lunes, 30 de mayo de 2011

Cuentos urbanos: El resucitador (y V) - Destrucción


Casualmente, halló su viejo martillo americano, que debió dejárselo olvidado la última vez que estuvo reparando el tejado. Tuvo una idea súbita y debía llevarla a la práctica de inmediato, habida cuenta de que los pasos de la escalera se oían cada vez más cercanos.

Descargó con saña el martillo contra el armazón de aluminio de la antena. Se verificó una liberación de nervios de cobre y chispazos de cobalto; y de entre la caótica geometría surgió un leve reguero de sangre ferruginosa.

Un alarido sostenido se apoderó de los ecos del pueblo. Leovigildo, aún cegado por la ira, descargó la herramienta una y otra vez.

En ese instante se abrió el portillo del tejado como impulsado por la fuerza de un huracán. Empezó a salir gente por el vano, pero no eran los vivos, sino los muertos que habían resucitado y los que aún pedían resucitar.

Leovigildo estaba perdiendo toda noción de la realidad. La antena despedía estertores de color de tormenta y chasquidos de vidrieras reducidas a añicos. Los muertos se arremolinaban en torno al agresor.

-¡Déjanos vivir!

-No es nuestra culpa.

-No nos arrebates la eternidad.

-Leovigildo, soy Antonio.

Esta última voz le hizo girar la cabeza con espanto. Su hermano lo miraba con amor y tristeza en sus ojos de vidrio. Y él, Leovigildo, siguió descargando el martillo. Todo era falsedad.

Las imágenes oscilaban como las de un televisor averiado. El disco del sol en la altura era tan ardiente como el día en que Pablo hizo su aparición por las calles del pueblo.

Sintió en torno a su pecho la opresión de unos brazos luminiscentes. Giró de nuevo la cabeza, y se topó con el rostro exangüe de Adela Triguero, aquella jovencita de catorce años que fuera violada, asesinada brutalmente y abandonada en una cantera solitaria.

-Déjame ver a mis padres y a mis hermanos –le suplicó al albañil con voz de ultratumba.

Leovigildo rompió a llorar. La pena era inmensa, y su brazo seguía destrozando aquel engendro demoníaco. Las catenarias, los triángulos equiláteros, los prismas cuadrangulares ya no eran más que chatarra.

Por las tejas se extendía aquel infame fluido bituminoso, que semejaba la apertura de venas de un cuerpo de hierro. Los muertos ahora mostraban una apariencia azul fluorescente. La antena no disponía ni de tornillos ni de tuercas; innumerables fibras de cobre manaban de su interior. Y se le enredaban en los brazos y piernas al obnubilado Leovigildo, como queriendo impedir las arremetidas del brazo agresor.

Un último golpe, y el tronco de la antena se desarticuló en medio de un estallido de fibras de cobre y pavesas de aluminio. Aunque primeramente a Leovigildo le cegasen las lágrimas, pudo advertir que los muertos ya se habían ido.

La tarde de verano recuperó el colorido que le había sido arrebatado; la capa gris se disipó delante de los ojos de Leovigildo. Los pájaros retomaron sus trinos, pues realmente nunca habían parado de emitirlos. Los murmullos del verano se elevaban desde el cauce del río. La vida hasta ahora escondida volvió a asumir sus dulzuras.

Leovigildo se asomó por encima del tejado. Pablo continuaba allí, en mitad de la muchedumbre. Su engaño había sido desvelado y todos le miraban con cólera y admiración aunadas. No era capaz de pronunciar palabra ni de aventurar el menor movimiento.

Más tarde llegaría a saberse que él había sembrado de antenas misteriosas los tejados de muchas localidades del país. Antenas que producían ondas que afectaban a la corteza cerebral, ocasionando las alucinaciones que Pablo deseara provocar. Y ahora cabía preguntarse quién era él en realidad: ¿un hombre tendencioso con ánimo de lucro, un ángel inalcanzable o un demonio fatalmente accesible? ¿Quién era Pablo?

Aunque cosechara miradas de odio en derredor, le abrieron calle cuando se puso a caminar en dirección al cementerio, allá donde el río describía un hermoso meandro. Llevaba los hombros encorvados y la mirada derrotada. Nadie fue capaz de agredirle ni de recriminarle nada. Había sido el autor de un sueño y ahora, al despertar, quedaba la terrible pesadilla de que nada había sido real.

