martes, 30 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (XVIII): Final


Aquélla fue la última vez que respiró Pepe Abascal en esta vida... Pepe Abascal, el hombre que tanta admiración cosechera por esos mundos de Dios. Tener a Pilar tan cerca de sí constituía la cúspide de sus sueños; al menos en esto se fue satisfecho al otro mundo...

Abandonado de todas sus energías, cayó a la radiante agua de la piscina, llevando impresa una sonrisa de satisfacción en sus desoladas facciones.

Un rumor de alarma cundió por todo el recinto de la piscina.

Pilar, herida de espanto, chilló más allá de lo que le permitían sus fuerzas. Y aún seguía presa de la histeria cuando rescataron del fondo de la piscina el cuerpo sin vida de Pepe Abascal.

El jilguero que había acompañado a Pepe Abascal a ese lugar, posado en la rama de una acacia que tendía su sombra de misericordia a las márgenes de la piscina, le comentó a una grajilla que con él estaba:

-Era demasiado amor para un corazón tan débil.


6. La promesa cumplida

Ya son de nuevo los cielos grises de noviembre. En las llanuras de Manzanares resuenan recias ventiscas. Por la vía férrea vemos a un hombre, casi un enano, caminando con paso tardo. Un sombrero hongo y un guardapolvo polvoriento, cuyos faldones arrastran por el suelo, componen todo su atavío. A lo lejos se hace audible el silbato de un tren que acaba de abandonar la estación de Manzanares. El personaje que nos ocupa acelera su paso; parece como si quisiera despanzurrarse contra la locomotora.

-Ya no estás aquí, mi querido y añorado amigo -va diciendo entretanto, con una voz estentórea-. ¿Serías ahora feliz si supieras que tu tumba rebosa de flores y que cada tarde acude a visitarte alguien que todos teníamos por muy especial? Sí, la tierna flor naciente llorando la ausencia de la vieja flor agostada... Querido amigo: diste forma de amor a la desventura de tus días postreros... Pasará mucho tiempo antes de que los hijos de la Naturaleza terminen de cantar la historia de tus vicisitudes... Y mientras tanto..., habrá otras muchas tardes de visita al cementerio.

En este momento, el tren se hace totalmente visible. El hombre, que se hace llamar el "gallinito Páez", le corre al encuentro.

Durante varios segundos, la llanura acoge en su seno los ecos del silbato de la locomotora, que inútilmente se esfuerza por intimar al insensato a que se aparte de su camino.

FIN

ASÍ CONCLUYÓ EL PASO POR EL MUNDO DE PEPE ABASCAL. ENCONTRÓ EN EL AMOR SU REGENERACIÓN, MÁS QUE EN EL SUFRIMIENTO. SE FUE AL OTRO MUNDO VIENDO CUMPLIDO SU SUEÑO DE VER A PILAR; ELLA FUE LA ÚLTIMA VISIÓN DE SUS OJOS. ACASO ELLA NO LE MERECIERA A ÉL, PERO ÉL LA AMABA Y EL RECUERDO DE PILAR HA DE QUEDAR SACRALIZADO EN VIRTUD DE ESTE AMOR.

TE PIDO PERDÓN, PEPE ABASCAL, POR HABERTE CONDUCIDO A LA TUMBA CUANDO ME DECÍAN QUE HABÍAS DE SER SALVADO. NO FUE SENCILLA LA ÉPOCA EN LA QUE TE PASEABAS A LOMOS DE MI PLUMA, Y EN TI SUBLIMÉ TODOS LOS SENTIMIENTOS DE MI CORAZÓN.

A LA MEMORIA DE MANUEL PIÑA (1944-1994), DISEÑADOR DE MODAS Y ARTÍFICE DE ESTA HISTORIA. INDEPENDIENTEMENTE DE LOS ÉXITOS QUE COSECHARA POR EL MUNDO, EN MI RECUERDO SIEMPRE PERMANECERÁ ESTE HECHO INDUBITABLE: AMABA A SU MADRE... QUIERA DIOS QUE LLEGUE A SABER DEL HOMENAJE QUE ALGUIEN LE HIZO DESDE LAS NUBES DE LA SOLEDAD.


El jardinero de las nubes.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Con respecto al caso de la abogada española María José Carrascosa


Como quiera que no leo periódicos ni apenas veo televisión, no estaba al corriente del caso de la abogada valenciana María José Carrascosa. El otro día, en mi librería favorita, ojeé por casualidad el libro "Amor cruel" de Reyes Monforte, y, aunque en principio no me considero amigo de la literatura enlatada (como llamo a la que se concibe con fines comerciales), decidí leerlo como testimonio informativo, puesto que todo lo que se refería ahí era absolutamente real.

María José Carrascosa vivía en Nueva York, y conoció a Peter Innes a través de una página de encuentros en Internet. Se enamoraron y se casaron en Valencia. Lo que en principio se perfilaba como una bonita historia de amor, acabó tornándose en la mayor de las pesadillas. Peter Innes tenía un pasado turbio, plagado de delitos y diversos cambios de identidad. De María José sólo le interesaba su dinero, y, estando embarazada de Victoria Solenne, la hija de ambos, comenzó a maltratarla física y psicológicamente. Y no pararon ahí las crueldades de Peter Innes: poco a poco fue introduciendo pequeñas dosis de matarratas en la comida de María José, produciéndole daños orgánicos irreversibles (hasta se comenta que hizo lo propio con la niña). La cosa paró cuando Peter Innes se enamoró de una policía de Nueva Jersey, y firmó un acuerdo de separación en el que le concedía a María José la custodia de la pequeña Victoria Solenne. Forzoso es añadir que Peter Innes incumplió todos los puntos que le concernían del acuerdo de separación, especialmente el referente a la pensión alimenticia que debía pasarle a su hija. Asimismo, no se opuso a que ésta se fuera a vivir a Valencia con María José... Una vez allí, le practicaron a ésta un completo chequeo médico, que desveló el envenenamiento a que había sido sometida por Peter Innes durante años. Por consiguiente, se vio precisada a seguir un tratamiento médico muy estricto para paliar los terribles daños que había provocado el matarratas en su debilitado organismo.

Peter Innes, al ver que ya no tenía acceso al dinero de María José, interpuso una denuncia contra ella por secuestro de menor. María José recurrió a la justicia española, fallando ésta a su favor en todas las cuestiones por las que la demandaba Peter Innes. Pero el juzgado de Nueva Jersey seguía requiriendo sin parar la presencia de la abogada ante la justicia norteamericana. María José, segura de tener la razón, acudió a dicha corte, donde el pésimo juez Edward Torack ninguneó ilegalmente los fallos de la justicia española (en contra del convenio de la Haya de 1980) e instó a María José a que devolviera su hija a Peter Innes, a menos que prefiriera ingresar inmediatamente en prisión. María José fue taxativa y manifestó que prefería la muerte antes que dejar a su hija en manos de un criminal... Así empezó el periplo de la abogada valenciana por las cárceles estadounidenses, primero en la horrible prisión de Rikers Island y luego en la penitenciaría de Bergen, en el estado de Nueva Jersey.

La compañera de Peter Innes era policía, y lo amañó todo para que sus compañeros le hicieran la vida imposible a María José dentro de la prisión de Bergen. No sólo le negaron su vital tratamiento médico y la posibilidad de mantener comunicaciones telefónicas con su familia, sino que la sometieron a torturas que personalmente me han enfurecido: le acercaban las fauces de pastores alemanes enfurecidos al rostro; le hurgaban brutalmente todas las cavidades de su cuerpo; le escupían en la comida; le negaban el agua embotellada, y le hacían beber agua de cloaca; le hacían simulacros de silla eléctrica; le ponían el "traje de la gallina", un emallado metálico que destrozaba su cuerpo desnudo; la obligaban a permanecer períodos prolongados en celdas de castigo; todo esto sin mencionar los acosos e injurias que sufría continuamente... Es indignante que esto ocurra en el que se autodenomina "país de las libertades" y que estas torturas las perpetren funcionarios públicos; me parece que los funcionarios de prisiones de la cárcel de Bergen poco tienen que envidiar de los asesinos de la Gestapo.n

Y en cuanto a la familia de María José, ¿qué decir de ellos? No sólo se ven en la precisión de mantener a la pequeña Victoria Solenne al margen de todo este calvario, sino que además están pasando las de Caín desde todos los frentes: reciben constantes amenazas telefónicas por parte de Peter Innes; Victoria, la hermana de María José, ha sufrido un amago de atentado contra su vida, puesto que en la carretera de Valencia un coche intentó tirar al suyo por la cuneta; no reciben apoyo ni de las instancias gubernamentales ni de las consulares; se han arruinado, puesto que el caso de la defensa de María José ya les ha costado más de dos millones de euros...

Jamás en mi vida he proferido una maldición, pero con esta situación he estado tentado de hacerlo. No obstante, voy a clamar a Dios para que Él disponga lo que se ha de hacer en los siguientes casos:

1º Clamo a Dios por culpa de Peter Innes y su actual compañera sentimental, cuya crueldad deja en mantillas a la de grandes criminales de la Historia. ¿Es que en Estados Unidos son tan ciegos que no se aperciben del nutrido historial delictivo de Peter Innes?

2º Clamo a Dios por culpa del juez Edward Torack, de la corte de Nueva Jersey, el cual ha incurrido en continuas ilegalidades. En la página web que indico al final podrán apreciar la fama de corrupto de que goza en su propio país. Encima le ha negado a María José la administración de su vital tratamiento médico.

3º Clamo a Dios por culpa de los funcionarios de la prisión de Bergen, y los acuso de crímenes contra la humanidad. ¿Es que puede haber semejantes engendros de la raza humana?

4º Clamo a Dios por culpa del consul de España en Nueva York, Juan Manuel Egea, quien se ha desentendido por completo del caso y no ha acompañado ni apoyado a María José en las sucesivas vistas judiciales. Los tribunales de España le dieron la razón a ella, y este señor la ha ignorado como si fuera una cucaracha, incumpliendo escandalosamente sus obligaciones. ¿Estos son los funcionarios que velan por nuestros derechos en el exterior? ¡Infame! Lo único que ha hecho por María José es llevarle una vez a prisión las revistas "Hola" y "Semana".

5º Clamo a Dios por culpa del Ministerio de Asuntos Exteriores, que llenaron de promesas a la familia de María José y que prefieren no mover ficha por no crear un conflicto internacional. ¿Es que un atentado flagrante contra los derechos humanos de una hija de España no es bastante para pronunciarse al respecto en la comunidad internacional? ¿Es que se puede tener el descaro de recomendar pactar con el criminal Peter Innes, en contra de los pronunciamientos de los tribunales de España?

6º Clamo a Dios por culpa del Gobierno y la Corona de España, que siendo sabedores del caso no se han manifestado al respecto, ni le han hecho llegar su malestar al presidente de Estados Unidos. Da asco pagar impuestos ante semejante impasibilidad de las altas instancias de nuestra nación.

7º Clamo a Dios por culpa de la Santa Sede, que siendo conocedora del caso no ha emitido su condena por estos actos tan contrarios a la moral cristiana. ¿Acaso vuelve a darse el mismo mutismo de que hizo gala Pío XII cuando supo de los crímenes que los nazis cometían contra los judíos?

8º Clamo a Dios por culpa del ex-presidente José María Aznar, que prometió a la hermana de María José interceder delante de George Bush, aprovechando la buena relación que mantiene con éste, y nunca más dio señas de vida ante la angustiada familia.

9º Clamo a Dios por culpa de los falsos amigos que María José tenía en Estados Unidos, que al final la vendieron como Judas vendió a Jesús.

