martes, 23 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (XIV): En las Lagunas de Ruidera


MÚSICA PARA ACOMPAÑAR LA LECTURA DE ESTE CAPÍTULO (VOLUMEN BAJO):

http://es.youtube.com/watch?v=GI-Ks3-8E8U

Un día, harto de pasar tanto calor, hizo llamar a su hermano y le pidió:

-Anda, majete, llévame a las lagunas de Ruidera.

Su hermano hizo un gesto de indecisión.

-¿Piensas que es buena idea?

-El calor me está matando -argumentó Pepe Abascal-. Necesito rodearme, aunque sólo sea por media hora, de una atmósfera más refrescante.

-Pues no se hable más.

Esa misma tarde, su hermano dejó más temprano su trabajo y fue a buscarle en su furgoneta. Cuando contorneaban el parque, distinguieron a un joven solitario sentado en un banco. El sol le daba de lleno, y desde esa distancia se podía ver que estaba llorando y que hacía con los brazos toda suerte de ademanes de desesperación.

Pepe Abascal le preguntó a su hermano:

-¿A ése qué le pasa?

-Es Tomás Malagón, filólogo hispánico -respondió el interpelado-. Se ha presentado a unas oposiciones y no ha conseguido plaza. Tenía todas sus esperanzas puestas en eso. Ahora su vida ha entrado en un lapso fatal... Pobrecillo.

-Al menos dispone de vida para seguir pretendiendo alcanzar su sueño -comentó Pepe Abascal tristemente.

Luego, apenas la furgoneta hubo salido de Manzanares y del inmediato pueblo de Membrilla, a Pepe Abascal le entró modorra y pesadez de párpados y no se enteró de cuándo llegaban a las lagunas de Ruidera. Se detuvieron junto a la laguna del Rey. Alrededor de ellos, un imperio de bañistas y veraneantes. El sol amarillo de arriba y el azul rabioso de abajo componían un cuadro sencillamente encantador. La laguna estaba sembrada de pequeñas embarcaciones a remos y a pedales. Cerca de las riberas, la estampa era de todas veras playera: niños bañándose con flotadores y adultos tumbados al sol.

-Quiero ir a la laguna de la Lengua -dijo Pepe Abascal, después de pasear su mirada por los alrededores.

-¿No te gusta ésta más? Aquí el ambiente es muy animado.

-La laguna de la Lengua siempre me ha fascinado.

-Pues no se hable más.

Veinte minutos después tenían frente a sí la laguna de la Lengua, un brazo de agua estática con orillas escarpadas. Quien tuviera la mala fortuna de caer allí dentro, difícilmente podría salir sin ayuda de fuera. Pepe Abascal se sentó en la orilla, las piernas colgándole en el aire, y se quedó embobado viendo cómo los rayos del sol cabrilleaban con el agua levemente rizada por la brisa estival.

-Esta laguna tiene la forma de un ataúd -dijo entre dientes-. Podría ser perfectamente el mío.

-El problema es que se necesitaría la extensión de cinco cementerios para abarcarlo -dijo su hermano.

Una sonrisa espontánea irradió de sus labios.

-Muy ingeniosa tu respuesta -observó-. Pero yo hablaba en el sentido de ahogarme dentro de este mundo de misterio... Un abrazo azul para abrirme las azules puertas del cielo.

-Pepe, yo no te he acompañado aquí para ver cómo te suicidas.

-Y yo, querido Mariano, no tengo por de pronto intención de suicidarme. Es difícil llenar las últimas horas de una vida, y yo he creído que viniendo aquí me distraería... Ah, por cierto, a ver si me llenas una botella de este agua.

-¿Qué estás diciendo? -Las cejas de su hermano se desplegaron hacia arriba-. ¿Cómo diantre esperas que me las componga para hacer eso?

-Pues muy sencillo: te agencias una botella (a poder ser de dos litros), le atas por el gollete el extremo de una cuerda lo suficientemente larga, la arrojas a la laguna, esperas a que se llene y después la izas cargada de agua.

Su hermano se llevó las manos a la cabeza soltando un pronunciado "¡Uf!". Finalmente llevó a cabo la operación que se le pedía. Después, cuando Pepe Abascal tuvo en sus manos la botella llena de un agua que le faltaba un tanto así para ser completamente transparente, le rogó:

-Vete a orinar o a fumarte un cigarro. Me gustaría estar un ratito a solas.

Y Pepe Abascal vio también cumplido este último deseo. Apenas dejó de oír los pesados pasos de su hermano, se llevó a los labios la botella e ingirió un buen trago de agua.

