sábado, 25 de diciembre de 2010

La cesta navideña (V): El hallazgo inesperado


Estuvo varios días en cama, postrado por una crisis nerviosa que se resistía a ceder. Pero al fin recobró el uso de su consciencia. Como entre sueños, tenía la sensación de escuchar sollozos lejanos, más allá de los tabiques. Se tocó la mejilla y la notó áspera de barba. Su estómago se quejaba imperiosamente de hambre. Se deshizo de la pesada cubierta de sábanas y mantas. Hacía frío, pues no estaba puesta la calefacción. Y aquélla no era la alcoba de matrimonio, sino la habitación de invitados. La sensación de hambre era verdaderamente insufrible.

Trastabillando, se allegó a la cocina. Su mujer y sus hijos no le dijeron nada. Tenían las faces llorosas y enrojecidas. No fue capaz de dirigirles la palabra, ni tan siquiera la mirada. La vergüenza representaba en su alma un peso demasiado abrumador. Abrió la nevera, cuyos estantes estaban inusualmente despejados, tomó una botella de leche e ingirió un buen trago. Su familia seguía sin dirigirle la palabra.

Caminó por toda la casa, y observó que las cortinas estaban corridas y las persianas a medio bajar. No había ninguna luz encendida. El mundo de afuera no podría penetrar con sus aviesas miradas en esta morada de sombras y tristeza. Ya no quedaba más que esperar a la oscuridad total.

Y los días transcurrieron entre silencios e ignorancias mutuas. Llegó Nochebuena. Desde muy temprano, José Ángel dio en vagar por las calles hasta su habitual retiro en el Parque de Santander.

Se sentó en un banco solitario, rodeado por el rumor de las fuentes ornamentales. Las primeras horas de la tarde, aunque frías, se presentaban agradablemente soleadas. Una bandada de palomas ateridas sobrevoló las alturas del estadio de Vallehermoso. Sus pensamientos se negaban a aflorar. Antes que sufrir el dolor, era preferible esa especie de atonía mental. Nadie había por los alrededores, hasta los comercios habían cerrado; quien más, quien menos estaría preparando la celebración de esa noche. El año había sido muy duro, pero la Nochebuena seguía teniendo algo mágico que merecía la pena celebrarse con todo el boato posible. ¿Por qué él no podía estar con su familia, atendiendo a los preparativos de la fiesta entre risas y caricias?

A punto estaba de derramar la primera lágrima del vencido, cuando acertó a ver algo a pocos metros de su banco, oculto entre las hojas de un arbusto esmirriado. Se puso en pie y con paso vacilante se aproximó al lugar.

Se trataba de una vulgar caja de cartón azul, con sencillos estampados de lazos rojos y campanas plateadas en cada una de sus caras; una cesta navideña, de las más humildes que había, a juzgar por su tamaño. Apenas si tenía espacio suficiente para contener una pastilla de turrón y un paquete de almendras garrapiñadas. Alguien la habría dejado olvidada allí, reputándola de ruin e indigna de las presentes celebraciones, acaso el regalo navideño de un patrón duro y exigente a su sufrido empleado.

José Ángel la tomó de su asa y apreció su notable ligereza, talmente como si se encontrase vacía. El parque estaba anormalmente solitario, y poco a poco se iban pintando las luces del atardecer. No había nadie a la vista, el cercano bar ya hacía tiempo que había echado el cierre. José Ángel volvió con la cesta a su asiento en el banco. Un automóvil recorrió el inmediato Paseo de San Francisco haciendo sonar jubilosamente su bocina. Al parecer, nadie iba a venir a reclamar la cesta. José Ángel decidió abrirla sin más ambages.

Estaba duramente precintada, y, al abrirla, los dedos de José Ángel sólo pudieron atrapar una breve esquela, concebida en los siguientes términos:



PAPÁ
VALE PARA UN MILAGRO
Todo va a salir estupendamente


Se trataba de una caligrafía infantil y angulosa, tal vez el regalo de un hijo devoto a un padre desesperado, como era el caso de José Ángel. Apretó la esquela sobre su corazón y dio rienda suelta al llanto tan largamente contenido. ¡Un milagro! Si ese padre, quien quiera que fuese, no había recibido ese vale, ahora sería él, José Ángel, quien le sacaría provecho.

La oscuridad ya había envuelto el cielo; iba a ser una fría y prodigiosa noche de estrellas. Y José Ángel no quería pasarla solo. El milagro estaba a punto de comenzar. No vio la hora ni el camino para regresar a su casa.

CONTINUARÁ... (el próximo año)

El jardinero de las nubes.

jueves, 23 de diciembre de 2010

La cesta navideña (IV): En el mercadillo navideño de la Plaza Mayor


No podía arriesgarse a que su esposa descubriera que no entraba dinero en casa, y tuvo que valerse de numerosos ardides para diferir el momento del desahucio. Consiguió, tras muchos tira y afloja y por medio de no pocas lágrimas, que el banco le concediera una prórroga de seis meses para atender los pagos pendientes. Asimismo fue sacando de la casa objetos de oro a hurtadillas, para venderlos o empeñarlos en cualquiera de los establecimientos que a este respecto habían proliferado por toda la ciudad. Eran horrorosos los cartelones amarillos en los que figuraba “COMPRO ORO” y ruines quienes atendían esos cuchitriles de agiotaje. Con la Crisis y la devaluación de las divisas, el oro se perfilaba como el único valor seguro en medio de ese temporal financiero. Incluso habían surgido los ladrones de cobre, que no tenían reparo en adueñarse del cableado eléctrico que les salía al paso. Por su parte, José Ángel no quería verse en la tesitura de tener que recurrir al robo mientras se pudieran agotar otras alternativas.

Su hija mayor se estaba preparando para hacer la Primera Comunión, y por ello la familia tomó la costumbre de ir los domingos a misa en la iglesia del barrio, bajo la advocación de Nuestra Señora de las Nieves y San Juan de Mirasierra. En cada celebración el templo se ponía de bote en bote, pues cuando abunda el sufrimiento surge la necesidad de tener un amparo espiritual en los cielos o en la tierra. Según comentaba el cura párroco, los servicios de Cáritas y los comedores de beneficencia habían acusado una inusual afluencia de gentes necesitadas, y él mismo animaba a sus feligreses a que si se veían en una situación desesperada acudieran a la parroquia para tratar de encontrar algún remedio; también decía que si alguien sabía de algún trabajo, que hiciera el favor de decirlo… Los ojos de José Ángel se enrasaban en lágrimas tras escuchar semejantes palabras, y trataba de ocultar a su familia ese testimonio de sufrimiento. Y además se sentía muy ingrato por acordarse de Dios sólo cuando la necesidad acuciaba. Nunca lo había hecho con regularidad, pero empezó a salir a tomar comunión porque creía que así se allegaría más fácilmente el auxilio divino. Por lo demás, no tenía valor para hablar con nadie ni para levantar la mirada del suelo.

Para el puente de diciembre, su mujer le propuso ir con los niños a la Plaza Mayor para ver si ya habían montado los puestos del mercadillo de Navidad. Él no dudó en aceptar.

Parecía mentira que pese a lo más virulento de la Crisis, el esplendor navideño no hubiese menguado un ápice. Era una tarde deliciosa de un lunes festivo. Ya casi había anochecido. Las luces de Navidad y los escaparates decorados llenaban de belleza el entorno de la Plaza Mayor. La música de los villancicos poblaba el aire. José Ángel se había cuidado de llevar todo su dinero en la cartera, pues sus hijos apetecían varios objetos caprichosos que veían en los puestos (matasuegras, gorros de Papá Noel, cajas sorpresa, pomperos, pelucas de colorines, bolas y adornos para el árbol y el belén, etcétera). Incluso compró sendos cucuruchos de castañas calentitas para toda la familia. El gentío crecía por segundos y se respiraba la animación que insuflan las fiestas navideñas. José Ángel se complacía con la alegría de que daban muestra los suyos, pero al mismo tiempo se aterrorizaba al ver el expolio que estaba sufriendo su cartera.

De repente, cerca del Arco de Cuchilleros, notó que alguien le agarraba del codo.

-¡José Ángel, cuánto tiempo!

Tan pronto giró la mirada, notó como si se le hubiera aparecido un espectro. Quien le interpelaba era Teodoro Santos, un viejo socio del que no conservaba ningún buen recuerdo por cierto.

-¿No me conoces, animal de bellota?

-Eres Teodoro –contestó mientras el rostro se le cubría de palidez.

-En efecto, ¿cómo te va la vida? –El aliento de Teodoro hedía a tabaco.

-Bien…

-¿Sólo bien? Mantienes tu empresa, supongo. La mía consiguió capear el temporal.

-Todo va bien –insistió sin ser capaz de mirar a su interlocutor.

Paula y sus hijos estaban expectantes. ¡Con lo grande que era Madrid y se había tenido que topar con este energúmeno!

-Pues verás, me alegro de que todo te vaya bien –prosiguió Teodoro con tono zumbón-. Suelo ir a jugar al pádel a las canchas del Parque de Santander, ¿sabes? Y no hace muchos días, a través de la verja, vi a un tipo que se te parecía como dos gotas de agua –José Ángel se sentía al borde del desmayo-, y no iba tan bien vestido como vas tú y además comía de una fiambrera azul. Me dio pena el pobre diablo, se notaba que había perdido su trabajo. ¡Cuánto me alegro de que no seas tú!

José Ángel sudaba frío. Los ojos de su mujer estaban clavados en los suyos propios. ¡La fiambrera azul! Había rabia y desesperación en la expresión de su rostro.

-¡Nos has mentido!

José Ángel casi se derrumba al suelo. Teodoro lo sujetó a tiempo.

-¡Suéltame, hijo de puta! –chilló con voz desfigurada por la angustia-. ¿Por qué tenías que aparecer? ¿Tanto odio me tienes desde que rompí la sociedad contigo? ¡Has arruinado mi vida familiar!

-Yo no sabía nada, camarada –se excusó Teodoro liberándole de sus brazos.

Estaban montando una escena y el gentío, atraído por la curiosidad, comenzó a apiñarse en torno a ellos. Paula reunió a sus hijos junto a su regazo.

-Teodoro no es el culpable –dijo con la voz sofocada por el llanto-. Nos has mentido a tus hijos y a mí todo este tiempo. ¡No tienes trabajo ni tampoco has hecho por buscarlo!

José Ángel se sentía sin fuerzas para afrontar el drama. En vista de que su equilibrio vacilaba, algunos viandantes se turnaban para sostenerle en pie. Su mirada estaba pendiente de su familia. Todo lo demás no existía para él, ni la Navidad ni el bullicio ni las luces decorativas. No podía ser cierto lo que estaba viviendo. En su interior le pedía a Dios despertar de esa pesadilla.