10º Clamo a Dios por culpa de la administración norteamericana, especialmente por culpa del presidente George Bush y su secretaria de estado, Condoleezza Rice, que permiten que en su tan cacareado "país de las libertades" se cometan tamaños atropellos a la justicia y a los derechos humanos, sin dar margen al diálogo diplomático.

Ahora sólo me resta pedir a Dios por María José y su familia. ¡Oh Señor de los cielos y de la tierra! Permite que su pesadilla termine. Así me encontrarás implorándote hasta que este deseo se torne realidad. Y asimismo favorece con tu protección a Reyes Monforte, la periodista que con tanta valentía y elocuencia me ha permitido conocer todos los entresijos de esta tremenda injusticia.

Pido a todas las personas de bien que aporten su firma en la siguiente dirección web, donde al mismo tiempo encontrarán información detallada del caso:

www.caso-carrascosa.com

Dios amado, protégenos de las inmensas maldades de este mundo.

El jardinero de las nubes.

viernes, 26 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (XVII): Pilar, las sombras del estío



Una lágrima amarillenta, que destacaba extraordinariamente en sus párpados apergaminados, rodó por el rostro de Pepe Abascal, encontrando dificultad de fluidez a causa de las espadañas de su barba pinchosa... El pensamiento le condujo a la piscina municipal, y vio a Pilar del modo en que se la describía el jilguerillo.

-¿Acaso voy a tener la desgracia de morir sin verla otra vez?

Estas palabras le arrancaron de su lecho de agonía. Una vez en el suelo, se arrastró hasta el rincón donde estaba la garrota en la que se apoyaba cuando tenía que levantarse a hacer sus necesidades; aun con semejante auxilio, le costó una enormidad ponerse en pie.

«Dios mío: perdóname todas las maldades de mi vida -dijo para sus adentros-. Ahora te imploro las fuerzas necesarias para llegar al lado de Pilar».

Estas fuerzas, sin embargo, no fueron tantas para permitirle mudar sus atavíos de enfermo. Por tanto, hecho una facha auténtica, consiguió alcanzar la puerta de la calle. Era la hora de la siesta, y por eso ninguno de sus familiares pudo apercibirse de su desesperada maniobra.

Ya en la calle, volvió a encontrarse con el jilguero. Y he aquí que le pidió:

-Guíame adonde está ella.

Así lo hizo el jilguero, batiendo las alas a muy pocos centímetros de los ojos cenagosos de Pepe Abascal, pues éste no gozaba al completo de su capacidad visual.

El pavimento de las calles irradiaba un calor insufrible, de ahí la razón de que Pepe Abascal no se topara con ningún viandante. No tenía conciencia de su torpe caminar; toda su atención estaba centrada en seguir al jilguerillo adonde le conducía.

A trancas y a barrancas consiguió llegar al recinto de la piscina municipal. El portero se quedó atónito mirándoles a él y al pájaro, y no tuvo redaños a impedirles el acceso.

Todo el recinto era el auténtico reino del verano, en su expresión más amable. Gentes alegres disfrutando del agua azul y de la acción bronceadora del sol.

Tanto era la muchedumbre allí congregada, que a lo primero nadie reparó en la inesperada presencia de Pepe Abascal.

-¿Dónde está ella? -preguntó de tal modo que nadie más que el jilguero pudiera escucharle.

-Allí -contestó el jilguero, señalando al frente con su pico.

Pepe Abascal se aproximó al lugar indicado: el borde de la piscina. Allí estaba sentada Pilar, en biquini, balanceando las piernas sobre la agitada superficie del líquido elemento... Entonces fue que el corazón de Pepe Abascal redundó en latidos como nunca antes lo había hecho.

En ese preciso instante, se acallaron los ecos de alegría del recinto. Ya todos habían detectado la presencia de Pepe Abascal, quien no dejaba de mirar a Pilar con dolorosa devoción.

La joven, extrañada por la expectación de la gente a su alrededor, alzó la mirada por detrás de su hombro.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

jueves, 25 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (XVI): Santuario


Cinco días después, el equipo médico que lo atendía decidió darle el alta. Sin embargo, se encontraba tan débil que sin la ayuda de sus familiares no le hubiera sido posible abandonar el hospital. La única sonrisa que se le vio emitir, fue cuando tuvo Manzanares en su campo visual.

-Yo no quiero moverme de aquí... Pase lo que pase -dijo con voz tenue.

El viaje en coche le había mareado bastante, y al finalizar el mismo deseaba tumbarse en su cama hasta que le desapareciera todo vestigio de náusea. Supuso un hermoso consuelo para él poder reposar en su querida y añorada cama. Fue allí donde por fin soñó como Dios manda, y se congratuló de ver a Pilar como protagonista absoluta de sus sueños.

Al día siguiente pudo levantarse de la cama. Sus padres le acomodaron en una butaca que a tal efecto tenían dispuesta en la sala de estar. Le dieron para que se repusiera un plato de guiso de lentejas y abundantes zumos de frutas, que eran alimentos que su estómago agradecía de un modo especial. Luego, al caer la tarde, le condujeron a la puerta de la calle para tomar el fresco. En cuanto vio a sus vecinos experimentó un fuerte cariño hacia ellos, aunque ninguno hizo ademán de aproximársele; eran los habitantes de su idolatrado Manzanares, y por eso los quería.

-Hola, amigo -le saludó un saltamontes que estaba apoyado en la fachada de la casa, muy cerca de él-. Bienvenido de nuevo a la paz de tu hogar.

Pepe Abascal se quedó de una pieza. Ya no se acordaba de su insólito don, después de tanto como había sufrido los últimos días. No tenía ganas ni fuerzas para responder a las amables palabras que el saltamontes le dedicaba, y tampoco estimaba adecuado hacerlo delante de sus padres y de la avizorante vecindad.

El fresco de la noche comenzó a ponerle la piel de gallina, y, apreciado esto último por su madre, fue a buscarle una toalla para que se arropara. El alivio que la misma le produjo, fue de mucho agrado para su organismo.

Mas este alivio fue tan sólo momentáneo.

Al día siguiente, y en los sucesivos, la cosa no presentó visos de mejoría. No tenía fuerzas siquiera para levantarse de la cama. Quien lo viera ahí tendido, lo compararía con una figura de desolación sacada de un museo de cera; tal era en justicia la imagen que ofrecía. Se quedaba absorto durante horas contemplando el cuadrado de cielo, chispeante de luz estival, que se avistaba a través de la ventana. ¡Cuánta envidia le causaba la jovial libertad de los pajarillos! Romántico el momento en que las nubes de liviano algodón reprendían al sol, y entonces las sombras del dormitorio se envalentonaban, dejando todo sumido en una agradable penumbra de santuario... Así era la vida del enfermo sin esperanzas de sanación.

En medio de semejante delirio, Pepe Abascal no dejaba de acariciar el sueño de tener a Pilar a su lado. Pero todo aquél que pretende un sueño imposible, acaba recibiendo un varapalo al enfrentar la dura y triste realidad. Cuando Pepe Abascal se percataba de que nunca más podría tener delante suyo a Pilar, sentía como si su corazón se desmenuzara en pedazos de sufrimiento; ésa es una sensación que se halla a un paso de la desesperación. De poco le servía ahora su talante optimista de antaño. El mundo real destruye los bellos ideales, y esclaviza a los corazones románticos bajo su pesaroso yugo... Apercibirse de todo esto supone el envejecimiento del alma... Pepe Abascal alcanzó los momentos culminantes de su vejez en ese lecho de dolor.

Una de aquellas tardes, encontrándose ocasionalmente solo en la habitación, entró volando por la ventana un bello jilguero. Su plumaje presentaba franjas pardas, blancas, amarillas y negras, y una curiosa mancha de un rojo muy vivo le circuía todo el pico. Emitiendo sus alegres gorjeos, aterrizó en la almohada donde reposaba la sufriente cabeza de Pepe Abascal en medio de un fétido baño de sudor.

-Dime, pajarito... Dime si la has visto... Me encuentro muy triste.

-La he visto bañándose en la piscina municipal -respondió el jilguero.

-¡Ah! -suspiró Pepe Abascal, profundamente conmovido.

-Está bronceada por el sol del verano, y no te puedes imaginar cómo realza su figura ese biquini verde a listas azules que lleva puesto. Cuando sale del baño, su cuerpo rezuma agua adamantina y sus cabellos son del color de la tierra fértil. Es muy hermosa; fuerza es admitirlo.

-¿Sabes que yo la amo?

-Pobre amigo. El amor es una hermosa ofrenda, aunque no haya correspondencia de la parte receptora. En la piscina, flirteando con chicos jóvenes, tienes ahora a aquélla cuya imagen se te ha prendido al corazón.


CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (XV): Hospital


Al día siguiente era trasladado en ambulancia a Ciudad Real, concretamente al Hospital de Nuestra señora de Alarcos.

-Neumonía -dictaminó el médico que le atendió, ya puesto en pormenores de su historial clínico.

Toda su familia había ido a acompañarle. Ya en la habitación adonde lo condujeron, no le fue oculto a sus ojos que todos ellos apenas si podían reprimir las lágrimas al verle postrado en esa cama hospitalaria, con la mascarilla del oxígeno y el gotero colocados. No tenía fuerzas siquiera para hablar, y a duras penas logró hacerse entender para que le aproximaran un espejo al rostro. Su reflejó le impactó profundamente: ojos vidriados, inyectados en sangre; piel surcada de arrugas y con un enfermizo tono amarillento; labios agrietados, como espolvoreados de ceniza; pelos de la barba y los escasos de su cabeza completamente canos... Le parecía haber envejecido en cuarenta y ocho horas más que en medio siglo de vida. Había puesto el pie en los umbrales de la guarida de la muerte. Dolor no experimentaba ninguno, sino una languidez como no recordaba haberla sentido antes. Veía los rostros de sus familiares como a través de una cortina de agua; no lograba hacerse con el total de las palabras de aliento que le dedicaban. Probablemente, a consecuencia de la medicación que le estaban administrando, le acometían sopores ineludibles; pasaba las horas en continuos duermevelas. Eran los suyos sueños pesados, con un trasfondo nuboso en el que no había posibilidad de sacar a flote recuerdos y fantasías. El oxígeno se le hacía tan indeseable de respirar como un aire desértico en las horas centrales del día. La mascarilla le causaba rojeces en su zona de contacto alrededor de la nariz. Había intervalos presididos por los escalofríos, y éstos se le volvían de todo punto intolerables. ¡Ay de su salud! ¡Cuántas veces, en medio de tan acerbos instantes, maldijo de su vida pasada, causa de su vida presente!

El estado de semiinconsciencia en que estaba sumido, no le permitía apercibirse de la presencia de sus familiares. En lo tocante a su madre, no había poder que pudiera apartar a ésta de la cabecera de su cama. Su ajado rostro de anciana expresaba tanto sufrimiento, que podía servir de inspiración para una obra trágica. Viendo a su hijo abismado en los disturbios de la enfermedad, se cuestionaba la razón de haberle traído al mundo. ¿Acaso merecía la pena vivir para sobrevivir a los hijos? Tanto amor en el momento del alumbramiento, y tanta tristeza en el momento del fallecimiento. Ojalá nunca hubiera apartado a Pepe de sus brazos maternales. De siempre la naturaleza de él había sido rebelde, y aquellas ansias de modernidad que tenía no armonizaban con los esquemas en que ella se había educado. Delante suyo tenía el triste resultado de haberle permitido volar adonde se le antojara.

