Salí de mi casa de Ciudad Real a las 09:30 del martes 4 de julio de 2017. El GPS funcionaba en apariencia, y confiaba en que me guiara acertadamente para arribar a Ronda a eso de las 14:00, tras un trayecto de cerca de 400 kilómetros.
Pasé
por Puertollano, y de allí me encaminé al valle de Alcudia, para llegar a
Montoro, en la provincia de Córdoba, atravesando Sierra Madrona, Fuencaliente y
la comarca de los Pedroches. Luego me metí en la autovía A4, y recorrí unos 50
kilómetros hasta alcanzar la altura de Córdoba, pero antes, a eso de las 11.30,
hice una breve parada en un área de servicio de Alcolea para descansar y tomar
un refrigerio. Pasada la ciudad de los
califas, tomé la desviación hacia Málaga y recorrí algo así como 100 kilómetros
hasta abandonar la autovía a la altura de Campillos, y de allí, ya tiré hacia
Ronda, cosa de otros 40 km.
He
de confesar que iba con la esperanza de encontrarme un paisaje más montañoso en
las inmediaciones de Ronda; a este tenor, me pareció más agreste Sierra Madrona
que la comarca que estaba atravesando. Tenía leído que Ronda está enclavada en
un santuario de montañas, y los montes que había a ambos lados de la carretera,
aun siendo imponentes, tampoco tenían nada de espectaculares, contando además
con que las masas arbóreas no eran tan abundantes como hubiera esperado.
Casi
sin darme cuenta, me adentré en las primeras avenidas de Ronda. No veía por
ninguna parte el famoso Tajo y el anfiteatro de montañas que ciñen la ciudad
como a una reputada joya. El GPS marcaba que me quedaba un kilómetro para
llegar a mi destino.
Temiendo
que en las calles del centro no fuera fácil encontrar aparcamiento, estacioné
mi coche en el número 17 de la avenida de Andalucía, y decidí andar los últimos
500 metros en plan de exploración.
Hasta
llegar junto al Hotel Colón, recorrí un dédalo de calles que no me parecieron
distintas de las de cualquier localidad manchega, pero pronto comprobé que en
el centro la cosa cambiaba. Aunque no hubiera restricciones al estacionamiento,
todo estaba lleno de coches, como había presentido. Observé entonces que había
un parking cerca del hotel, llamado “Poeta Rilke”, en la calle del mismo
nombre, a espaldas del Convento de la Merced, y regresé a por mi coche.
A
las 14:30 ya estaba registrándome en el hotel. La recepcionista era una mujer
muy simpática, baja de estatura pero de rostro risueño y agradable, frisando en
los cincuenta años. Me asignó la habitación 101 y me facilitó un plano
turístico de la ciudad, aparte de una tira de papel con la contraseña de la
wifi y un mando a distancia para el aire acondicionado, si bien reinaba una
temperatura primaveral y no iba a hacer falta en un principio.
Dejé
mis cosas en la habitación, y me dispuse a buscar un sitio donde comer.
En
la plaza de la Merced me encontré con las primeras excursiones de japoneses,
que al caminar formaban como ordenadas filas de hormigas. Tenía hambre y no
quería distraerme con los monumentos. Por eso tiré hacia la plaza del Socorro,
que me pareció muy hermosa y estaba plagada de bares y restaurantes; pero no
había sitio en ninguna de sus terrazas, y seguí mi exploración por la Carrera
Espinel. Esta última se revelaba como una arteria comercial de la ciudad, pero
no encontraba lo que en ese momento más me urgía. El sol brillaba en las
fachadas. Había muchos extranjeros por doquier.
Viendo
que me estaba alejando del centro, tuve que girar sobre mis talones y regresar
al punto de partida.
Al
final terminé en una callecita recoleta y sombreada, la calle José Aparicio, en
las inmediaciones de la plaza de toros.
Allí se encontraba la terraza del restaurante del Hotel Don Javier, que
fue donde di reposo a mis piernas y donde me apresté a calmar el apetito que
traía. Las mesas que rodeaban la mía estaban repletas de extranjeros,
mayoritariamente de habla inglesa. El camarero me trajo la carta y opté por el
menú del día, cuyo precio eran 11 €. Me preguntó qué deseaba para beber, y yo,
por marcar una excepción a mis costumbres, pedí vino y Casera. Al cabo me trajo
unas aceitunas para ir picando, la Casera que había pedido y una botella de
medio litro de un Rioja cosecha de 2014; me preguntó si me parecía bien, y,
como yo no soy entendido en vinos, le respondí que sí. Me pidió disculpas por
traerme la botella de Casera empezada, y fue a por otra nueva, a pesar de que
yo le remarqué que no hacía falta.