-Niños, volvemos a casa –dijo Paula con el rostro bañado en llanto-. Cogeremos un taxi.

Y se fueron por el Arco de Cuchilleros, bajando las escaleras en dirección a la calle de Toledo. Teodoro también se fue sin despedirse y con una sonrisa vulpina insinuándose en sus labios morados por el frío.

Un tendero tuvo que acercarle una silla a José Ángel para que se recuperara. Los villancicos sonaban en sus oídos, y la amargura se extendía como la peste por toda su alma. ¿Qué sería de él a partir de ahora? Y lo que era infinitamente peor: ¿qué sería de su mujer y sus hijos? No podía concebirlo.

-¿Se siente bien, amigo? –le preguntó el tendero.

-Gracias, señor, ya me voy. Por favor, acépteme una propina por las molestias que le he generado.

Se llevó la mano al bolsillo interno de su abrigo y descubrió que le habían robado la cartera. Debió de ser cuando unos y otros le agarraban para que no cayese al suelo. No le faltaba más que eso.

Soltó un suspiro y cayó presa de un desmayo profundo.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

lunes, 20 de diciembre de 2010

La cesta navideña (III): La tertulia del malestar


Hago la advertencia de que muchas de las opiniones aquí recogidas (sobre todo las relativas a la inmigración) no forman parte de mi ideario personal y sólo las utilizo con fines literarios, porque la realidad y el dramatismo de la historia así lo requieren.
Durante aquéllos días en el Parque de Santander, conoció a muchas personas en su misma situación y oyó muchas conversaciones a cuál más descorazonadora. La Crisis, el aumento del paro, el recorte en las políticas sociales, la desesperación de las familias y la juventud eran temas recurrentes. José Ángel conoció a una joven opositora a auxiliares judiciales, de la que nunca llegó a saber su nombre, que escuchaba los temas del examen en su reproductor de mp3 para memorizarlos.

-Las cosas están muy mal –comentaba ella con tono de exaltado pesimismo-. Hay mucha gente inscrita a estas oposiciones. Ciento cincuenta mil para sólo trescientas plazas en toda España. En otras convocatorias sólo se presentaban cuatro mil aspirantes para parecido número de plazas. Como no hay trabajo seguro, todo el mundo se agarra a preparar oposiciones.

José Ángel también se integró en la tertulia de un grupo de gente de ambos sexos, formado por parados jóvenes y viejos y por jubilados que veían peligrar sus pensiones. Se solían reunir en la mencionada glorieta.

-A esto es a lo que nos han conducido los asquerosos políticos –despotricaba un auxiliar administrativo, ya mayor, que llevaba casi cuatro años en el paro-. Ellos no carecen de nada y cargan contra los sectores más desprotegidos de la sociedad. Ahora nos dicen que para jubilarnos tenemos que esperar a los sesenta y siete años y que nuestra pensión se calculará en base a los últimos veinte años cotizados, con lo que cobraremos una miseria. Ellos nos aprietan bien las clavijas, pero mira tú a los parlamentarios: por siete años de ejercicio en el Congreso les queda una pensión vitalicia de cerca de cuatro mil euros. Vamos, que metiéndote en política, sólo necesitas haber trabajado (o tocarte los huevos, más bien) siete años para que te quede la pensión máxima.

-Y mira tú –añadía una mujer cuya hija se había tenido que marchar a la Argentina para ejercer su carrera de arquitecto-, la ministra de Sanidad ahora va y coloca a una amiguita suya de directora general, sin tener siquiera estudios universitarios. Y no es porque sea de un partido u otro, pues todos en política cuecen habas. ¿Y qué me decís de los casos de corrupción que salen cada dos por tres, de esos políticos que cobran sueldos oficiales por partida doble, como la Cospedal ésa?

-Este gobierno está formado por una panda de ineptos y buscadores de fortuna, y si se meten los del partido de la oposición también iríamos aviados. Todo está fatal. Suben los impuestos, el gas, la electricidad y la gasolina, la inflación está por las nubes, cada día se destruyen miles de empleos, no dan oportunidad a la juventud y les hacen la mamola a los bancos, que no reciben más que ayudas cuando dan el grito de alarma y no comparten sus beneficios cuando entre todos les hemos sacado del apuro.

-¿Y qué me dices de los Reyes? –dijo un joven desesperado-. ¿Cómo tienen cuajo a ir con ese lujo y esos cochazos el día de la Hispanidad? ¿No se darán cuenta de que el país está estrangulado, y ellos a lucir palmito y a no privarse de nada?

-¿No oísteis cómo abucheaban al Zapatero en el desfile de las Fuerzas Armadas? –manifestó otro-. Desde luego que por mucho que diga que se recorta el sueldo lo mismo que a los funcionarios, a él no le faltan ganancias. Si no, ¿de qué ahora va y se gasta un millón de euros en un chalet de León?

José Ángel tragó saliva; él también vivía en un chalet de lujo, que ahora representaba su ruina.

-Para postre, cuando hay que rescatar a un país de la Unión Europea, nosotros somos los que han de ser los primeros en poner el dinero, como cuando Grecia; y ahora puede pasar igual para Irlanda. Y las políticas sociales, ¿qué? Los que hemos pagado impuestos toda la vida tenemos menos derechos que cualquier inmigrante que lleva dos días en España: ellos tienen derecho a elegir colegio, a que les paguen el comedor escolar, a atención sanitaria gratuita y a mil cosas más.

José Ángel intervino enfurecido:

-Nosotros también tuvimos que emigrar en los tiempos del hambre, y es injusto culpar de la Crisis a los inmigrantes.

-No te mosquees, camarada. No tienes más que ver que los demás países de la Unión Europea ponían trabas a la inmigración cuando España se abría de piernas a todos los que quisieran venir. Así ha pasado, que muchos empresarios y agricultores listos se han aprovechado de los inmigrantes como mano de obra barata, pagándoles nada y menos y perjudicando en consecuencia a los trabajadores españoles con la reducción de jornales.

Se desató una agria discusión.

-¡Qué coño! ¡Si los inmigrantes se han hecho cargo de los trabajos que nosotros, por señoritos, rechazábamos!

-¡Pues los inmigrantes nos han traído delincuencia y suciedad!

José Ángel se sentía indignado por la xenofobia de que algunos daban muestra. Entonces tuvo que recapacitar. ¿Con qué derecho afeaba ahora las conductas radicales hacia los inmigrantes cuando él los había tenido trabajando en las obras a destajo, pagándoles una insignificancia y sin darles de alta en la Seguridad Social? Sintió que su alma se consumía en el remordimiento.

-A ver si nos calmamos –intervino una amable señora sexagenaria-. De todas formas, con la Crisis se están yendo los inmigrantes. Ya cada vez se ven menos en las calles y en el metro.

-Eso es cierto.

-Y no tiene sentido echarles la culpa. Los culpables de la Crisis son los políticos corruptos y aquellos que se han enriquecido con la especulación inmobiliaria.

“A mí en cambio, la especulación inmobiliaria me ha llevado a la pobreza”, se dijo José Ángel, sabiendo que no estaría bien que manifestara tal pensamiento delante de tan variopinto auditorio.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

domingo, 19 de diciembre de 2010

La cesta navideña (II): El camino cotidiano


Y el día fatídico llegó. La empresa de José Ángel tuvo que declararse en quiebra. No le quedó dinero ni para pagar las indemnizaciones a los pocos obreros que le quedaban. También fue necesario despedir al servicio doméstico, lo que hizo que Paula pusiera el grito en el cielo ante la perspectiva de tener que hacerse cargo por sí sola de las tareas de casa y el cuidado de cinco hijos. Y de ahí a poco vendría el banco a exigir el pago de la hipoteca del chalet de la Colonia Mirasierra y del apartamento de lujo que adquirieran en Santa Pola cuando los tiempos les sonreían. Casi tres mil euros al mes, y, sin trabajo, José Ángel no sabía cómo se las iba a ingeniar para pagarlos.

Al final no le quedó más solución que tragarse el orgullo. Tuvo que soportar las interminables colas de la oficina del Servicio de Empleo de la Comunidad de Madrid del Barrio del Pilar (en la calle de Camino de Ganapanes), para inscribirse como demandante; tuvo que ir a hablar con el director del colegio de la Alameda de Osuna para suplicarle una prórroga en el pago de las mensualidades de sus hijos, incluidas las del transporte en autobús; tuvo que hacerse cargo de la compra diaria, porque Paula, debido a lo dramático de la situación, cayó en depresión, obstinándose en no salir de casa para evitar las miradas de sus vecinos y conocidos, ahora que habían “caído en desgracia”. Incluso les habían mandado una carta de expulsión del club de campo por no satisfacer las cuotas correspondientes.

José Ángel se sentía al borde de la angustia. Con el temor de que les cortaran la luz y el gas en cualquier momento, habían reducido al mínimo el consumo. Sus hijos y su mujer empezaron a quejarse del frío.

-¡No podemos vivir así! –le reprochaba Paula con el mango de la fregona en ristre, y él sentía en su corazón como la herida de una espada de amargura.

-¡Papá, en el colegio se burlan de nosotros porque dicen que no tienes trabajo! –comentaban sus hijos entre llantos.

Una mañana lluviosa, José Ángel salió a la calle y no regresó hasta bien entrada la tarde. Cuando se presentó frente a los suyos, llevaba impreso en el rostro un afectado gesto de alegría.

-He encontrado trabajo.

Todos se mostraron jubilosos. Por fin dejarían de ir con la cabeza agachada. El trabajo reportaría el dinero necesario para ir tirando hasta que la Crisis acabara. Y luego todo volvería a ser como antes. Mejor era eso que nada. José Ángel le pidió a Paula que cada mañana le dispusiera el almuerzo en una fiambrera, porque debido a lo laborioso del trabajo se vería precisado a comer a pie de obra. Y lo bueno del caso es que tampoco necesitaba ir impecablemente vestido.

Durante el siguiente mes, salía cada mañana de casa, antes de que sus hijos se marcharan al colegio, y regresaba al punto de las cinco de la tarde con la fiambrera vacía. Traía los zapatos y los bajos del pantalón cubiertos de polvo y salpicados de barro. Su mujer y sus hijos le recibían como si fuera un héroe. Le hacían sentarse en el sillón más cómodo, le traían las zapatillas y le servían un café con leche calentito.

Pero ¿adónde iba esas húmedas mañanas de otoño que traía la ropa llena de polvo y la huella del frío en los colores de su rostro?

