domingo, 30 de julio de 2017

Ronda, un viaje inesperado (III): El Puente Nuevo


«Agradezco al cielo (a Dios, que es mi verdadero cielo) que me haya permitido conocer lo que ahora mismo atrapa todas mis miradas. Doy las gracias por haber podido llegar a Ronda, pese a todos los sinsabores de la vida, que me han arrancado cáscaras de alma. La melancolía no puede llegar al extremo de impedirnos viajar adonde el corazón nos guía. ¿Qué importa que se rían de los entusiasmos de un hombre que aún puede emocionarse como un niño y que lentamente va cruzando el atardecer de sus años…? Doy gracias por las sombras de las ramas, por los pájaros que gorjean en el interior de cada persona y por el alivio momentáneo de las penas del  cuerpo…Y te doy las gracias a ti, autor que no puedes escucharme y que sugeriste la grácil figura de Miranda Warriner asomándose a los miradores de Ronda. El reino de la imaginación no puede dar la mano a lo que es real, pero lo que es real puede aferrarse a todos los reinos posibles. Yo estoy aquí, y pertenezco a la realidad. Ronda es mía, como mía es la ausencia de Miranda Warriner, Miranda la del balcón».
Tras una breve siesta, salí del hotel y encaminé mis pasos al Puente Nuevo, para lo cual tomé los senderos de la Alameda hasta el filo del abismo. Paseo de Ernest Hemingway y Paseo de Orson Welles. ¿Y dónde está el Paseo de A.E.W. Mason?, me pregunté con cierto poso de decepción. Ni Hemingway ni Welles me habían llamado a venir a Ronda. Yo estaba aquí por un libro mohoso, lleno de pasión, que me había pintado los paisajes de esta ciudad antes de yo conocerlos; en este caso, la imaginación me había empujado a la realidad.


He aquí el Puente Nuevo, el símbolo de Ronda, la expansión de las montañas, la trabazón de los vuelos del Romanticismo. El puente de sillares, saltando sobre una altura de 98 metros, hasta hundir sus cimientos en la garganta del río Guadalevín (“Río Profundo”, en lengua de los árabes). Flanqueando el puente, se encuentran los muros de arenisca cortados a pico, fácilmente manipulables por la acción del agua y los vientos; de aquí para allá se aprecian arbustos que mecen sus follajes en los dominios del aire del desfiladero; incluso se reconocen las barnizadas hojas de higuera. Y las casas de ambos lados del puente, alzando por encima del tajo los ojos umbríos de sus ventanas y las blancas cales de sus fachadas. De vez en cuando, ocupa el espacio sonoro el graznido de alguna corneja, ave enlutada que sólo puede ser imponente en los precipicios.  



El Puente Nuevo une las dos partes de la meseta sobre la que se asienta la ciudad. Fue proyectado por un talentoso arquitecto aragonés llamado José Martín de Aldehuela. En sus momentos de mayor actividad, trabajaron 200 obreros, luchando con las alturas y las endebles rocas, usando como punto de apoyo un puente anterior. Se invirtieron en las obras nada menos que 42 años, siendo concluidas en 1793, hace ya la friolera de 224 años. El resultado no puede tener mayor grado de magnificencia: un puente con un arco en su parte baja, que pasa casi desapercibido desde las alturas, y tres arcos en la cúspide, el central más grande que los dos laterales, y abajo, en el fondo del abismo, las aguas del río Guadalevín, que se tornan un torrente impetuoso en épocas de avenidas primaverales.
Por el lado del Barrio Árabe, hay un camino en zigzag que permite bajar al fondo del tajo, y que precisamente en primavera ofrece un recorrido que se diría una alfombra de flores; mi vértigo no me permitió enfilar este camino, que desde mi puesto de observación se veía bastante transitado por grupos de excursionistas.
Encima del arco principal del puente se encuentra una habitación que antaño sirviera de cárcel (y A.E.W. Mason hace en su novela una mención a este respecto). Esa habitación se puede visitar, previo pago de tres euros. Dispone de sendos balcones a ambos lados del puente, y la vista desde ellos se promete impresionante. Ahora se la conoce como Centro de Interpretación del Puente.
–¿Da vértigo bajar hasta la habitación? –le pregunté al señor de la entrada.
–La escalera va pegada a la pared, y si no mira al abismo puede llegar al rellano sin problemas. Luego hay otro tramo de escaleras, ya cubierto, que sube hasta la habitación.
En efecto, no me dio vértigo llegar al rellano, bien protegido con un enrejado de la proximidad del abismo. Y las escaleras que ascienden a la habitación, antes pueden causar claustrofobia que vértigo. Por fortuna, no le tengo miedo a los espacios cerrados.


