre “Profesor Gonzalo Huesa”. Me produjo una gran ternura la paz que trascendían las ventanas de las aulas cerradas y el jardín de entrada arropado en las penumbras de la noche de verano. Imaginé cómo estaría ese lugar en sus momentos de mayor actividad, acaso en lluviosas mañanas de primavera, y la curiosidad se me activó hasta tal extremo, que no me hubiera importado impartir clases allí para comprobarlo.
Acto seguido, me interné en las primeras calles de la barriada del Padre Jesús, donde los desniveles eran salvados por breves tramos de escaleras. Parecía como si las pendientes fueran al encuentro del abismo. Era posible ver los patios de las casas con todo detalle, en uno de los cuales sorprendí a una familia entregada al siempre agradable ritual de la cena. A lo lejos refulgía la mole de la iglesia de Santa María la Mayor, allá en el Barrio Árabe.


Casi fortuitamente, me metí en una plaza muy encajonada, que tenía el apropiado nombre de Plaza de la Oscuridad. Debí de andar muy cerca de la Posada de las Ánimas, donde una vez estuviera alojado Cervantes, pero la penumbra de la noche y el cansancio acumulado durante la jornada, no me permitieron estar muy atento a los sitios por los que pasaba. Tan sólo era consciente de que me estaba apartando de la proximidad del abismo.
Al final, por medio de un callejeo que yo llamaría onírico, acabé de nuevo en la Carrera Espinel, junto a los escaparates de una hermosa tienda de juguetes de época (“El Pensamiento”). Los grupos de gente volvían a hacerse notar. Los bares y tabernas arrojaban cascadas de luz al exterior. Suponía un acusado contraste con el sosiego y las penumbras de los barrios que acababa de visitar. Fue entonces cuando decidí darme otra vuelta por el Barrio Árabe, embellecido con el tibio fulgor de las estrellas.



Me topé con algunas casas de altas fachadas, que ahora tenían todo el aspecto de encontrarse deshabitadas. Imaginé vidas de ensueño, fantasías de poeta tras los miradores de vidrios emplomados, unos ojos de tentación ocultos del sol de la siesta, unas cortinas que servirían de hamaca a los rayos de la luna de agosto, carruajes tirados por caballos de largas crines, sombreros de época, tiestos de flores en las cornisas, y tal vez yo ahí, en mitad de tantas bellezas.


¡Qué hermoso estaba el Puente Nuevo, todo él iluminado! No había casi viandantes por el lado del Barrio Árabe. Rehice el camino que había seguido esa tarde. Las calles estaban alegremente alumbradas, pero no me salió nadie al paso. Volví a asomarme por la reja de la plaza de María Auxiliadora. El abismo estaba sumido en tinieblas, el aire olía a flores mojadas de relente. Quizá Miranda Warriner estuviera en su terraza estudiando los diseños de la luna sobre sus rosales dormidos, y seguramente Lucas Charnock recordaría en el camino que descendía al valle otra noche que pasó con aquélla en Londres, en un balcón que se abría a las arboledas del parque de St. James… Mi alma era una piedra porque los sueños superaban el número de mis vivencias. Pensé que debía haberme paseado menos entre las páginas de los libros y haberme abierto más al trato humano, a las nuevas experiencias, a los viajes impremeditados. Era como una tristeza que no me angustiaba y que no me impedía seguir con mi vida. De jóvenes no somos conscientes de las oportunidades echadas a perder, de los proyectos que se podrían llevar a la práctica con tan sólo liberarse de las ataduras de la rutina. Ronda estaba aquí como pudo haber estado en mi pasado. Llegué fuera de tiempo, pero no tarde tampoco. Ya no era joven, pero aún tenía ojos para ver y un corazón para hacer sueños de las nuevas vivencias.



Seguí caminando. Mi paso se tornó más lento de lo acostumbrado.
Antes de llegar a la plaza de la Duquesa de Parcent, me dio por bordear la iglesia de Santa María la Mayor por su parte trasera. Pasé bajo un arco que unía los dos lados de una calleja y llegué a la plazuela de Sor Ángela de la Cruz. Allí contemplé una especie de estrado de piedra rematado por una cruz de forja. Justo en ese instante, me topé con dos mujeres que tenían toda la apariencia de turistas trasnochadas; al menos ya no me encontraba solo en las calles del Barrio Árabe.