Quien le hubiera acompañado a la salida de casa, cuando aún no había abierto la mañana, le hubiera visto caminar por las serpenteantes calles de la Colonia Mirasierra hasta llegar a la confluencia de la avenida del Cardenal Herrera Oria con la calle de Ginzo de Limia. Luego enfilaría esta última y larga arteria hasta llegar a la no menos larga avenida de Asturias. Así seguiría hasta alcanzar la Plaza de Castilla, con los pies ya bastante doloridos. Después cobraría nuevos ánimos para seguir un buen trecho por la calle de Bravo Murillo hasta Ríos Rosas, pasada la glorieta de Cuatro Caminos. Y desde aquí se desviaría por la avenida de Filipinas hasta llegar, ya exhausto y con la mañana avanzada, a la entrada del Parque de Santander, junto al monolito del monumento a José Rizal… La Colonia Mirasierra quedaba muy distante; era muy difícil que pudiera cruzarse con alguien conocido en este parque tan metido en la ciudad.

Su familia vivía engañada por él. Nadie le había contratado, y, lo que era más triste, sabía que a su edad sería baldío todo esfuerzo por encontrar trabajo. Así que dejaba que las horas transcurrieran en el recogido recinto de ese parque urbano, tan expoliado por las recientes reformas que le practicaran por la construcción de canchas de pádel, campos de golf y fútbol y la pista de atletismo.

Era un gusto permanecer allí en las soleadas mañanas de otoño. José Ángel gustaba de acomodarse en un banco situado en el perímetro de la glorieta lindante con el bar y la pista de atletismo. Allí pasaba un buen rato recuperándose de la larga caminata. Sentía el pulso vivo de la ciudad y abría los ojos a todo lo que ocurría a su alrededor. Después de todo, no tenía nada mejor que hacer.

Veía al camarero limpiando las mesas que no registraban ni por asomo la misma ocupación que en épocas estivales. Las madres y empleadas domésticas sacaban a pasear a bebés y niños en edad no escolar, quienes pasaban ratos de divertimento en los areneros y toboganes infantiles. Las hojas de los chopos iban variando de color, y el azul del cielo exhibía gasas de blancura. También José Ángel veía a jubilados y a hombres jóvenes que, como él, no tenían trabajo. Y luego, cuando ya hacía rato que había pasado el mediodía, se internaba en el parque y buscaba un rincón resguardado para comer de su fiambrera. Al rato, calmaba la sed en el caño de alguna fuente. Entonces se volvía a sentar y se quedaba mirando la esfera de su reloj hasta que marcara las cuatro de la tarde, hora en que emprendería el regreso a casa.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

sábado, 18 de diciembre de 2010

La cesta navideña (I): Prosperidad y Crisis


El período navideño se acerca, y deseaba escribir un relato para conmemorar tan entrañables fiestas, en un año especialmente azotado por la Crisis. Dejo aparcados todos mis proyectos literarios hasta concluir este relato. Conforme vaya escribiendo, lo iré publicando. A tod@s les deseo una Feliz Navidad y un venturoso Año Nuevo.

Todos en el barrio de la Latina sabían cómo era José Ángel Villavieja antes de que se fuera a vivir a aquel chalet de la Colonia Mirasierra. Sabían que desde muy joven apuntaba maneras. No es que fuera buen estudiante en el instituto de San Isidro, pero resulta forzoso admitir que destacaba en actividades deportivas: metió muchos goles en aquellos encuentros que se disputaban en el mítico Campo del Gas, situado junto al Paseo de las Acacias, y también quedó en los primeros puestos en el Marathon de Madrid que se celebró en no me acuerdo qué año de la década de los ochenta. Lo cierto es que siempre iba muy pagado de sí mismo, a lo que se había de añadir que no pasaba desapercibido delante de las chicas.

A trancas y barrancas, consiguió terminar un peritaje, y, como quiera que en aquellos tiempos todavía a la gente de estudios no le costaba encontrar trabajo, se colocó ventajosamente en una empresa de obras civiles cuando aún no contaba veinticinco años. La vida le sonreía, y él se sentía marcado por el éxito, hasta el punto de permitirse despreciar a aquéllos que pensaba que merecían ser despreciados. El dinero, las ganancias lícitas e ilícitas, le perseguían, y su envanecimiento creció exponencialmente. Empezó a rodearse de comodidades y caprichos, y fue entonces cuando se trasladó a vivir a aquel suntuoso chalet de la Colonia Mirasierra.

Tras varios años de éxitos y pingües ganancias, conoció a una joven, de nombre Paula Delgado, que se encaprichó de él, vista su aureola de conquistador y hombre de negocios, con el resultado de que al final sus requiebros terminaron en boda. Eran los tiempos del auge inmobiliario. José Ángel se metió en negocios de promotor de obras, y el dinero siguió afluyendo a sus manos en constante y turbulento caudal. Necesitó instalar una enorme caja fuerte en el hueco de la escalera de su casa. Él ya tenía cierta edad cuando sus cinco hijos vinieron al mundo uno tras otro; le nacieron dos niñas (Marta y Laura) y tres niños (Andrés, Matías e Iván); los amaba con todo su corazón.

Los negocios iban viento en popa. Él y su familia se introdujeron en las altas esferas de la sociedad: frecuentaban el club de campo, les invitaban a fiestas, conocieron a políticos y altos cargos, hacían viajes a lugares paradisíacos. Los niños iban al colegio de la Alameda de Osuna, una institución de rígidos principios religiosos, aunque José Ángel nunca había destacado por ser creyente; sólo iba a misa con ocasión de bodas, bautizos o comuniones. El orgullo había hecho de él una persona de sonrisa falsa y mirada superficial y taimada; tras el manto de sus gracias ocultaba unos sentimientos de ave de rapiña. Se acercaba a la cincuentena con pasos agigantados, y deseaba llegar aún más lejos en los negocios: compraba solares y pilas de ladrillos vitrificados y promovía obras que le rendían el quinientos por uno. Pero a su juicio, no era bastante; quería convertirse en multimillonario.

La década de los primeros años de este siglo tocaba a su fin, y la especulación inmobiliaria devino en una crisis financiera como no se había conocido otra en el país. José Ángel vio que el dinero se le esfumaba y el volumen de ventas de viviendas caía en picado. Se hizo necesario despedir a albañiles y quedarse con los justos. Hubo de reducir considerablemente los precios del metro cuadrado, y ni por ésas.

La burbuja inmobiliaria acabó estallando. La gente perdía sus trabajos y los sueldos experimentaban escandalosos recortes. Las ayudas sociales empezaron a mermar, y el gobierno de la nación perdió capacidad para solventar los efectos desastrosos de los años de continuas especulaciones y corrupciones en todos los ámbitos de la vida pública y privada. La tasa de desempleo se disparó por las nubes y el mercado de valores se situó al borde de la ruina. En los hogares se experimentaban necesidades que parecían propias de los tiempos de Posguerra.

José Ángel se sentía paralizado por el pánico. Sus negocios se habían hundido. Sólo le quedaban algunos bloques de edificios a medio terminar, que llevaban nombres de sus hijos, y un montón de deudas a las cuales no podría hacer frente de ahí a pocos meses. Sus amistades de altos vuelos (también afectadas en bastantes casos por la Crisis) se habían batido en retirada; no tenía nadie a quien pedir ayuda. Paula, su mujer, le inquiría con unas miradas que dejaban traslucir un terror inexpresable. Pronto empezarían a pasar necesidades, a menos que la Crisis se solucionara o que algo fortuito les ayudara a salir del apuro en que se veían.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

martes, 7 de diciembre de 2010

Cuentos urbanos: El hombre que adiestraba palomas (y II)


Los chicos guardaban un silencio de santuario. La pregunta de Lucas aún flotaba en el aire. Norbert se sentó en una banqueta inmediata. Sus ojos habían escapado a la realidad.

-Tienes que venirte con nosotros –dijo Borja.

-Es cierto –corearon Dorotea y Cristina desbordantes de emoción-. Los otros deben ver todas las cosas que eres capaz de hacer.

-¿Serviría de algo? –preguntó Norbert con un asomo de indecisión.

-Si no lo pruebas, nunca lo sabrás –sentenció Lucas.

Norbert se puso en pie.

-De acuerdo, probaré.

Bajaron todos ellos los escalones. Los padres de Norbert se quedaron mirándoles con ojos atónitos. El fuego de troncos iba ya muy disminuido. Las luces del salón ya estaban encendidas.

-Ahora vengo, padres.

Norbert no recordaba dónde había puesto su abrigo. El criado le prestó el suyo.

Ya era de noche. Las nubes habían abierto un ancho orificio donde palidecían las estrellas, antes de alumbrar con fuerza. Se notaba el frío de noviembre.

Los chicos iban pregonando por las calles:

-¡He aquí el hombre que amaestra palomas! ¡Y en el cielo dibujan lo que él quiere! ¡Es el hombre del que todos habéis oído hablar!

De los cafés salían hombres que brindaban con jarros rebosantes de hidromiel. Por detrás de las lunas de los escaparates, los vendedores saludaban la procesión que formaban Norbert y los chicos. Los guardias de tráfico hacían lo que estaba en sus manos por imponer orden a la multitud. Un concejal del ayuntamiento habló de hacerle un homenaje a Norbert. Todo el mundo creía a pies juntillas las maravillas que los chicos referían.

-¡Hagamos una barbacoa en la playa para celebrarlo! –propuso el dueño de una mantequería, hombre calvo, bigotudo y obeso por más señas.

Cuando las agujas del reloj ocuparon los segmentos correspondientes a las nueve de la noche, ardían los carbones del festín en la playa; suculentos aromas a chuletas y sardinas humeaban en las parrillas. Hasta había un hombre que aprovechaba para vender globos con formas de estrellas, unicornios, flores, águilas bicéfalas y osos y ciervos. Había cestos de manzanas y naranjas de Sicilia, jarros de hidromiel y nueces peladas y bañadas en chocolate. Todo el pueblo se encontraba allí presente. El alcalde pronunció un discurso encomiástico en honor a Norbert, y los poetas desgranaron sus versos para cantar las hazañas del maestro de palomas. Los niños y los mozalbetes rodeaban al homenajeado en hermoso cortejo. Incluso las nubes de la costa empezaron a arrojar pétalos de margarita. Las rebanadas de pan blanco adquirían cárdenos colores con los jugos de las viandas asadas.

La medianoche se acercaba. Todos guardaban silencio esperando que Norbert tomara la palabra. Las gaviotas dejaron de graznar y el mar detuvo sus olas. La luna apuntó sus ojos de plata en la dirección del hombre solitario.

Norbert tragó saliva, y dijo:

-¿Qué he hecho?

