Una lágrima amarillenta, que destacaba extraordinariamente en sus párpados apergaminados, rodó por el rostro de Pepe Abascal, encontrando dificultad de fluidez a causa de las espadañas de su barba pinchosa... El pensamiento le condujo a la piscina municipal, y vio a Pilar del modo en que se la describía el jilguerillo.
-¿Acaso voy a tener la desgracia de morir sin verla otra vez?
Estas palabras le arrancaron de su lecho de agonía. Una vez en el suelo, se arrastró hasta el rincón donde estaba la garrota en la que se apoyaba cuando tenía que levantarse a hacer sus necesidades; aun con semejante auxilio, le costó una enormidad ponerse en pie.
«Dios mío: perdóname todas las maldades de mi vida -dijo para sus adentros-. Ahora te imploro las fuerzas necesarias para llegar al lado de Pilar».
Estas fuerzas, sin embargo, no fueron tantas para permitirle mudar sus atavíos de enfermo. Por tanto, hecho una facha auténtica, consiguió alcanzar la puerta de la calle. Era la hora de la siesta, y por eso ninguno de sus familiares pudo apercibirse de su desesperada maniobra.
Ya en la calle, volvió a encontrarse con el jilguero. Y he aquí que le pidió:
-Guíame adonde está ella.
Así lo hizo el jilguero, batiendo las alas a muy pocos centímetros de los ojos cenagosos de Pepe Abascal, pues éste no gozaba al completo de su capacidad visual.
El pavimento de las calles irradiaba un calor insufrible, de ahí la razón de que Pepe Abascal no se topara con ningún viandante. No tenía conciencia de su torpe caminar; toda su atención estaba centrada en seguir al jilguerillo adonde le conducía.
A trancas y a barrancas consiguió llegar al recinto de la piscina municipal. El portero se quedó atónito mirándoles a él y al pájaro, y no tuvo redaños a impedirles el acceso.
Todo el recinto era el auténtico reino del verano, en su expresión más amable. Gentes alegres disfrutando del agua azul y de la acción bronceadora del sol.
Tanto era la muchedumbre allí congregada, que a lo primero nadie reparó en la inesperada presencia de Pepe Abascal.
-¿Dónde está ella? -preguntó de tal modo que nadie más que el jilguero pudiera escucharle.
-Allí -contestó el jilguero, señalando al frente con su pico.
Pepe Abascal se aproximó al lugar indicado: el borde de la piscina. Allí estaba sentada Pilar, en biquini, balanceando las piernas sobre la agitada superficie del líquido elemento... Entonces fue que el corazón de Pepe Abascal redundó en latidos como nunca antes lo había hecho.
En ese preciso instante, se acallaron los ecos de alegría del recinto. Ya todos habían detectado la presencia de Pepe Abascal, quien no dejaba de mirar a Pilar con dolorosa devoción.
La joven, extrañada por la expectación de la gente a su alrededor, alzó la mirada por detrás de su hombro.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
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