«¡Oh, hijo mío, qué sola me he de ver en este último período de mi vida! -se decía ella-. Mi pobre niño, ¿por qué huiste de mi regazo? Ahora que has regresado a mi lado, descubro que te pierdo irremediablemente. No podré volver a tenerte en mis entrañas e infundirte la fuerza vital de la que ahora careces. Ya no puedo hacer otra cosa sino rezar porque nuestra separación sea corta en el tiempo. ¿Dónde ha quedado el brillo de tu mirada, que el día de tu Primera Comunión competía con el de los cirios del altar? Oh, esa juventud que prematuramente se ha tornado decrepitud. ¿Tan incapaz fuiste de encauzar tu vida que te has hermanado con la muerte, y a ti viene, para formar una misma sustancia contigo? ¡Oh, hijo mío, no me abandones ahora! Ven a tu tierra y vive por siempre en ella. Nada te ha ofrecido más cariño que las calles de tu Manzanares natal. En Madrid no hallarás más que acero y asfalto y la depravación que te ha llevado a tu actual estado. ¡Oh, mi niño, deja de moquear y quédate junto a las parras doradas por el sol de tu infancia! Te ofrezco un cielo siempre vivo y una vida consagrada al agrado de Dios. Tú siempre a mi lado, siendo el báculo de mi vejez. ¡Oh, Dios amado, no permitas que le sobreviva!... ».

Su madre perdió tanto peso como él, por cuanto que contemplándole en la crisis de su enfermedad apenas si probaba bocado.

-Mujer, no puedes estar siempre aquí -le reprochaba con dulzura su marido-. Si no descansas algo, vas a caer enferma tú también.

-Es el hijo de mis entrañas -replicaba ella-. Mientras tenga necesidad de su madre, de aquí no me pienso mover.

-Entonces me quedaré contigo.

-En algo fallamos. Trajimos este hijo al mundo con toda ilusión... Y ahora Dios nos lo arrebata. ¿Por qué, por qué? ¡Mi niño! ¿Qué de malo hemos hecho para merecer tal castigo?

-Más duro es el castigo a que él está sujeto -declaró el buen hombre, con absoluta convicción.

El período de las cabañuelas de agosto fue pasando, y una buena mañana Pepe Abascal recobró el uso de la conciencia. Su aspecto era como el del soldado que ha arrostrado los rigores de la batalla. Estaba de escuálido y demacrado como un judío recién salido de un campo de concentración nazi; las costillas se le transparentaban totalmente a través del liviano pellejo. Una barba blanca y espinosa orlaba todo su rostro. Sus brazos y sus piernas parecían sendas estacas por la ausencia de grasa... Pepe Abascal semejaba un cadáver viviente. Su voz era remota, prácticamente inapreciable, cual una suave brisa de estío.

-Pilar... Pilar Durango -fueron las primeras palabras que acertó a articular después de aquello.

-¿A quién llamas, hijo mío? -le preguntó su madre, con los párpados hinchados de lágrimas.

-Pilar..., el resto de verdor que aún le queda a mi corazón. Una joven de la Mancha de Ciudad Real. La gema más exquisita que han contemplado mis ojos en largos años. Me iré de este mundo evocando su persona.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

martes, 23 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (XIV): En las Lagunas de Ruidera


MÚSICA PARA ACOMPAÑAR LA LECTURA DE ESTE CAPÍTULO (VOLUMEN BAJO):

http://es.youtube.com/watch?v=GI-Ks3-8E8U

Un día, harto de pasar tanto calor, hizo llamar a su hermano y le pidió:

-Anda, majete, llévame a las lagunas de Ruidera.

Su hermano hizo un gesto de indecisión.

-¿Piensas que es buena idea?

-El calor me está matando -argumentó Pepe Abascal-. Necesito rodearme, aunque sólo sea por media hora, de una atmósfera más refrescante.

-Pues no se hable más.

Esa misma tarde, su hermano dejó más temprano su trabajo y fue a buscarle en su furgoneta. Cuando contorneaban el parque, distinguieron a un joven solitario sentado en un banco. El sol le daba de lleno, y desde esa distancia se podía ver que estaba llorando y que hacía con los brazos toda suerte de ademanes de desesperación.

Pepe Abascal le preguntó a su hermano:

-¿A ése qué le pasa?

-Es Tomás Malagón, filólogo hispánico -respondió el interpelado-. Se ha presentado a unas oposiciones y no ha conseguido plaza. Tenía todas sus esperanzas puestas en eso. Ahora su vida ha entrado en un lapso fatal... Pobrecillo.

-Al menos dispone de vida para seguir pretendiendo alcanzar su sueño -comentó Pepe Abascal tristemente.

Luego, apenas la furgoneta hubo salido de Manzanares y del inmediato pueblo de Membrilla, a Pepe Abascal le entró modorra y pesadez de párpados y no se enteró de cuándo llegaban a las lagunas de Ruidera. Se detuvieron junto a la laguna del Rey. Alrededor de ellos, un imperio de bañistas y veraneantes. El sol amarillo de arriba y el azul rabioso de abajo componían un cuadro sencillamente encantador. La laguna estaba sembrada de pequeñas embarcaciones a remos y a pedales. Cerca de las riberas, la estampa era de todas veras playera: niños bañándose con flotadores y adultos tumbados al sol.

-Quiero ir a la laguna de la Lengua -dijo Pepe Abascal, después de pasear su mirada por los alrededores.

-¿No te gusta ésta más? Aquí el ambiente es muy animado.

-La laguna de la Lengua siempre me ha fascinado.

-Pues no se hable más.

Veinte minutos después tenían frente a sí la laguna de la Lengua, un brazo de agua estática con orillas escarpadas. Quien tuviera la mala fortuna de caer allí dentro, difícilmente podría salir sin ayuda de fuera. Pepe Abascal se sentó en la orilla, las piernas colgándole en el aire, y se quedó embobado viendo cómo los rayos del sol cabrilleaban con el agua levemente rizada por la brisa estival.

-Esta laguna tiene la forma de un ataúd -dijo entre dientes-. Podría ser perfectamente el mío.

-El problema es que se necesitaría la extensión de cinco cementerios para abarcarlo -dijo su hermano.

Una sonrisa espontánea irradió de sus labios.

-Muy ingeniosa tu respuesta -observó-. Pero yo hablaba en el sentido de ahogarme dentro de este mundo de misterio... Un abrazo azul para abrirme las azules puertas del cielo.

-Pepe, yo no te he acompañado aquí para ver cómo te suicidas.

-Y yo, querido Mariano, no tengo por de pronto intención de suicidarme. Es difícil llenar las últimas horas de una vida, y yo he creído que viniendo aquí me distraería... Ah, por cierto, a ver si me llenas una botella de este agua.

-¿Qué estás diciendo? -Las cejas de su hermano se desplegaron hacia arriba-. ¿Cómo diantre esperas que me las componga para hacer eso?

-Pues muy sencillo: te agencias una botella (a poder ser de dos litros), le atas por el gollete el extremo de una cuerda lo suficientemente larga, la arrojas a la laguna, esperas a que se llene y después la izas cargada de agua.

Su hermano se llevó las manos a la cabeza soltando un pronunciado "¡Uf!". Finalmente llevó a cabo la operación que se le pedía. Después, cuando Pepe Abascal tuvo en sus manos la botella llena de un agua que le faltaba un tanto así para ser completamente transparente, le rogó:

-Vete a orinar o a fumarte un cigarro. Me gustaría estar un ratito a solas.

Y Pepe Abascal vio también cumplido este último deseo. Apenas dejó de oír los pesados pasos de su hermano, se llevó a los labios la botella e ingirió un buen trago de agua.

Acto seguido, una extraña languidez se apoderó de todo su ser. Le encantaba la seguridad de saberse vivo y de estar en un lugar tan maravilloso como aquél. Los montes poblados de chaparros y retamas le ofrecían su verde sonrisa. De lejos le llegaban los ecos de las veraneantes multitudes. Era hermoso ser manchego y estar en la Mancha, en aquel rincón de lagunas y misterios. Todo lo hermoso se le venía al corazón, y los más hermoso entre lo hermoso tenía un nombre y ese nombre atravesó su alma como un viento de melancolía. Otro trago de agua de laguna. Un somormujo sobrevolándole. Una nubecilla que empalideció brevemente la faz rutilante del sol. Y dentro de su corazón una presencia que se proyecto a la misma superficie lagunar: hermosa raya en zigzag la de los cabellos de Pilar, dibujada por el mismo dedo del sol.

-El resto de mi vida -musitó Pepe Abascal con los ojos encharcados de lágrimas, alargando sus brazos en la dirección de ese irreal reflejo.

Su hermano regresó al lugar para la puesta del sol, e intentó hacerle comprender la conveniencia de emprender el regreso a Manzanares. Pero tal propuesta no seducía ni por asomo a Pepe Abascal, y de ahí que arguyera:

-No me apetece volver tan pronto. ¿Por qué no te acercas a "Entrelagos" y te traes algo para cenar? Yo invito.

-Me parece que por hoy ya está bien de extravagancias -manifestó su hermano rotundamente.

-Vamos, Marianito. Pronto dejarás de soportarme. Después de todo, cuando ya no esté en este mundo, me recordarás con gratitud apenas percibas la parte de mi legado que te corresponde.

Una intimación demasiado perentoria y asimismo poco delicada. Su hermano se sintió muy mal después de oírle, y, sin más añadir, fue a cumplir su encargo.

Otra vez Pepe Abascal acompañado por la soledad de las lagunas. En el cielo se evapora el tapiz azul, y las estrellas se desperezan de su sueño diurno... La atmósfera se volvió asombrosamente más fresca, de tal manera que Pepe Abascal se vio en la precisión de ponerse a tiritar. Los ánades reales y las cercetas, reparando en que el agobiante calor de por el día había remitido, abandonaban el refugio de los carrizos y los juncos, y se desperdigaban por los cuatro costados de de la laguna; sus quebrados cantos se imponían a los demás sonidos crepusculares. ¡Qué felicidad ser un ave de Dios, sin tener que sufrir el baldón de la raza humana! La laguna había tomado el mismo aspecto que el cielo: un azul esfumado hasta el límite, tachonado de polvo sideral. La brisa soplaba ahora de lo lindo, cuando por el día parecía intimidada por el emperador del verano, esto es, el sol achicharrante. Y hacía fresco, fresco que para Pepe Abascal era auténtico frío. Estaba deseando que su hermano volviera aquí y se marcharan a Manzanares sin más dilaciones. Pero no: el tiempo parecía haber detenido su curso, y no había peor tortura que la de un cuerpo azotado por el frío. En verdad, Pepe Abascal no se reconocía a sí mismo: en el pasado siempre había sido hombre de muchos calores, a quien el mes de enero, con sus bajas temperaturas y sus frecuentes borrascas, se le antojaba un tímido anuncio de la primavera; una gabardina de entretiempo le bastaba entonces para afrontar todo el invierno. Y ahora ¿qué? El mismo verano le humillaba del modo más ignominioso. Oh, la enfermedad le iba ganando terreno. Ya estaba andando su último trayecto; no quedaban lejanos los días en los que de su cuerpo sólo permanecería la cal ósea. Todos estos meses había tratado de hacerse a la idea; pero ahora, que ya podía verle las orejas al lobo, notaba cómo su valentía se desmoronaba... Frío boreal en la ardiente Mancha veraniega.

Los faros de un coche alumbraron a sus espaldas. La luz fue mal recibida por parte de la superficie lagunar, que ni aun así cedió a desvelar tan sólo uno de sus misterios nocturnos. De inmediato, Pepe Abascal oyó a sus espaldas la voz de su hermano.

-He aquí la cena: dos montados de lomo con pimientos fritos, una botella de vino tinto, otra de gaseosa y otra de agua mineral sin gas, por si te apeteciera. Había mucho gentío en "Entrelagos" y se han demorado un poco en atenderme.

Pepe Abascal se sentía inusitadamente mal. No respiraba como debiera, tenía erizado el vello de los brazos. Notó que las fuerzas le traicionaban hasta para decir:

-No quiero cenar... Sólo quiero volver a casa al instante... No me encuentro lo que se dice bien...