Lo mejor de la habitación, no muy grande para imaginarla una cárcel, son las vistas desde sus balcones. Hasta los mismos me encaminé, sin apenas prestar atención a los paneles audiovisuales que informan de la historia del puente, la geología del desfiladero, su avifauna y otras curiosidades concernientes a Ronda. Las puertas acristaladas están cerradas, y un cartel advierte que no han de ser abiertas bajo ningún concepto. 

Se dio la circunstancia de que, fuera de mí, no había otros visitantes en la habitación. Asomándome por los dos balcones, pude disfrutar de las mejores vistas de mi viaje. El abismo bajo la mejor luz de la tarde, cuando el circo de montañas se difumina en la lejanía. Las paredes del tajo, la vegetación del abismo, las sombras acariciando el río, las aves rapaces poniendo el contrapunto a los murmullos naturales del verano… y mi propia alma, debatiéndose en un entusiasmo que de tanto en tanto era enturbiado por nostalgias inoportunas. Miré a los balcones del Barrio Árabe, y no me fue dado distinguir el sombrero de flores que debió de utilizar Miranda Warriner en la imaginación de A.E.W. Mason. Si Ronda y sus alrededores son un decorado romántico, en palabras de Ernest Hemingway, estaba convencido de hallarme en el lugar de mayor romanticismo de toda Ronda. Y me encontraba solo. No me hubiera importado quedarme allí de prisionero por luengos años; mi encierro no parecería tan grave teniendo esas vistas de aire y montañas y del río donde navegarían mis sueños incumplidos. Tenía el convencimiento de encontrarme en el corazón latiente de Ronda, y me recreé en ilusiones que antes no hubiera imaginado. El sol me daba en los ojos, pero no podía apartarlos de tantas bellezas. Me olvidé por un instante de la presencia de mi cuerpo, y mi alma se hizo pájaro para pasear por los precipicios más bellos que jamás había contemplado. No importaban los fracasos y la soledad, estaba en un trono de romanticismo, y esta certeza podría sostenerme en mi pretendido oficio de escritor.




Estuve allí un buen rato, y con algo de disgusto me apercibí de que otros lugares de Ronda me estaban llamando como cantos de sirena.
Subí de nuevo al arranque del puente, y crucé hasta el Barrio Árabe. Toda las gentes que no había visto en la habitación, llamémosla cárcel, me las encontré junto a los parapetos del puente. Ora se tiraban fotos con tan sublimes panorámicas, ora se quedaban absortas en la fascinación del abismo y el aire ya dorado por el sol declinante. Yo pasaba entre ellas como una sombra fantasmal, sumido en los silencios de mi alma.
Me acerqué al mirador anexo al convento de Santo Domingo (sede de los cursos de verano de la universidad de Málaga). Allí la barandilla está más desprotegida, y experimenté el vértigo en toda su intensidad, pese a la hermosura de las vistas de ese lado del puente. A esta sazón, el mirador estaba lleno de gente.



Considerando que de momento ya había tenido suficiente contacto con los abismos, me encaminé al Barrio Árabe.
Iba pensando que con la vista del puente se habían colmado todas mis expectativas con respecto a Ronda.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).   



