miércoles, 23 de diciembre de 2009

Oración navideña


En las calles se eleva el canto unánime: ¡Es Navidad, ha nacido la esperanza, es forzoso propagar el sentimiento de amor y hermandad entre los humanos!

Y yo me pregunto: ¿qué es Navidad para mí?

Podrán colgar en los árboles farolillos de niebla y bolas de destellos, que yo veré la Navidad en los botones de la primavera, en las hojas manchadas del polvo estival, en el barro engendrado por la lluvia de otoño.

Los comercios se llenarán de parpadeo de luces y vistosos belenes, pero yo reconoceré la Navidad en las manos manchadas de yeso, en la masa del panadero y en la frente que suda repasando gruesos libros… Los pájaros de abril acudirán a mi ventana a cantarme el sentimiento navideño.

El buzón se llenará de felicitaciones y sobres coloridos, pero la Navidad estará en el corazón de quien me recuerda sin esperar que yo responda, en la sonrisa de quien antes conoció la tristeza y en la oración de quien confía en superar su dolor. ¿Qué más da? La Navidad resplandece cuando el filo de la segur del campesino roza el tallo de la espiga granada o cuando la sangre de las heridas sigue el camino de las lágrimas… Permíteme, Dios mío, ampliar mi calendario navideño a cualquier época del año.

El cuerno de la abundancia reventará en Navidad, saciando estómagos que no sienten hambre. Empero, que la Navidad llegue a la casa donde no alumbra el fuego y al techo que no está resguardado de la lluvia… ¿No es cierto, Señor, que es necesario comer y beber todos los días de la vida que nos has preparado bajo el sol? Pues que la Navidad no se haga esperar en esos rincones donde no alumbra la sonrisa de la juventud.

Ayúdame, Señor, a hacer de la Navidad la sombra de tu presencia, en cualquier lugar, en cualquier tiempo, en cualquier corazón que te conozca y aun en aquel que te repudie.

Es necesario sentirte nacer cada día, como lo es sentirte crecer y ver cómo de tu semilla nace un árbol inmenso, en cuyas ramas anidan las aves del cielo.

Resumiendo, haz de mi vida una Navidad perpetua.

Tu hijo que te ama.

El jardinero de las nubes.

domingo, 20 de diciembre de 2009

El viejo que contaba cuentos


Había llegado a la edad en que sólo podía contar cuentos. Era agradable en su rostro la caricia del sol de otoño. Del lagar subía un delicioso aroma a miel de mosto.

Inclinó la cabeza hacia arriba, y abrazó con su mirada el aire sombrío de lluvia. Una nube le trajo un beso de agua. Unos ojos de niño le devolvieron el gozo de sus años perdidos.

–Ven mañana. Ahora me siento cansado –dijo el viejo.

–Mañana es hoy –respondió el joven–. Cuéntamelo ahora.

–¿Qué quieres que te cuente?

–Aquello que tú desees contarme.

El viejo abatió su mirada al suelo. Las hojas secas chorreaban haces de luz otoñal.

–Cuentan que un día desapacible florecieron las ramas de todos los árboles. Aún no se había fundido la nieve del invierno. «Os habéis adelantado, flores presuntuosas. No sois esperadas todavía.» Ellas se sintieron profundamente ofendidas, plegaron sus lindas corolas y no se las volvió a ver por primavera...

El viejo cerró sus labios de ceniza de leña. Lágrimas de agua tibia asomaron al borde de sus párpados.

–Eres viejo pero aún no has aprendido la lección –arguyó el mozalbete–. Los árboles más hermosos sólo muestran sus flores en invierno.

Y las lágrimas cedieron su puesto a la risa. El viejo no paró de contar cuentos.

El jardinero de las nubes.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Los caminos de la oración (y XIV): Helado de mandarina


Y ahora, Señor, ¿qué puedo yo esperar? En ti está mi esperanza (Sal 39, 8).
Pues Tú eres mi esperanza, Señor, Yahvév, mi confianza desde mi juventud (Sal 71, 5).
Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer a los humildes (Mt 11, 25).

