lunes, 8 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (III): El patio cubierto


2. El pirado de la vía del tren

Fue cálida la acogida que le dispensaron sus padres, sus hermanos y las familias de estos últimos. Ninguno de ellos le dijo nada que le pudiera resultar molesto o hiriente. De esta manera, el tema principal quedaba soslayado como por acuerdo tácito. Pepe Abascal saboreaba con ansiedad manifiesta el ambiente familiar, y en su fuero íntimo se reprochaba haberlo descuidado durante tantos años. Sus adolescentes sobrinas (hijas de su hermana) le preguntaron tímidamente si les podría regalar algunos de sus vestidos de diseño, por los cuales se había hecho tan famoso. Pepe Abascal se sonrió, y prometió a las muchachas hacer una llamada telefónica a su taller de Madrid para que le enviaran todo un muestrario de sus últimas creaciones. Las chicas se quedaron desbordantes de ilusión después de la promesa de su tío. Pepe Abascal percibía por parte de su familia derroche de cariño hacia su persona. Su padre, un policía nacional jubilado, hombre bajito y rechoncho, calvo como él solo, mantenía un silencio impropio de su cordial carácter. Pepe Abascal sólo necesitó mirarle una vez a los ojos para dar con la razón de su mutismo. Trataba de ponerse en su lugar, pero no acertaba a imaginar el duro golpe que supondría para un padre saber que un hijo suyo caminaba codo con codo con la encapuchada figura de la guadaña. Pepe Abascal se sintió contagiado de esta desazón, y su rostro dejó de aparentar alegría.

Se salió al patio de la casa de sus padres a orear sus sufrimientos. Le encantaba ver todo el recinto plagado de plantas en tiestos y con una frondosa yedra formando tapiz sobre los recoletos muros. El techo estaba acristalado, y a través suyo el cielo asomaba su nubosa faz. En ese lugar Pepe Abascal se sentía como en la gloria.

A todo esto, consultó su reloj. Era la hora de tomar su medicina. Debía hacerlo subrepticiamente para no amargar más todavía a sus familiares, los cuales seguían cada uno de sus movimientos con veneración, a sabiendas de que andando no mucho tiempo ya no le tendrían a la vista.

Fría y adamantina agua la del botijo, que estaba olvidado desde el verano en un rincón del patio, oculto por las exuberantes plantas, y que le ayudó a mejor tragar las insípidas píldoras de su medicina. Trago de frescor no comparable al del agua del frigorífico. Viejos tópicos de sus años más distantes. Le recorrió toda el alma el vehemente deseo de recobrar tantas cosas como perdió yéndose a Madrid la friolera de veintiún años atrás. Ahora el sol acariciaba con sus tenues dedos de noviembre los vidrios de la claraboya del patio. Algunas hojas de ficus se impregnaron de manchas doradas. Pepe Abascal disfrutaba del momento, y difería inconscientemente la hora de emerger de esa grata ensoñación en ese venerado patio botánico. Estuvo como en trance hasta que el cielo mudó su apacible semblante. Un inclemente turbión cubrió de gotas y de baquetazos los hermosos vidrios de la claraboya. El estrépito de la lluvia cundía por todo el patio, ahora con apariencia melancólica merced a esa atmósfera onírica y perlina. Imagen para un borroso recuerdo en los tiempos venideros: Pepe Abascal sentado a horcajadas en un viejo posadero de esparto, con la comprimida mirada apuntando al origen de la lluvia y el granizo; cielo del que tal vez no tardaría en abundar en un mayor conocimiento del mismo con su paso a mejor vida, con la caída del telón tras su última función en el escenario del mundo.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes

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