jueves, 25 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (XVI): Santuario


Cinco días después, el equipo médico que lo atendía decidió darle el alta. Sin embargo, se encontraba tan débil que sin la ayuda de sus familiares no le hubiera sido posible abandonar el hospital. La única sonrisa que se le vio emitir, fue cuando tuvo Manzanares en su campo visual.

-Yo no quiero moverme de aquí... Pase lo que pase -dijo con voz tenue.

El viaje en coche le había mareado bastante, y al finalizar el mismo deseaba tumbarse en su cama hasta que le desapareciera todo vestigio de náusea. Supuso un hermoso consuelo para él poder reposar en su querida y añorada cama. Fue allí donde por fin soñó como Dios manda, y se congratuló de ver a Pilar como protagonista absoluta de sus sueños.

Al día siguiente pudo levantarse de la cama. Sus padres le acomodaron en una butaca que a tal efecto tenían dispuesta en la sala de estar. Le dieron para que se repusiera un plato de guiso de lentejas y abundantes zumos de frutas, que eran alimentos que su estómago agradecía de un modo especial. Luego, al caer la tarde, le condujeron a la puerta de la calle para tomar el fresco. En cuanto vio a sus vecinos experimentó un fuerte cariño hacia ellos, aunque ninguno hizo ademán de aproximársele; eran los habitantes de su idolatrado Manzanares, y por eso los quería.

-Hola, amigo -le saludó un saltamontes que estaba apoyado en la fachada de la casa, muy cerca de él-. Bienvenido de nuevo a la paz de tu hogar.

Pepe Abascal se quedó de una pieza. Ya no se acordaba de su insólito don, después de tanto como había sufrido los últimos días. No tenía ganas ni fuerzas para responder a las amables palabras que el saltamontes le dedicaba, y tampoco estimaba adecuado hacerlo delante de sus padres y de la avizorante vecindad.

El fresco de la noche comenzó a ponerle la piel de gallina, y, apreciado esto último por su madre, fue a buscarle una toalla para que se arropara. El alivio que la misma le produjo, fue de mucho agrado para su organismo.

Mas este alivio fue tan sólo momentáneo.

Al día siguiente, y en los sucesivos, la cosa no presentó visos de mejoría. No tenía fuerzas siquiera para levantarse de la cama. Quien lo viera ahí tendido, lo compararía con una figura de desolación sacada de un museo de cera; tal era en justicia la imagen que ofrecía. Se quedaba absorto durante horas contemplando el cuadrado de cielo, chispeante de luz estival, que se avistaba a través de la ventana. ¡Cuánta envidia le causaba la jovial libertad de los pajarillos! Romántico el momento en que las nubes de liviano algodón reprendían al sol, y entonces las sombras del dormitorio se envalentonaban, dejando todo sumido en una agradable penumbra de santuario... Así era la vida del enfermo sin esperanzas de sanación.

En medio de semejante delirio, Pepe Abascal no dejaba de acariciar el sueño de tener a Pilar a su lado. Pero todo aquél que pretende un sueño imposible, acaba recibiendo un varapalo al enfrentar la dura y triste realidad. Cuando Pepe Abascal se percataba de que nunca más podría tener delante suyo a Pilar, sentía como si su corazón se desmenuzara en pedazos de sufrimiento; ésa es una sensación que se halla a un paso de la desesperación. De poco le servía ahora su talante optimista de antaño. El mundo real destruye los bellos ideales, y esclaviza a los corazones románticos bajo su pesaroso yugo... Apercibirse de todo esto supone el envejecimiento del alma... Pepe Abascal alcanzó los momentos culminantes de su vejez en ese lecho de dolor.

Una de aquellas tardes, encontrándose ocasionalmente solo en la habitación, entró volando por la ventana un bello jilguero. Su plumaje presentaba franjas pardas, blancas, amarillas y negras, y una curiosa mancha de un rojo muy vivo le circuía todo el pico. Emitiendo sus alegres gorjeos, aterrizó en la almohada donde reposaba la sufriente cabeza de Pepe Abascal en medio de un fétido baño de sudor.

-Dime, pajarito... Dime si la has visto... Me encuentro muy triste.

-La he visto bañándose en la piscina municipal -respondió el jilguero.

-¡Ah! -suspiró Pepe Abascal, profundamente conmovido.

-Está bronceada por el sol del verano, y no te puedes imaginar cómo realza su figura ese biquini verde a listas azules que lleva puesto. Cuando sale del baño, su cuerpo rezuma agua adamantina y sus cabellos son del color de la tierra fértil. Es muy hermosa; fuerza es admitirlo.

-¿Sabes que yo la amo?

-Pobre amigo. El amor es una hermosa ofrenda, aunque no haya correspondencia de la parte receptora. En la piscina, flirteando con chicos jóvenes, tienes ahora a aquélla cuya imagen se te ha prendido al corazón.


CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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