Apto para todos los públicos, a pesar del título. Estaremos de vuelta después de Semana Santa.
Aunque
cerca del muelle disponía de un galpón que malamente podía calificarse de
domicilio, decidió pasar esa noche al sereno, bajo el nítido resplandor de las
estrellas. Se encaminó, pues, al sitio donde estaba amarrada su barca, y sin
más preámbulo se tumbó sobre los tablones del fondo.
Poco
a poco, se le iba yendo la embriaguez. Las brumas de la insensatez y la
desfiguración se fueron disipando paulatinamente, y adquirió una clara certeza
de su entorno. El cielo semejaba un lago de cirios perfumados, el viento mecía
los cordajes del aparejo, las aguas se aquietaban con la calma chicha. Jem
sintió, en el duermevela de su reposo, que se apartaba de alguna especie de
pesadilla. Había sido un necio; ojalá se hubiese amordazado la boca en el
momento en que le soltó tan temerario discurso a la bonita Rebeca. Debía
hacerse a la idea de que albergar sueños inalcanzables no constituye ninguna
clase de derecho. Rebeca tendría mejores horizontes hacia los que caminar; ¿qué
iba a hacer con un viejo como él? Ahora sería un buen momento para quedarse
completamente dormido y así poder descansar.
–Hola,
¿estás despierto?
¡Que
le asparan si no era la voz de Rebeca! Se incorporó con la presteza de un
muelle liberado de tensión. Y ella estaba allí, plantada sobre los tablones del
muelle, robando el brillo a las estrellas y a la luna escasa que palpitaban en
el firmamento.
–¡Por
todos los atunes del océano! –exclamó Jem, creyendo que soñaba todavía.
Un
rayo de suave penumbra iluminó los dientes de Rebeca. Ella estaba allí, acaso
por un motivo peregrino pero determinante. Jem no podía analizar lo que estaba
pasando; se conformaba con sentirlo muy profundamente.
–¿Es
ésta tu barca?
–Sí,
con ella voy a pescar atunes.
–¿Tienes
alguna luz?
De
un modo torpe y trémulo, Jem prendió el farol que colgaba del mástil; a su
resplandor acudió enseguida una pareja de polillas. El mar apenas susurraba.
–¿Me
dejas subir?
¡Qué
hermosa es!, pensaba Jem mientras le tendía una mano para ayudarla a embarcar.
Era liviana como la danza que las polillas ejecutaban en torno al farol, las
cuales habían acabado transformándose en joviales luciérnagas de verano.
–Perdóname
–dijo Jem contrito–, no hay mucho orden aquí… ni yo huelo bien.
Ella
le pasó una mano por su mejilla, rasposa por la barba de varios días.
–Créeme,
eso no importa.
–¿Qué
quieres entonces de mí?
En
los ojos de Rebeca oscilaba el fulgor de las estrellas. Jem quiso creer que
había un lenguaje más allá del de las palabras; ella estaba aquí por alguna
razón, en ese punto de la noche en que las almas se apaciguan, los ánimos se
ofrecen a los sueños y los sentimientos se revisten de especial intensidad.
–Quiero
traerte las más hermosas palabras que el mundo ha conocido –dijo Rebeca con la
voz investida de dulzura.
–Hoy
me fijé en ti por primera vez –dijo Jem.
–¿Sí?
Pero hace tiempo que nos conocemos. Alguna vez te he servido el desayuno.
–No
me di cuenta. Yo no miro mucho a la gente a los ojos.
–Ni
yo me fijé especialmente en ti hasta que te has puesto a hablar conmigo, hasta
que has dicho…
–¡No
lo repitas! Estaba como poseído. Sé que he dicho muchas palabras de las que
debo arrepentirme.
–Ninguna,
por lo que a mí respecta. Bien, quiero traer consuelo a tu vida.
Jem
tragó saliva y sintió asco al apercibirse de que le sabía a bilis. ¿Rebeca
pretendía traerle consuelo a su vida? El corazón se le puso en suspenso, para
acto seguido redundar en latidos incontrolados. Dejó que los instintos le
guiasen, y, con la rapidez de un vuelo de pájaro, plantó un beso en los
bellísimos labios de Rebeca.
–¿Qué
has hecho? –inquirió ella endureciendo su tono de voz.
–Me
has dicho que venías a traer consuelo a mi vida –se excusó Jem, sintiéndose un
estúpido.
–Te
quería traer el consuelo de la palabra de Dios, porque veía en ti un alma que
sufría. Pero ahora se me han quitado las ganas.
–¡Oh
fatalidad!
–¿Me
vas ayudar a desembarcar?
–Claro
que sí, pero antes quiero que me perdones.
–Tu
atrevimiento ha ido demasiado lejos.
–Tienes
razón. Pero soy tonto, no entiendo la mitad de lo que me dicen… Y además una
cosa más…
–¿Qué?
–Aunque
estuviera borracho en el diner, lo que dije, lo que te dije, es del todo
cierto… Me he enamorado de ti.
Rebeca,
a quien de ordinario no le fallaba el recurso de la palabra, no fue capaz de
responder nada; como una autómata, permitió que Jem la ayudase a abandonar la
barca. Ella no sabía que otros ojos la estaban observando al claro de luna.
Antes de que enfilara el muelle, Jem reunió el valor suficiente para decirle:
–Mañana me lavaré y me afeitaré. Nunca
volverás a verme con aspecto indecente. Oleré bien, me cepillaré los dientes e
incluso me untaré de crema toda la cara. No me olvidaré de ponerme ropa limpia.
Quiero ser digno de ti.
–Nadie
puede enamorarse de mí –dijo ella como un susurro de la brisa, invocando con su
acento toda la tristeza de las inalcanzables estrellas.
–Te
equivocas, Rebeca, es de mí de quien nadie se puede enamorar –dijo Jem, y
rogaba por que ella no le hubiese escuchado estas últimas palabras.
***
Rebeca
no sabía que alguien la había estado observando desde un rincón resguardado del
muelle. Se trataba de Shana Merton, la que a bombo y platillo se confesaba su
amiga del alma en la parroquia. No lograba explicarse el motivo de la visita de
aquélla a la barca de ese mugriento pescador, pero enseguida se activaron en su
cerebro los engranajes del mal pensar, y encontró suficientes motivos para
bajar del pedestal a la que hasta ese momento considerara dotada de atributos
celestes. No hacía falta haber cursado un doctorado en Harvard para averiguar
lo que Rebeca había ido a hacer a la barca del pescador. ¡Qué atrevimiento, qué
decepción! Todo ello revestía mayor carácter de escándalo por cuanto Shana
Merton era una vieja solterona a quien le habían tirado los tejos muy escasas
veces en su vida. Este escándalo no podía permanecer impune; el párroco debía
ser informado tan pronto apuntase el día, y también todas sus amigas, tan
solteronas y amargadas como ella. Se hacía necesario investigar la verdadera
procedencia de Rebeca Evigan; de eso se encargaría el párroco, que era el que
disponía a este respecto de los recursos necesarios. De momento, lo
auténticamente relevante era que Rebeca había estado a solas con ese descastado
de Jeremías Sandoval.
***
Arthur
Seyfried tenía una estrecha amistad con el sheriff del condado, y decidió
apelar a la misma para averiguar lo que se pudiera acerca del pasado de Rebeca Evigan.
No podía ocultar nada bueno quien se rodeaba de amistades como la de Jem
Sandoval, ese pescador de vida tenebrosa.
Todos
los pasos necesarios serían andados.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).