La abadesa del cercano convento de ursulinas rompió el compacto silencio de la multitud.

-Has conseguido fabricar esperanza. Las palomas te obedecen como la que obedeció a Noé y le trajo una ramita de olivo en la punta de su pico.

-¿Eso es todo?- preguntó Norbert.

Empezó a levantarse un coro de alabanzas. Él se sentía desbordado al cosechar en esos instantes lo que tanto había carecido a lo largo de su vida. Apuntó su mirada al mar y se puso a caminar. Empezó a balancear sus brazos como si pretendiera levantar el vuelo. La luna soltó un guiño agonizante, y las tinieblas se abatieron sobre las rodajas de plata que moteaban las ondas del mar. Todos los presentes prorrumpieron en murmullos de expectación.

-¿Sigues ahí, maestro de las palomas? –preguntaron algunas voces infantiles.

En la oscuridad acertó a percibirse un sonoro batir de alas, como cuando los murciélagos salen en tropel por la boca de una mina.

Al cabo regresó la luz de la luna. El horizonte del mar estaba hecho de plata y soledad. Norbert había desaparecido.

-¿Dónde ha ido?

-¿Habéis oído esas alas que batían por encima de nuestras cabezas?

En medio de semejante confusión, la pequeña Laura señaló en dirección al famoso palomar. Todos vieron que allí brillaba una luz.

-¿Cómo es posible? –se admiró el director de la escuela-. ¿Es que ha ido volando hasta allá?

-Eso parece –dijo una de las catequistas de la cercana parroquia de San Carlos.

Y vieron recortarse la silueta de Norbert contra el cuadro de luz. Movía sus brazos; los estaba saludando desde la lejanía.

-¿No deberíamos ir a buscarle? –sugirió el empleado de pompas fúnebres.

Todos se consultaron con la mirada. Lucas fue el primero en ofrecer una respuesta.

-Dejadle. Es feliz saboreando la vida desde su palomar. Sus milagros surten efecto estando lejos. Cuando está entre nosotros, se siente solo. Y cuando está en su palomar, nos ama con todo su corazón, hasta el punto de que consigue que las palomas le obedezcan.

Y ya no se escuchó más sonido que la canción de la luna sobre las praderas del mar. En silencio, la multitud se fue dispersando.

Los últimos en marcharse fueron los chicos que hicieran la visita al maestro de las palomas.

Mientras arrastraban sus pasos por la arena, Norbert, allá en el palomar, agitaba el brazo, intentando aclararles que aunque no volvieran a verse él seguiría allí, esperando que algún día repitieran la visita.

La luna se fue perdiendo en el cielo azul de la alborada. Las palomas dormían en la quietud de sus nichos.

FIN

El jardinero de las nubes.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Cuentos urbanos: El hombre que adiestraba palomas (I)


Sin abandonar las otras series comenzadas, doy comienzo a los "Cuentos urbanos". Tienen la particularidad de haber sido redactados al aire libre de las ciudades o aprovechando cualquier compás de espera, lejos del escritorio, el ordenador y los libros de consulta de mi despacho. Sentado en un banco de un parque otoñal o esperando a entrar en la consulta del dentista, el bolígrafo se desliza jubiloso sobre las inmaculadas páginas de un cuaderno Miquelrius, alumbrando terrenos inexplorados y sinfonías de vida que rompen las cadenas del intelecto y dejan paso franco a la imaginación. Mientras escribía estos renglones, he recolectado muchas miradas que sin duda se preguntarían acerca de lo que estaba anotando en ese grueso cuaderno... He aquí la respuesta.

Cuando era niño, Norbert pensaba que no importaba la soledad de su encierro; siempre habría un futuro en que acudirían a rescatarle. Por eso creyó que era mejor no pelear por cambiar su vida. De esta forma, debía procurar que el tiempo, que acaba cerrando todas las heridas, se hiciera su aliado. Sería dulce la sensación de saber que algún día su desasosiego finalizaría.

Su casa tenía un palomar que alcanzaba la vista de los confines más lejanos del mar. Las estrellas se movían describiendo sus arcos en el cielo y las nubes eran distintas cada día. “Seré rescatado –se repetía frecuentemente-. Vendrán a buscarme cuando más lo necesite.” Sus padres y sus hermanos vivían ausentes al destino que poco a poco la vida le iba labrando. Pasaba sus horas libres en el palomar, aquéllas que no le requerían sus obligaciones en el colegio.

La soledad al principio era una tortura, luego se trocó un dolor sordo y palpitante y al cabo del tiempo se le volvió afable. Buscó en su interior lo que no venía a buscarle en su exterior. Las palomas se removían en su proximidad y dibujaban curvas en el cielo de primavera. Si llovía, las gotas ejecutaban burbujeantes melodías en las ventanas. Hubo un tiempo en que Norbert se creyó solo, pero lo cierto y verdad es que ahora se sentía como si estuviera constantemente acompañado.

Soltó un suspiro, se miró al espejo, se dio cuenta de que había dejado atrás la infancia y se resignó a pasar su vida en soledad.

Su familia le creyó definitivamente tarado, y no intentaron hacerle bajar de su refugio en el palomar.

Aquí, cerca del cielo, hay ejércitos de compañía. Está la linda Greta, que reúne ramos de siemprevivas en las praderas del Telemark; está Emilio Sandrini, el pastor flautista que apacienta su rebaño en las faldas de los Apeninos; está esa hoja de roble perlada por el dulce elixir de la madrugada, y la caracola de mar colocada en lo alto de la veleta de gallo cantor de la iglesia de San Carlos… Está todo, aunque crea no tener nada.

Al ver que el tiempo era como un cofre repleto de riquezas, decidió disponer del mismo con inusitada largueza. Le gustaba observar las palomas, escuchar sus pacíficos zureos, emocionarse con los cortejos que se hacían por primavera y estudiar las danzas que libraban en las luminosas pistas del cielo. En cierto modo, Norbert deseaba ser partícipe de todo lo que hacían sus compañeras las palomas.

¿Y por qué no habrían de aprender cosas de él?
Tenemos todo el tiempo para nosotros. Lograré aprender vuestro lenguaje, y me haréis caso en todo lo que os pida, hermanitas palomas. No os tengo más que a vosotras.

Las arenas del reloj, constantes y despiadadas, iban cayendo dentro del bulbo inferior. Un día sucedía a una semana, y un mes a cada estación. Al principio, las palomas rehuían a Norbert, y éste llegó al punto de perder la esperanza de que le tuvieran por amigo.

Un apacible día de verano, un pichoncillo acudió a comer de su mano. El tímido acercamiento sirvió de ejemplo al resto de las palomas. Norbert consiguió que se le posaran en los hombros y en las rodillas mientras se sentaba en cuclillas a repartirles el alimento. En invierno se acurrucaban a su lado, mientras la lluvia y el viento plañidero batían los aleros de la casa. Norbert se emocionaba cuando las veía abrevando en el tonel donde desaguaba el canalón. Norbert recibía de su familia comida y soledad, pero él no parecía afligirse; las palomas llenaban su mundo de esperanzas diminutas como las estrellas del cielo invernal.

Así se hizo mayor, y por fin acabó de asimilar el lenguaje de las palomas. Les pedía que volaran de manera que en el cielo trazaran bellos cuadros escultóricos. Un molino de la Mancha, un cisne de los jardines de Viena, una casa con mansardas, una catedral en medio de las nubes... Norbert podía ver impreso en el cielo todo lo que su imaginación apeteciera. En el pueblo empezaron a conocerle como “El maestro de las palomas”.

Los jóvenes que existían cuando él era joven, ya no paraban por la playa. Ahora todo era distinto. Los padres de Norbert, aunque ya eran ancianos, seguían mandando que lo alimentaran y le procuraran jabón y ropas de abrigo. La vista de la bahía parecía no haber cambiado en todos esos años: los barcos de antaño aún orzaban en el inmutable espejo de las aguas.

Era una tarde de noviembre y había llovido durante la mañana. Un grupo de jóvenes (tres chicas y dos chicos) paseaban por el arenal gris y silencioso. Observaron cómo las palomas bosquejaban en el cielo la figura de un árbol de Navidad. Sus almas se vieron transportadas de gozo.

-Es el hombre que vive en el palomar de esa casa –dijo Laura, la más joven del grupo, señalando la morada de Norbert-. Mis padres sabían cómo se llama.

-Los míos llegaron a conocerle cuando iba al colegio –dijo Lucas, el mayor-. Contaban que era un chico que hablaba muy poco y todos se mofaban de él.

-¿Cómo habrá hecho para amaestrar a las palomas? –se preguntaron a coro Dorotea y Cristina, las dos gemelas de cabello rubio como los campos de trigo.

-Podríamos ir a preguntarle –propuso Borja, quitándose un pinganillo del oído.

-¿Por qué no? –exclamó Laura entusiasmada.

Llamaron a la aldaba de la puerta de la casa del palomar. Acudió uno de los criados a abrir.

-Queremos ver al maestro de las palomas –pidieron al unísono.

El criado no pudo reprimir una lágrima furtiva. En todos los años que llevaba al servicio de esa casa, jamás había visto que el señor Norbert recibiera ningún tipo de visita.

-Ahora mismo mando a avisarle.

Los jóvenes aguardaron en el zaguán con visibles muestras de expectación. Vieron que los padres de Norbert, ya muy viejitos y achacosos, tomaban un tazón de infusión de hierbas frente a una vigorosa fogata de troncos de avellano; cubrían sus endebles rodillas con sendas frazadas de retales coloridos.

El criado apareció de nuevo.

-Me dicen que pueden subir a entrevistarse con el señor Norbert –anunció con todo empaque y solemnidad.

Los chicos subieron en estampía las escaleras. Hacía tanto tiempo que en la casa no se recibían visitas alegres…

Laura fue la primera en acceder al palomar. Hacía un poco de frío y las palomas se cobijaban en sus nichos. Norbert estaba mirando la luz de la tarde declinante a través de un pequeño tragaluz. Su cuerpo ya no mostraba la ligereza de la juventud; vestía unos pantalones vaqueros muy usados y arrugados y una chaqueta de lana de color herrumbre plagada de agujeros. Su pelo raleaba, tenía un espeso bigote y sus ojos tristes se emboscaban tras unos anticuados quevedos.

Laura corrió a darle un beso.

-¿Eres tú el maestro de las palomas?

Norbert miraba a la niña perplejo y conmovido. Sentía deseos de imitar con sus ojos a las nubes de lluvia.

-Aprendí a hablar como ellas –dijo señalando a las adormecidas palomas.

-¿Es de verdad posible aprender a hablar con las aves? –preguntó Lucas incrédulo.

