En el pueblo corrían arroyos de lágrimas. Triste consuelo era disponer de sólo unas horas para disfrutar de la presencia de los difuntos, si al final había que dejarlos marchar… para siempre.
A este tenor, hubo quien pidió a Pablo una segunda resurrección, y éste se negó en redondo. Adujo que el encantamiento sólo surtía efecto una única vez y a partir de ese momento el fenómeno se tornaba irreversible.
-¿Y para qué nos los trajiste de nuevo a la vida, si al final tenías que arrebatárnoslos? –le recriminaban amargamente.
-Es mi modo de ganarme la vida –respondía con la mirada vencida.
La alegría momentánea sólo era, pues, la antesala de una tristeza perenne y dolorosa.
-¿Quién eres tú en realidad? –le preguntó un muchacho a Pablo uno de los últimos días en que este último pensaba permanecer en el pueblo.
-Me llamo Pablo –respondió con marcada prosopopeya-, pero hace mucho tiempo acostumbraban a llamarme el “Preste Juan”.
-¿El Preste Juan? –se preguntó Leovigildo, que desde el poyete de su ventana presenciaba la escena ahíto de estupefacción.
-¿El Preste Juan no era un mito de la Edad Media? –cuestionó don Ignacio Torres, el maestro de escuela.
Pablo desplazó de nuevo su mirada al suelo, en cuyo pavimento se proyectaba la sombra de su intrigante silueta.
-Yo era el Preste Juan –corroboró humildemente.
-¿El Preste Juan, el monarca cristiano cuyo reino radicaba en algún lugar indeterminado del Indostán –proseguía el maestro con tono inquisitivo-, el sueño quimérico de aquéllos que emprendían la Ruta de la Seda?
-Algo parecido.
-Yo diría más bien que eres un farsante.
Hasta las ramas de los árboles se unieron con su silencio a la acusación formulada por el maestro. Pablo extendió sus brazos en cruz y exclamó con una voz que rebotó en todos los muros de en derredor:
-¿Quién si no el Preste Juan obraría los milagros que todos ustedes han presenciado?
Entretanto, Leovigildo tenía la mente anublada. Un recuerdo intentaba acceder a su entendimiento. “Preste Juan, Preste Juan”. ¿Dónde y cuándo había oído mencionar ese nombre recientemente?
Todos los habitantes del pueblo guardaron un silencio espeso como el manto de la noche. Un silencio al que se sumó la propia Naturaleza, como venía siendo habitual los últimos tiempos. Tan sólo, como también venía siendo habitual, se acertaba a percibir el monocorde zumbido de la antena del ayuntamiento.
Sin saber por qué, los dientes de Leovigildo se pusieron a rechinar. El recuerdo iba retirando los velos en su memoria.
-Ya lo sé –masculló acodándose en el poyete de su ventana-. Ya sé dónde he visto antes las palabras “Preste Juan”.
Viéndole tan azarado, su mujer no pudo por menos de preguntarle:
-¿Qué te pasa?
-Debo hacer una salida –respondió con frase rápida.
Abandonó la casa como una exhalación. La gente permanecía apiñada en torno a Pablo. Leovigildo tuvo alguna dificultad para abrirse paso en su apresurado caminar.
-¡Apartaos!
Al principio le miraron de muy malos modos.
-¡Eh, no empujes!
-¿Quién te has creído que eres?
Pablo miró de reojo al apresurado albañil. Sus cejas oscilaron con la apariencia de un relámpago.
-¡No dejen que ese hombre siga corriendo! –chilló señalando a Leovigildo-. ¡Deténganle!
Los circunstantes, presas del mayor desconcierto, le hicieron caso a lo primero. Muchos trataron de impedir la marcha de Leovigildo, quien de inmediato se puso a repartir golpes a diestro y siniestro.
-¿Qué estáis haciendo, estúpidos? ¡Nos está engañando!
Leovigildo tuvo que apelar a todas sus energías de albañil, justo cuando algunos ya le dejaban en libertad, apercibidos de la magnitud del embuste que Pablo estaba obrando en ellos.
Los pájaros rompieron a cantar y los perros aullaban en los arrabales del pueblo. Leovigildo, realizando un esfuerzo sobrehumano, partió como una flecha hacia los soportales del ayuntamiento. Disponía de llave de la cerradura al haber efectuado trabajos en el edificio, y enseguida estaba subiendo las escaleras que le conducirían al tejado.
Allí arriba el aire era cálido y espeso. Los gritos de conmoción medraban por todas partes. La antena zumbaba como si emitiera un alarido de pánico.
Leovigildo buscó el letrero donde figuraban la marca y las instrucciones de manejo del artefacto. El corazón le dio un vuelco. Su memoria no le había fallado.
TELECOMUNICACIONES “PRESTE JUAN”
Ahí lo indicaba claramente.
Los gritos del gentío seguían progresando, y, por encima de los mismos, los desafueros de Pablo, el “Preste Juan”.
-Nos ha manipulado –musitó Leovigildo con los labios temblándole de ira.
Se escuchaban pasos ascendiendo en estampía las escaleras del consistorio. Tenía que actuar sin la menor demora. La antena soltaba algunos remotos destellos, como si una especie de voluntad propia tratara de animarla. Leovigildo tuvo la impresión de algo maligno.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
A este tenor, hubo quien pidió a Pablo una segunda resurrección, y éste se negó en redondo. Adujo que el encantamiento sólo surtía efecto una única vez y a partir de ese momento el fenómeno se tornaba irreversible.
