jueves, 18 de septiembre de 2008

La balada de los últimos días (XII): Comienza la cuesta abajo


De repente soltó un estornudo extraordinario, que lo dejó aturdido durante unos segundos. Estaba temiendo que cualquiera de esos días iba a contraer una de las horribles neumonías asociadas al VIH; tal circunstancia anunciaría el fin de sus paseos si rumbo por Manzanares. Sentía espanto ante la idea de tener que vivir sus últimos momentos postrado en cama. Entonces ocurrió que unas ganas inmensas de rezar lo sacudieron por dentro. Después de haber sido testigo de tantos prodigios, no era muy cabal de su parte que dudara de la existencia de Dios, o del "ente", así como él solía denominarle.

Fue a sentarse en un banco cercano, y allí murmuró a media voz la siguiente oración:

-Señor... Señor... Señor...

No entró en más detalles. Tenía la convicción de que no necesitaba explicarle sus anhelos a Dios para que Éste se enterase de cuáles eran.

Invirtió el resto de la mañana gozando de las delicias del parque. Algunos jubilados jugaban a la petanca, y de vez en cuando cuchicheaban entre sí, motivo a la inmediata presencia de Pepe Abascal. El verano se anunciaba por todas partes. Ojalá corriera el río Azuer como antaño; pero no: ahora lo habían condenado a un estiaje perpetuo. Pepe Abascal estaba sentado al respiro de la misma acacia que en el pasado fuera enclave de sus citas amorosas con una chica del lugar. Llevaba varios años sin pensar en ella, y le costaba una enormidad rescatar su nombre de los callejones de la memoria. Sólo se acordaba de que tenía una larga cabellera de color salvado de trigo, formando abundantes bucles por encima de sus hombros, unos despampanantes ojos azules y unos pechos que eran la envidia del lugar... Era en vano; no conseguía recordar su nombre de ninguna manera. Entonces optó por preguntarle a la acacia:

-Vieja amiga, ¿recuerdas aquella chica con la cual solía venir a este banco hará más de treinta y cinco años?

Y la acacia respondió:

-Yo también era joven entonces. Mi tronco era de delgado como uno de tus brazos. Mis ramas eran de frondosas como la cola de un pavo real. Tú mismo grabaste en mi corteza vuestros nombres rodeados por la figura de un corazón: "Pepe y Montse"... Aunque ya, después de tanto tiempo, esos caracteres se han vuelto ilegibles.

-Y dime, acacia: ¿sabes qué ha sido de ella?

-Un ama de casa ejemplar. Cuando sus hijos eran pequeños, acostumbraba a traerlos aquí. Después ha venido de muy allá para cuando. Se ha puesto muy lustrosa; nada en ella recuerda a esa jovencita de antaño.

-Todos desmejoramos con la edad.

-Menos los árboles -dijo la acacia-. Conforme transcurren los años, nuestra hermosura va en aumento.

El sol atizaba de lo lindo para cuando Pepe Abascal se alejó del parque y se internó en los campos. Llegó al sitio de una alberca, y, como estuviera agobiado de calor, en un abrir y cerrar de ojos se quitó sus ropas y se introdujo en el agua refrescante, que con los reflejos del sol no parecía sino una lámina verde empedrada de diamantes. Esto era otra cosa que solía hacer cuando mozo; era maravilloso reírse del verano dentro de una alberca. Ahora pensaba en la cabellera de Pilar reluciente de lluvia. O bien le asaltaba el pensamiento de verla corretear por una vereda virgen, con un vestido blanco nuboso, atravesando el corazón de una floresta encantada... Pilar ahora y siempre (aunque "siempre" sugiriera para él un intervalo temporal muy reducido).

-De haber tenido mi vida continuidad, hubiera elevado a Pilar a las más altas cumbres de la fama -decía extasiado-. Hubiera sido la inspiración de todos mis diseños. Hubiera sido... ¡la regeneración de mi vida!

El agua acariciaba su cuerpo con un frescor inusitado. Una calandria, que se había posado en el reborde de la alberca, le dijo:

-Sal de ahí. El sol se derrama a plomo y puedes coger una insolación.

-El sol no puede impactarme más de lo que me han impactado los ojos de Pilar -respondió él, la mirada dirigida a la palpitante superficie del agua.

-Sal de ahí -insistió la calandria-. Los tábanos te van a detectar, y no tardarán en cebarse en la blancura de tu piel.

-La picadura de un tábano no me puede escocer tanto como la picadura de Pilar en mi corazón.

Sin más añadir, la calandria levantó el vuelo. Se estaba pasando la hora de la comida. En casa de sus padres ya estarían echándole a faltar. Pero, así y todo, se estaba tan a gusto en el agua..., aun a riesgo de quemarse la piel por el sol ampliado por el medio acuoso. Un viento con aroma a rastrojo le dilató las aletas de la nariz... Su tierra lo amaba tanto como él a ella.

El calor de la siesta comenzaba a remitir para cuando volvió a casa de sus padres para comer y tomar su medicación. Todos le recibieron con visible inquietud, pero se guardaron de exigirle explicación alguna.

Aquella tarde estaba en la casa Paula, una de sus sobrinas adolescentes. No pudo reprimir plantearle la siguiente cuestión:

-Dime, hermosa, ¿no va a tu instituto una chica, como de dieciséis o diecisiete años, que atiende al nombre de Pilar?

-Conozco a varias -repuso Paula-. ¿No podrías ser más concreto?

-No sé sus apellidos... Pero... ¡Espera!... Enseguida me entero.

Esto diciendo, salió a la puerta de la calle. Vio a un gorrión posado en el tendido eléctrico, y, sin importarle que alguien de su especie pudiera estar escuchándole, le preguntó:

-Dime, amigo gorrión: ¿sabes cómo se apellida Pilar, esa chica que tanto alabáis?

-Durango Márquez -respondió el gorrión lacónicamente.

-Muchas gracias.

-No hay de qué.

Pepe Abascal regresó con presteza al lado de su sobrina, y le dijo:

-Se llama Pilar Durango Márquez.

-¡Ah, ya! La conozco. Una de tercero... Es un poco creída.

-¡Vaya!

-¿Y por qué te interesa?

Esta pregunta le pilló de improviso.

-Pues...

-¿Y cómo te has enterado tan rápidamente de sus apellidos? -prosiguió Paula su interrogatorio.

-Pues...

-¡Vale, tío, ya he captado el mensaje!... Allá tú si no me lo quieres decir.


CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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