-Cuando uno se encuentra solo, todo es posible –aseveró Norbert.

-¿Y tú nunca te casaste, nunca tuviste amigos? –le preguntó Dorotea.

-Alguna vez me casaría, alguna vez tendría amigos.

-Si no sales del palomar, nunca podrás hacer esas cosas –intervino Borja-. Te perderás todo lo mejor de la vida.

-¿Y qué es lo mejor de la vida? –objetó Norbert.

-Poder amar.

-Yo sé amar. De otra forma, no hubiera podido aprender el lenguaje de las palomas.

-Pero amar no te sirve de nada y no le sirve a los demás –insistió Borja un poco tajante.

-Si no hubiese amado, vosotros no estaríais aquí.

-Tiene razón –afirmó la pequeña Laura.

Y lo entendieron al final: nadie que no tuviera corazón, hubiera podido adiestrar a las palomas para que formaran esos cuadros escultóricos en el cielo. Y toda tarea bien lograda acaba obteniendo su recompensa.

-¿Les dirías a las palomas que dibujaran una imagen para nosotros? –pidió Cristina, adelantándose un paso.

-Pronto atardecerá y las palomas querrán arrullarse –repuso Norbert-, pero voy a tratar de complaceros.

Empezó a emitir con los labios fruncidos un sonido parecido al zureo de las palomas, extendió y replegó los brazos como si estuviese aleteando. Las palomas se incorporaron en sus nichos y volcaron su atención en las instrucciones que les estaba dando Norbert. Los chicos asistían boquiabiertos al insólito espectáculo que se estaba desarrollando delante de sus ojos.

Concluyeron las instrucciones de Norbert, y las palomas se lanzaron a los cielos en apretada bandada. Se situaron justo encima del espejo del mar. Un hombro de sol acertó a abrirse en la cubierta de nubes, y el vuelo de las aves se recortaba contra un fondo maravilloso de brumas, aguas y resoles dorados.

-¡Qué bonito! –exclamó Laura con la mirada chispeante.

Norbert hizo un óvalo con los brazos. Las palomas se reagruparon y poco a poco formaron la imagen de un rostro de mujer.

-La esposa que pude haber tenido –musitó Norbert, con una voz hundida en una profundidad de melancolía y nostalgia por los años de su ya apartada juventud.

El grupo de chicos guardó un momento de silencio; sus emociones eran mayúsculas. La efigie de la mujer pervivía entre alas blancas y azules.

Acto seguido, Norbert agitó los brazos arriba y abajo. Y al final recogió las manos sobre el pecho.

Ahora las palomas bosquejaron figuras de niños que parecían jugar en la playa. Podían distinguirse los contornos de un balón y una cometa y la falda de una niña tocada con un bonito sombrero, cuyo perfil bien podría haberse ajustado a la pequeña Laura.

-¡Es precioso! –exclamaban los chicos.

Al cuadro escultórico se sumó la figura de un perrito que se articulaba igual que un dibujo animado.

-Aquí los hijos y la vida que me fueron negados.

-¿Y por qué te fueron negados? –preguntó Lucas.

Norbert interrumpió sus gestos. El sol corría a sepultarse en el regazo del mar. Las palomas rompieron la formación y regresaron alborotadamente a sus nichos. Todo había concluido.

FINALIZARÁ EN EL PRÓXIMO CAPÍTULO...

El jardinero de las nubes.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Días en Cantabria (III): Fuente Dé, balcón de los Picos de Europa


Nos fuimos del monasterio cuando en las nubes se abrían algunas brechas de sol. Regresamos a la intersección con la C-185 y cogimos el sentido a Fuente Dé, que distaba de allí cosa de veinte kilómetros. Nos dirigíamos hacia la cabecera del río Deva, dejando atrás los pueblos de Turieno, Camaleño, Treviño, Corgaya, Espinama y Pido. Las montañas se iban estrechando hasta que por fin, a eso de las 12:23, asomamos al imponente circo glaciar de Fuente Dé (topónimo que hace referencia al hecho de que aquí se encuentra la fuente de la que nace el río Deva). De inmediato, nos llamó la atención la espectacular imagen del teleférico, que en un recorrido de poco más de kilómetro y medio salva una altura de ochocientos metros hasta el Mirador del Cable, baluarte desde el cual es sencillo adentrarse en los inquietantes macizos de los Picos de Europa. La niebla, que apenas si había levantado, impedía la contemplación de tan bellas panorámicas. Desde la carretera se podía ver cómo el teleférico, al remontar en las alturas, acababa engullido por los tupidos festones de nubes.


El tráfico fue desviado a los concurridos aparcamientos, donde las ruedas de los vehículos levantaban sucias polvaredas amarillas, señal de que continuaba siendo verano pese a la nubosidad reinante. Por fortuna, pudimos coger la plaza de un todoterreno que salía en ese preciso momento. A continuación, tras recibir algunas breves recomendaciones en una caseta informativa, nos encaminamos a grandes zancadas hacia la estación del teleférico.

La afluencia de gente era considerable. Se formaban colas no sólo para adquirir los billetes del teleférico, sino también para acceder al mismo. El billete de ida y vuelta costaba 15’15 euros, un número lo que se dice recurrente. En cada viaje sólo podían ir unas quince personas (curiosamente, como el precio del billete) y se tardaba algo más de tres minutos en llegar al Mirador del Cable. Considerando la gente que teníamos delante, y teniendo en cuenta que cada cinco minutos subía un nuevo teleférico, estimé que debíamos permanecer unos veinticinco minutos guardando cola en la pasarela elevada que conducía hasta el punto de embarque. Mirando la placa conmemorativa que había en el último repecho de la pasarela, me enteré de que el teleférico había sido inaugurado por el general Franco el 12 de septiembre de 1966.


Comidos por la impaciencia, accedimos al punto de embarque cuando las agujas del reloj ya marcaban las 13:00 horas. En mi interior empezaba a sentir el anuncio del vértigo que me esperaba al subir por el teleférico hasta esas impresionantes elevaciones. Mis ojos intentaban evaluar la tenacidad del cable, sucesor de aquel que a principios del pasado siglo tendiera la ya desaparecida Real Compañía Asturiana de Minas para facilitar el transporte de blenda desde las minas de los Picos de Europa hasta el mismo Fuente Dé. En la actualidad, la antigua explotación minera ha dado paso a una sin igual infraestructura turística. El teleférico fue proyectado por el ingeniero José Antonio Odriozola, para lo cual contó con el asesoramiento de especialistas italianos.

Llegó el momento de embarcar. Decidí situarme mirando hacia el sentido de la marcha, pues por vocación las nubes me ocasionan menos pavor que los espacios abiertos. Sentado en uno de los extremos del habitáculo, había un empleado de la empresa, con indeleble gesto de aburrimiento, que siempre ha de encontrarse allí por si surgiera alguna emergencia. Tan pronto se completó el aforo de pasajeros, las puertas correderas fueron cerradas y en seguida se notó la sacudida del cable. Al principio pude mirar hacia abajo, pero tan pronto me apercibí de cómo iban empequeñeciendo las construcciones, el parador de turismo, la carretera, el aparcamiento y la extensa pradería de Campodaves, la adrenalina empezó a flojearme los miembros y la cabeza se me puso a dar algún que otro giro.

-¡Dios santo, ya empieza a entrarme el vértigo! –exclamé en voz alta y con gesto humorístico, lo cual despertó las sonrisas de los circunstantes.

Un excursionista francés, de ojos garzos, complexión delgada, cabello y bigote blancos y con la cincuentena ya mediada, me dirigió una mirada de simpática conmiseración. Iba apoyado en un cayado de alpinista comprado en la tienda de recuerdos de abajo, que en uno de los costados llevaba estampadas las palabras “Picos de Europa”. El resto de su familia se agolpaba contra los vidrios, en el empeño de no dejar escapar ninguna de las bellísimas imágenes que se ofrecían a nuestra contemplación.

Nos adentramos en la costra de nubes, y se oyó algún comentario desabrido, lamentando el hecho de no poder saborear la panorámica del anfiteatro de montañas que circunda Fuente Dé. Forzando la vista hacia la izquierda, parece ser que algo se podía vislumbrar de la mole de Peña Remoña, del Collado de Liordes y del Alto de la Canal. Yo me atreví a mirar hacia abajo por un breve lapso de tiempo, y observé las fajas de fría niebla agarrándose a los resaltes rocosos de la empinada ladera. Casi de inmediato, el vértigo me obligó a apretar de nuevo los párpados. Escuché en el entretanto la conversación que mantenían dos montañistas expertos a propósito de la ruta que habían hecho hacía una semana por el puerto de San Glorio, en las inmediaciones de la divisoria de la Liébana con la provincia de León; hablaban de subir hoy a Peña Vieja, que en los días despejados constituye un balcón singular para disfrutar de las panorámicas de aquel sector de los Picos de Europa.

Al cabo de tres minutos y medio de ascensión, el teleférico redujo la velocidad para hacer su entrada en la estación del Mirador del Cable. Por unos segundos, pareció quedarse detenido entre los bloques de hormigón, y esto me hizo concebir un nuevo temor, relativo a que se hubiera producido una avería de última hora. Pero no, el teleférico dio un nuevo impulso y en seguida se abrieron las puertas (las opuestas a las del lado por el cual habíamos efectuado el embarque). Eran las 13:15.

Más muerto que vivo, intenté recobrar el dominio de mis piernas. Veía a la gente asomarse a la barandilla que confina el complejo turístico, y sentía que mi vértigo, lejos de aminorar, se agudizaba conforme pasaban los segundos. Bien afirmado en la pared, pude darle la vuelta al edificio y dejar atrás el borde del abismo, existente de todas veras pese al caparazón de la niebla. Tomamos el sendero que conduce hacia la bifurcación de La Vueltona (punto de partida desde el cual los más audaces excursionistas emprenden hermosas rutas hacia el collado de Horcados Rojos, el más famoso de aquella parte de los Picos de Europa). Vimos algunas personas que se desviaban hacia la inmediata elevación del Horcadino de Covarrobes, en el empeño de robar alguna hermosa panorámica al entrevero de la niebla.

En nuestro caso, considerando que ya se aproximaba la hora de comer y que la humedad traía aparejada una desapacible sensación de frescor, decidimos abandonar el sendero por la izquierda y llanear un poco por aquella acogedora braña. La hierba y el musgo aparecían punteados por diminutas violetas de los prados y algún que otro brezo ocasional; muy frecuentemente, cual osamentas semienterradas, asomaban entre el verdor de la tierra fragmentos de caliza manchados de arcilla y de hongos con apariencia de cardenillo. Distinguimos huellas de ganado ovino, y en seguida el costrón de la bruma se abrió para revelarnos la imagen de un rebaño más que mermado, cuyas esquilas eran como un respiro musical en medio del silencio de las montañas.