Esa noche descubriría que no había andado lejos del palacio del Duque de Ahumada, fundador de la Guardia Civil, y de la iglesia de la Virgen de la Paz, donde se venera a la patrona de Ronda. No pude por menos de recordar que los tres primeros años de mi vida habían transcurrido en Manzanares, un hermoso pueblo de la provincia de Ciudad Real, y la calle donde teníamos el domicilio se llamaba curiosamente “Virgen de la Paz”. En cuanto reparé en esta coincidencia, sentí que un viento de nostalgia agitaba las honduras de mi alma. 
Otra vez la calle Armiñán, otra vez el monumento a los viajeros románticos, pero ahora con los matices especiales de una noche andaluza de verano. Nadie caminando por ninguna de las aceras, excepción hecha de mí mismo, un viajero incalificable, tal vez alguien que deseaba percibir y expresar algo que queda más allá de lo rutinario. Volví a maravillarme ante la fastuosa iluminación del Puente Nuevo. Me sentí contento de haber emprendido ese paseo intempestivo, de haber venido a Ronda en definitiva.
Aún mi reloj no marcaba las once de la noche, y el único establecimiento que aún tenía las puertas abiertas ya estaba anunciando el cierre por medio de megafonía. Supuse que los turistas extranjeros que visitaban Ronda debían de recogerse a hora temprana para iniciar sus recorridos con las primeras luces de la mañana.
Di un paseo por el parque de la Alameda del Tajo, junto al parapeto, y estaba igual de desierto. Aproveché para hablar un rato con mi familia por el móvil. Los árboles se arropaban con la oscuridad nocturna. Luces aisladas destellaban en distintas zonas del valle. Junto al resplandor de una de las farolas, pude asistir a un baile de luciérnagas. Soplaba un viento que venía de lejos. Tras el cese de mi llamada telefónica, me apercibí de que había llegado el momento de conceder un reposo a mis cansados huesos.


Mi hotel estaba situado en el barrio que lleva por nombre “El Mercadillo”. Llegado a la plaza de la Merced, me fijé en que no se veía ninguna luz en las ventanas de en derredor. El cansancio cayó como una losa sobre mis hombros. Había sido una jornada de muchas emociones.
Antes de echarme a dormir, me dispuse a leer un rato del libro que había comprado en el Museo Arqueológico de Ronda. A pesar del cansancio, mi mente estaba excitada y me acabé el libro casi sin pretenderlo.
La madrugada iría muy avanzada cuando por fin venció el peso de mis párpados. Ronda es un sueño sin necesidad de estar dormido para vivirlo.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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jueves, 7 de septiembre de 2017

Ronda, un viaje inesperado (V): Los viajeros románticos


 Para mí la vida ha sido lectura y escritura. Tal vez de ahí provenga mi capacidad para resistir la soledad. Y la soledad, tan apetecida por mí en esas jornadas del comienzo de mis vacaciones, me hacía de compañera durante mi viaje a Ronda.
Tras mi visita al Barrio Árabe, mientras enfilaba la calle Armiñán en sentido al Puente Nuevo, desconocía que una nueva emoción estaba a punto de avasallarme. Arribé a una hermosa placita, que no rompía la continuidad de la calle y estaba decorada con una palmera achaparrada y un raquítico aligustre que aún no había tenido tiempo de florecer. Me encontraba a las mismas espaldas del Convento de Santo Domingo, y en un muro que seguía la dirección de la calle Armiñán, me topé con algo que detuvo mi alma al tiempo que mi cuerpo.
Una humedad inoportuna se apoderó de mis pupilas. Algo para mí más precioso que un retablo de iglesia me descubría un mundo de bellezas dorado por la luz de la tarde. El mundo del arte y la palabra. Tenía ante mí un conjunto de imágenes en cerámica que llevaba por título “Ronda a los viajeros románticos”. Dos querubines flanqueando el rótulo,  una andaluza con una cinta azul recogiéndole el pelo, un andaluz con pinta de bandolero, una vista aérea de Ronda hermoseada por los colores de la cerámica y nada menos que once fragmentos de escritura. Sólo reconocí a Washington Irving (autor de “Cuentos de la Alhambra”) y Prosper Mérimée (autor de “Carmen”). De los demás, sólo me despertaron ciertas evocaciones lady Tenison, tal vez por lo parecido de su apellido con el del poeta inglés Alfred Tennyson, y Benjamin Disraeli, que yo le hacía más relacionado con el mundo de la política que con el de la literatura.    