La
comida, aun sin ser nada del otro jueves, me satisfizo: gazpacho de primero,
chuleta de cerdo de segundo (con guarnición de patatas y verduras en panaché) y
sandía de postre. En la mesa vecina unos extranjeros pidieron sangría para
beber, y, cuando se la trajeron, pensé que ahí se habría empleado la Casera
empezada que me dieron a lo primero.
No
quería perder mucho tiempo en la comida, y pedí la cuenta. Yo, tan tranquilo,
me esperaba los 11 € que figuraban en la carta, y mi sorpresa fue mayúscula
cuando el camarero me trajo una nota por valor de 24 €. El vino, una birriosa
botella de medio litro, había engordado la suma ostensiblemente. Mi natural es
tímido y no suelo quejarme cuando me meten un sablazo dentro de lo razonable,
pero en esta ocasión no pude por menos de rebelarme. Hice una seña al camarero
para que se acercara.
–Perdone
usted, ¿el vino no iba incluido en el menú?
–No,
señor… El vino se cobra aparte.
–Pero
es un precio desorbitado –manifesté sin perder mis modos educados–. En ningún
momento se me informó que no iba incluido en el precio del menú. Lo usual es
que vaya incluido. Si lo llego a saber, no lo pido.
El
camarero pareció rendirse a mis argumentos, y, con tono de excusa, me aclaró:
–Vamos
a ver si se lo consigo más barato. Esta costumbre se sigue con los extranjeros,
y usted ha pedido un buen vino.
–El
que usted me ha ofrecido –repuse, sin ya poder reprimir mi indignación.
Al
final la cosa quedó en 19’80 €. Me fui del restaurante con una arrolladora
sensación de haber sido estafado después de todo. Vamos, un vino de precio tan
desorbitante no merecía ser diluido con Casera como yo hice. No soy persona de
tomar vino con regularidad, y pequé de incauto por querer meterme de lleno en
el ambiente. Lo que no me parece de recibo es que un establecimiento, por muy
turístico que sea, vaya con la intención de dar sablazo a los extranjeros. Los
precios han de ser iguales para todos, independientemente de la procedencia de
los comensales. El turismo es fuente de riqueza para un país, y hay que
cuidarlo con buenas prácticas y sin mostrar veladas intenciones de saqueo. En
consecuencia, tacho de mi lista de recomendaciones el restaurante Don Javier,
en la calle José Aparicio, a tiro de piedra de la Real Maestranza de Ronda (la
plaza de toros, para que nos entendamos).
Tras
marcharme del restaurante con un agrio sabor de boca (nunca mejor dicho, a
cuenta del vino sobrevalorado), me encaminé a la inmediata plaza Teniente Arce,
donde, justo al frente del coso, se encuentra la oficina de información
turística. Dejando claro que sólo iba a pernoctar una noche en Ronda, la
señorita que me atendió me hizo una relación de las visitas imprescindibles.
Al
salir de la oficina, me relajé y me dispuse a gozar del paso lento de las horas
que tenía por delante en tan hermosa ciudad. Entonces comencé a notar en mi
organismo los efectos del cansancio de tan largo viaje. Decidí, pues, ir a
descansar al hotel, una hora como mucho.
Bordeé
el coso, y me topé con el verde seductor de la alameda. A pesar del
agotamiento, quise dirigir las primeras miradas al abismo de Ronda.
Me topé con un busto de Ernest Hemingway, un escritor cuya obra leí con gusto en los años de mi juventud. No me detuve a ver lo que ponía la placa conmemorativa porque el abismo era lo que en ese instante reclamaba mi atención. Una emoción creciente acompañaba cada uno de mis pasos en ese espacio de sombras teñidas de verde y fuentes de aguas manchadas del mismo color.
Me
encaminé al hotel con los hombros caídos, ausente de los enardecimientos de
poeta de mis años mozos, con las esperanzas en el más bajo punto de gradación.
Acaso mi melancolía fuera acentuada por el cansancio que llevaba encima. Miraba
los pilones de las fuentes y no veía en ellos ningún rostro, como antaño me
ocurriera en situaciones parecidas. La vida no me había dado todo lo que
esperaba pero más de lo que merecía. La luz de Ronda deslumbraba mis
pensamientos sombríos. Alguna vez soñé con alcanzar relevancia en el mundo
literario, ¿y ahora… ya puesto sobre el tajo del declinar de mi vida…?
La
alameda me condujo a las escalinatas de la hermosa placita de la Merced, a la
vista de la estatua de la santa de Ávila. La miré, y, pensando en la lejanía
del cielo, me crucé hasta la calle de mi hotel.
Me aguardaban las sombras del reposo.
Me aguardaban las sombras del reposo.
CONTINUARÁ…
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