-¿Y para qué nos los trajiste de nuevo a la vida, si al final tenías que arrebatárnoslos? –le recriminaban amargamente.
-Es mi modo de ganarme la vida –respondía con la mirada vencida.
La alegría momentánea sólo era, pues, la antesala de una tristeza perenne y dolorosa.
-¿Quién eres tú en realidad? –le preguntó un muchacho a Pablo uno de los últimos días en que este último pensaba permanecer en el pueblo.
-Me llamo Pablo –respondió con marcada prosopopeya-, pero hace mucho tiempo acostumbraban a llamarme el “Preste Juan”.
-¿El Preste Juan? –se preguntó Leovigildo, que desde el poyete de su ventana presenciaba la escena ahíto de estupefacción.
-¿El Preste Juan no era un mito de la Edad Media? –cuestionó don Ignacio Torres, el maestro de escuela.
Pablo desplazó de nuevo su mirada al suelo, en cuyo pavimento se proyectaba la sombra de su intrigante silueta.
-Yo era el Preste Juan –corroboró humildemente.
-¿El Preste Juan, el monarca cristiano cuyo reino radicaba en algún lugar indeterminado del Indostán –proseguía el maestro con tono inquisitivo-, el sueño quimérico de aquéllos que emprendían la Ruta de la Seda?
-Algo parecido.
-Yo diría más bien que eres un farsante.
Hasta las ramas de los árboles se unieron con su silencio a la acusación formulada por el maestro. Pablo extendió sus brazos en cruz y exclamó con una voz que rebotó en todos los muros de en derredor:
-¿Quién si no el Preste Juan obraría los milagros que todos ustedes han presenciado?
Entretanto, Leovigildo tenía la mente anublada. Un recuerdo intentaba acceder a su entendimiento. “Preste Juan, Preste Juan”. ¿Dónde y cuándo había oído mencionar ese nombre recientemente?
Todos los habitantes del pueblo guardaron un silencio espeso como el manto de la noche. Un silencio al que se sumó la propia Naturaleza, como venía siendo habitual los últimos tiempos. Tan sólo, como también venía siendo habitual, se acertaba a percibir el monocorde zumbido de la antena del ayuntamiento.
Sin saber por qué, los dientes de Leovigildo se pusieron a rechinar. El recuerdo iba retirando los velos en su memoria.
-Ya lo sé –masculló acodándose en el poyete de su ventana-. Ya sé dónde he visto antes las palabras “Preste Juan”.
Viéndole tan azarado, su mujer no pudo por menos de preguntarle:
-¿Qué te pasa?
-Debo hacer una salida –respondió con frase rápida.
Abandonó la casa como una exhalación. La gente permanecía apiñada en torno a Pablo. Leovigildo tuvo alguna dificultad para abrirse paso en su apresurado caminar.
-¡Apartaos!
Al principio le miraron de muy malos modos.
-¡Eh, no empujes!
-¿Quién te has creído que eres?
Pablo miró de reojo al apresurado albañil. Sus cejas oscilaron con la apariencia de un relámpago.
-¡No dejen que ese hombre siga corriendo! –chilló señalando a Leovigildo-. ¡Deténganle!
Los circunstantes, presas del mayor desconcierto, le hicieron caso a lo primero. Muchos trataron de impedir la marcha de Leovigildo, quien de inmediato se puso a repartir golpes a diestro y siniestro.
-¿Qué estáis haciendo, estúpidos? ¡Nos está engañando!
Leovigildo tuvo que apelar a todas sus energías de albañil, justo cuando algunos ya le dejaban en libertad, apercibidos de la magnitud del embuste que Pablo estaba obrando en ellos.
Los pájaros rompieron a cantar y los perros aullaban en los arrabales del pueblo. Leovigildo, realizando un esfuerzo sobrehumano, partió como una flecha hacia los soportales del ayuntamiento. Disponía de llave de la cerradura al haber efectuado trabajos en el edificio, y enseguida estaba subiendo las escaleras que le conducirían al tejado.
Allí arriba el aire era cálido y espeso. Los gritos de conmoción medraban por todas partes. La antena zumbaba como si emitiera un alarido de pánico.
Leovigildo buscó el letrero donde figuraban la marca y las instrucciones de manejo del artefacto. El corazón le dio un vuelco. Su memoria no le había fallado.
TELECOMUNICACIONES “PRESTE JUAN”
Ahí lo indicaba claramente.
Los gritos del gentío seguían progresando, y, por encima de los mismos, los desafueros de Pablo, el “Preste Juan”.
-Nos ha manipulado –musitó Leovigildo con los labios temblándole de ira.
Se escuchaban pasos ascendiendo en estampía las escaleras del consistorio. Tenía que actuar sin la menor demora. La antena soltaba algunos remotos destellos, como si una especie de voluntad propia tratara de animarla. Leovigildo tuvo la impresión de algo maligno.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
1 comentario:
La antena del Ayuntamiento era un elemento que se reiteraba en todos los capítulos de tu cuento, por tanto, ya estabas invitando a nuestras miradas a fijarnos en ella. Tengo curiosidad por cómo pudo influir en ese "mundo ficticio" que Preste Juan creó. Sigo atenta.
Tu formidable cuento sigue despertando ese suspense e interés en el lector, cosa no precisamente fácil en la creación literaria.
Un fuerte abrazo, Jardinero.
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