-¡Cielo Santo! -exclamó alarmado su hermano, dejando caer al suelo la bolsa de las provisiones.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

lunes, 22 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (XIII): El agua de la Virgen


5. Durante las Cabañuelas

La llanura se había vestido con ropajes de desierto. Sólo las lozanas pámpanas de las vides y los olivos llenos de muestra daban un mentís a la desolación global, que pugnaba por apoderarse de todo el entorno. No era bonito pasear ahora por el campo. El parque hacía el oficio de un oasis, de un rincón de esparcimiento para las buenas gentes de Manzanares. La Feria del Campo llegó, y ni que decir tiene la animación que se vivía por esos rincones. Durante el tiempo que llevaba observando un estilo de vida austero, Pepe Abascal le había cogido alergia a las multitudes, de ahí que no se le viera caminar por las calles aquellos días festivos. Su salud acusaba un deterioro progresivo. Ya apenas si se movía del patio cubierto de casa de sus padres, apoltronado a todas horas en una tumbona de mimbre con abundantes cojines. Su rostro se había arrugado como una nuez todavía no madura en el árbol. Aún no se había cerrado la herida de su alma: la desesperación es una afección muy dolorosa para quien la padece, y si a eso se añade otra afección más grave todavía..., ¿para qué hablar?

Cierta tarde de aquel verano, días después del bullicio de la Feria del Campo, a la hora de la siesta, su madre entró en el patio y le vino al encuentro. En su mano llevaba un vaso, de agua al parecer. Él la miró de un modo que causó dolor a su corazón de madre. Ella le ofreció el vaso, y le dijo:

-Bebe.

Pepe Abascal lo tomó sin rechistar. Un agua agradable, sin olor, color ni sabor. Notaba cómo el fresco líquido descendía por su tracto digestivo hasta llegar al estómago, donde el frescor dio en multiplicarse de un modo extraordinario.

-Excelente -dijo mirando a su madre con agradecimiento.

-¿Te ha hecho bien, hijo mío? -le preguntó ésta, revelando interés.

-Mucho bien.

En las esquinas de los labios de la anciana afloró una sonrisa; Pepe Abascal se admiró de la misma.

-¿A qué no sabes de dónde procede este agua?

-No tengo la menor idea.

-Es agua milagrosa de la fuente de Lourdes. Me enteré que don Antonio (un sacerdote de Manzanares) iba a ir allí en peregrinación, y le pedí que me trajera nada menos que una garrafa de cinco litros... Ruego para que la Santa Madre de Dios obre en ti un milagro como tantos que ha obrado.

-Mamá..., lo mío no tiene remedio -dijo Pepe Abascal, con inconmensurable tristeza en su acento-. Dios ayudará a otros en estos percances; pero ayudarme a mí... no quiere.

-¡No digas sandeces!

-Bueno, me corrijo: me ha ayudado de otra forma... Pero no por ello va a alargar la carrera de mis días. Dentro de no mucho tiempo habremos de ir pensando en encargar el féretro.

Las lágrimas estallaron como una avenida primaveral en los ojos de la buena mujer.

-¿Te crees que es adecuado decirle esto a una madre? ¡Por Dios, ruégale a la Virgen, que se vio en la desgracia de ver morir a su Hijo en la Cruz! Don Antonio me ha dicho que no estaría de más que viajaras a Lourdes y te bañaras en una de las piscinas con agua de la fuente milagrosa. ¡Quién sabe, cuando tantas curaciones se han verificado!... Lourdes es un lugar predilecto de Dios.

-Pienso que los lugares predilectos de Dios son aquellos en los que se invoca su nombre.

Después de decir esto, Pepe Abascal se refugió en el silencio. Su madre lo contempló llorosa obra de un par de minutos; luego lo dejó solo en el patio. El sol del verano reverberaba con magnificencia en los vidrios de la claraboya del techo, desde donde trascendía un calor húmedo. Pepe Abascal, con su actual estado de salud, aguantaba muy mal las altas temperaturas. El sudor bañaba todo su cuerpo, y al enfriarse le provocaba terribles escalofríos. A cada rato que pasaba, menguaban sus esperanzas de seguir vivo. Ya barruntaba en lontananza el final de su camino, y cada vez le importaba menos alcanzar el mismo.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Balada otoñal


Aldea, en estos meses crepusculares te vuelves como balneario, y el silencio se convierte en tu música de fondo. El azul del cielo empieza a distanciarse y es recorrido por anchos cinturones de pájaros migratorios y estelas de aviones comerciales. El viejo metal de la campana del ayuntamiento es respondido por el reloj de la torre de la iglesia. En las horas centrales del día, con la fogarada del sol senil, se levanta el olor a mosto y a cepa en descomposición. Los árboles colorean sus hojas, y las tobas parecen el vello de tu tierra agotada.

El pueblo se refugia tras las ventanas, y las antenas se diría que zumban por una mayor dedicación en sus funciones. En los carasoles aún se verá alguna ancianita sentada junto a su puerta, dormitando con un párpado caído y el otro deslizante. El frío atenaza el acero de los veladores de la Plaza, y ya no se hacen de apetecer las cervezas estivales. Aún no ha pasado mucha tarde cuando el sol, extenuado tras sus inútiles empeños, muerde la raya del cielo.

Las yerbas del campo de fútbol crecen entre mechones amarillentos, y el verdor que antes tenían parecen cedérselo a las melancólicas aguas de la picina.

Las bandadas de cigüeñas forman ruedas en la cima del firmamento, y las nubes muestran rodales de azul paloma.

Si la noche se presenta levemente nubosa, el disco de la luna aparece rodeado de anillos de plata esfumada. Salen de ronda los amigos de bares. Al regreso, alguno con la vejiga presionada y la brasa del cigarro en la comisura, se aparta a un rincón solitario a mojar adoquines. El sonido del motor de un coche se pierde entre las calles distantes. Al remate de los montes de Poniente, se quiere adivinar el resplandor de Puertollano.

Amanece, pueblo de mi corazón. Haz por continuar vivo. Gentes de hoy y de ayer, haced que resurja de sus cenizas. Si mis riegos os sirven de algo, tomadlos en abundancia.

Pueblo otoñal, solar de la Castilla nocturna,¿qué has hecho de mi vida?

El jardinero de las nubes.

jueves, 18 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (XII): Comienza la cuesta abajo


De repente soltó un estornudo extraordinario, que lo dejó aturdido durante unos segundos. Estaba temiendo que cualquiera de esos días iba a contraer una de las horribles neumonías asociadas al VIH; tal circunstancia anunciaría el fin de sus paseos si rumbo por Manzanares. Sentía espanto ante la idea de tener que vivir sus últimos momentos postrado en cama. Entonces ocurrió que unas ganas inmensas de rezar lo sacudieron por dentro. Después de haber sido testigo de tantos prodigios, no era muy cabal de su parte que dudara de la existencia de Dios, o del "ente", así como él solía denominarle.

Fue a sentarse en un banco cercano, y allí murmuró a media voz la siguiente oración:

-Señor... Señor... Señor...

No entró en más detalles. Tenía la convicción de que no necesitaba explicarle sus anhelos a Dios para que Éste se enterase de cuáles eran.

Invirtió el resto de la mañana gozando de las delicias del parque. Algunos jubilados jugaban a la petanca, y de vez en cuando cuchicheaban entre sí, motivo a la inmediata presencia de Pepe Abascal. El verano se anunciaba por todas partes. Ojalá corriera el río Azuer como antaño; pero no: ahora lo habían condenado a un estiaje perpetuo. Pepe Abascal estaba sentado al respiro de la misma acacia que en el pasado fuera enclave de sus citas amorosas con una chica del lugar. Llevaba varios años sin pensar en ella, y le costaba una enormidad rescatar su nombre de los callejones de la memoria. Sólo se acordaba de que tenía una larga cabellera de color salvado de trigo, formando abundantes bucles por encima de sus hombros, unos despampanantes ojos azules y unos pechos que eran la envidia del lugar... Era en vano; no conseguía recordar su nombre de ninguna manera. Entonces optó por preguntarle a la acacia:

-Vieja amiga, ¿recuerdas aquella chica con la cual solía venir a este banco hará más de treinta y cinco años?

Y la acacia respondió:

-Yo también era joven entonces. Mi tronco era de delgado como uno de tus brazos. Mis ramas eran de frondosas como la cola de un pavo real. Tú mismo grabaste en mi corteza vuestros nombres rodeados por la figura de un corazón: "Pepe y Montse"... Aunque ya, después de tanto tiempo, esos caracteres se han vuelto ilegibles.

-Y dime, acacia: ¿sabes qué ha sido de ella?

-Un ama de casa ejemplar. Cuando sus hijos eran pequeños, acostumbraba a traerlos aquí. Después ha venido de muy allá para cuando. Se ha puesto muy lustrosa; nada en ella recuerda a esa jovencita de antaño.

-Todos desmejoramos con la edad.

-Menos los árboles -dijo la acacia-. Conforme transcurren los años, nuestra hermosura va en aumento.

El sol atizaba de lo lindo para cuando Pepe Abascal se alejó del parque y se internó en los campos. Llegó al sitio de una alberca, y, como estuviera agobiado de calor, en un abrir y cerrar de ojos se quitó sus ropas y se introdujo en el agua refrescante, que con los reflejos del sol no parecía sino una lámina verde empedrada de diamantes. Esto era otra cosa que solía hacer cuando mozo; era maravilloso reírse del verano dentro de una alberca. Ahora pensaba en la cabellera de Pilar reluciente de lluvia. O bien le asaltaba el pensamiento de verla corretear por una vereda virgen, con un vestido blanco nuboso, atravesando el corazón de una floresta encantada... Pilar ahora y siempre (aunque "siempre" sugiriera para él un intervalo temporal muy reducido).

-De haber tenido mi vida continuidad, hubiera elevado a Pilar a las más altas cumbres de la fama -decía extasiado-. Hubiera sido la inspiración de todos mis diseños. Hubiera sido... ¡la regeneración de mi vida!

El agua acariciaba su cuerpo con un frescor inusitado. Una calandria, que se había posado en el reborde de la alberca, le dijo:

-Sal de ahí. El sol se derrama a plomo y puedes coger una insolación.

-El sol no puede impactarme más de lo que me han impactado los ojos de Pilar -respondió él, la mirada dirigida a la palpitante superficie del agua.

-Sal de ahí -insistió la calandria-. Los tábanos te van a detectar, y no tardarán en cebarse en la blancura de tu piel.

-La picadura de un tábano no me puede escocer tanto como la picadura de Pilar en mi corazón.

Sin más añadir, la calandria levantó el vuelo. Se estaba pasando la hora de la comida. En casa de sus padres ya estarían echándole a faltar. Pero, así y todo, se estaba tan a gusto en el agua..., aun a riesgo de quemarse la piel por el sol ampliado por el medio acuoso. Un viento con aroma a rastrojo le dilató las aletas de la nariz... Su tierra lo amaba tanto como él a ella.

El calor de la siesta comenzaba a remitir para cuando volvió a casa de sus padres para comer y tomar su medicación. Todos le recibieron con visible inquietud, pero se guardaron de exigirle explicación alguna.

Aquella tarde estaba en la casa Paula, una de sus sobrinas adolescentes. No pudo reprimir plantearle la siguiente cuestión:

-Dime, hermosa, ¿no va a tu instituto una chica, como de dieciséis o diecisiete años, que atiende al nombre de Pilar?

-Conozco a varias -repuso Paula-. ¿No podrías ser más concreto?

-No sé sus apellidos... Pero... ¡Espera!... Enseguida me entero.

