«Agradezco
al cielo (a Dios, que es mi verdadero cielo) que me haya permitido conocer lo
que ahora mismo atrapa todas mis miradas. Doy las gracias por haber podido
llegar a Ronda, pese a todos los sinsabores de la vida, que me han arrancado cáscaras
de alma. La melancolía no puede llegar al extremo de impedirnos viajar adonde
el corazón nos guía. ¿Qué importa que se rían de los entusiasmos de un hombre
que aún puede emocionarse como un niño y que lentamente va cruzando el
atardecer de sus años…? Doy gracias por las sombras de las ramas, por los
pájaros que gorjean en el interior de cada persona y por el alivio momentáneo de
las penas del cuerpo…Y te doy las
gracias a ti, autor que no puedes escucharme y que sugeriste la grácil figura
de Miranda Warriner asomándose a los miradores de Ronda. El reino de la
imaginación no puede dar la mano a lo que es real, pero lo que es real puede
aferrarse a todos los reinos posibles. Yo estoy aquí, y pertenezco a la
realidad. Ronda es mía, como mía es la ausencia de Miranda Warriner, Miranda la
del balcón».
Tras
una breve siesta, salí del hotel y encaminé mis pasos al Puente Nuevo, para lo
cual tomé los senderos de la Alameda hasta el filo del abismo. Paseo de Ernest
Hemingway y Paseo de Orson Welles. ¿Y dónde está el Paseo de A.E.W. Mason?, me
pregunté con cierto poso de decepción. Ni Hemingway ni Welles me habían llamado
a venir a Ronda. Yo estaba aquí por un libro mohoso, lleno de pasión, que me
había pintado los paisajes de esta ciudad antes de yo conocerlos; en este caso,
la imaginación me había empujado a la realidad.
He
aquí el Puente Nuevo, el símbolo de Ronda, la expansión de las montañas, la
trabazón de los vuelos del Romanticismo. El puente de sillares, saltando sobre
una altura de 98 metros, hasta hundir sus cimientos en la garganta del río Guadalevín
(“Río Profundo”, en lengua de los árabes). Flanqueando el puente, se encuentran
los muros de arenisca cortados a pico, fácilmente manipulables por la acción
del agua y los vientos; de aquí para allá se aprecian arbustos que mecen sus
follajes en los dominios del aire del desfiladero; incluso se reconocen las
barnizadas hojas de higuera. Y las casas de ambos lados del puente, alzando por
encima del tajo los ojos umbríos de sus ventanas y las blancas cales de sus
fachadas. De vez en cuando, ocupa el espacio sonoro el graznido de alguna corneja,
ave enlutada que sólo puede ser imponente en los precipicios.
El
Puente Nuevo une las dos partes de la meseta sobre la que se asienta la ciudad.
Fue proyectado por un talentoso arquitecto aragonés llamado José Martín de
Aldehuela. En sus momentos de mayor actividad, trabajaron 200 obreros, luchando
con las alturas y las endebles rocas, usando como punto de apoyo un puente
anterior. Se invirtieron en las obras nada menos que 42 años, siendo concluidas
en 1793, hace ya la friolera de 224 años. El resultado no puede tener mayor
grado de magnificencia: un puente con un arco en su parte baja, que pasa casi
desapercibido desde las alturas, y tres arcos en la cúspide, el central más
grande que los dos laterales, y abajo, en el fondo del abismo, las aguas del río
Guadalevín, que se tornan un torrente impetuoso en épocas de avenidas
primaverales.
Por
el lado del Barrio Árabe, hay un camino en zigzag que permite bajar al fondo
del tajo, y que precisamente en primavera ofrece un recorrido que se diría una
alfombra de flores; mi vértigo no me permitió enfilar este camino, que desde mi
puesto de observación se veía bastante transitado por grupos de excursionistas.
Encima
del arco principal del puente se encuentra una habitación que antaño sirviera
de cárcel (y A.E.W. Mason hace en su novela una mención a este respecto). Esa
habitación se puede visitar, previo pago de tres euros. Dispone de sendos
balcones a ambos lados del puente, y la vista desde ellos se promete
impresionante. Ahora se la conoce como Centro de Interpretación del Puente.
