-No puedo creer en Dios -decía con su voz pegada a la garganta, en aquel su triste lecho de muerte de aquella no menos triste habitación de hospital-. A Dios no le importa dejar a mis niños sin su madre.
Sabía que se acercaba su hora postrera, y siempre me escuchaba cuando yo trataba de darle el consuelo de Dios al ser querido que me había traído a esa aséptica habitación de hospital.
Recuerdo a esa pobre mujer de 31 años, enfilando cada vez con más dificultades los largos pasillos del hospital. Siempre del brazo de su madre. Cuando yo trataba de animar el ambiente con comentarios jocosos, su risa quería abrirse paso en medio de su dolor.
En cierta ocasión, su madre bajó a comer y me encomendó su cuidado en el entretanto. Entonces le acometió el pánico de la soledad, y, al tender su mano en busca de la de su madre, yo se la estreché. Su respiración se relajó, y me dijo simplemente: "Hola".
-No pierdas la fe en Dios -traté de consolarla.
¿Consuelo? Con lo enconado de sus dolores, no había lugar más que para el resentimiento hacia el Hacedor, que no tenía entrañas para evitar que unos niños se quedaran sin su madre. Sentí una honda tristeza por no poder brindarle el consuelo que subyacía a un mar de dudas, dudas hasta para mí. Entonces, con su voz menguada, me pidió que le contara una de esas historias con las que yo distraía el tedio de las horas de mi ser querido.
Me quedé unos segundos cavilando. Entonces me acordé de un episodio de mi niñez en Aldea, y se lo conté cual si fuese un cuento de hadas:
En una hendidura del muro de la fábrica de harinas se arrullaron una mañana de primavera una pareja de palomas (la paloma es la única ave que es siempre fiel a su pareja). Al cabo de un tiempo se escuchó el jovial piar de cinco pichoncillos. La paloma les traía comida, y el palomo observaba mientras tanto con gesto hiératico. Así, los pichoncillos se convirtieron en saludables pichones. Yo iba cada día a obsevarlos desde mi sitio en la acera. Un día, aparecieron dos zagales que iban con una plomera para hacer prácticas de tiro en las eras del camino de Hernán Muñoz. Yo les vi de lejos apuntando al nido de las palomas y no llegué a tiempo de evitar que cumplieran su propósito (tampoco hubiese tenido valor para hacerlo, con lo cagueta que era). Abatieron a la paloma, y se la llevaron como trofeo de caza. Vi cómo los pichones alargaban sus suplicantes cabecillas fuera de la hendidura del muro. Reclamaban el sustento que su madre siempre les daba. Superado el desconcierto inicial, el palomo emprendió el vuelo y al cabo de un rato volvió con una corteza de pan en el pico. Desde entonces, siempre que iba a visitarles, tenía cuidado de llevarles algunos pedacitos de pan, para ayudar al palomo en la crianza de los pichones. No volví a verle con otra pareja, siempre fiel al recuerdo de la paloma difunta. Y un día, ya cerca del otoño, los pichones levantaron el vuelo y ya no retornaron a la hendidura. El palomo también se fue; había cumplido su misión. Acaso encontrara otra pareja. Pero yo ya no lo vi. A raíz de esta historia, le cogí amor al mundo de las aves.
Para cuando terminé de contarle este trasunto de cuento, la pobre enferma se había quedado dormida. En las comisuras de sus labios custridos apuntaba un asomo de sonrisa. Cuando su madre, después de comer, regresó a la habitación, me preguntó cómo había conseguido calmarla, y yo no supe qué decir.
Pobrecilla, tres días después traspasó el umbral de la muerte. Y es de prever que el destino de sus niños corriera parejo con el de los pichones de la hendidura de la fábrica de harinas de Aldea del Rey.
Dedicado al hermano de Feliciano Moya, a sus hijos y a la familia de Feliciano, que seguro sabrán encontrarle moraleja a esta historia real.
El jardinero de las nubes.
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