Leovigildo le vio perderse entre las sombras de la alameda. Se acurrucó sobre las tejas batidas por el sol y sembradas de los restos de la antena. Al sentir que el vapor de las lágrimas difuminaba su mirada, le entraron ganas de prorrumpir en llanto ruidoso. Pensaba en su hermano Antonio y en tantas almas virtuales como el último mes habían colmado las esperanzas de casi todos los habitantes del pueblo. Era injusto no poder saborear aún más los sueños, como lo era tener que verse en la triste precisión de considerar la felicidad una simple quimera.

Al cabo tuvo que marcharse del tejado. Mientras descendía los escalones, se sentía presa de una zozobra que presumía habría de ser el inicio de una tristeza duradera. Y esta amarga sensación parecía haberse transmitido a los restantes habitantes del pueblo.

No hubo comentarios. Nadie se atrevió a apuntar nada sobre el monumental fraude que Pablo había perpetrado en éste y en otros pueblos al parecer.

Cuando la noche hubo caído y resultaba agradable tomar el fresco afuera, Leovigildo se salió al travesaño de la puerta exterior, junto con su mujer. Pasaron el rato contemplando en silencio el palpitar de las estrellas.

A todo esto, escucharon unos pasos al inicio de la calle. Conforme se iban aproximando, distinguieron la figura y el inconfundible porte de Alonso Sañudo, el sepulturero.

Antes de que les diera las buenas noches, se detuvo frente a ellos y les dijo con cierto pavor:

-Pasó ese hombre extraño por la puerta del camposanto. Apestaba a azufre. Cuando me miró pude ver el infierno en sus pupilas… Apostaría a que era el demonio.

FIN

El jardinero de las nubes.

jueves, 19 de mayo de 2011

Mi apoyo al movimiento 15 de mayo


Teniendo en cuenta la degeneración que aprecio a escala nacional en la clase política, el no sentirme representado por ningún partido político, la falta de horizontes para la juventud, la pérdida de poder adquisitivo de la clase trabajadora, los recortes sociales, el blindaje y los privilegios de los políticos, la corrupción, el amiguismo, la mentira como norma y hasta ahora el conformismo de la sociedad española, desde este momento me adhiero al movimiento 15 de mayo.

He aquí el mayo del 68 español. Es necesario un cambio y el pueblo unido, coordinado y pacífico lo promoverá. Que se hagan eco todos los países de la grandeza de una nación que por fin ha reaccionado.

El jardinero de las nubes.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Cuentos urbanos: El resucitador (IV) - El engaño descubierto


En el pueblo corrían arroyos de lágrimas. Triste consuelo era disponer de sólo unas horas para disfrutar de la presencia de los difuntos, si al final había que dejarlos marchar… para siempre.

A este tenor, hubo quien pidió a Pablo una segunda resurrección, y éste se negó en redondo. Adujo que el encantamiento sólo surtía efecto una única vez y a partir de ese momento el fenómeno se tornaba irreversible.

-¿Y para qué nos los trajiste de nuevo a la vida, si al final tenías que arrebatárnoslos? –le recriminaban amargamente.

-Es mi modo de ganarme la vida –respondía con la mirada vencida.

La alegría momentánea sólo era, pues, la antesala de una tristeza perenne y dolorosa.

-¿Quién eres tú en realidad? –le preguntó un muchacho a Pablo uno de los últimos días en que este último pensaba permanecer en el pueblo.

-Me llamo Pablo –respondió con marcada prosopopeya-, pero hace mucho tiempo acostumbraban a llamarme el “Preste Juan”.

-¿El Preste Juan? –se preguntó Leovigildo, que desde el poyete de su ventana presenciaba la escena ahíto de estupefacción.

-¿El Preste Juan no era un mito de la Edad Media? –cuestionó don Ignacio Torres, el maestro de escuela.

Pablo desplazó de nuevo su mirada al suelo, en cuyo pavimento se proyectaba la sombra de su intrigante silueta.

-Yo era el Preste Juan –corroboró humildemente.

-¿El Preste Juan, el monarca cristiano cuyo reino radicaba en algún lugar indeterminado del Indostán –proseguía el maestro con tono inquisitivo-, el sueño quimérico de aquéllos que emprendían la Ruta de la Seda?