-Queremos jugar con las ovejas –me dijeron dos de mis acompañantes al colmo de su entusiasmo.

-Es mejor que las observéis de lejos –objeté lamentando mi eterno papel de aguafiestas-. Puede aparecer el perro pastor y atacaros al ver que las molestáis.

En ese preciso momento asistimos a un espectáculo por demás sublime: tímidos retazos de sol acertaron a iluminar la cúspide nevada de Peña Vieja. Sin embargo, no medió un minuto sin que la niebla volviera a encogerse, pesarosa de haber revelado uno de sus preciados secretos.

Entonces fue cuando decidimos regresar a las instalaciones hosteleras para mirar por nuestra restauración; con el frío repentino apetecía echarse algo sustancioso al coleto.

El reloj indicaba las 13:30 cuando nos acomodamos en una mesa adosada a los amplios ventanales. La niebla seguía cerrando pero podíamos observar las idas y venidas del teleférico. Causaba no poca impresión contemplar las oscilaciones de los cables y ver que el abismo se ocultaba en la niebla cada vez más húmeda, fría y compacta. El comedor estaba prácticamente despejado de comensales, excepción hecha de la familia de franceses que había subido con nosotros; estaban metiéndose entre pecho y espalda un plato combinado a base de ensalada y oloroso pollo asado; el cabeza de familia hacía visajes con los ojos cada vez que tomaba un sorbo de su vaso de vino peleón, acaso recordando con añoranza las excelencias de los caldos de su tierra natal. La oferta hostelera no parecía a primera vista demasiado tentadora, teniendo en cuenta la ausencia de competencia en aquellos riscos, y me arriesgué con una ensaladilla rusa y un estofado de ternera; para beber me enjareté un refresco de cola, en la confianza de que la ración de cafeína me permitiera poner en el olvido las delicias de la siesta estival. Quienes me acompañaban imitaron a los franceses, y tomaron sendos platos combinados de pollo asado, huevos fritos y ensalada mixta; a los postres, apetecieron helado de chocolate y yo preferí una porción de tarta de queso y arándanos. Poco a poco, conforme la hora iba avanzando, el comedor se iba poblando. Eran las 14:15 cuando dimos por concluida nuestra refacción. Perdí la cuenta de los teleféricos que habríamos visto entrar y salir del embarcadero.

Optamos por regresar a los caminos de las montañas para dar un paseo y así bajar la comida, que, a tenor de su baja calidad, nos había dejado una sensación incómoda en el estómago. Ya no se escuchaban las esquilas del ganado. Había corrillos de gente haciendo picnic en los peñascos de toba volcánica y en los recortes de prado aún no envueltos por la niebla. Notábamos un descenso de temperatura en relación a nuestro anterior paseo. Se nos habían chafado definitivamente las vistas de aquellos hermosos parajes. Anduvimos un rato por el sendero que conducía a Cabaña Verónica, y, al ver que la niebla, lejos de disiparse, se adensaba todavía más, decidimos coger el teleférico de vuelta a Fuente Dé.

A modo de gesto de despedida, una fisura en las nubes permitió iluminar brevemente los nevados paramentos de la vertiente nordeste del Pico Tesorero. Hubiera sido tan hermoso disfrutar de las panorámicas abiertas de aquel graderío de montañas…

Aún nos encontrábamos en la franja de tiempo correspondiente a la hora de la comida, y tal era la razón de que se estuviese formando una buena cola para tomar el teleférico de bajada; muchos de los excursionistas no se habían traído merienda y otros desconfiaban de las excelencias culinarias del restaurante del mirador, prefiriendo en última instancia buscar abajo en el valle un lugar en el que poder degustar un suculento plato del día. Estimamos que habríamos de aguardar otros veinte minutos para poder embarcar. La tienda de recuerdos de allí no era gran cosa, y por ello me vi acompañado en la cola todo el rato que duró la espera. Detrás de nosotros había un grupo de fornidos andaluces (tanto hombres como mujeres), y yo, que me sentía más aterrorizado por la bajada que por la subida, hacía votos para que no me tocara compartir con ellos el habitáculo. Eran gente simpática y encantadora, pero su extrema corpulencia me creaba la paranoia de que por el mayor peso añadido se viera afectada la tenacidad del cable. Y sí, para mi irreprimible y absurdo pavor, entraron dentro del grupo de pasajeros con el que habríamos de bajar nosotros.

-¡Quillo, te estás poniendo muy pálido! –me espetó una de las orondas andaluzas, con su peculiar gracejo meridional.

-Tengo miedo a las alturas –argumenté con un hilo de voz, añadiendo para mis adentros: "Y a que entre medias se nos parta el cable".

Embarcamos. Yo me situé en uno de los ángulos del habitáculo, abrazado a uno de mis acompañantes y con los párpados comprimidos. Noté que el teleférico se columpiaba levemente en el momento en que los andaluces efectuaron el embarque. Acto seguido, nos pusimos en movimiento.

Yo me mordía la lengua por no promover una escena ridícula. De allá para cuando entornaba los párpados, acertando a divisar harapientas flámulas nubosas.

-¿Queda mucho para llegar? –pregunté tan pronto estimé que había pasado el tiempo asignado al viaje.

-Está “deseandico” plantar el trasero en tierra –comentó chistosamente uno de los colosos andaluces.

-Puede apostar a que sí.

-Acabamos de salir de las nubes –me dijo mi acompañante-. El valle está por completo despejado. Ya estamos cerca.


Me atreví a mirar, y, en efecto, quedaba poco para llegar a la estación de abajo. Observé algunos excursionistas reducidos al tamaño de hormigas, transitando por los caminos de herradura que serpenteaban la ladera de la montaña. Los atestados aparcamientos, los edificios, la carretera, las frondosas arboledas, todo se iba acercando paulatinamente. ¡Y con qué alivio acogí la entrada en la estación!

Salimos del teleférico, despidiéndonos de los montañosos andaluces. Los primeros pasos los anduve trastabillando por el subidón de adrenalina. Luego nos metimos en la tienda de recuerdos, y allí olvidé mis penas vertiginosas. Me agencié un cayado de montaña igual que el que le había visto al francés, y dos de mis acompañantes adquirieron sendos gatitos de peluche; al blanco le llamaron “Copita” y al pardo “Masara”.

Ahora quedaba deshacer el camino de la Liébana, atravesar de nuevo el Desfiladero de la Hermida y acabar la tarde en uno de los figones portuarios de San Vicente de la Barquera, donde poder saborear una ración de sus reputados mejillones al vapor, regados con abundante jugo de limón.

CONTINUARÁ…

Próximo capítulo: Laredo, el Muelle de la Soledad.

Fotografías del autor; la que abre la entrada, por cortesía de una amiga que no quiere ser nombrada.

El jardinero de las nubes.

martes, 9 de noviembre de 2010

El sueño de Valancourt



RELATO GALARDONADO CON EL TERCER PREMIO DE NARRATIVA EN EL CONCURSO LITERARIO "SIN FRONTERAS", LETRAS-KILTRAS MÉXICO

Claude Valancourt tenía una casa a orillas del Mar de Bretaña. Los años lastraban sus hombros, y esa playa solitaria estaba allí desde que se iniciaran sus recuerdos de niño.

Valancourt era escritor. Por las mañanas escribía con la mejor luz del día; por las tardes se recorría todo el arenal buscando la caracola de aquella niña a quien nunca le preguntó su nombre.

Sucedió hace tantos años... Valancourt tenía entonces las piernas ligeras y la sangre ardiente de la mocedad, y solía echar a volar una cometa por encima de las nubes del litoral.

La niña estaba sentada en un bajío. Su vestido era una gasa vaporosa, su sombrero de arroz estaba adornado con bonitos lazos de colores. Sus cabellos eran hebras del sol, sus ojos extensiones del mar y en su sonrisa faltaban algunos dientes de leche. Valancourt la miró con súbita admiración. La cometa cayó al arenal haciendo cabriolas en el aire.

La niña le tendió a Valancourt una hermosa concha de cangrejo ermitaño.

-Tómala, es para ti.

Valancourt se sintió importante y afectó un gesto de rechazo. Admiraba a la niña pero quería hacerse el interesante. Le dio las espaldas a ella.

-Dejaré la concha en la arena, por si alguna vez quieres llevártela.

Valancourt recogió la cometa, y, sin mirar atrás, se alejó del lugar. Aún no lo sabía, pero una semilla de melancolía germinaba en su interior.

Al día siguiente no encontró a la niña en la playa. Volvió varios días más y era inútil: ella se había ido.

Se acordó de la caracola, y empezó a buscarla.

Después de casi cincuenta años, aún seguía buscándola. La gente dudaba de la rectitud de su juicio, pero no le reprochaban nada porque era un gran escritor. Sabían que había pasado casi toda su vida a la orilla del mar, empeñado en una búsqueda infructuosa... El recuerdo de aquella niña desconocida que pudo ser mi amiga y tal vez mi amada…

Valancourt ya era viejo. Aunque su esperanza hubiera languidecido hacía décadas, no había renunciado a los paseos por el arenal.

Una dorada tarde de octubre las olas arrojaron a la playa la concha de un cangrejo ermitaño. Valancourt la tanteó con la contera de su bastón, y notó que su viejo corazón le brincaba en el pecho. La tomó en sus temblorosas manos. Sus ojos se hundieron en las lágrimas.

-Es tu concha, niña. Al fin la he encontrado.

Atardecía cuando estaba de regreso en su casa. Colocó el hallazgo sobre su mesa de trabajo, situada frente a un ventanal que abarcaba toda la panorámica de la costa. Se sentó en la inmediata silla, y se sumió en la recreación de la vida que pudo haber sido.

Esa noche vio nacer las estrellas, y, en la cúspide del firmamento, se alzó el deslumbrante disco de la luna. Sus ojos se prestaron a la fantasía; creyó vislumbrar a una niña volando una cometa sobre el marco plateado del satélite de los sueños y los recuerdos.

Valancourt se levantó de la silla, abrió la ventana y gritó a los vientos de la noche:

-¡Niña, recibí por fin tu regalo! Espérame y juntos haremos volar la cometa.

Desde entonces, Valancourt dejó de salir cada tarde al arenal. Ya no necesitaba buscar lo que en realidad no había perdido. Su sueño estaba cumplido.

