martes, 16 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (IX): Adonde lo condujo la brisa de mayo


4. El rincón de Madrid Moderno

La brisa de mayo lo condujo allá. Le había dicho que allá se encaminaba para repartir sus embriagadoras fragancias en un recinto poblado de macetas floridas, que constituía el patio de la casa donde vivía la alegría de la primavera. Pepe Abascal estaba intrigado a más no poder. Llevaba varios meses oyendo hablar de esa presencia, y consideraba que ya era llegado el momento de echarle el ojo encima. En esta disposición, siguiendo la ruta de la muelle brisa de mayo, alcanzó el barrio de Manzanares conocido como "Madrid Moderno". Muchas de las casas que allí se veían, no tenían más de treinta años de antigüedad. Se notaba un particular esplendor en aquellas calles, que tenían cercana la vía férrea. Al final de una calle bordeada de alisos, la brisa de mayo encontró su moridero. Era un simple muro de hormigón dado de estuco, con una abertura sombría practicada en el centro. Penetrando en esta abertura, se accedía a un túnel que finalizaba en el patio del que con tanto entusiasmo le había hablado la brisa de mayo. Aquél era un rincón de rosas, pericones, claveles, azafrán, geranios, azaleas, lilas, alegrías y enebros. El suelo estaba embaldosado con elegantes terrazos en relieve, y los zócalos eran de azulejo, semejando en los alegres colores a los de los patios andaluces; zócalos rematados con una bella cenefa en forma de espirales geométricas. Del lado nórdico partía una elegante balaustrada de roble hasta una solana, en cuya pared se distribuían tres puertas cerradas, que a no dudar daban acceso a viviendas particulares. Había en el patio un escabel de madera, en el que fue a sentarse Pepe Abascal. La brisa de mayo conmovía las plantas, y se había arremolinado en el centro del patio, en espera de que por una de las puertas de la solana surgiera la presencia que todos estaban aguardando.

En ese momento se oyó cómo se abría una de esas puertas, más en concreto la del centro. Pepe Abascal y la brisa de mayo se quedaron expectantes. La luz del sol de la tarde le prestó todo su brillo. Su faz aparecía tan rutilante, que Pepe Abascal hubo de cerrar los ojos, incapaz de resistirse a tanto encanto. Aun con los párpados comprimidos, se percataba de que ella le miraba con asombro inmedible. Tal sensación era demasiado violenta como para que su cuerpo valetudinario pudiera tolerarla sin perjuicio, y una inoportuna náusea se le fue a formar en el fondo del estómago, adquirió gran magnitud y por último se resolvió en un vómito de sangre. Más penoso que esto fue el sentimiento de vergüenza que a continuación le removió por dentro. Se puso dificultosamente en pie, y, dando cabeceos, se escapó del patio, internándose de nuevo en las sombras del túnel... En lo tocante a la brisa de mayo, se quedó en el patio rindiendo honores a tan angelical aparición.

Esa noche sus sueños giraron en torno a un mismo asunto. Era evidente que a cuenta de un solo golpe de vista su subconsciente se había formado un retrato bastante fiel de ella: cabellera a media melena, del color de la arcilla empapada por la lluvia, dividida simétricamente por una raya en zigzag; frente ahumada por el sol de primavera (aunque su piel, tenuemente pecosa, no fuese de lucir bronceados); cejas oscuras, gratamente arqueadas; orejas diminutas, hermosas como conchas marinas; ojos de esmeralda, salientes, con un incierto matiz dorado y de una mirada sin límites; nariz de aletas algo ampulosas, mas no por ello exenta de encanto; leves labios de joven manchega, bellísimos, sin el realce artificial del carmín; cara ovalada, con curvas suaves y al remate una barbilla de todas veras adorable; cuello escuálido y uniforme, sin arrugas que lo circunden; busto firme y en pleno desarrollo; caderas estrechas pero con curvas también suaves, y extremidades sin grasa superflua, cuyos movimientos recaban todo género de admiradores. Cuerpo que no ha llegado a la segunda década de la vida, flor de abril que está a punto de entrar en mayo. Una gema engendrada en las asperezas manchegas, a punto para colmar de una dicha sin esperanzas de continuación la última etapa de la vida de Pepe Abascal. Allá, en las brumas de la vigilia, aparece ella como marcada a fuego en la mente de un hombre maduro, que por la intercesión de aquélla otorga todo el potencial de su corazón a la región que ha podido concebir tal milagro de vida y juventud... Pero no, Pepe Abascal: tú que espantas a los mismos espejos, no puedes aspirar a tener un lugar en esa verde pradera. Con esos ojos sanguinolentos, con esa barba en rastrojo, con ese caminar tambaleante..., ¿adónde esperas ir? Tú has sido obrero de la imagen, y sabes que no hay piedad para todo lo que no luce. Ni siquiera el color del dinero puede suavizar los juicios a la imagen. En el reino de la desolación, por donde tú ahora te desenvuelves, no hay lugar para aquello que sólo en el cielo puede encontrar digno acomodo. Oh Pepe Abascal, ¿a qué viene el sudor de tu frente, el brillo febril de ésos tus ojos arañando la oscuridad? ¿Podrás por tu solo deseo materializar la imagen que te inflama por dentro?...

En la vida no había sido necesario avanzar tanto para al final descubrir que la apoteosis que siempre esperó alcanzar, estaba dentro de los límites de su vieja patria. Ahora comenzaba la verdadera prueba. ¿Cómo lograr que esos ojos, que le habían visto vomitar sangre, le miraran con enardecimiento? No..., sólo podía aspirar a vivir sus últimas horas congratulándose en tan angelical figura. La seguiría secretamente a todos sitios, sin que ella pudiera apercibirse de esta acción. Montaría guardia frente al rincón de Madrid Moderno, y se ocultaría tras los árboles; sólo para mirarla sin que ella pudiera corresponderle.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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