-Algo parecido.

-Yo diría más bien que eres un farsante.

Hasta las ramas de los árboles se unieron con su silencio a la acusación formulada por el maestro. Pablo extendió sus brazos en cruz y exclamó con una voz que rebotó en todos los muros de en derredor:

-¿Quién si no el Preste Juan obraría los milagros que todos ustedes han presenciado?

Entretanto, Leovigildo tenía la mente anublada. Un recuerdo intentaba acceder a su entendimiento. “Preste Juan, Preste Juan”. ¿Dónde y cuándo había oído mencionar ese nombre recientemente?

Todos los habitantes del pueblo guardaron un silencio espeso como el manto de la noche. Un silencio al que se sumó la propia Naturaleza, como venía siendo habitual los últimos tiempos. Tan sólo, como también venía siendo habitual, se acertaba a percibir el monocorde zumbido de la antena del ayuntamiento.

Sin saber por qué, los dientes de Leovigildo se pusieron a rechinar. El recuerdo iba retirando los velos en su memoria.

-Ya lo sé –masculló acodándose en el poyete de su ventana-. Ya sé dónde he visto antes las palabras “Preste Juan”.

Viéndole tan azarado, su mujer no pudo por menos de preguntarle:

-¿Qué te pasa?

-Debo hacer una salida –respondió con frase rápida.

Abandonó la casa como una exhalación. La gente permanecía apiñada en torno a Pablo. Leovigildo tuvo alguna dificultad para abrirse paso en su apresurado caminar.

-¡Apartaos!

Al principio le miraron de muy malos modos.

-¡Eh, no empujes!

-¿Quién te has creído que eres?

Pablo miró de reojo al apresurado albañil. Sus cejas oscilaron con la apariencia de un relámpago.

-¡No dejen que ese hombre siga corriendo! –chilló señalando a Leovigildo-. ¡Deténganle!

Los circunstantes, presas del mayor desconcierto, le hicieron caso a lo primero. Muchos trataron de impedir la marcha de Leovigildo, quien de inmediato se puso a repartir golpes a diestro y siniestro.

-¿Qué estáis haciendo, estúpidos? ¡Nos está engañando!

Leovigildo tuvo que apelar a todas sus energías de albañil, justo cuando algunos ya le dejaban en libertad, apercibidos de la magnitud del embuste que Pablo estaba obrando en ellos.

Los pájaros rompieron a cantar y los perros aullaban en los arrabales del pueblo. Leovigildo, realizando un esfuerzo sobrehumano, partió como una flecha hacia los soportales del ayuntamiento. Disponía de llave de la cerradura al haber efectuado trabajos en el edificio, y enseguida estaba subiendo las escaleras que le conducirían al tejado.

Allí arriba el aire era cálido y espeso. Los gritos de conmoción medraban por todas partes. La antena zumbaba como si emitiera un alarido de pánico.

Leovigildo buscó el letrero donde figuraban la marca y las instrucciones de manejo del artefacto. El corazón le dio un vuelco. Su memoria no le había fallado.

TELECOMUNICACIONES “PRESTE JUAN”

Ahí lo indicaba claramente.

Los gritos del gentío seguían progresando, y, por encima de los mismos, los desafueros de Pablo, el “Preste Juan”.

-Nos ha manipulado –musitó Leovigildo con los labios temblándole de ira.

Se escuchaban pasos ascendiendo en estampía las escaleras del consistorio. Tenía que actuar sin la menor demora. La antena soltaba algunos remotos destellos, como si una especie de voluntad propia tratara de animarla. Leovigildo tuvo la impresión de algo maligno.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

viernes, 6 de mayo de 2011

Cuentos urbanos: El resucitador (III) - Abrazo de hermanos


Leovigildo se levantó de la silla como accionado por un resorte.

Detrás de la puerta se encontraba Antonio, su tristemente fallecido hermano.

Llevaba calada su inconfundible gorra de albañil, igual que el día que se cayó del andamio. Tenía polvo de liquen y fragmentos de saxífraga en las cejas y en los crecidos pelos de su barba. Su mirada semejaba un vidrio opaco, sin el menor vestigio de vida. Pero, de todas formas, aquí estaba Antonio Gómez, el hermano llorado, el joven que dejó la vida como un edificio a medio levantar.