Esto diciendo, salió a la puerta de la calle. Vio a un gorrión posado en el tendido eléctrico, y, sin importarle que alguien de su especie pudiera estar escuchándole, le preguntó:

-Dime, amigo gorrión: ¿sabes cómo se apellida Pilar, esa chica que tanto alabáis?

-Durango Márquez -respondió el gorrión lacónicamente.

-Muchas gracias.

-No hay de qué.

Pepe Abascal regresó con presteza al lado de su sobrina, y le dijo:

-Se llama Pilar Durango Márquez.

-¡Ah, ya! La conozco. Una de tercero... Es un poco creída.

-¡Vaya!

-¿Y por qué te interesa?

Esta pregunta le pilló de improviso.

-Pues...

-¿Y cómo te has enterado tan rápidamente de sus apellidos? -prosiguió Paula su interrogatorio.

-Pues...

-¡Vale, tío, ya he captado el mensaje!... Allá tú si no me lo quieres decir.


CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

La balada de los últimos días (XI): En los sueños y en la realidad


Ese atardecer Pepe Abascal volvió a asomar la nariz por Madrid Moderno. Recitó para sus adentros un "Padrenuestro" (algo a lo que no estaba en exceso acostumbrado) mientras se acercaba a la fachada del lugar que imantaba su corazón. La boca del túnel le mostró su fresca calígine; todas sus ganas se cifraban en volver a atravesarla; pero sus pies le mantenían quieto en el sitio. Un escuadrón de golondrinas y vencejos danzaban describiendo revoluciones en el rosado cielo del atardecer. Pepe Abascal se afirmó contra una pared cercana. Había gente sentada al sereno, y se quedaba mirándole con ojos de extrañeza. Ojalá Pilar volviera a hacerse visible. Era de más apetencia, al entender de Pepe Abascal, la medicina del alma que la del cuerpo. En ese rato de ansiosa espera su mente no cesaba de desgranar "Padresnuestros".

Pilar había pasado por aquel lugar hacía no mucho rato; así lo expresaba un remoto aroma a agua de colonia que pervivía en el ambiente vespertino. Pepe Abascal inspiró con hondura ese vestigio de la presencia de la joven; y es que, de un tiempo a esa parte, su nariz se había acostumbrado a las fragancias suaves de la vida. A su entender, Pilar era una flor delicada, una azucena que se erguía orgullosamente al cielo de inicios del verano. ¿Qué estaría haciendo ella en este momento? ¿Tal vez cenando, tal vez preparando los exámenes de fin de curso?... Oh Pilar; tú representas todo lo más bello de la Mancha. Que los labios de la brisa nocturna te hagan llegar la invocación que sobre ti hace Pepe Abascal. Desde que supo de ti, ya no se acuerda de su enfermedad; preferiría vivir una hora así que mil años sin haberte conocido. Ya es la madrugada, y él no se ha movido de su puesto junto a la pared. No tiene casi otra cosa que hacer que aguardar a que tú emerjas del tenebroso fondo del túnel. Pero ahora eso no es factible: debes de estar reposando en ese lecho bendecido por tu contacto. ¡Qué envidia de tu almohada! Pepe Abascal intenta lo que hasta ahora no se ha atrevido a intentar: recorre el túnel con pasos de ciego, y por fin accede al patio que es como un santuario para él. Las plantas duermen arropadas con un halo de luna. Aquí el recuerdo de Pilar se agudiza más todavía. Pepe Abascal deja caer de nuevo su trasero sobre el escabel de la víspera. Piensa que permanecerá aquí en tanto que sea de noche. Luego, cuando el crepúsculo matutino tiña de rubores de cinabrio el horizonte, se irá por pies del lugar y esperará la tan ansiada aparición de Pilar en su primer puesto de vigilancia. Las plantas exhalan efluvios malsanos que lo aturden un tanto; por el día son fuente de salud, mas por la noche supuran ponzoñas. Esto no le preocupa en absoluto a Pepe Abascal: ¿qué importancia puede tener un poco más de ponzoña en su organismo? Un torpor inoportuno comienza a hacer pesados sus párpados. Se va adormeciendo lentamente. Y en una esquina de su sueño acierta a distinguir el rostro de Pilar, nebuloso, incitándole a sucumbir al delicioso torpor... Pronto desaparece de su vista el patinillo bañado por la luz de la luna.

¡Por qué hay sueños que se inician con tan buenos auspicios y después, al cabo de las horas, no se conserva memoria de ellos? Así y todo, a Pepe Abascal no le importó no acordarse de la naturaleza de su sueño..., porque una mano lo llamó a la consciencia, y he aquí que esta mano era de hermosa como una prímula de los prados helvéticos. La luz matinal hirió a lo primero los ojos de Pepe Abascal; mas cuando sus pupilas se adaptaron, vio el rostro de Pilar nimbado de aureolas doradas, casi como en su sueño.

-¿Qué haces aquí? ¿Me quieres poner en un compromiso?

Pepe Abascal tragó saliva, y le supo amarga.

-Debes perdonarme -dijo con un hilo de voz-. No pensaba estar aquí hasta ahora.

Pilar torció el gesto.

-Empiezas a serme verdaderamente incómodo.

Pepe Abascal inclinó el rostro hacia ella.

-No era mi intención serte desagradable. Tus deseos son los míos: si no quieres volverme a ver, te aseguro que tus ojos jamás volverán a tropezarse con mi horrible fisonomía.

-No hace falta llegar a tanto. Simplemente, no me agobies.

Y en diciendo esto, Pilar se abocó hacia el túnel. Le costó un instante a Pepe Abascal cerciorarse de su nueva soledad. Luego musitó:

-No debería haberla conocido. Ahora sólo la muerte podría aliviarme tanta inquietud como experimento por dentro.

-Aprende a vivir con la felicidad -le contestaron, todas a un tiempo, las plantas de los tiestos.

Esa mañana regresó a la alberca de la víspera. Hacía mucho calor pero no se bañó: tan sólo se limitó a contemplar los insectos zancudos que se desplazaban sobre el agua. No había nada que hacer ni nada que pensar. Refugiarse dentro de sí mismo sólo le reportaba angustia. ¿Dónde hallaría reposo un cadáver andante? La vida carece de sentido si lo único para lo que se vive es para sufrir.

«Ya está bien -pensó Pepe Abascal-. ¿Cuándo tendrá todo esto un término? ».

Poco antes creía que iba a despuntar el sol tras su tenebroso horizonte.... Y no: todo había quedado en un simple astro fugaz.

En un momento dado atrapó una cochinilla en el reborde de la alberca. La mantuvo presa entre sus dedos índice y pulgar. El insecto se debatía inútilmente, tratando de hacerse una bola. Pepe Abascal lo miraba con indolencia, durante un rato inconscientemente prolongado. Luego sus ojos se tornaron opacos, y sus dedos captores fueron al mutuo encuentro. Sonó un leve chasquido, y la cochinilla, aplastada, dejó de articular sus numerosas patas.

Pepe Abascal creyó que se le calmaba un tanto la angustia que venía padeciendo toda esa mañana.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.


miércoles, 17 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (X): Frente a ella


Mucho antes de que amaneciera, ya estaba levantado de la cama. Se tomó con cierta repugnancia el café con bizcochos de su desayuno, y luego salió afuera, en medio del corazón de la alborada. Delicioso el aroma a heno segado que gravitaba en la silente atmósfera de Manzanares. Las farolas perdían vigor en sus parpadeos conforme el azul celeste se sacudía el sueño. Ya había gente transitando las calles, y cruzaban somnolientos saludos con Pepe Abascal, que por una vez no se mostraba refractario a los mismos. Los pájaros y los gallos de los huertos cercanos emitían sus propios saludos a la mañana que sonreía en el cielo. Un aluvión de oro solar se hizo visible en los llanos orientales. El campo se desprendía de su camisón nocturno. En Madrid Moderno empezaban a alzarse las persianas, y las voces desprendidas de los receptores de radio buscaban su lugar entre los sonidos matutinos... ¡Oh, belleza del renacimiento diario!

Fue necesario que las campanas de una iglesia cercana dieran las ocho de la mañana para ver salir de su nido al dulce pájaro de juventud. Nada más percibirla, Pepe Abascal corrió a ocultarse tras el tronco de un aligustre, si bien procurando no privar a sus ojos de tan bella imagen.

-Es linda, ¿verdad? -le susurró al oído una hojita del árbol.

-Ahora no puedo hablar; podría descubrirme -objetó Pepe Abascal en voz baja-. A propósito, ¿sabéis su nombre? -añadió de inmediato, invalidando su anterior objeción.

-Se llama Pilar -respondieron a coro todas las hojas del aligustre.

-Pilar -balbuceó Pepe Abascal, con la mirada puesta en el cielo.

-¿Por qué pronuncias mi nombre?

Esta pregunta, formulada por una voz de contralto, lo regresó a la realidad. Delante suyo estaba la mencionada Pilar, con su carpeta de estudiante en el hueco del brazo. El corazón de Pepe Abascal vaciló como los pétalos de una amapola ante la impronta del viento solano... Que cantaran dulcemente los pájaros manchegos, que el sol prestara toda su luz, que las flores derramaran sus cuantiosos ungüentos... Enfrente suyo estaba el resto de su vida.

-Eres el famoso Pepe Abascal -dijo Pilar, aproximándose un par de pasos.

Él se llevó ambas manos al corazón; le parecía que éste se le iba a escapar de la caja torácica. Sus labios se esforzaban por alumbrar palabras, que no sonaban como tales.

-¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? -se interesó Pilar, mirándole con gran fijeza.

Finalmente, su lengua adquirió la suficiente agilidad para decir:

-En toda mi vida... Sí..., en toda mi vida me he sentido tan bien como ahora.

Un rubor remoto afloró en las mejillas de Pilar, quien inmediatamente preguntó:

-¿Por qué ayer fuiste al patio de mi casa?

-"Que es particular, y cuando llueve se moja como los demás...".

El rostro de la joven se revistió de gravedad repentinamente.

-¿Acaso pretendes reírte de mí?

Pepe Abascal meneó la cabeza en tanto que apoyaba sus curvadas espaldas en el tronco del aligustre. Después dijo:

-Ha sido una salida mía para evitar dar respuesta a tu anterior pregunta... En modo alguno pretendía ofenderte.

-Entonces responde a mi "anterior pregunta". Únicamente así no pensaré mal de ti.

-No pienses que es tan fácil.

-¡Vamos!... Todo un hombre como tú.

-¡Es lo peor que se puede ser! -afirmó categóricamente.

-¡Respóndeme ya, he dicho!

Ante el tono imperativo que Pilar había empleado, Pepe Abascal se vio en la precisión de improvisar una respuesta. Primero se aclaró la garganta, y luego dijo:

-Tenía que estar allí... Tenía que estar cerca de donde habitas.

-¿Es ésa la razón? -preguntó la joven, parpadeando de continuo; sus largas pestañas se movían cadenciosamente.

-Si antes te hubiera visto, más poderosa sería ahora esa razón -contestó Pepe Abascal, abatiendo al suelo su mirada. Se notaba presa de los nervios; le era prácticamente imposible controlar el inoportuno temblor de sus miembros.

-¿Te encuentras mal? -preguntó Pilar con tono compasivo.

Pepe Abascal volvió a mirarla.

-Teniéndote en mi proximidad, no puedo encontrarme mal de ninguna manera -repuso con certidumbre.

-Tú no me conoces.

-Hace algún tiempo que sé muchas cosas de ti. Pero es mejor que no indagues cómo he llegado a saberlas.

-Yo también sé una cosa de ti -aventuró Pilar, para al momento arrepentirse de haber pronunciado esta frase.

-Ya me lo imagino -observó Pepe Abascal-. Las malas noticias corren a la velocidad del pensamiento... y más en un pueblo tan averiguador como éste.

-No culpes al pueblo... Culpa más bien a las revistas del corazón.