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lunes, 24 de julio de 2017

Ronda, un viaje inesperado (II): La Alameda del Tajo


Salí de mi casa de Ciudad Real a las 09:30 del martes 4 de julio de 2017. El GPS funcionaba en apariencia, y confiaba en que me guiara acertadamente para arribar a Ronda a eso de las 14:00, tras un trayecto de cerca de 400 kilómetros.
Pasé por Puertollano, y de allí me encaminé al valle de Alcudia, para llegar a Montoro, en la provincia de Córdoba, atravesando Sierra Madrona, Fuencaliente y la comarca de los Pedroches. Luego me metí en la autovía A4, y recorrí unos 50 kilómetros hasta alcanzar la altura de Córdoba, pero antes, a eso de las 11.30, hice una breve parada en un área de servicio de Alcolea para descansar y tomar un refrigerio.  Pasada la ciudad de los califas, tomé la desviación hacia Málaga y recorrí algo así como 100 kilómetros hasta abandonar la autovía a la altura de Campillos, y de allí, ya tiré hacia Ronda, cosa de otros 40 km.
He de confesar que iba con la esperanza de encontrarme un paisaje más montañoso en las inmediaciones de Ronda; a este tenor, me pareció más agreste Sierra Madrona que la comarca que estaba atravesando. Tenía leído que Ronda está enclavada en un santuario de montañas, y los montes que había a ambos lados de la carretera, aun siendo imponentes, tampoco tenían nada de espectaculares, contando además con que las masas arbóreas no eran tan abundantes como hubiera esperado.
Casi sin darme cuenta, me adentré en las primeras avenidas de Ronda. No veía por ninguna parte el famoso Tajo y el anfiteatro de montañas que ciñen la ciudad como a una reputada joya. El GPS marcaba que me quedaba un kilómetro para llegar a mi destino.
Temiendo que en las calles del centro no fuera fácil encontrar aparcamiento, estacioné mi coche en el número 17 de la avenida de Andalucía, y decidí andar los últimos 500 metros en plan de exploración.
Hasta llegar junto al Hotel Colón, recorrí un dédalo de calles que no me parecieron distintas de las de cualquier localidad manchega, pero pronto comprobé que en el centro la cosa cambiaba. Aunque no hubiera restricciones al estacionamiento, todo estaba lleno de coches, como había presentido. Observé entonces que había un parking cerca del hotel, llamado “Poeta Rilke”, en la calle del mismo nombre, a espaldas del Convento de la Merced, y regresé a por mi coche.
A las 14:30 ya estaba registrándome en el hotel. La recepcionista era una mujer muy simpática, baja de estatura pero de rostro risueño y agradable, frisando en los cincuenta años. Me asignó la habitación 101 y me facilitó un plano turístico de la ciudad, aparte de una tira de papel con la contraseña de la wifi y un mando a distancia para el aire acondicionado, si bien reinaba una temperatura primaveral y no iba a hacer falta en un principio.
Dejé mis cosas en la habitación, y me dispuse a buscar un sitio donde comer.
En la plaza de la Merced me encontré con las primeras excursiones de japoneses, que al caminar formaban como ordenadas filas de hormigas. Tenía hambre y no quería distraerme con los monumentos. Por eso tiré hacia la plaza del Socorro, que me pareció muy hermosa y estaba plagada de bares y restaurantes; pero no había sitio en ninguna de sus terrazas, y seguí mi exploración por la Carrera Espinel. Esta última se revelaba como una arteria comercial de la ciudad, pero no encontraba lo que en ese momento más me urgía. El sol brillaba en las fachadas. Había muchos extranjeros por doquier.
Viendo que me estaba alejando del centro, tuve que girar sobre mis talones y regresar al punto de partida.