El Romanticismo alude a un movimiento cultural que duró casi una centuria y tuvo su inicio en Alemania e Inglaterra en el último tercio del siglo XVIII. No es, por tanto, de extrañar la ausencia en la cerámica de otros autores que yo consideraba imprescindibles en la labor de haber elevado el prestigio de Ronda hasta cotas importantes. Me encontraba allí por la influencia de un escritor (A.E.W. Mason), del que no estaba encontrando ninguna huella en mi periplo por las calles de la ciudad y cuyo desempeño literario es bastante posterior al período de vigencia del movimiento romántico.
Si yo tuviera que diseñar un monumento a los escritores que han engrandecido el aura soñadora de Ronda, no me olvidaría de incluir los siguientes nombres:
A.E.W. Mason, por supuesto, por cuanto me hizo conocer y admirar esta ciudad a través de sus descripciones en “Miranda of the balcony”. Ya he hablado de su “Las cuatro plumas”, que me parece insuperable. También leí de él “El único tigre”, un thriller que deja en mantillas a muchos de los que hoy en día saturan el mercado editorial. Y tuve la suerte de leer dos novelas policíacas suyas, que tienen de protagonista al inspector Hanaud, que sin alcanzar los vuelos deductivos de Sherlock Holmes o Hércules Poirot, se ve muy ayudado por la genialidad de la pluma de su creador; me refiero a “El misterio de la Villa Rosa” y “El prisionero del ópalo”. Vuelvo a enfatizar que deploro el hecho de que este escritor se haya visto ajeno a los homenajes de la ciudad de Ronda, lugar por el que indudablemente sentía un gran cariño.


Ernest Hemingway, pese a que, sin dejar de lado ninguno de sus méritos, considero (y esto no es más que mi humilde opinión) que es un autor sobrevalorado en ciertos aspectos, estrictamente literarios. Pienso que, en términos generales, su propia vida ha sido más apasionante que su literatura. Mencionó Ronda principalmente en su libro “Muerte en la tarde”, dejando bien sentada la supremacía de su plaza de toros en relación a otras de la geografía española. Si tuviera que destacar algunas de sus obras, sin duda me quedaría con “Al otro lado del río y entre los árboles” y “El viejo y el mar”.


James Joyce, que mencionó Ronda al final de su emblemática novela “Ulises”, concretamente en el llamado “Monólogo de Molly”, una dilatada sucesión de texto en la que se prescinde de los signos de puntuación para de alguna manera reflejar los estados oníricos que acompañan la vigilia. Joyce es un escritor intrépido, un explorador de rutas literarias que antes no habían sido holladas, un extravagante, un genio, un poeta impenitente. Sus textos, aun engalanados de grata sencillez, han de ser leídos con cinco, seis y hasta siete sentidos; hay muchas cosas que dice y otras muchas más que sugiere, por lo que si no andamos avisados, podemos perdernos momentos de insuperable belleza literaria. Hasta el mismo Hemingway le felicitó por su libro, una vez que se lo encontró en la librería “Shakespeare and Company” de Sylvia Beach, allá en el París de los años veinte del siglo pasado.


En la nómina de autores de mi ficticio monumento, no pueden faltar los patrios, aunque sus referencias a Ronda las tengo más desubicadas: Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, Federico García Lorca, Gerardo Diego, Eugenio D’Ors, Dionisio Ridruejo… De todos estos he leído textos fragmentarios, y trataré de hacerlo con los alusivos a Ronda.
Del poeta checo Reiner Maria Rilke, tan endiosado por estos lares, no conocía nada al momento de mi visita a Ronda. Al día siguiente me haría con un libro suyo titulado “En Ronda. Cartas y poemas”, de cuya lectura he recibido gratas impresiones, pero tampoco nada que me haya hecho acariciar el cielo de las Pléyades.


