domingo, 17 de noviembre de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XXVI) - La manzana de la concordia



En ese preciso momento, se abrió la puerta con el estrépito de una tromba. Por el vano apareció la inconfundible figura de Guzmán de Arteaga.
—Salgan de aquí —les intimó a los sargentos con su más estudiada sangre fría.
—¿Qué haces aquí, fantoche? —preguntó uno de éstos, soltando una furiosa rociada de salivazos.
—Oí gritos y me acerqué a mirar —dijo con sorna Guzmán de Arteaga.
Entre los talentos del temperamental profesor, se incluía el de ser un experto cerrajero con pocos medios a su disposición. Tan sólo usando una patilla de sus gafas de montura metálica, le había bastado para forzar la cerradura de la puerta tras la cual estaban encerrados Barrientos y él. Se suponía que los sargentos debían estar vigilantes, pero ya se sabe en qué estado se encontraban.
—¡Te vamos a partir la cara, enclenque de mierda!
—¡Me la tendréis que partir a mí también!
Diego Barrientos acababa de sumarse a Guzmán de Arteaga. Irene curvó sus labios en una adorable expresión de orgullo y felicidad.
—Ya estamos igualados en número —dijo Barrientos con sorna.
Los sargentos se revolvieron, casi bufando como un felino enrabietado. Guzmán de Arteaga y Barrientos se pusieron en guardia. Las muchachas se echaron discretamente a un lado. La lucha estaba a punto de empeñarse cuerpo a cuerpo.
Justo cuando ya estaban trabados los primeros puñetazos, una voz estentórea se impuso al tumulto reinante.
—¿Qué está pasando aquí?
Tan rotunda y terminante fue la demanda, que todos los ocupantes de la habitación se volvieron para mirar la súbita aparición.
Se trataba de un joven cabo de mirada serena y porte apuesto.
—¿Qué quiere, cabo? —farfulló uno de los sargentos con etílica entonación.
—¡Han intentado violarnos estos soldados! —manifestó Gema a grito pelado.
—Y estos dos caballeros han venido a socorrernos —se apresuró a aclarar Irene.
El rostro del cabo adoptó una expresión de severidad.
—¿Qué tienen que decir a eso, mis sargentos?
El tono carmesí de la embriaguez desapareció de súbito de los rostros de los suboficiales. Era en extremo comprometido que un miembro del estamento militar, aun cuando de inferior graduación, les hubiera sorprendido en tan deleznable acto. Las jóvenes estaban temblorosas, fuertemente abrazadas, y tal situación constituía la prueba más concluyente en contra de sus agresores, lo cual a su vez legitimaba la acción de fuga de los retenidos para acudir en auxilio de ellas.
—Mis sargentos, hagan el favor de abandonar la habitación —requirió el cabo empleando su más respetuosa entonación.
Tras un titubeo previo, los dos suboficiales comprendieron que, dada la situación, lo mejor que podían hacer era seguir la sugerencia de su inferior al mando. Abandonaron la habitación con paso inseguro y tambaleante.
—Ahora ustedes tengan la bondad de regresar a su habitación —dijo el cabo, refiriéndose a Barrientos y Guzmán de Arteaga.
Este último dirigió a Irene una mirada preñada de melancolía. Le hubiera gustado pasar con ella un minuto a solas. Pero los hechos tenían ese cariz, y era necesario plegarse a las circunstancias.
El cabo acompañó a los dos hombres a la habitación donde eran retenidos, y se preocupó de cerrar la puerta con doble vuelta de llave, aun cuando supiera que no servía de mucho hacerlo, ya que antes no habían tenido ninguna dificultad en salvar la cerradura.
Acto seguido, volvió a la habitación donde se encontraban las muchachas, y preguntó:
—¿Quién de ustedes es Irene Vegas Salazar?
Un nuevo estremecimiento recorrió el espinazo de las dos jóvenes. No obstante, Irene se puso en pie.
—Soy yo.
—Tengo algo para usted.
De uno de los bolsillos de su pantalón de campaña extrajo un envoltorio de papel de aluminio. Las pupilas de Irene se dilataron por la emoción.
—Esto me lo dio su madre.
Con dedos temblorosos, Irene deshizo el envoltorio. Era lo que se imaginaba. El dulce navideño que siempre había sido típico en su casa. ¡La manzana asada! Aunque ya no tuviera un aspecto demasiado apetitoso, representaba para ella el símbolo del inmenso amor que le profesaban sus padres. Las lágrimas afloraron en sus ojos.
—Gracias de todo corazón —le dijo al soldado.
—Gracias a usted, porque ya sé cómo ha de ser la hija que merezca tales padres.
Irene empezó a morder la manzana, aunque ya no estuviera en su punto. Su paladar traducía toda sensación placentera en el amor que le tenía su familia. No sabía lo que las próximas horas pudieran depararle, pero en ese instante tenía todas las razones para sentirse dichosa. Era hermoso tener una familia y el corazón de un hombre heroico consagrado a ella.
—Pueden dormir ustedes tranquilas —manifestó el cabo antes de despedirse—. Velaré para que no vuelvan a molestarlas. El Ejército es una gran institución, pero desgraciadamente campan algunos indeseables en sus filas.
—Comprendemos lo que quiere decir —dijo Irene con tono conciliador.
—Han intentado violarnos —terció Gema, aún no repuesta del pánico que había pasado—. Cuando pueda, haré la denuncia.
—Está en su derecho, señorita —dijo el cabo, y salió de la habitación cerrando cuidadosamente la puerta.
Las dos muchachas se acomodaron en las colchonetas que les habían facilitado, disponiéndose a descansar lo que pudieran.
Irene imaginó que Guzmán de Arteaga estaría haciendo lo mismo y que el sueño le sorprendería pensando en ella.

CONTINUARÁ...
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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