Las estrellas del verano se demoran en refulgir sobre el cielo de la plaza de Italia. La dicha de la adquisición de la cuarta serie, la magia de los lugares recónditos de la Magdalena, la vida cosechada en aquella apacible quincena…, mañana será historia. ¿Volveré algún día? ¡Por supuesto que sí! Cantabria es tierra amada por mí, piélago inmenso y cielo fragante de milagros coloridos. Ha llegado la hora de agacharse junto a la piedra del camino y hacer balance de lo que queda en el cercano pasado. Pero no, hacer balance es abrir las puertas a la despedida, y Tú sabes, Dios mío, que nunca me hizo bien despedirme de lo que fuera; acaso por eso sigo esperando sucesos y presencias que se marcharon de repente, sin avisar, dejando mi alma en continua expectación. Pero los ortos y los ocasos de los días se sucedieron sin ver cumplidas algunas de mis más anheladas esperanzas… Tengo fe todavía, Dios mío, aún puedo pensar que se alzará la flor en medio del árido pedregal.

Soy como una sombra recorriendo los ámbitos de la plaza de Italia. Mi cabeza va agachada, sin fijarme en el gentío que ocupa terrazas y cafeterías. Parece que me recreo dolorosamente en la escasez de momentos dichosos que esta vida me ha deparado. No me duelen prendas confesarlo: he sido feliz a lo largo de esta quincena. ¿Y ahora qué? El azul del cielo se va desvaneciendo en el vaho gris del anochecer. El futuro comienza en la oscuridad herida por los puntos luminosos de las estrellas. Despedida. ¿Es necesario hacerlo? ¿Por qué cada momento placentero de la vida ha de ir rematado por el cruel baldón de la despedida?

Brilla la blanca fachada del Casino del Sardinero. El edificio que parece un palacio versallesco y que cuenta con las mejores vistas de Santander. En alguna de esas ventanas debió de estar asomada alguna vez la bella actriz Gina Lollobrigida, que interpretara a la reina de Saba y cuyos labios fueran besados por Yul Brinner, en el papel del sabio rey Salomón. Aquí estuvo ella, belleza italiana en la misma plaza de Italia. Sus pestañas tenían la coloración de las rocas oscuras de los Apeninos. Ella es Italia, como lo son las ruinas de Pompeya y las termas de Caracalla, los tapices venecianos y el queso parmesano, el aceite de Calabria y los perfumes florentinos… Italia es jabón de hierbas aromáticas para el afeitado y cuadernos a rayas en los que la tinta permanece indeleble para la posteridad; Italia son los mercados callejeros en Navidad, las velas encendidas, la pizza napolitana, los spaghetti a la boscaiola y…, el legado de Marco Polo (1254-1324): ¡los helados italianos!

Los engranajes de la memoria comienzan a girar. Durante un tiempo, en las noches luminosas de Internet, mantuve cierta comunicación con una mujer de Toledo, madre ella y creyente en Dios como pocas he hallado a lo largo de esta vida. Se hacía llamar Mará, el nombre que Noemí, la suegra de Rut, se aplicara a sí misma tras conocer el dolor de la muerte de su esposo y sus hijos (Rut 1, 20), nombre que literalmente significa “amargura”. Pero mi amiga no hacía honor a su apodo. Entre tantas conversaciones trascendentales, surgió de manera simpática una alusión a los helados que se podían degustar en la capital cántabra. Ambos coincidimos en que el mejor sitio de venta de helados se ubicaba en la esquina oriental de la plaza de Italia, a la sombra de una de las torres del casino. Heladería Italiana Café, así figuraba en la inscripción del toldo. Atractivo rincón hostelero flanqueado por una farmacia y una sucursal del Banco de Santander. Mará me dijo que el helado más delicioso que jamás probara, lo servían allí… El helado de mandarina. Yo sólo tenía conocimiento del exquisito sabor del helado de fresa que una vez compré allí. Entonces le empeñé mi palabra: tan pronto regresara a Santander, haría lo posible por probar su celebrado helado de mandarina. Nuestra comunicación fue breve como un instante de felicidad, se fue dispersando en el tiempo, pero dejó un recuerdo precioso que el paso de los meses no ha dejado de enriquecer. Sin duda, Mará seguirá volando por su cielo plagado de esperanzas y fe en Dios.