-Sí, lo mismo de siempre: los buitres se arrojan sobre cualquier resto de carroña... En fin, ¿qué me puede importar ahora? Dentro de un tiempo ya no podré enterarme de nada.

-Dentro de un tiempo te enterarás absolutamente de todo -le corrigió Pilar.

-Yo no centro mis esperanzas en tal cosa. Sólo por medio de tu imagen puedo reconciliarme con la vida. ¡Que viva la madre que te parió!, con todos mis respetos para ella, a despecho de mi soez exclamación.

-Si yo puedo procurarte esperanza, ¡adelante! Pero no pienses que por eso me voy a enamorar de ti.

-Tal cosa sería una aberración, como intentar juntar una flor y un cardo. Yo te adoraré a distancia, aun teniendo de antemano perdida la esperanza de que me puedas corresponder. El mejor favor que me puedes hacer, es siendo feliz con tu condición de jovencita. Pásatelo bien con tu pandilla, y, si se tercia, enamórate de un chico guapo... Sólo sabiendo que haces estas cosas, mi último aliento no será amargo.

-Se me hace tarde para ir al instituto -le interrumpió ella.

-Vete. Ruego al ente que me quiera escuchar, que tu camino y el mío vuelvan a coincidir -concluyó Pepe Abascal.

Pilar se fue al extremo de nitidez de la mirada de Pepe Abascal. Su aroma de juventud fue lo único que le quedó a éste último.

-Me gustaría tener su edad -dijo en sentido a las hojas de aligustre, las cuales le respondieron:

-¿Para qué querrías tener su edad?

-Para poder ir también al instituto.


CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

martes, 16 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (IX): Adonde lo condujo la brisa de mayo


4. El rincón de Madrid Moderno

La brisa de mayo lo condujo allá. Le había dicho que allá se encaminaba para repartir sus embriagadoras fragancias en un recinto poblado de macetas floridas, que constituía el patio de la casa donde vivía la alegría de la primavera. Pepe Abascal estaba intrigado a más no poder. Llevaba varios meses oyendo hablar de esa presencia, y consideraba que ya era llegado el momento de echarle el ojo encima. En esta disposición, siguiendo la ruta de la muelle brisa de mayo, alcanzó el barrio de Manzanares conocido como "Madrid Moderno". Muchas de las casas que allí se veían, no tenían más de treinta años de antigüedad. Se notaba un particular esplendor en aquellas calles, que tenían cercana la vía férrea. Al final de una calle bordeada de alisos, la brisa de mayo encontró su moridero. Era un simple muro de hormigón dado de estuco, con una abertura sombría practicada en el centro. Penetrando en esta abertura, se accedía a un túnel que finalizaba en el patio del que con tanto entusiasmo le había hablado la brisa de mayo. Aquél era un rincón de rosas, pericones, claveles, azafrán, geranios, azaleas, lilas, alegrías y enebros. El suelo estaba embaldosado con elegantes terrazos en relieve, y los zócalos eran de azulejo, semejando en los alegres colores a los de los patios andaluces; zócalos rematados con una bella cenefa en forma de espirales geométricas. Del lado nórdico partía una elegante balaustrada de roble hasta una solana, en cuya pared se distribuían tres puertas cerradas, que a no dudar daban acceso a viviendas particulares. Había en el patio un escabel de madera, en el que fue a sentarse Pepe Abascal. La brisa de mayo conmovía las plantas, y se había arremolinado en el centro del patio, en espera de que por una de las puertas de la solana surgiera la presencia que todos estaban aguardando.

En ese momento se oyó cómo se abría una de esas puertas, más en concreto la del centro. Pepe Abascal y la brisa de mayo se quedaron expectantes. La luz del sol de la tarde le prestó todo su brillo. Su faz aparecía tan rutilante, que Pepe Abascal hubo de cerrar los ojos, incapaz de resistirse a tanto encanto. Aun con los párpados comprimidos, se percataba de que ella le miraba con asombro inmedible. Tal sensación era demasiado violenta como para que su cuerpo valetudinario pudiera tolerarla sin perjuicio, y una inoportuna náusea se le fue a formar en el fondo del estómago, adquirió gran magnitud y por último se resolvió en un vómito de sangre. Más penoso que esto fue el sentimiento de vergüenza que a continuación le removió por dentro. Se puso dificultosamente en pie, y, dando cabeceos, se escapó del patio, internándose de nuevo en las sombras del túnel... En lo tocante a la brisa de mayo, se quedó en el patio rindiendo honores a tan angelical aparición.

Esa noche sus sueños giraron en torno a un mismo asunto. Era evidente que a cuenta de un solo golpe de vista su subconsciente se había formado un retrato bastante fiel de ella: cabellera a media melena, del color de la arcilla empapada por la lluvia, dividida simétricamente por una raya en zigzag; frente ahumada por el sol de primavera (aunque su piel, tenuemente pecosa, no fuese de lucir bronceados); cejas oscuras, gratamente arqueadas; orejas diminutas, hermosas como conchas marinas; ojos de esmeralda, salientes, con un incierto matiz dorado y de una mirada sin límites; nariz de aletas algo ampulosas, mas no por ello exenta de encanto; leves labios de joven manchega, bellísimos, sin el realce artificial del carmín; cara ovalada, con curvas suaves y al remate una barbilla de todas veras adorable; cuello escuálido y uniforme, sin arrugas que lo circunden; busto firme y en pleno desarrollo; caderas estrechas pero con curvas también suaves, y extremidades sin grasa superflua, cuyos movimientos recaban todo género de admiradores. Cuerpo que no ha llegado a la segunda década de la vida, flor de abril que está a punto de entrar en mayo. Una gema engendrada en las asperezas manchegas, a punto para colmar de una dicha sin esperanzas de continuación la última etapa de la vida de Pepe Abascal. Allá, en las brumas de la vigilia, aparece ella como marcada a fuego en la mente de un hombre maduro, que por la intercesión de aquélla otorga todo el potencial de su corazón a la región que ha podido concebir tal milagro de vida y juventud... Pero no, Pepe Abascal: tú que espantas a los mismos espejos, no puedes aspirar a tener un lugar en esa verde pradera. Con esos ojos sanguinolentos, con esa barba en rastrojo, con ese caminar tambaleante..., ¿adónde esperas ir? Tú has sido obrero de la imagen, y sabes que no hay piedad para todo lo que no luce. Ni siquiera el color del dinero puede suavizar los juicios a la imagen. En el reino de la desolación, por donde tú ahora te desenvuelves, no hay lugar para aquello que sólo en el cielo puede encontrar digno acomodo. Oh Pepe Abascal, ¿a qué viene el sudor de tu frente, el brillo febril de ésos tus ojos arañando la oscuridad? ¿Podrás por tu solo deseo materializar la imagen que te inflama por dentro?...

En la vida no había sido necesario avanzar tanto para al final descubrir que la apoteosis que siempre esperó alcanzar, estaba dentro de los límites de su vieja patria. Ahora comenzaba la verdadera prueba. ¿Cómo lograr que esos ojos, que le habían visto vomitar sangre, le miraran con enardecimiento? No..., sólo podía aspirar a vivir sus últimas horas congratulándose en tan angelical figura. La seguiría secretamente a todos sitios, sin que ella pudiera apercibirse de esta acción. Montaría guardia frente al rincón de Madrid Moderno, y se ocultaría tras los árboles; sólo para mirarla sin que ella pudiera corresponderle.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

lunes, 15 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (VIII): Prosiguen las anotaciones


LA GORRIONA DE LAS ALAS ESCARCHADAS: ¡Brrr! Ojalá me hubiera unido a las veloces golondrinas en su migración anual. Ahora estaría calentita sobrevolando el Nilo, contemplando a los hipopótamos cubiertos de barro y a los cocodrilos resplandeciendo al sol... Pero no: preferí hartarme de migas de pan, y los crueles brazos del invierno me rodearon sin que apenas me diera cuenta. Las madrugadas me cubren con su fría ceniza de escarcha, y estoy harta de saltar y batir las alas para entrar en calor. Afortunado eres tú con esas ropas de abrigo. No te tienes que preocupar más que de tu propio placer... Sólo siento que por mis venas circula la savia primaveral cuando la veo pasar camino del instituto, embozada con su bufanda de color malva. ¿Qué? ¿Te sientes ansioso de conocerla? Has de contenerte. Sólo Dios puede procurar tal encuentro. A propósito, ¿me dejarás cobijarme al calorcillo de tu habitación? ¡Brrr!...

EL BEBÉ BEBECÍN, CHIQUITÍN Y GUARRÍN (todas las tardes su abuelito lo saca de paseo al parque para que le dé el aire): ¡Buaaa, buaaa! (no tiene otro lenguaje).

LA BELLÍSIMA Y RADIANTE FLOR DE ALBÉRCHIGO (en un huerto de las inmediaciones): He nacido bajo el hálito de la brisa empapada de sol y agradables aromas, brisa que anuncia la primavera como una esperanza de pronta realidad. Mis primas, las rosadas flores de almendro silvestre, se desperezan a la par que yo. En el cielo hay impactos de sol, y las nubes se tornan más perezosas y livianas. ¿Verdad que soy bella como un lirio de los valles, como una azucena del parque o como un tulipán de Holanda? Mira esta abeja que viene a flirtear conmigo. ¡Chist, vil insecto! Sal de aquí cortando el aire, que no te he de dar ninguno de mis tesoros... Tú sí, humano que me estás escuchando; tu presencia sí que me resulta grata... La admirarás lo mismo que me admiras a mí. En la Naturaleza las noticias corren veloces como el rayo. Algún día, no muy lejano, una mano blanca irá adonde tu tumba, y allí depositará flores tan bonitas, fragantes y presumidas como yo...

LA MARIPOSA AZUL QUE VINO VOLANDO DEL LUEÑE GUADALMEZ: Menos mal que los vientos me han conducido aquí, si no habría caído exhausta por tan largo viaje. He ido evitando las nubes de chubasco, y aquí me tienes: toda dispuesta para tus ojos. Consuélate: la vida también es breve para mí y no la paso lamentándome. ¡Oh Pepe! Hace poco que estoy en Manzanares, pero ya he tenido la dicha de verla. Sus ojos me recuerdan los atardeceres profundos de Guadalmez, incandescentes con cintas de oro rojo y bañados en una tibia bruma azul que lentamente se va mudando a tonalidades más nocturnas. Los grillos y los ruiseñores forzosamente han de ofrecerle a su paso un trasfondo de deliciosa música cuando las noches caniculares animen el ambiente de Manzanares. Yo no moriré sin que antes sus ojos me hayan admirado una vez más...

EL CHOTILLO A LA ORILLA DE UN ARROYUELO ESTACIONAL DE LOS CAMPOS DE MANZANARES: ¡Beee, beee! ¿Me vas a hacer daño. No, ¿verdad? Eres un humano de aspecto triste. No tienes la hermosura de la que ayer vi venir por aquí. No tenía esas espinas marrones que a ti te crecen por todo el rostro. Era tan bonita como una amapola en el trigal; linda como no te la sé describir. Quiero verla otra vez, y, por lo que puedo apreciar, tú quieres verla por vez primera. ¡Beee, beee!...

EL MISMO ARROYUELO: Parece que se está volviendo costumbre que los humanos vengáis a mirar vuestro reflejo en mi inquieto espejo. Guardo el recuerdo de un reflejo angelical, que en los últimos días me hizo estremecer de gozo. Brillaba el sol cuando vino a mirarse en mí. Hoy las nubes empañecen el azul del cielo, y tu reflejo no es tan lúcido como el que le ofrecí a ese rostro de juventud. Rosa de atardecer el de sus labios; oro antiguo el de sus cabellos; nácar fino el de la piel de su rostro... ¡Oh, no pude quedarme con el color de su mirada, así de de brillante como era! Es reconfortante saber que en esta tierra torturada por el arado aún pueden concebirse semejantes maravillas...

