lunes, 22 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (XIII): El agua de la Virgen


5. Durante las Cabañuelas

La llanura se había vestido con ropajes de desierto. Sólo las lozanas pámpanas de las vides y los olivos llenos de muestra daban un mentís a la desolación global, que pugnaba por apoderarse de todo el entorno. No era bonito pasear ahora por el campo. El parque hacía el oficio de un oasis, de un rincón de esparcimiento para las buenas gentes de Manzanares. La Feria del Campo llegó, y ni que decir tiene la animación que se vivía por esos rincones. Durante el tiempo que llevaba observando un estilo de vida austero, Pepe Abascal le había cogido alergia a las multitudes, de ahí que no se le viera caminar por las calles aquellos días festivos. Su salud acusaba un deterioro progresivo. Ya apenas si se movía del patio cubierto de casa de sus padres, apoltronado a todas horas en una tumbona de mimbre con abundantes cojines. Su rostro se había arrugado como una nuez todavía no madura en el árbol. Aún no se había cerrado la herida de su alma: la desesperación es una afección muy dolorosa para quien la padece, y si a eso se añade otra afección más grave todavía..., ¿para qué hablar?

Cierta tarde de aquel verano, días después del bullicio de la Feria del Campo, a la hora de la siesta, su madre entró en el patio y le vino al encuentro. En su mano llevaba un vaso, de agua al parecer. Él la miró de un modo que causó dolor a su corazón de madre. Ella le ofreció el vaso, y le dijo:

-Bebe.

Pepe Abascal lo tomó sin rechistar. Un agua agradable, sin olor, color ni sabor. Notaba cómo el fresco líquido descendía por su tracto digestivo hasta llegar al estómago, donde el frescor dio en multiplicarse de un modo extraordinario.

-Excelente -dijo mirando a su madre con agradecimiento.

-¿Te ha hecho bien, hijo mío? -le preguntó ésta, revelando interés.

-Mucho bien.

En las esquinas de los labios de la anciana afloró una sonrisa; Pepe Abascal se admiró de la misma.

-¿A qué no sabes de dónde procede este agua?

-No tengo la menor idea.

-Es agua milagrosa de la fuente de Lourdes. Me enteré que don Antonio (un sacerdote de Manzanares) iba a ir allí en peregrinación, y le pedí que me trajera nada menos que una garrafa de cinco litros... Ruego para que la Santa Madre de Dios obre en ti un milagro como tantos que ha obrado.

-Mamá..., lo mío no tiene remedio -dijo Pepe Abascal, con inconmensurable tristeza en su acento-. Dios ayudará a otros en estos percances; pero ayudarme a mí... no quiere.

-¡No digas sandeces!

-Bueno, me corrijo: me ha ayudado de otra forma... Pero no por ello va a alargar la carrera de mis días. Dentro de no mucho tiempo habremos de ir pensando en encargar el féretro.

Las lágrimas estallaron como una avenida primaveral en los ojos de la buena mujer.

-¿Te crees que es adecuado decirle esto a una madre? ¡Por Dios, ruégale a la Virgen, que se vio en la desgracia de ver morir a su Hijo en la Cruz! Don Antonio me ha dicho que no estaría de más que viajaras a Lourdes y te bañaras en una de las piscinas con agua de la fuente milagrosa. ¡Quién sabe, cuando tantas curaciones se han verificado!... Lourdes es un lugar predilecto de Dios.

-Pienso que los lugares predilectos de Dios son aquellos en los que se invoca su nombre.

Después de decir esto, Pepe Abascal se refugió en el silencio. Su madre lo contempló llorosa obra de un par de minutos; luego lo dejó solo en el patio. El sol del verano reverberaba con magnificencia en los vidrios de la claraboya del techo, desde donde trascendía un calor húmedo. Pepe Abascal, con su actual estado de salud, aguantaba muy mal las altas temperaturas. El sudor bañaba todo su cuerpo, y al enfriarse le provocaba terribles escalofríos. A cada rato que pasaba, menguaban sus esperanzas de seguir vivo. Ya barruntaba en lontananza el final de su camino, y cada vez le importaba menos alcanzar el mismo.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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