Ahora, en plaza de Italia, se aviva el recuerdo de Mará, y rezo por ella, como algunas veces me pidiera en momentos de especial incertidumbre. Me aproximo a la heladería. Nada ha cambiado. Hay que sacar primero los tickets para que te sirvan el helado. Un matrimonio de ancianos septuagenarios se encarga de la tarea de cobrar en caja y algo me dice que hasta del derecho de admisión.

-¡Aquí no podéis correr! –amonesta la mujer a dos niños que han entrado como una tromba por el hueco de la puerta que comunica con la cafetería.

-¿Qué quiere usted? –me interroga el hombre con un punto de aspereza en su voz.

Yo, que soy francamente tímido, noto que las palabras me vacilan en la boca, como siempre que paso a un comercio donde presumo que mi presencia no es bien recibida.

-Un helado de mandarina… doble.

El hombre, de bigotito blanco y perfilado, me echa una mirada rapaz tras sus gafas de montura de acero y lentes estriadas. Tiene los ojos enrojecidos y estancados en lágrimas, propios del cansancio nocturno.

-¿En tarrina o en cucurucho?

-En cucurucho…, por supuesto.

Me alarga el ticket, manteniéndolo aprisionado entre sus dedos hasta que le pago. Luego me hace una seña despectiva para que me dirija al mostrador del fondo. Allí me recibe una muchacha cuya cordialidad suple con creces la aspereza de los ancianos guardianes de la hacienda y del local.

-Un cucurucho de mandarina con dos bolas, por favor –le pido tendiéndole el ticket.

Enarbola la cuchara heladera y enseguida, diestra y amorosamente, me compone una delicia que casi se asemeja al monte del Pan de Azúcar. Mis ojos se recrean tanto en las bandejas de apetitosos helados (frambuesa, turrón, chocolate, mora…) como en la fresca sonrisa que adorna los labios de la joven.

-Aquí tiene usted –me dice, ofreciéndome a la sazón una servilleta y una cucharita de color azul (mi favorito).

-Muchas gracias –contesto tributándole una de mis raras sonrisas.

Salgo del local sin despedirme de los displicentes ancianos, contraviniendo todo sentido de la educación. Ya brillan las luces en su mayor esplendor nocturno. Saboreo el helado y no puedo por menos de bendecir a Mará por su atinada recomendación. Fruta y azúcar disolviéndose en mi paladar. En mi imaginación se abre un camino rural de las islas jónicas, a cuyos márgenes florecen esbeltos mandarinos, que al instante, por efecto de las brisas perfumadas, conciben entre sus ebrias ramas frutos tan dorados como las mismas manzanas del sol. El sabor, hecho placer, eriza mi cubierta capilar. Efectivamente, en plena madurez, saboreo el mejor helado de toda mi vida. Casi no presto atención al entorno inmediato.