Al final terminé en una callecita recoleta y sombreada, la calle José Aparicio, en las inmediaciones de la plaza de toros.  Allí se encontraba la terraza del restaurante del Hotel Don Javier, que fue donde di reposo a mis piernas y donde me apresté a calmar el apetito que traía. Las mesas que rodeaban la mía estaban repletas de extranjeros, mayoritariamente de habla inglesa. El camarero me trajo la carta y opté por el menú del día, cuyo precio eran 11 €. Me preguntó qué deseaba para beber, y yo, por marcar una excepción a mis costumbres, pedí vino y Casera. Al cabo me trajo unas aceitunas para ir picando, la Casera que había pedido y una botella de medio litro de un Rioja cosecha de 2014; me preguntó si me parecía bien, y, como yo no soy entendido en vinos, le respondí que sí. Me pidió disculpas por traerme la botella de Casera empezada, y fue a por otra nueva, a pesar de que yo le remarqué que no hacía falta.
La comida, aun sin ser nada del otro jueves, me satisfizo: gazpacho de primero, chuleta de cerdo de segundo (con guarnición de patatas y verduras en panaché) y sandía de postre. En la mesa vecina unos extranjeros pidieron sangría para beber, y, cuando se la trajeron, pensé que ahí se habría empleado la Casera empezada que me dieron a lo primero.
No quería perder mucho tiempo en la comida, y pedí la cuenta. Yo, tan tranquilo, me esperaba los 11 € que figuraban en la carta, y mi sorpresa fue mayúscula cuando el camarero me trajo una nota por valor de 24 €. El vino, una birriosa botella de medio litro, había engordado la suma ostensiblemente. Mi natural es tímido y no suelo quejarme cuando me meten un sablazo dentro de lo razonable, pero en esta ocasión no pude por menos de rebelarme. Hice una seña al camarero para que se acercara.
–Perdone usted, ¿el vino no iba incluido en el menú?
–No, señor… El vino se cobra aparte.
–Pero es un precio desorbitado –manifesté sin perder mis modos educados–. En ningún momento se me informó que no iba incluido en el precio del menú. Lo usual es que vaya incluido. Si lo llego a saber, no lo pido.
El camarero pareció rendirse a mis argumentos, y, con tono de excusa, me aclaró:
–Vamos a ver si se lo consigo más barato. Esta costumbre se sigue con los extranjeros, y usted ha pedido un buen vino.
–El que usted me ha ofrecido –repuse, sin ya poder reprimir mi indignación.
Al final la cosa quedó en 19’80 €. Me fui del restaurante con una arrolladora sensación de haber sido estafado después de todo. Vamos, un vino de precio tan desorbitante no merecía ser diluido con Casera como yo hice. No soy persona de tomar vino con regularidad, y pequé de incauto por querer meterme de lleno en el ambiente. Lo que no me parece de recibo es que un establecimiento, por muy turístico que sea, vaya con la intención de dar sablazo a los extranjeros. Los precios han de ser iguales para todos, independientemente de la procedencia de los comensales. El turismo es fuente de riqueza para un país, y hay que cuidarlo con buenas prácticas y sin mostrar veladas intenciones de saqueo. En consecuencia, tacho de mi lista de recomendaciones el restaurante Don Javier, en la calle José Aparicio, a tiro de piedra de la Real Maestranza de Ronda (la plaza de toros, para que nos entendamos).
Tras marcharme del restaurante con un agrio sabor de boca (nunca mejor dicho, a cuenta del vino sobrevalorado), me encaminé a la inmediata plaza Teniente Arce, donde, justo al frente del coso, se encuentra la oficina de información turística. Dejando claro que sólo iba a pernoctar una noche en Ronda, la señorita que me atendió me hizo una relación de las visitas imprescindibles.
Al salir de la oficina, me relajé y me dispuse a gozar del paso lento de las horas que tenía por delante en tan hermosa ciudad. Entonces comencé a notar en mi organismo los efectos del cansancio de tan largo viaje. Decidí, pues, ir a descansar al hotel, una hora como mucho.
Bordeé el coso, y me topé con el verde seductor de la alameda. A pesar del agotamiento, quise dirigir las primeras miradas al abismo de Ronda.