LA SIMPLE HORMIGUITA DEL PARQUE: Da miedo que venga la primavera a este parque. Nosotras salimos del cálido interior de la tierra después de haber agotado nuestras provisiones de invierno, y los ancianos y los niños díscolos bullen por el parque. Cuando la sombra gigante de un niño me encubre la faz del sol, me apresto a ocultarme entre la fina hierba. Sé que frecuentemente los niños se entretienen mortificándonos: nos hacen combatir unas con otras, nos ahogan en los charcos de agua de riego, y, en el peor de los casos, nos arrancan las patas y las antenas estando aún vivas. Por eso me sentí admirada cuando esa dulce presencia humana me dejó estar. Yo caminaba por el sendero cubierto de arena del río, y no tenía donde ocultarme. Sentía esos bellos ojos verdes clavados en mí, y el miedo me empezó a dominar. Pero nada funesto sucedió. Entonces volví sobre mis pasos y rondé su adorable cercanía; me atreví hasta a ponerme en la punta de su zapatilla. ¡Qué rato más agradable me procuró! Tú tampoco te muestras cruel conmigo, pero no tiene ni punto de comparación la felicidad que sentí entonces...

EL GATO MAULERO DE LOS TEJADOS DE BARDAS: ¡Miaooo! Tengo la suerte de moverme sobre el tejado que hay frente a su ventana. Allí veo luz en las primeras horas de la noche. Ella aparece sentada frente a una mesa repleta de libros y rimeros de papel. Pasa mucho rato con la cabeza encorvada, tal que me pregunto cómo no acabará con dolor de cuello. Pero entonces deja por un momento su labor y me enfoca con su mirada. Me hace una seña con su mano, lo que provoca tal felicidad en mí, que me lamo la patita para arrancarle una risa de ternura. Es una felicidad poder verla cada noche, aun cuando no hay mayor tristeza para mí que ver apagarse la luz de su habitación. ¡Miaooo!...

EL PERRO PACHÓN Y VAGABUNDO: ¡Guau! Cuando recibes mal por bien; cuando el temor que se te levanta ante la presencia de un animal de dos patas como tú es imposible de dominar; cuando para subsistir has de hozar entre las basuras; cuando no cuentas con sitio fijo donde dormir y el frío es mal compañero tuyo... ¡Oh, qué bendición que exista un animal de dos patas así! Alguna que otra vez he calmado el hambre por intervención suya... Ya sé a quién he de adorar... ¿Lo sabes tú acaso? ¡Guau!...

LA FUENTE RIENTE DEL PARQUE: Si deseas conocer lo hermoso de la vida, arrímate a mí en las ardientes tardes de estío. Yo he sido inspiración de poetas. Quien me ve se sonríe, pues sabido es que nada malo se ha de esperar de mí... Nunca mi chorro salió con más alegría como cuando la vi que se me acercaba para calmar su sed. Mis labios de agua besaron los suyos de roja pasión... ¿Cuándo vendrá a besarme otra vez?...

Para cuando las acacias del parque lucieron con orgullo sus tupidas melenas primaverales, la gente no se hacía buenas lenguas de los inexplicables actos de Pepe Abascal. Le veían mover los labios y articular los brazos como si conversara con alguien, cuando en realidad no tenía a nadie en derredor suyo para poder hacerlo. Andaba como un autómata por las calles de la población, rehusando de un modo inconsciente el contacto con sus semejantes. A cada día que pasaba, sus ojos se iban vitrificando paulatinamente, siendo tal cosa señal del progresivo resentimiento de su salud. La sangre empurpuraba menos que antes sus angulosas facciones, y su paso se tornaba ostensiblemente más tardo y trepidante que desde su llegada el otoño pasado... Pepe Abascal enfilaba poco a poco las sendas que desembocarían en su abismo particular, y, mientras tanto, se sentía penetrado por la esperanza que la Naturaleza había inculcado en su ánimo.

¿Dónde hallaría la musa artífice de tantos hermosos mensajes como sus oídos habían acariciado?

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Mi maestro


Ahora que los niños han comenzado la escuela, me acude al corazón el recuerdo de Félix, el mejor maestro que jamás he tenido en la enseñanza oficial.

Yo aún no cumplía los ocho años cuando le vi cruzar la puerta de mi aula, con una sonrisa a flor de labios. Félix sin más, sin don din dan. Debajo del brazo portaba "Corazón", el maravilloso libro de Edmundo de Amicis.

Lo primero que nos enseñó fue a decir "Supercalifrasquilisticoespelialioso", como en la película "Mary Popins". Y nos dijo que al día siguiente no trajésemos ni libros ni cuadernos, pues era su deseo enseñarnos a desarrollar algo que valía más que toda el álgebra o la geografía juntas: la imaginación. Nos enseñaba canciones, nos leía capítulos enteros de "Corazón", nos hacía escenificar cuentos, nos contaba las cosas del mundo de un modo atractivo y emocionante, nos animaba a comunicar nuestros pensamientos, nos hacía trucos de magia, invertía tiempo con nosotros después de las clases, nos quería y eso lo notábamos. Durante el tiempo que fue nuestro maestro, ninguno de nosotros supo lo que era la infelicidad. Las horas se nos hacían muy cortas entre sueños, historias y salidas al patio en aquellos deliciosos y dorados días de otoño. Félix nos hizo sentirnos vivos y orgullosos de acudir a la escuela.

No llevábamos deberes para casa y nuestros padres empezaron a dar la voz de alarma. El director hizo indagaciones y descubrió que Félix se estaba saliendo de lo estrictamente planeado. Decidió, en consecuencia, prescindir de sus servicios.

Cierto día de diciembre, Félix vino a clase disimulando su tristeza, diciéndonos que se iba; que su papá estaba muy malito y tenía que cuidarle; que volvería a darnos clase cuando fuéramos más mayores. Entonces el clamor se elevó unánime entre nosotros; no queríamos que se fuera; llorábamos y le rogábamos. Como no podía hacerse oír, tomó la tiza y escribió en el encerado: "Félix volverá con vosotros dentro de seis años". Acto seguido abandonó el aula, cubriéndose el rostro con su libro "Corazón", del que tanto nos había leído en aquel trimestre mágico.

Félix se fue, vino otro maestro infinitamente peor que él y yo perdí para los restos mi fe en el sistema educativo. Incluso nosotros, que éramos como hermanos mientras Félix nos guiaba, empezamos a conocer los sentimientos que la educación oficial trae aparejados al fin y a la postre: la discordia, la competitividad, la insolidaridad y el contento por ver cómo los demás muerden el polvo.

Toda mi vida he echado de menos a Félix. Nunca le volví a ver y en la escuela su recuerdo se acalló tras una cortina de humo. Pero él me enseñó que las cosas se pueden ver con otros ojos, que los libros son como cuernos de la abundancia de los cuales podemos servirnos a nuestro antojo, que en la imaginación reside la fuerza creativa de la especie humana, que todo lo podemos aprender si nos lo proponemos, que el amor es fácil de dar y se recibe mucho a cambio...

Félix, tres meses duró tu magisterio, pero sus ecos se han extendido a lo largo de mi vida.

Pintura: "El maestro de escuela" de René Magritte.

El jardinero de las nubes.


viernes, 12 de septiembre de 2008

El sueño de los navegantes


Ninguno de los niños del pueblo quería jugar con ellos. El mar quedaba muy lejos, a cientos de kilómetros, y las montañas parecían el escudo del horizonte. Juan y Pedro se llamaban los niños despreciados. Entre ellos mismos se hicieron buenos amigos; iban solos a todos sitios.

Llegaron a cumplir diez años, y compartieron el sueño de navegar algún día por el mar. Pero sus familias no tenían dinero para llevarles allí.

-Si nosotros no podemos ir al mar -dijo Juan-, y lo deseamos mucho, muchísimo, alguna vez el mar vendrá a visitarnos.

-¿Y podremos navegar por él? -preguntó Pedro.

-¡Claro que sí! Para ello construiremos el barco más bonito que se haya visto nunca... Lo construiremos tú y yo.

-Nos llevará mucho tiempo -suspiró Pedro.

-¿Y qué más da? Tiempo no nos va a faltar, porque no tenemos amigos ni nadie quiere jugar con nosotros.

Tomaron la decisión, y se pusieron a la tarea. Consultaron libros, acopiaron algunos materiales y se fueron a un descampado del pueblo para empezar a construir la embarcación. No fue sencillo. Sufrieron mucho para encajar las cuadernas en la quilla. Les llovió encima y el sol del verano les abrasó de lo lindo. Estaban solos, y en el pueblo les consideraron locos del todo.

Ester, la niña más bonita de la escuela, acudió un día a ver sus trabajos, y les preguntó:

-¿Para que estáis construyendo un barco?

-Para navegar con él -respondieron ellos al unísono.

-¡Es ridículo! -replicó Ester-. El mar está muy lejos.

Ellos siguieron trabajando sin inmutarse.

Pasaron muchos años, y las cosas no cambiaron en el pueblo; seguían despreciando a Juan y a Pedro. El barco crecía en envergadura, muy lentamente. Como no eran ricos, tenían que trabajar para procurarse el sustento. Pero siempre que podían seguían con la obra del barco.

Ester iba a visitarles de cuando en cuando. Se había hecho maestra, y un día trajo a sus niños de la escuela. Les cautivó la obra que estaban haciendo los dos amigos solitarios, y presas de un gran entusiasmo se lo contaron a sus respectivos padres. Se levantó el escándalo en el pueblo, y se habló de meter a los dos amigos en un manicomio. Empezaron a acosarles como nunca antes lo habían hecho. Sólo los niños les daban ánimos y les prestaban ayuda, trayéndoles muy frecuentemente materiales para construir el barco.

El ayuntamiento les quiso obligar a interrumpir la obra, aduciendo que el descampado no era de su propiedad. Entonces invirtieron todos sus ahorros para comprar el terreno, y Ester les ayudó con su propio dinero.

Los años pasaron, y apareció la escarcha en las barbas de Juan y Pedro. Ya estaban las amuras acabadas, y el palo trinquete, el mayor y el de mesana se recortaban en el cielo con la esbeltez de sus vergas.

¡Oh, los cielos! Los cielos enfermaron, y empezó a hacer mucho calor. Se derritió la nieve de las montañas, y en lugares muy distantes desaparecieron los glaciares. El aire era muy pesado de respirar. Angustiosos vapores cubrían la bóveda del cielo. El mar aumentó de nivel, y un día sus aguas traspasaron las montañas que eran como un escudo para el horizonte... El pueblo estaba condenado.

Ester avisó urgentemente a todos los habitantes del lugar para que subieran a bordo del barco de Juan y Pedro. El barco más hermoso de todos los que han surcado las aguas.

Los habitantes se salvaron. El barco se elevó sobre las espumas de las olas y puso proa al horizonte. Fuertes vientos inflaron las velas y restauraron el azul del cielo. Juan y Pedro habían leído muchos libros de navegación y sabían gobernar la nave.

Con el fragor de la desgracia, nadie fue capaz de darles las gracias. Pero ellos estaban como obnubilados. ¡Su barco, el sueño de todos sus mejores años, navegaba!

-¿Te das cuenta, Pedro? ¡El mar ha venido a nosotros!

-Mereció la pena... ¡Hurra, nuestro barco navega!

Ester subió al castillo de proa, donde ellos estaban. No les dijo una palabra. Les cogió de la mano a un mismo tiempo. Ya no eran manos ágiles; estaban sembradas de manchas de senectud y las venas eran duras como sarmientos.

-Mis amigos -dijo Ester-. Nuestros salvadores.