En un rapto de fascinación gustativa, cruzo la avenida hasta el extenso mirador enlosado sobre la primera playa del Sardinero. Aún sobreviven algunas casetas de los ya terminados Baños de Ola. El arenal está vestido con ropajes de sombras. Una pareja de enamorados camina, agarrados de la mano, por la divisoria de las aguas. Cuando era el tiempo de hacerlo, no lo hice, y ahora ya se me pasó la ocasión. Me queda la fantasía, como entonces me quedaba. Aunque ya me rodeen nubes de melancolía, no puedo por menos de esbozar una remota sonrisa. Si no hubo besos en el pasado, ahora me besan la imaginación y unos fríos labios de helado de mandarina. Si fueran besos cálidos, serían la eclosión de una vida que rompiera las fronteras del cielo y la tierra; serían brumas y caminos navideños ahítos de sonrisas benévolas; serían bailes sobre pistas acuáticas, con manos enlazadas bajo crepúsculos soleados; serían tardes de sábado en Madrid, donde el olor de la ropa recién planchada fuera suplido por parques fértiles de amistad y calles repletas de farolillos de oro, librando sus reflejos en esbeltos cueros cabelludos y ojos salidos de los mismos mantos de estrellas… La vida, nada más que la vida… Si el tiempo no fue entonces mi aliado, ahora ya he dejado de tenerle consideración. La pareja de enamorados se ha borrado de mi campo visual. Dios mío, Tú eres el fruto de toda mi existencia.

Ya es la hora de irme. Mañana me aguarda el cruce de la Cordillera Cantábrica y el encuentro con la invertebrada Meseta. Pasar del clima apacible a las Calderas de Pedro Botero. Enfilo la rampa en dirección a los jardines de Piquío. El helado va desapareciendo entre agradables paladeos. Ya empiezas a distanciarte de mí, Santander querida. Cielo, mar y montaña buscan resguardo en las emociones que alberga mi pecho. Las luces de la capital rielan sobre el negro tapiz de las aguas. Creo vislumbrar la silueta de un hombre pescando con caña al extremo del arenal. El palacio de la Magdalena aparece iluminado en lontananza. El helado aún me sabe a besos de amor. Los árboles del paseo marítimo exhalan olor a verde, a savia impregnada de sal. ¿Es necesario despedirse? La despedida es como aparición fantasmal al principio de la noche, como campana que da al viento su lúgubre tañido. Vuelvo a cruzar la avenida, y el helado ya se ha terminado.

Me hallo frente al Monumento a los Hombres del Mar. Tres colosos de piedra con la mirada enfrentada a la distancia. Mis pasos se detienen. Es la mirada que escruta el futuro. Pero yo, como cristiano, ni quiero mirar adelante ni atrás. El tiempo presente es lo que se nos ha dado, y del presente brota la oración, el deseo de que Ángel, mi paisano, aquel hombre con quien tan poco he hablado, adquiera en el presente los anhelos del futuro.

Cantabria, fueron tus brazos el consuelo de tantas carencias de juventud. Regaste con tu ambrosía mi alma sedienta, que de antaño venía siendo barrida por los vientos del infortunio. Me mostraste otro lado amable de la vida, y por ello ahora vivo… y seguiré viviendo.

"El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos" (Mc 9, 35), dijo el Maestro. Me sentía cohibido de estar sentado en aquella terraza de la plaza de Italia y de que el camarero nos estuviera sirviendo nuestra última cena en la capital cántabra. En este mundo es raro y hasta maravilloso que los poderosos sirvan a los humildes. Siempre me siento disminuido delante de los camareros. ¿Quién soy yo, me pregunto, para que se muestren serviciales conmigo? Imagino sus vidas esforzadas, sus hogares, sus familias, su escasez de lujos… y no me siento bien; me entran ganas de corregir las injusticias que el cielo dejó pendientes. Siempre veo a los camareros con gesto de cansancio, y muy pocos parecen no considerar su trabajo una esclavitud de la vida… El camarero que nos atendía se mostraba feliz porque le habías ganado el corazón con tu simpatía. Se preocupaba de que te lo comieras todo, y parecía alimentarse del inagotable caudal de tus sonrisas. A los postres, te trajo una piruleta sin que nadie se la hubiera pedido, como áureo premio a la felicidad que le habías proporcionado. Y tu propia felicidad te impulsó a abrazarle la cintura, dándole las gracias con todo tu corazón… ¿Brillaron lágrimas de gratitud en los ojos de ese hombre humilde y cansado?... No sabría decirlo; en mis propios ojos había lágrimas que restaron nitidez a mi mirada.



FIN



El jardinero de las nubes.