En ese preciso momento, se abrió la puerta con el estrépito de una tromba. Por el vano apareció la inconfundible figura de Guzmán de Arteaga.
—Salgan
de aquí —les intimó a los sargentos con su más estudiada sangre fría.
—¿Qué
haces aquí, fantoche? —preguntó uno de éstos, soltando una furiosa rociada de
salivazos.
—Oí
gritos y me acerqué a mirar —dijo con sorna Guzmán de Arteaga.
Entre
los talentos del temperamental profesor, se incluía el de ser un experto
cerrajero con pocos medios a su disposición. Tan sólo usando una patilla de sus
gafas de montura metálica, le había bastado para forzar la cerradura de la
puerta tras la cual estaban encerrados Barrientos y él. Se suponía que los
sargentos debían estar vigilantes, pero ya se sabe en qué estado se encontraban.
—¡Te
vamos a partir la cara, enclenque de mierda!
—¡Me
la tendréis que partir a mí también!
Diego
Barrientos acababa de sumarse a Guzmán de Arteaga. Irene curvó sus labios en
una adorable expresión de orgullo y felicidad.
—Ya
estamos igualados en número —dijo Barrientos con sorna.
Los
sargentos se revolvieron, casi bufando como un felino enrabietado. Guzmán de
Arteaga y Barrientos se pusieron en guardia. Las muchachas se echaron
discretamente a un lado. La lucha estaba a punto de empeñarse cuerpo a cuerpo.
Justo
cuando ya estaban trabados los primeros puñetazos, una voz estentórea se impuso
al tumulto reinante.
—¿Qué
está pasando aquí?
Tan
rotunda y terminante fue la demanda, que todos los ocupantes de la habitación
se volvieron para mirar la súbita aparición.
Se
trataba de un joven cabo de mirada serena y porte apuesto.
—¿Qué
quiere, cabo? —farfulló uno de los sargentos con etílica entonación.
—¡Han
intentado violarnos estos soldados! —manifestó Gema a grito pelado.
—Y
estos dos caballeros han venido a socorrernos —se apresuró a aclarar Irene.
El
rostro del cabo adoptó una expresión de severidad.
—¿Qué
tienen que decir a eso, mis sargentos?
El
tono carmesí de la embriaguez desapareció de súbito de los rostros de los
suboficiales. Era en extremo comprometido que un miembro del estamento militar,
aun cuando de inferior graduación, les hubiera sorprendido en tan deleznable
acto. Las jóvenes estaban temblorosas, fuertemente abrazadas, y tal situación
constituía la prueba más concluyente en contra de sus agresores, lo cual a su
vez legitimaba la acción de fuga de los retenidos para acudir en auxilio de
ellas.
—Mis
sargentos, hagan el favor de abandonar la habitación —requirió el cabo
empleando su más respetuosa entonación.
Tras
un titubeo previo, los dos suboficiales comprendieron que, dada la situación,
lo mejor que podían hacer era seguir la sugerencia de su inferior al mando.
Abandonaron la habitación con paso inseguro y tambaleante.
—Ahora
ustedes tengan la bondad de regresar a su habitación —dijo el cabo, refiriéndose
a Barrientos y Guzmán de Arteaga.
Este
último dirigió a Irene una mirada preñada de melancolía. Le hubiera gustado
pasar con ella un minuto a solas. Pero los hechos tenían ese cariz, y era
necesario plegarse a las circunstancias.
El
cabo acompañó a los dos hombres a la habitación donde eran retenidos, y se
preocupó de cerrar la puerta con doble vuelta de llave, aun cuando supiera que
no servía de mucho hacerlo, ya que antes no habían tenido ninguna dificultad en
salvar la cerradura.
Acto
seguido, volvió a la habitación donde se encontraban las muchachas, y preguntó:
—¿Quién
de ustedes es Irene Vegas Salazar?
Un
nuevo estremecimiento recorrió el espinazo de las dos jóvenes. No obstante,
Irene se puso en pie.
—Soy
yo.
—Tengo
algo para usted.
De
uno de los bolsillos de su pantalón de campaña extrajo un envoltorio de papel
de aluminio. Las pupilas de Irene se dilataron por la emoción.
—Esto
me lo dio su madre.
Con
dedos temblorosos, Irene deshizo el envoltorio. Era lo que se imaginaba. El
dulce navideño que siempre había sido típico en su casa. ¡La manzana asada!
Aunque ya no tuviera un aspecto demasiado apetitoso, representaba para ella el
símbolo del inmenso amor que le profesaban sus padres. Las lágrimas afloraron
en sus ojos.
—Gracias
de todo corazón —le dijo al soldado.
—Gracias
a usted, porque ya sé cómo ha de ser la hija que merezca tales padres.
Irene
empezó a morder la manzana, aunque ya no estuviera en su punto. Su paladar
traducía toda sensación placentera en el amor que le tenía su familia. No sabía
lo que las próximas horas pudieran depararle, pero en ese instante tenía todas
las razones para sentirse dichosa. Era hermoso tener una familia y el corazón
de un hombre heroico consagrado a ella.
—Pueden
dormir ustedes tranquilas —manifestó el cabo antes de despedirse—. Velaré para
que no vuelvan a molestarlas. El Ejército es una gran institución, pero
desgraciadamente campan algunos indeseables en sus filas.
—Comprendemos
lo que quiere decir —dijo Irene con tono conciliador.
—Han
intentado violarnos —terció Gema, aún no repuesta del pánico que había pasado—.
Cuando pueda, haré la denuncia.
—Está
en su derecho, señorita —dijo el cabo, y salió de la habitación cerrando
cuidadosamente la puerta.
Las
dos muchachas se acomodaron en las colchonetas que les habían facilitado,
disponiéndose a descansar lo que pudieran.
Irene
imaginó que Guzmán de Arteaga estaría haciendo lo mismo y que el sueño le
sorprendería pensando en ella.
CONTINUARÁ...