Me topé con un busto de Ernest Hemingway, un escritor cuya obra leí con gusto en los años de mi juventud. No me detuve a ver lo que ponía la placa conmemorativa porque el abismo era lo que en ese instante reclamaba mi atención. Una emoción creciente acompañaba cada uno de mis pasos en ese espacio de sombras teñidas de verde y fuentes de aguas manchadas del mismo color.



Era la hora de la siesta, y no se avistaba mucha gente en derredor. El aire estaba embriagado de cantos de pájaro, moderados chirridos de cigarras y silbidos del viento que venía cabalgando sobre las sierras que rodean la ciudad. El azul del cielo mostraba huellas de calima, pero el sol reavivaba las bellezas del valle que se extendía bajo el vertiginoso parapeto. Me agarré a la ajada barandilla para disfrutar del roce del viento en mi rostro. Embriagado por las bellezas del valle y los perfiles del conjunto de montañas situadas al suroeste, cerré los ojos para fundir esas imágenes con las que mis sueños habían esbozado previamente. La inmensidad desatada, los caminos recónditos, las alquerías como perlas incrustadas en las faldas del valle, el reflejo azul de alguna piscina, la sequedad pujante del verano, el verdor de los matorrales del abismo y de los olivares distantes… Me sentí pequeño e incapaz de expresar lo que veía con elevados sentimientos poéticos. Tal vez mis ojos se humedecieran, pero el viento montaraz me los secó rápidamente.






Me encaminé al hotel con los hombros caídos, ausente de los enardecimientos de poeta de mis años mozos, con las esperanzas en el más bajo punto de gradación. Acaso mi melancolía fuera acentuada por el cansancio que llevaba encima. Miraba los pilones de las fuentes y no veía en ellos ningún rostro, como antaño me ocurriera en situaciones parecidas. La vida no me había dado todo lo que esperaba pero más de lo que merecía. La luz de Ronda deslumbraba mis pensamientos sombríos. Alguna vez soñé con alcanzar relevancia en el mundo literario, ¿y ahora… ya puesto sobre el tajo del declinar de mi vida…?
La alameda me condujo a las escalinatas de la hermosa placita de la Merced, a la vista de la estatua de la santa de Ávila. La miré, y, pensando en la lejanía del cielo, me crucé hasta la calle de mi hotel.
Me aguardaban las sombras del reposo.

CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).  







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viernes, 7 de julio de 2017

Ronda, un viaje inesperado (I): El por qué de mi viaje




Una vez, hace muchísimos años, tuve entre mis manos un libro titulado "España a vista de pájaro". Las fotografías que allí aparecían eran realmente soberbias, pero mis ojos se detuvieron en la correspondiente a Ronda, esa hermosa ciudad encerrada entre sierras de la provincia de Málaga. La plaza de toros casi rozando el borde del abismo, el puente de inmensa factura colgado en el mismo aire, los palacios de semblanzas morunas, las casas blancas... Durante mi juventud, apenas si fui viajero. Los períodos vacacionales los pasaba en Aldea del Rey, el pueblo de mi madre, y entonces sólo pude liberar un hondo suspiro; era difícil que los hados se conjuntaran para que me fuera dado visitar Ronda alguna vez.
Sin embargo, la vieja querencia regresó por cauces insospechados.
A.E.W. Mason (1865-1948), escritor y político británico, tuvo un tiempo en que gozó de gran fama, sobre todo a raíz de la publicación en 1902 de su novela "Las cuatro plumas", una historia repleta de pasión, heroísmo, soledad, sacrificio y renuncia a las grandes esperanzas de la vida. Puedo asegurar, sin rubor alguno, que es el libro que más veces he leído en mi vida, siempre disfrutando de la agilidad de la pluma y la maestría de su autor, y que, ineludiblemente, me llevó a tratar de conocer otros trabajos del mismo. En España sólo se ha comercializado con cierta relevancia la mencionada novela, habida cuenta de que es una historia que ha sido adaptada múltiples veces a la gran pantalla. Pero de la demás producción novelística de A.E.W. Mason, apenas si hay trascendencia.