Parecía como si el tiempo se me hubiese escapado por las ensoñaciones que me provocó la vista de la cerámica de los viajeros románticos. Aunque el aire mostrara una agradable tibieza, el sol empezó a darme de lleno y la sed se me avivó hasta un extremo insufrible. Crucé otra vez el Puente Nuevo y me vi en medio de la un tanto atípica plaza de España, principalmente por el mal avenimiento entre el tráfico y las zonas peatonales.


En la intersección con la calle Rosario, justo enfrente del Hotel Don Miguel, detecté una tienda de recuerdos que llevaba por nombre “Puente Nuevo”. A la vista de la misma, pensé que era el momento de adquirir algunos obsequios para las mujeres de mi familia, y, para mayor alivio de mi sed, comprobé que vendían agua y refrescos refrigerados. Los rayos solares seguían hostigándome, y no necesité más motivos para decidirme a entrar.
Una mujer de mediana edad, con el cabello corto y los ojos resguardados tras unas gafas progresivas, respondió a mi tímido saludo.
–¿Qué desea? –me preguntó afablemente.
–Una botella de agua y echar un vistazo.
–Muy bien, como guste.
Yo nunca he sido bueno escogiendo regalos. Tampoco me convencía demasiado lo que allí había: imanes de nevera, bolígrafos, pisapapeles, camisetas con la sempiterna imagen del toro, gorras y sombreros, mecheros, bolsos de playa, riñoneras y mariconeras… vamos, lo que es usual encontrar en un comercio de tales características. La mujer, que estaba colocando en los aparadores el contenido de unas cajas desperdigadas por el suelo, volvió a dirigirme la palabra:
–¿Necesita que le ayude?
–Realmente sí, no se me ocurre qué llevarme.
Le expliqué para quién quería los regalos, y notó mi emoción al referirme a mis chicas. Creo que en ese preciso instante me gané su simpatía. Me ayudó a escoger los regalos, y, cosa asombrosa en un comerciante, me orientó en la búsqueda de calidad al mejor precio. Por último, le pedí una botella de medio litro de agua.
–¿Por qué no se lleva la de litro y medio? Sólo cuesta cincuenta céntimos más.
–No quiero ir excesivamente cargado –argumenté–. Y tampoco quiero empanzarme de agua.
Mientras me envolvía los regalos, le expliqué el motivo de mi viaje y no pude por menos de encarecerle todo lo que Ronda me estaba haciendo sentir.
–Es una ciudad muy bonita –repuso–, hay mucho turismo, pero no está ideada para los jóvenes.
–Vaya, nadie lo diría.
–Los chicos no tienen ni siquiera un centro comercial para poder ir al cine los fines de semana.
–Bueno, aún así les envidio el entorno, y me alegro mucho de haber hecho esta escapada.
Volví a la calle. El sol, ya descendiendo a su ocaso, seguía repartiendo tralla. El cansancio de mis piernas y el dolor de mi brazo derecho, que llevaba varios meses afligiéndome, me convencieron para ir a descansar un rato a mi habitación de hotel.
Volví a mirar la fachada del Convento de la Merced, y esbocé una sonrisa ante el rostro de Teresa de Jesús. Entonces, al fijarme con mayor detalle en la imagen de la hornacina de la portada, me di cuenta de mi anterior error. Ésta no se correspondía con la figura de la Santa de Ávila, sino con la de un hombre en hábitos de monje. Más tarde pude enterarme de que se trataba de San Pedro Nolasco, fundador de la orden de los mercedarios. El mural de Santa Teresa en la fachada se debe a que la iglesia acoge un relicario con la mano incorrupta de esta mujer prodigiosa.
Definitivamente, para no caer en errores tan garrafales, me era necesario ir con las gafas de lejos en mis paseos turísticos.

CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).




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