martes, 9 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (IV): Después de la lluvia


Los siguientes fueron días de aguaceros y colores grises. Apenas si se podía salir de las casas, a no ser que se tuviera predilección por el ininterrumpido goteo de las nubes bajas. En lo tocante a Pepe Abascal, nunca le había entusiasmado recibir encima los mantos pluviales, y ahora no estaba dispuesto a emplear parte de su escaso tiempo en tomarles afición. Siempre había sido animal de secano.

Después de tres días sin salir de casa, comenzó a experimentar la ansiedad propia de los enclaustrados que lo son en contra de su voluntad. Los márgenes del patio cubierto se le quedaron estrechos; tal cosa no armonizaba con su idea de congraciarse de nuevo con las humildes tierras manchegas. Era triste contemplar a través de una húmeda ventana el exterior de Manzanares, tan cambiado a consecuencia de las lluvias incesantes. Torrentes que corrían junto a los bordillos de las aceras para proseguir su curso en el interior de las alcantarillas. Árboles con las ramas deprimidas por el constante y frío baño otoñal... La alegría no puede ser engendrada en la matriz de los chubascos de color de sombra.

Pero al cabo de una semana los cielos renacieron. En las depauperadas llanuras manchegas comenzaron a apuntar mantos de oscuro verdor. Manzanares se había lavado la cara, y aparecía radiante a los ojos de Pepe Abascal el martes de noviembre que salió con ansia a pasear. La gente le saludaba afablemente, como a todas las eminencias, y él se hacía el sordo; no tenía ganas ningunas de cultivar antiguas y nuevas amistades; sólo quería vivir el tiempo que le quedaba para sí mismo y no para los demás, una postura egoísta que no le importaba traslucir. Ansiaba embriagarse con la belleza de las calles después de la lluvia; pero iba embargado por un inoportuno estupor que mantenía aletargadas sus sensibilidades estéticas. Aquí no le conmovían (como sucediera en Madrid) los paseos arbolados, ahora tapizados con hojas secas; no podía solidarizarse con los decaimientos ajenos estando el suyo tan a la vuelta de la esquina. Se sintió pesaroso de no sentir su corazón, de no poder rendir tributo a la ya casi olvidada belleza de Manzanares.

«¿Qué clase de persona soy? -se dijo con amargo pesar, para luego proseguir-: Me gustaría que me respondieras (tú mismo, si es que me puedes oír) por qué me voy a perder tantos acontecimientos hermosos en años que yo tenía derecho a vivir... Pero es inútil; sólo obtengo silencio por toda respuesta. No te diré que me llamo Pepe Abascal y que tengo más fama y más dinero que nadie de Manzanares; mas no tengo futuro para gozarlos. ¡Qué poco me parezco a esas ancianitas vestidas de luto, que alegres van a la farmacia a adquirir gratuitamente los medicamentos que les ha recetado el médico de cabecera! Jamás mi rostro exhibirá arrugas octogenarias; seré como breva que cae de lo alto de la higuera y es comida por los insectos que pululan por el suelo, antes de poder secarse por acción de la intemperie. Sí, tú, si me escuchas házmelo saber de alguna manera, para así evitar dejarme en esta inactividad de sentimientos... Yo te quiero mucho, Manzanares amado, aunque ahora no perciba ardor en mi corazón al tenerte tan inmediato. ¿Te acuerdas cuando me quedaba embobado mirando los pájaros de tus atardeceres estivales? ¡Qué precioso y fácil era llorar entonces! Mi corazón no estaba afectado de sequía. Tenía sueños a montones; ahora sólo me ha quedado el sueño de poder seguir viviendo un día más, y tal sueño se irá atenuando poco a poco. Si es verdad que me llamo Pepe Abascal y que tengo más dinero que peso, ¿por qué he de gustar la muerte tan prematuramente? Oh seres humanos, vosotros que camináis tan cerca de mí, infundidme vuestro aliento y volvedme a como era antes de abandonar este Manzanares querido, cordón umbilical de mis mejores años... Os contaré una historia: había una estrella muy alta en el firmamento, y había un niño que cada noche alargaba su mano fuera de la ventana de su habitación, afanándose en alcanzar aquella estrella. Un día al niño le creció vello en la cara, y tomó la decisión de buscar la montaña más alta de la tierra y desde su cumbre tratar de alcanzar la estrella. Allá llegó, pero lo único que consiguió de la estrella fue un rayo de su brillante luz. Allí acabó todo. El niño de entonces, y que ya no lo era, bajó de nuevo a los llanos y agonizó en la tristeza de no haber alcanzado su sueño... ¿Lo sabéis ya? Es mi propia historia y mi propio destino. Después de pasar toda mi vida trabajando a destajo, el polvo de mi ser buscará confundirse con el polvo de Manzanares. Y me quedaré sin ver saciada esta sed de amor humano que mi alma padece. Nunca me he creído que fuera amado por otros, y ahora, que estoy en el centro mismo del amor, sigo igual de desesperanzado.»

Sus pasos le condujeron por calles encharcadas, flanqueadas de risueñas fachadas de estuco y de piedra marrón. Andando andando, la urbe quedó atrás y aparecieron a los ojos de Pepe Abascal las extensiones de su patria chica. Llegó adonde la vía del tren, y tuvo la peregrina querencia de seguirla por un rato, en el sentido que más le alejara de Madrid (el núcleo de todas sus pesadillas).

Un vilano otoñal revoló delante de él. Luego siguió recta trayectoria en su misma dirección, adquiriendo mayor aceleración conforme el impulso del suave viento aumentaba su dominio sobre el vilano. La distancia focal de los ojos de Pepe Abascal iba a la par que aquella masa gratamente velluda. Y he aquí que distinguió en el punto lejano de la perspectiva la imagen de una persona que caminaba en sentido contrario, siguiendo también el trazado de la vía férrea. Cuando Pepe Abascal tuvo más cerca a esa persona, se admiró al ver que su fisonomía no le era por completo desconocida. Tenía la misma cara y el mismo porte que su querido amigo José Carabias, humorista de bien ganada fama. Llevaba encasquetado un sombrero hongo y vestía un amplio guardapolvo de color de castaña, cuya extremidad arrastraba por el suelo debido a que su estatura era tan pequeña como la de su amigo José Carabias: no llegaba a ser un enano, pero ahí le andaba.

«¡Si será él!», pensó Pepe Abascal comido por la intriga.

El vilano llegó adonde el desconocido, dio tres vueltas en torno suyo y prosiguió su camino a lo lejano del paisaje.

Los dos hombres se detuvieron el uno frente al otro. Ambos se estudiaron con la mirada.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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