Hará unos 15 años, tras varias lecturas de "Las cuatro plumas", se me avivó el deseo de leer más escritos de A.E.W. Mason. Enseguida comprendí que me enfrentaba a una empresa en extremo ardua. Navegando en internet, me topé con un título que enseguida estimuló mi imaginación: "Miranda of the balcony", publicada en 1911. La escueta reseña que leí, por supuesto en inglés, hacía referencia a una historia que prometía ser tan apasionante como "Las cuatro plumas"... Una mujer de posición acomodada, de nombre Miranda, que perdía en un naufragio a su marido, el capitán Warriner, pero luego resultaba que éste no estaba muerto, y Miranda hacía esfuerzos por acudir en su busca... Esto es todo lo que me fue dado leer, y sentí que mi deseo de profundizar en la historia llevaba camino de convertirse en una obsesión. Tanto es así, que yo mismo urdí una trama para esta novela: la ambienté en Bristol, el capitán Warriner partía a los hielos de Terranova dejando en tierra a su mujer; el barco naufragaba, sólo se salvaba un marino que regresaba a Bristol y daba cuenta de la desaparición del capitán Warriner; tras un tiempo prudencial, Miranda se casaba con un antiguo amigo, y al final, después de unos años, el capitán Warriner reaparecía en Bristol, y, al enterarse de que su esposa estaba felizmente casada y con hijos, se apartaba de su camino en un despliegue de generoso sacrificio...



Entretanto, el mercado en Internet fue ganando presencia con los años. Así pude hacerme con una vieja traducción de "Miranda of the balcony" ("Miranda la del balcón"). Devoré el libro en apenas dos días, y me di cuenta de que a los elementos románticos que le había otorgado en mi imaginación, había que añadir otros más sombríos: la traición, el chantaje, las ambigüedades en los sentimientos, la esclavitud... Aun así, me apasionó la novela, si bien no en la misma medida que "Las cuatro plumas".
"Miranda la del balcón" tiene la particularidad de estar ambientada en Ronda, ciudad de la que A.E.W. Mason demostraba un profundo conocimiento, aparte de cariño, puesto que también aparecen referencias en otra novela suya titulada "The crossed gloves".  Me sorprende que en la misma Ronda, Meca de escritores y poetas, no le hayan rendido a este autor los debidos homenajes. Dudo que sea conocida allí "Miranda of the balcony".
A este libro, y al germen que me quedó de aquella fotografía contemplada en los días de mi juventud, le debía el deseo incontenible de ver Ronda con mis propios ojos. La vida avanza, los dolores aumentan y los horizontes se estrechan. Si quería visitar Ronda, debía dar cumplimiento a esta querencia sin más tardanza. A este respecto, era difícil cuadrar agendas con las mujeres de mi familia, y concebí el proyecto de viajar solo a Ronda. Pero en verano, con las altas temperaturas reinantes, esto era poco menos que una temeridad.
Durante la última semana de junio de este año de 2017 se verificó una acusada bajada de temperaturas. El martes 27 volvió a surgirme en la mente el nombre de Ronda, y ya no me lo pensé: viajaría allí en el espacio de una semana, antes de que los calores estivales se intensificaran.
Reservé, pues, habitación en el Hotel Colón, situado en la calle del Pozo, número 1. La reserva estaba hecha para la noche del 4 al 5 de julio.
El viernes 30 de junio y el lunes 3 de julio tuve problemas con el navegador de mi coche, hasta el extremo de que temí que me llevara a suspender el viaje, pues sin las indicaciones del GPS no me veía capaz de llegar a Ronda. Pero en el taller me actualizaron el software y la amenaza de quedarme sin viajar quedó mitigada.
Trataré de contar en sucesivos episodios mis impresiones de este viaje solitario, a semejanza de los viajeros románticos tan celebrados en la misma Ronda. Ronda no son sólo toros, bandoleros, vino y castañuelas... Ronda es el refugio de los corazones dolidos por las decepciones de la vida.
Seguiremos.

CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).




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