Los tres amigos, cogidos de la mano, contemplaron la puesta de sol... Sus labios callaban, sus corazones cantaban.

El jardinero de las nubes.

La balada de los últimos días (VII): Las anotaciones de Pepe Abascal acerca del nuevo prodigio


3. Revelación de una nueva sinfonía

A la mañana siguiente, el barro de las lluvias se había secado formando caballones en los terrosos caminos. En el ambiente otoñal aún pervivía el suave aroma a humedad. Los gorriones hacían sonar sus dulces gorjeos, y, arrullado por los mismos, Pepe Abascal abrió los ojos en su mullida cama de colchón de lana. Había dormido maravillosamente bien, y sentía sus fuerzas totalmente renovadas. Se desayunó con buen apetito, y, mientras lo hacía, departía con sus padres acerca de asuntos de la mayor trivialidad; veía preferible que al hablar dejaran aparte cualquier alusión de carácter dramático por la estabilidad emocional de todos ellos. Después, al dar las once de la mañana, Pepe Abascal se dispuso a pasear nuevamente por Manzanares.

Fue a partir de ese momento que se apercibió de que el gallinito Páez no se había valido de mentiras delante suyo. Empezó a escuchar las miles de voces de la Naturaleza, multitud de lenguas que ahora aparecían inteligibles a sus oídos. El asombro no le abandonó las primeras veces, pero con el transcurso del tiempo tal asombro cedió su lugar a una indefinible sensación placentera. Entonces se enteró que los componentes de la Naturaleza sabían quién era él, y asimismo adivinó que fraguaban un designio concreto con respecto a su inmediato futuro... Después de aquella primera vez, Pepe Abascal salía de paseo con un pequeño cuaderno, y en él iba apuntando los hermosos mensajes que eran regalados a sus oídos.

He aquí algunas de las notas que más tarde pudimos rescatar, las cuales abarcan desde aquel otoño hasta la siguiente primavera:

LA ROSA "QUEEN ELIZABETH" (en uno de los arriates del parque): Ven a mi vera, amigo, y admira el rosa esfumado en blanco de mi corona. Antes de que ella se me acercara, con los libros del instituto bajo el brazo, yo no impartía perfume. Pero esa bella nariz lo merecía, y la fragancia que tú ahora aspiras con deleite es la misma que le ofrecí a ella. Olor más grato que el del clavel y el de la lavanda. ¡Qué traje más bello hubieras diseñado en el pasado inspirándote en mis colores! Busca el último consuelo de tu vida. Se encuentra a dos tiros de piedra de ti...

EL TIERNO RUBOR DE LA NUBE VESPERTINA: Ahora que el viento me ha dejado estática, te diré que vistes elegantemente y que esa calva bruñida y esa barba apenas crecida te dan una apariencia distinguida. Me encanta tu pantalón de cuero negro, tu jersey negro y tu gabardina gris tirando a negro. Te vistes con los colores de las noches de otoño. ¡Qué bien te sientan!... Sus ojos te han de hechizar el día que te la encuentres al doblar alguna esquina de Manzanares; seguro que entonces lanzarás el grito de tus ilusiones a nuestro hogar, y nosotras te dibujaremos contra el azul del cielo el esbozo de un corazón cargado de amor... Mi hermana, la nube gris, se pirra por humedecerte tu calva reluciente...

LA COTORRA QUE FLORA FARGANDÁN DESPIDIÓ DE SU CASA EL DÍA QUE SUPO QUE SUS HIJOS LA IBAN A LLEVAR A UNA RESIDENCIA DE ANCIANOS: ¡Roooac! Hace meses que no le hinco el diente a las sabrosas pipas de girasol. Mi dulce ancianita me alimentaba con inquebrantable cariño, y así de rolliza me puse. Era acogedora mi jaula, resguardada del fuerte sol y del viento del norte. No me gusta la libertad de que ahora dispongo. He estado tantos años tras las rejas, que no me amoldo a otra forma de vida. Ojalá supiera adónde llevaron a mi vieja ama: volaría a su encuentro sin vacilar. En fin, ave soy, y como tal Dios me sustentará. En cuanto a ti, haz por ver a de quien tanto hablan. No hallarás en estos mundos exteriores nada que más se merezca que los últimos latidos de tu corazón sean apresurados.¡Roooac!...

EL CASTAÑO CONVENTUAL (cuyas ramas asoman por encima de la alta tapia): ¡Cuántos años llevo dando sombra a las monjitas cuando aprietan los calores del buen tiempo! Un mundo de sencillez sin parangón. Tiernas palomas que triscáis a mis pies. Rumor de fuente y siempre fresca melodía de oraciones... Una vez la vi pasar por el lado mundano de la tapia, y recuerdo que una bandada de lavanderas acudió a mis ramas, que se estremecieron con semejante contacto. Cuando le eches el ojo encima, comprenderás cuán sin sentido es que des tu alma a Dios sin esperanza ninguna... Pásate luego por aquí y coge una de mis castañas... Ya está la campana tocando el ángelus con alegre repique...


CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

jueves, 11 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (VI): De cómo Pepe Abascal suscribió un contrato con Dios


-Hace precisamente veintiún años que salí de esta tierra -dijo Pepe Abascal, con mirada ausente.

-¿Te das cuenta? Seguro que tú eres la razón de mi próxima labor -dijo el gallinito Páez, con entusiasmo creciente.

-Lo que me parece es que estás bastante chiflado. ¿Te piensas que eres como el Judío Errante para moverte por la Historia a tu antojo?

-El Judío Errante no podía morir. Yo tampoco hasta el momento. Y a eso hay que añadir la facultad que tengo de ir variando de épocas no continuas de la Historia. Hoy estoy aquí; mañana a lo mejor estaré al lado de Julio César. El Judío Errante no tenía tanta variedad: él se veía obligado a ir al hilo de los acontecimientos, y, por si esto fuera poco, arrastraba tras de sí el cólera por donde quiera que pasara...

-¡Calla ya! Me empiezas a calentar la cabeza con tu parloteo -le cortó Pepe Abascal-. Me importa un comino lo que seas. Ven y busquemos un sitio donde poder sentarnos.

-Sé que te estás muriendo.

Ante la tajante afirmación del gallinito Páez, Pepe Abascal creyó sentir una amarga punzada en el corazón.

-Veo que se ha corrido la voz por todo Manzanares.

-A mí nadie me lo ha dicho -replicó el gallinito Páez-. Lo he sabido porque sí.

-A otro perro con ese hueso.

-En fin, ése parece un buen lugar para sentarnos. -Se refería a un grupo de peñascos bañados por el sol que se perfilaba al otro lado de la vía férrea, lejos del casco urbano de Manzanares.

-Vayamos para allá -consintió Pepe Abascal, todavía un poco alicaído.

Una vez que llegaron al sitio, los dos hombres se sentaron en sendas rocas, muy cerca el uno del otro. De la desnuda tierra emergía un grato aroma a humedad. El sol realzaba los colores de todas las cosas. Por el cercano espacio pasó volando una pareja de palomas, cuyos plumajes eran de un azul suave, con irisaciones en el cuello. En una cercana depresión del terreno refulgía, como un ojo de plata, un regato de agua llovediza. A lo lejos el llano horizonte se desdibujaba con la calina del mediodía. Al frente de los dos hombres Manzanares exhibía una imagen romántica, con sus casas de encantadoras fachadas y las espadañas de sus iglesias, en las cuales las cigüeñas tenían dispuestos sus nidos. La Mancha, vista desde aquellas perspectivas, era un mosaico de colores tenuemente definidos, un aura acogedora que penetraba al fondo de todas las almas con inquietudes poéticas. El gallinito Páez se quitó el sombrero, y disfrutó del contacto del sol sobre sus negros cabellos planchados. Sus ojos no hacían más que mirar al cielo, en contraste con los de Pepe Abascal, que estaban como clavados en la tierra.

-Es grato escuchar los mensajes de la Naturaleza -dijo el gallinito Páez al cabo de un rato.

-Yo por más que aguzo el oído no oigo nada -dijo por su parte Pepe Abascal.

El gallinito Páez le miró con un trasfondo de compasión en sus ojos grises. Luego le dijo:

-¿Te gustaría que tus oídos se abrieran?

-No te comprendo.

-Quiero preguntarte si te gustaría enterarte de todo lo que se cuece en el mundo natural -matizó-. Es decir, enterarte de lo que hablan los pájaros, las flores y los árboles; los ríos y el viento; la lluvia y los animales... En definitiva, oírlo todo como lo oye Dios.

-Te pasas de gracioso -sentenció Pepe Abascal.

-Será un regalo que Dios te haga por mediación mía. No nos vamos a volver a ver; pero yo sabré en todo momento cómo te van las cosas. Te he cogido tanto cariño, que el día que tu voz se apague te prometo seguir la vía y encararme con el primer tren que me salga al paso.

-No te iba a servir de mucho, ya que eres invulnerable a tu decir -dijo con sorna Pepe Abascal.

-Al menos será un homenaje que yo te haga.

-Muchas gracias. Me queda muy poca vida, y no sé cómo emplearla.

-Recógete en Dios -le aconsejó el gallinito Páez-. Así todavía estás a tiempo de vivir una vida de plenitud.

-La religión y yo no nos llevamos muy bien.

-Dios no se lleva mal contigo. Mira que me ha dado esto para ti -dijo el gallinito Páez, sacándose un huevo de gallina de uno de los bolsillos de su guardapolvo.

Pepe Abascal se quedó mirando el huevo con ojos desorbitados.

-Un huevo normal y corriente... ¿Para qué narices querrá regalarme Dios un huevo de gallina?

-Para que te lo comas -dijo el gallinito Páez aproximándoselo un poco más-. Pero te lo has de comer tal como lo ves: crudo y con cáscara inclusive.

-Era lo que faltaba -rió Pepe Abascal, sobreponiéndose a su melancolía-. ¿Qué provecho sacaré de comérmelo así?

-Ya te lo he dicho antes. Vamos, cógelo.

Pepe Abascal lo tomó con cierta desconfianza. Entonces el gallinito Páez se puso en pie, se caló el usado sombrero hongo y le dijo a su interlocutor:

-Ha sido un auténtico placer haberte conocido y haber podido disfrutar de tu conversación. No nos vamos a volver a ver, pero ocuparás un destacado lugar en mis recuerdos, por más épocas históricas que visite. Ojalá nos veamos en la Nueva Tierra de Dios.

Los ojos de Pepe Abascal se dulcificaron.

-No sé explicármelo, pero me da apuro verte marchar.

El gallinito Páez arrancó una flor azul de otoño que crecía en la proximidad de los peñascos, pareció pedirle disculpas a la misma y a continuación gozó de su tibio perfume. Luego alzó el brazo con la flor en dirección a Pepe Abascal como gesto de despedida.

-Adiós, Pepe Abascal. No olvides lo que haré tan pronto sepa que no estás en el mundo: correré hacia el primer tren que se me ponga por delante.

-Adiós, "Judío Errante"... Adiós, gallinito Páez.

El gallinito Páez se alejó siguiendo la vía del tren. Pepe Abascal se quedó al instante solo en el lugar. Miró entonces el huevo que conservaba en la palma de la mano, y ni él mismo se pudo explicar lo que hizo a continuación con aquél: se lo metió en la boca de una sola vez. Casi de inmediato afloraron de sus labios regueros de clara moteados de fragmentos de blanca cáscara. Era el bocado más curioso que se había echado para el coleto en toda su vida, cuando no el más apetitoso.

En el momento en que acabó tan singular colación, sacó un moquero y con él se limpió los labios de restos de clara de huevo.

Luego reparó en que era llegado el momento de volver a su casa e ingerir una comida más sustanciosa que ese huevo, por muy divino que fuera.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.