–¿Da
vértigo bajar hasta la habitación? –le pregunté al señor de la entrada.
–La
escalera va pegada a la pared, y si no mira al abismo puede llegar al rellano
sin problemas. Luego hay otro tramo de escaleras, ya cubierto, que sube hasta
la habitación.
En
efecto, no me dio vértigo llegar al rellano, bien protegido con un enrejado de
la proximidad del abismo. Y las escaleras que ascienden a la habitación, antes
pueden causar claustrofobia que vértigo. Por fortuna, no le tengo miedo a los
espacios cerrados.
Lo
mejor de la habitación, no muy grande para imaginarla una cárcel, son las
vistas desde sus balcones. Hasta los mismos me encaminé, sin apenas prestar
atención a los paneles audiovisuales que informan de la historia del puente, la
geología del desfiladero, su avifauna y otras curiosidades concernientes a
Ronda. Las puertas acristaladas están cerradas, y un cartel advierte que no han
de ser abiertas bajo ningún concepto.
Se dio la circunstancia de que, fuera de
mí, no había otros visitantes en la habitación. Asomándome por los dos
balcones, pude disfrutar de las mejores vistas de mi viaje. El abismo bajo la
mejor luz de la tarde, cuando el circo de montañas se difumina en la lejanía.
Las paredes del tajo, la vegetación del abismo, las sombras acariciando el río,
las aves rapaces poniendo el contrapunto a los murmullos naturales del verano…
y mi propia alma, debatiéndose en un entusiasmo que de tanto en tanto era
enturbiado por nostalgias inoportunas. Miré a los balcones del Barrio Árabe, y
no me fue dado distinguir el sombrero de flores que debió de utilizar Miranda
Warriner en la imaginación de A.E.W. Mason. Si Ronda y sus alrededores son un
decorado romántico, en palabras de Ernest Hemingway, estaba convencido de hallarme
en el lugar de mayor romanticismo de toda Ronda. Y me encontraba solo. No me
hubiera importado quedarme allí de prisionero por luengos años; mi encierro no
parecería tan grave teniendo esas vistas de aire y montañas y del río donde
navegarían mis sueños incumplidos. Tenía el convencimiento de encontrarme en el
corazón latiente de Ronda, y me recreé en ilusiones que antes no hubiera
imaginado. El sol me daba en los ojos, pero no podía apartarlos de tantas
bellezas. Me olvidé por un instante de la presencia de mi cuerpo, y mi alma se
hizo pájaro para pasear por los precipicios más bellos que jamás había contemplado.
No importaban los fracasos y la soledad, estaba en un trono de romanticismo, y
esta certeza podría sostenerme en mi pretendido oficio de escritor.
Estuve
allí un buen rato, y con algo de disgusto me apercibí de que otros lugares de
Ronda me estaban llamando como cantos de sirena.
Subí
de nuevo al arranque del puente, y crucé hasta el Barrio Árabe. Toda las gentes
que no había visto en la habitación, llamémosla cárcel, me las encontré junto a
los parapetos del puente. Ora se tiraban fotos con tan sublimes panorámicas,
ora se quedaban absortas en la fascinación del abismo y el aire ya dorado por
el sol declinante. Yo pasaba entre ellas como una sombra fantasmal, sumido en
los silencios de mi alma.
Me
acerqué al mirador anexo al convento de Santo Domingo (sede de los cursos de
verano de la universidad de Málaga). Allí la barandilla está más desprotegida,
y experimenté el vértigo en toda su intensidad, pese a la hermosura de las vistas
de ese lado del puente. A esta sazón, el mirador estaba lleno de gente.
Considerando
que de momento ya había tenido suficiente contacto con los abismos, me encaminé
al Barrio Árabe.
Iba
pensando que con la vista del puente se habían colmado todas mis expectativas
con respecto a Ronda.
CONTINUARÁ…