El jardinero de las nubes.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Obras premiadas en el Concurso Literario "Sin Fronteras"

He aquí la relación de trabajos premiados en el referido concurso, publicado por gentileza de Letras Kiltras-México, donde figura mi relato en la categoría de narrativa("El sueño de Valancourt"), y que fueron leídas ayer en Ciudad de México conforme al programa de actos que se relaciona a continuación: Viernes 05/11. - Hotel Sede (CORINTO) - (8 – 9 am) - Desayuno en la “Casa de Los Azulejos” - (10 – 11 am) - Coyoacán – TENDERETE LK y actividades de comunidad (lecturas, etc) (12- 2 pm) - Librería Gandhi – Lecturas en el Café, Entrega de Ejemplares (40 min) - Casa de Frida - (2- 4 ) - Comida - Convivencia y noche bohemia Sábado 06/11. - Museo INAH (8 – 12 hrs) - Visita a expo de LIZ (12 – 2 pm ) - Comida - Despedida oficial


Para acceder a la lectura, simplemente hay que hacer clic en la imagen.

Publicaré el relato como entrada aparte. Mi mayor gratitud a quienes me han felicitado en los dos continentes. Y he aquí un vídeo con bellas imágenes de los actos celebrados:

El jardinero de las nubes.

sábado, 30 de octubre de 2010

Días en Cantabria (II): El monasterio de Santo Toribio de Liébana, cuna del Camino de Santiago



A poco de salir de Potes, nos desviamos hacia la derecha tomando la CA-885, que en breves kilómetros nos dejaría junto al monasterio de Santo Toribio de Liébana. Era grato sentir el abrazo amoroso de las agrestes montañas, cuyas laderas exhibían en la inmediatez un primoroso bordado de bosques de avellanos, fresnos, robles, castaños, abedules y chopos.

Subiendo por la serpenteante cinta de la carretera, vimos a un peregrino embozado en un poncho para protegerse de la lluvia transflorada en niebla. Santo Toribio de Liébana (junto con Jerusalén, Roma y Santiago de Compostela) goza del privilegio de contar con jubileo, lo cual sirve de reclamo a innumerables peregrinos (el último año santo lebaniego fue en 2006 y el próximo se celebrará en 2012). En “Comentarios al Apocalipsis”, famosa obra escrita por Beato de Liébana en el 776, se señala que el sepulcro del apóstol Santiago se encuentra en Compostela, por lo que se puede decir que la tradición del Camino de Santiago arranca de estas montañas.

En el siglo V, Santo Toribio, obispo de Astorga, trajo desde Jerusalén el mayor trozo existente de la cruz donde supuestamente ajusticiaron a Cristo (el Lignum Crucis). La invasión árabe atrajo a esta zona a numerosos monjes y refugiados, que comenzaron morando en cuevas y después edificaron las ermitas que se encuentran esparcidas por las faldas del monte La Viorna, asentamiento secular del monasterio de Santo Toribio. Los monjes de la orden benedictina habitaron el sitio desde el siglo XI hasta 1835, año en que la desamortización de Mendizábal los expulsó de sus patrios lares. En 1961, tras los destrozos acaecidos durante la Guerra Civil, se acometió una profunda remodelación y la orden franciscana pasó a hacerse cargo del cenobio, desempeño que aún mantiene en la actualidad.


Eran las 11:30 cuando nos apeamos en la amplia explanada de aparcamiento. Desde el extremo noroeste se podía columbrar una generosa apertura a los amplios valles lebaniegos, revestidos del verdor perpetuo de Cantabria. No se veía ningún otro peregrino de mochila y bordón, excepto el que habíamos visto ascender por los repechos de la carretera. Tampoco se apreciaba ninguna multitud de visitantes que pudiera incomodar la visita.

La sobria construcción del monasterio se recortaba en la cúspide de un talud de hierba rala, tras una hilera de jóvenes plátanos de sombra. En el promedio de las escaleras que partían del aparcamiento, se erguía un mural indicando las rutas senderistas que se podían realizar por esos contornos. Siguiendo el rumbo de los visitantes que nos precedían, accedimos al claustro, llevados por la emoción de hallarnos en un lugar de tan honda raigambre religiosa.

Las dimensiones del claustro, de clara influencia herreriana, tendían a ser diminutas. Una fuente que semejaba la concha del peregrino, despedía un lento hilo de agua, temeroso de turbar la tranquilidad del entorno. Las rosas estaban en plena efervescencia, en tanto que de los macizos de hortensias sólo se veían las hojas, anchas y ovaladas cual manos extendidas en la acción de bendecir; los vistosos medallones de sus flores aún no habían brotado. Sobre las arcadas se veían austeros y asimismo estrechos ventanucos rectangulares, que al mostrarse tan cerrados sugerían la noción de retiro propia de los lugares monacales. A lo largo de los muros de las crujías, se distribuía una serie de paneles ilustrativos de la obra de Beato de Liébana, donde llamaban especialmente la atención los márgenes policromados, de marcado carácter medieval.


Salimos del claustro y en uno de los muros del atrio de entrada nos topamos con un sugerente relieve dedicado a San Beato en 1973 por el escultor Jesús Otero. El trazado era tan atinado que cualquiera hubiera pensado que no se trataba sino de otra de las famosas ilustraciones de “Comentarios al Apocalipsis”… Beato en su scriptorium, esgrimiendo pensativo una pluma bajo un tejado sostenido por pilastras y siendo observado por tres santos de hierática semblanza.

En la fachada del atrio descollaba un escudo en piedra donde figuraba la siguiente leyenda: “Nobleza religiosa de Liébana”. Siguiendo las indicaciones de los carteles, dirigí mis pasos hacia la iglesia.


Mi atención se vio cautivada por la Puerta del Perdón, ceñida por arquivoltas románicas y que lleva incrustada en sus batientes todo un muestrario de figuras de bronce alusivas a Jesucristo y al séquito de santos lebaniegos. Observadas desde cierta distancia, las figuras forman un vistoso óvalo. Fueron labradas por el escultor cántabro Pereda de la Reguera. Esta puerta no será abierta hasta el próximo año jubilar (2012).

A todo esto, la vista de semejantes solemnidades artísticas no reavivaba todavía mi vena religiosa. Tanto deseé por devoción acudir a este santo lugar, que no lograba explicarme por qué ahora me sentía como el más frívolo de los turistas. ¿Qué estaba pasando? Me encontraba en Santo Toribio de Liébana y como si nada.

Penetré en la iglesia. Estilo cisterciense, bóvedas de crucería, tres naves con tres ábsides poligonales, la imagen policromada del altar mayor y la efigie yacente en el ábside izquierdo, ambas representativas de Santo Toribio. La luz de afuera se quebraba en impactos de color en las estrechas vidrieras medievales, que motivo a su escasez, no pueden paliar del todo los aires románicos de un edificio que pretende coquetear con el estilo gótico. La decoración brillaba por su ausencia. La nave central, ligeramente elevada sobre las laterales, contaba con la única hilera de bancos allí presente, a cuenta de su mayor anchura con respecto a aquéllas. Un grueso cordón granate impedía ocupar los bancos hasta tanto no llegara el momento de celebrar la misa. Antes de entrar a la capilla del Lignum Crucis, mi mirada se vio atraída por la figura representada en una de las vidrieras policromadas; me recordaba a las ilustraciones de la obra de Beato de Liébana.

Entré en la capilla que roba protagonismo al resto de la iglesia. Todos los bancos estaban ocupados por heterogénea congregación de visitantes. Raudales de luz del cercano mediodía se deslizaban a través de los huecos del cimborrio central sostenido por pechinas. Desde el presbiterio un fraile franciscano mostraba a una admirada concurrencia la principal reliquia del lugar: el mayor pedazo de Lignum Crucis conocido, encofrado en un artístico estuche de plata sobredorada con forma de cruz, en el cual campean las imágenes de los cuatro evangelistas, que también aparecen en las guirnaldas ovaladas de la cúpula central de la capilla. Esta reliquia se tiene por auténtica por la iglesia católica y dicen que corresponde al brazo izquierdo de la Cruz en la que ajusticiaron a Cristo; de hecho, exhibe claramente la huella del clavo que traspasó la carne de Jesús.

El fraile, de cabellos canos y espejuelos muy usados, amonestó a un fotógrafo que intentaba sacar una instantánea de la reliquia.

-Está prohibido tomar fotos. Este es un lugar de oración y recogimiento y se viene a adorar la reliquia y a participar en la misa que tendrá lugar ahora a las doce. Recemos juntos una oración.

A mí no me atraen las oraciones en multitud, y aproveché la expectación que causaba el Lignum Crucis para regresar al cuerpo principal de la iglesia. Dejé que mis ojos vagaran por su cercano firmamento de piedra.

En sendos capiteles del ábside mayor había dos efigies alusivas a un oso y un buey. Al parecer su presencia allí tenía mucho que ver con la fundación del eremitorio, como la figura de la loba tiene que ver con la de Roma. Cuentan que había un buey que acarreaba sin descanso la piedra con la que se levantara el monasterio. Un día un oso lo atacó, matándolo a zarpazos. Santo Toribio salió al encuentro de la bestia, y, reconviniéndole en severos términos, logró que el oso supliera al buey en la tarea del acarreo de piedras. Los rincones de las iglesias custodian, a no dudar, hermosas leyendas que muchas veces pasan desapercibidas al conocimiento del turista apresurado.


Poco después, me quedé extasiado mirando de nuevo la vidriera que representaba la figura de lo que parecía un dómine medieval. Me gustaron los contrastes que la luz exterior reavivaba en los vidrios de colores.

Pasé a la tienda de recuerdos y vi, entre innumerables reproducciones del Lignum Crucis en todos los metales y aleaciones comunes, algunos facsímiles, muy costosos, de la obra capital de Beato de Liébana. Aunque las ilustraciones son las que se han llevado la fama, forzoso es reconocer el ingenio y la sabiduría de Beato, que con sus dotes dialécticas lograra poner en un brete a Elipando, el entonces arzobispo de Toledo. Los más de cien euros que costaba el facsímil me disuadieron de integrarlo a mi patrimonio bibliográfico.

Salí de la tienda un poco mohíno y con las rodillas flojeándome por las emociones que se iban acumulando. En ese momento, las campanas de la torre repicaron para anunciar que faltaba un cuarto de hora para el comienzo de la misa; su metálico fragor quebrantaba con palmaria violencia la paz idílica del entorno.

Marché al edificio donde se ubicaban los servicios. Allí encontré una ventana que daba a un muro forrado de madreselva. La luz del cielo transportaba el color de la niebla, y el verde de las hojas se tornaba más sombrío. En ese momento sentí un prurito místico, un deseo de adentrarme en las aguas profundas de la fe, una leve melancolía similar a la que antecede a los sentimientos desbordados. Dios en todas partes, Dios en algunos lugares. El templo de Dios lo portamos nosotros mismos, y se llama corazón.