Acto seguido, una extraña languidez se apoderó de todo su ser. Le encantaba la seguridad de saberse vivo y de estar en un lugar tan maravilloso como aquél. Los montes poblados de chaparros y retamas le ofrecían su verde sonrisa. De lejos le llegaban los ecos de las veraneantes multitudes. Era hermoso ser manchego y estar en la Mancha, en aquel rincón de lagunas y misterios. Todo lo hermoso se le venía al corazón, y los más hermoso entre lo hermoso tenía un nombre y ese nombre atravesó su alma como un viento de melancolía. Otro trago de agua de laguna. Un somormujo sobrevolándole. Una nubecilla que empalideció brevemente la faz rutilante del sol. Y dentro de su corazón una presencia que se proyecto a la misma superficie lagunar: hermosa raya en zigzag la de los cabellos de Pilar, dibujada por el mismo dedo del sol.

-El resto de mi vida -musitó Pepe Abascal con los ojos encharcados de lágrimas, alargando sus brazos en la dirección de ese irreal reflejo.

Su hermano regresó al lugar para la puesta del sol, e intentó hacerle comprender la conveniencia de emprender el regreso a Manzanares. Pero tal propuesta no seducía ni por asomo a Pepe Abascal, y de ahí que arguyera:

-No me apetece volver tan pronto. ¿Por qué no te acercas a "Entrelagos" y te traes algo para cenar? Yo invito.

-Me parece que por hoy ya está bien de extravagancias -manifestó su hermano rotundamente.

-Vamos, Marianito. Pronto dejarás de soportarme. Después de todo, cuando ya no esté en este mundo, me recordarás con gratitud apenas percibas la parte de mi legado que te corresponde.

Una intimación demasiado perentoria y asimismo poco delicada. Su hermano se sintió muy mal después de oírle, y, sin más añadir, fue a cumplir su encargo.

Otra vez Pepe Abascal acompañado por la soledad de las lagunas. En el cielo se evapora el tapiz azul, y las estrellas se desperezan de su sueño diurno... La atmósfera se volvió asombrosamente más fresca, de tal manera que Pepe Abascal se vio en la precisión de ponerse a tiritar. Los ánades reales y las cercetas, reparando en que el agobiante calor de por el día había remitido, abandonaban el refugio de los carrizos y los juncos, y se desperdigaban por los cuatro costados de de la laguna; sus quebrados cantos se imponían a los demás sonidos crepusculares. ¡Qué felicidad ser un ave de Dios, sin tener que sufrir el baldón de la raza humana! La laguna había tomado el mismo aspecto que el cielo: un azul esfumado hasta el límite, tachonado de polvo sideral. La brisa soplaba ahora de lo lindo, cuando por el día parecía intimidada por el emperador del verano, esto es, el sol achicharrante. Y hacía fresco, fresco que para Pepe Abascal era auténtico frío. Estaba deseando que su hermano volviera aquí y se marcharan a Manzanares sin más dilaciones. Pero no: el tiempo parecía haber detenido su curso, y no había peor tortura que la de un cuerpo azotado por el frío. En verdad, Pepe Abascal no se reconocía a sí mismo: en el pasado siempre había sido hombre de muchos calores, a quien el mes de enero, con sus bajas temperaturas y sus frecuentes borrascas, se le antojaba un tímido anuncio de la primavera; una gabardina de entretiempo le bastaba entonces para afrontar todo el invierno. Y ahora ¿qué? El mismo verano le humillaba del modo más ignominioso. Oh, la enfermedad le iba ganando terreno. Ya estaba andando su último trayecto; no quedaban lejanos los días en los que de su cuerpo sólo permanecería la cal ósea. Todos estos meses había tratado de hacerse a la idea; pero ahora, que ya podía verle las orejas al lobo, notaba cómo su valentía se desmoronaba... Frío boreal en la ardiente Mancha veraniega.

Los faros de un coche alumbraron a sus espaldas. La luz fue mal recibida por parte de la superficie lagunar, que ni aun así cedió a desvelar tan sólo uno de sus misterios nocturnos. De inmediato, Pepe Abascal oyó a sus espaldas la voz de su hermano.

-He aquí la cena: dos montados de lomo con pimientos fritos, una botella de vino tinto, otra de gaseosa y otra de agua mineral sin gas, por si te apeteciera. Había mucho gentío en "Entrelagos" y se han demorado un poco en atenderme.

Pepe Abascal se sentía inusitadamente mal. No respiraba como debiera, tenía erizado el vello de los brazos. Notó que las fuerzas le traicionaban hasta para decir:

-No quiero cenar... Sólo quiero volver a casa al instante... No me encuentro lo que se dice bien...

-¡Cielo Santo! -exclamó alarmado su hermano, dejando caer al suelo la bolsa de las provisiones.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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