Rebeca fue en busca de pan y un jarro de vino para agasajar al misterioso visitante. Leovigildo tragó saliva, y se restregó los ojos repetidas veces. No se trataba de un juego de sus sentidos; realmente tenía a su hermano enfrente de él. Sus brazos le atraparon y saboreó durante largos segundos la emoción que tanto había extrañado.

-¡Antonio, Antonio!

El cuerpo del joven era frágil y liviano cual pluma de codorniz; parecía que aún no se había deshecho de su asiento celeste; era como si el mundo de los vivos se negara a acogerle de nuevo.

El resucitado apenas pronunciaba palabra. Ni tampoco manifestaba deseos de probar bocado, por muchos platos apetitosos que Rebeca colocara a su alcance. No parecía conservar recuerdos de su anterior vida; tan sólo era consciente de haber atravesado una cortina de agua, de haber recibido instrucciones de un hombre cuya descripción se ajustaba a la de Pablo y de haber caminado por las calles del pueblo en la serena hora del atardecer.

Leovigildo veía la imagen física del que fuera su hermano, pero no vio sus risas ni escuchó sus chascarrillos de cuando estaba en vida, tantos detalles como habían conformado la personalidad de un joven encantador, amante de la vida y de las alegrías cotidianas.

-Antonio, soy muy dichoso de tenerte nuevamente a mi lado –reiteraba Leovigildo con la voz alterada por la emoción.

-Yo también soy feliz de estar aquí –respondía el resucitado con lento movimiento de labios.

La noche y la mañana se sucedieron entre las brumas de un sueño mudado en realidad. Los dos hermanos apenas si se movieron de sus lugares en torno a la mesa. La comida, desapreciada por entrambas partes, perdía sus olores suculentos y se tornaba mustia con el transcurrir de las horas. El sol alcanzó el meridiano. La mirada de Antonio traspasó los visillos de la ventana.

-El hombre del sombrero me avisó que debería regresar antes de que el sol se pusiera. Me dijo que volvería a atravesar la cortina de agua.

-Pues no te vas a ir –repuso Leovigildo con tono desafiante-. Esto no es un juego. Estás vivo de nuevo y nadie te va a arrebatar de mi lado.

Antonio se puso a temblar como una hoja. Estaba extraordinariamente pálido, como si la sangre no regara sus venas ni coloreara sus mejillas.

-Debo obedecer al hombre del sombrero –dijo mientras los labios le oscilaban de pavor-. Si no me presento junto a él cuando me ha dicho, convertirá mi alma en polvo de tumba y ya no podré ver ni el camino ni el río ni los árboles. ¡Debo obedecerle! –se enervó.

-No lo entiendo, Antonio; pero respetaré tu decisión. Dime: ¿recuerdas cuando eras pequeño y la abuela Candelaria te asaba manzanas y te arropaba con su toquilla en las tardes de invierno?

Antonio frunció los párpados por el asombro.

-No recuerdo nada de eso.

Leovigildo no atinaba a creérselo. ¿Cómo era posible que hubiera olvidado ese momento tan entrañable de su infancia? La sombra de una sospecha planeó en torno a su mente.

-¿Y recuerdas los nombres de nuestros padres?

Fue como si los ojos del resucitado lloraran sin lágrimas. Balanceó su cabeza a uno y otro lado.

-No los recuerdo –dijo, apenas con un atisbo de voz.

-No lo entiendo –murmuró Leovigildo.

Por el cuarto de estar se difundieron las sombras azules que preludiaban la caída de la tarde. Se agotaron las palabras entre los dos hermanos. Estaban lo bastante conmocionados como para pensar en despedirse.

En un momento dado, Antonio se puso en pie, y, con los hombros abatidos, se dirigió a la puerta de la calle; Rebeca se la franqueó oportunamente. Y acto seguido se unió al grupo de los otros resucitados que volvían al sitio del que habían salido.

Leovigildo hundió la cabeza en el hueco de sus brazos y se puso a sollozar. Sus lágrimas humedecieron el tablero de la mesa. Rebeca no acertaba con las palabras para consolarle; se limitó a abrazarle cariñosamente las espaldas. Y en esta disposición les sorprendió la oscuridad de la noche.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.