El tiempo de la visita se nos había ido, y teníamos que emprender de inmediato la marcha a Fuente Dé. No quise bajar por los peldaños que conducían al aparcamiento, y tiré por el talud herboso. De repente, con su habitual sobresalto, las campanas de la torre cantaron las doce del mediodía.

Como si una palpitación extraña hubiera sacudido el tronco de los árboles, hubo una agitación en los follajes que arrojó desde lo alto a un polluelo sobre un mullido colchón de tréboles. Temiendo que se hubiera hecho daño, lo tomé cuidadosamente en mi mano. Pero no, simplemente era muy pequeño para volar. Tenía todo el negro plumaje completo y una delgada banda azul le recorría cada una de las alas... Hace muchos años me dio por estudiar las características de las aves, y lamenté que el olvido no me permitiera identificar a qué clase pertenecía este polluelo. El nido no estaba demasiado distante del suelo, por lo que con buena y afinada puntería tal vez pudiera acomodarle de nuevo allí.

Ya iba a efectuar el lanzamiento, cuando dos voces amadas me lo impidieron.

-¡Un pajarito, enséñanoslo!

-¡A ver, a ver!

Y sí, les mostré el polluelo y acariciaron sus apelmazadas plumas con dedos cautelosos. Les enfaticé la necesidad de devolverle al nido.

-¡No, déjanos que nos lo llevemos!

-Por fi…

-No es posible, es muy pequeño y necesita que su madre lo alimente –argumenté haciendo caso omiso de las lágrimas incipientes que empezaban a surcar sus mejillas-. Todos los seres vivos necesitan los cuidados de sus padres cuando son pequeños.

Al final se convencieron. Tuve la fortuna de devolver el polluelo a su nido al primer intento. La madre no debía de andar muy apartada, pues me pareció distinguir un apresurado batir de alas entre las hojas inmediatas.

CONTINUARÁ...

Próximo capítulo: Fuente Dé, balcón de los Picos de Europa.

Fotografías del autor.

El jardinero de las nubes.

domingo, 17 de octubre de 2010

Días en Cantabria (I): Introducción/De Panes a Potes (por el Desfiladero de la Hermida)


El mundo digital irrumpió en mi vida con auténtica euforia. Llegué a pensar que las notas y papeles manuscritos de mis primeros tiempos habían quedado definitivamente relegados al olvido.

Sin embargo, pese a sus indiscutibles ventajas, no pude zafarme del pensamiento de que la huella personal faltaba con el uso de los medios digitales. Una fotografía digital es en esencia algo que pertenece a la cámara que la realiza; en contraposición, el cuadro de un paisaje es algo que pertenece al artista que lo ha pintado. Algo similar sucede con la escritura: da más sensación de propiedad lo manuscrito que lo tecleado.

Yo he pasado varios años escribiendo con el ordenador, sin la sensación de añorar aquellos papeles emborronados de la juventud. No hace mucho descubrí los cuadernos Moleskine, concebidos para acopiar notas y pensamientos con un marcado toque personal, independientemente de su glamour comercial. En un reciente viaje a Córdoba empecé a escribir apuntes en una libreta Moleskine de bolsillo, y me di cuenta de que esta forma de registrar los lugares visitados contaba con más poder evocador y me generaba aún más placer que la mejor de las fotografías digitales. Redescubrí, pues, la satisfacción de ser uno mismo a través de la escritura manual.

De esta manera, se puede decir que he levantado sobre el terreno acta pormenorizada del viaje estival de este año a la comunidad cántabra. Las notas están vivas y me van a servir para contar todo tal como ocurrió y lo sentido en los distintos momentos. No han ocurrido grandes cosas pero sí que se han dado importantes transformaciones interiores. No referiré el viaje en todos sus detalles, como ocurriera el año pasado; tan sólo mencionaré lugares distintos, sin otra intencionalidad que la de complementar los escritos que aluden a Cantabria. El año pasado mi oración era de súplica; este año es un rezo de encendida gratitud.

El jueves 5 de agosto de 2010 amaneció nublado y con lluvias intermitentes. No apetecía ir a la playa, y por eso se estimó que era la jornada ideal para emprender una larga excursión al corazón de la comunidad cántabra, esto es, la emblemática comarca de Liébana.

Desde Santander es fácil seguir la autovía A-8 hasta Unquera, desde donde se enlaza con la nacional 621, haciendo una breve incursión en el Principado de Asturias. Lentamente, las serradas elevaciones y promontorios que costean el Cantábrico se iban replegando entre dameros de pastizales y parcelas de tierra cultivada hasta los cada vez más cercanos farallones del Desfiladero de la Hermida. Pasamos por el bello pueblo de Panes, último bastión asturiano por aquellos pagos. No pude evitar el recuerdo de un documental rodado por mi buen amigo José Antonio Labordeta en la década de los noventa: "De Panes a Potes", perteneciente a la magnífica y recordada serie "Un país en la mochila"; mira tú por dónde yo ahora me encontraba siguiendo la misma ruta casi sin proponérmelo. Curiosamente, es también la ruta que Benito Pérez Galdós refiere en su opúsculo "Cuarenta leguas por Cantabria".

La travesía por Panes está plagada de comercios e infraestructuras turísticas. El delicado barniz del cielo arrancaba reposados brillos a las fachadas de madera y flores de terraza. Las gentes, enfundadas en chaquetas e impermeables, buscaban el resguardo de galerías y soportales para tomar el primer café de la mañana.

Después volvimos a internarnos en la cada vez más áspera campiña, donde en medio del verdor circundante emergían muelas de roca caliza, cariadas de musgo, anunciando el relieve montañoso que estábamos a punto de afrontar. Otra vez cruzamos el borde fronterizo con la comunidad cántabra, y ya la carretera parecía querer cobrar fuerzas para la travesía por el mítico Desfiladero de la Hermida, cuya tortuosa garganta se extiende a lo largo de veinte kilómetros.

De repente, como quien no espera la cosa, la misma carretera frunció el ceño, no permitiendo que se tomaran con ella la menor de las libertades. Las airosas barreras rocosas se alzaron con petulancia, y el río Deva se vio precisado a adaptar su curso a un cajón por demás estrecho. Nos movíamos, pues, por el fondo de un abismo tapizado de roca desnuda y vegetación frondosa; Galdós lo denominaba “esófago de la Hermida”, porque, según sus propias palabras, “al pasarlo se siente uno tragado por la tierra” (sic). Había baluartes que, traspasando las nubes, se elevaban hasta la cota de los seiscientos metros, evidenciando la profunda incisión que este desfiladero supone en los sistemas montañosos de la cornisa cantábrica. Los coches avanzaban medrosos por la cada vez más adusta y transitada carretera, que a su capricho se mudaba, por medio de precarios puentecillos, de una orilla a otra del río Deva. Asimismo se apreciaba una inusual e incómoda afluencia de camiones, pues desde la autovía habían desviado por la nacional de León a todos los vehículos pesados que marcharan hacia Galicia. Se veían redes metálicas suspendidas en algunos tramos del camino por el peligro de desprendimientos. ¡Qué razón tenía don Benito Pérez Galdós al señalar que en el Desfiladero de la Hermida llovían catedrales del cielo! Causaba innombrable pavor ver enormes pedazos de peña atrapados entre las mallas de las redes. El cielo, aunque nublado, se mostraba benévolo, cosa que había que agradecer vehementemente, pues Galdós también dejó escrita una frase elocuente sobre el peligro de las tormentas en el desfiladero: "El que no ha oído retumbar un trueno dentro de las angosturas de la Hermida, no reconoce el tono en que habla Jehová por boca de Isaías" (sic).

A las 10:50, casi una hora después de iniciar el viaje desde Santander, decidimos hacer una parada en un mirador que se abría al margen izquierdo de la carretera. Apenas si contaba con espacio para cinco coches a lo sumo. Había una especie de construcción cubierta y una hermosa escultura de un salmón irguiéndose como si salvara un salto de agua. Una niebla densa y desmigajada emboscaba las cimas del desfiladero. Me situé detrás de la construcción para aliviar la presión de mi vejiga. Por el fuerte olor a amoníaco que allí reinaba, colegí que más de uno ya había hecho antes lo que yo estaba haciendo ahora. En el entrevero de la tupida floresta, percibí el caudal del río desgranándose entre las piedras. Acto seguido volví tras mis pasos y me dirigí hacia la escultura del salmón.


Allí había un matrimonio de mirada amable. El hombre, que tenía una pincelada de bigote cano sobre el labio superior, nos preguntó:

-¿Vienen de la costa?

-Sí, señor; de Santander.

-¿Qué tal tiempo hace por allí ?

-Igual que aquí. Como no está la cosa para ir a la playa, hemos decidido hacer una excursión a la Liébana... Y ustedes, ¿de dónde vienen?

-Somos de San Vicente de la Barquera, pero de vez en cuando vamos a Potes y pernoctamos allí.

Después de despedirnos afablemente del matrimonio, reanudamos la marcha. En medio de la nada, aparecían casitas al lado de la carretera, volando sobre el cauce del Deva y sin espacio suficiente para que un vehículo pudiera estacionar con holgura. También el pueblo de la Hermida daba una imagen de idílico aislamiento. Los tejados de sus casas son de una belleza perfectamente conjuntada con el entorno. En una peña horadada, se perfilaba una inquietante talla de la Virgen, llamada por tal motivo Virgen de la Cueva (curiosamente como la de la famosa canción “¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva!”). La presencia del cercano balneario parecía concitar las apetencias de los fatigados viajeros que osaban atravesar el escabroso desfiladero.

La niebla iba levantando cuando encaramos las perspectivas no tan constreñidas de la comarca de Liébana. Los pueblos de la ruta se iban sucediendo: Lebeña, Castro, Tama, Aliezo, Ojedo y finalmente Potes.

Un febril bullicio animaba las calles de esta última localidad. Casas de entrañable tipismo lebaniego, calles empedradas, flores en los miradores, comercios y restaurantes jalonando las aceras seculares..., el pueblo incitaba a la parada tranquila. Pero nuestros deseos de llegar cuanto antes al monasterio de Santo Toribio de Liébana, se impusieron a aquellos turísticos cantos de sirena. Doblamos la curva que conducía al puente sobre el río Quiviesa, y continuamos en sentido a Fuente Dé.

CONTINUARÁ…

Próximo Capítulo: El monasterio de Santo Toribio de Liébana, cuna del Camino de Santiago.

Fotografías del autor.

El jardinero de las nubes.