jueves, 18 de diciembre de 2014

Mensaje navideño 2014


Parece que con el transcurrir de los años la Navidad adquiere un cariz comercial y consumista. Las tiendas y grandes superficies cada vez adelantan más sus calendarios navideños. Se encienden luces, se decoran árboles, se arman belenes, para que la Navidad sea un espectáculo atractivo, para que las celebraciones sean lo más onerosas posible, para que las reuniones de familiares y amigos lleven implícitas una razón de consumo.

A mí particularmente me gusta la estética navideña, y el consumo dentro de unos límites moderados. La Navidad es una celebración, y es importante recordar lo que se celebra: una familia con escasos posibles moviéndose en medio del frío de la noche, una jovencita a punto de dar a luz, todas las posadas del pueblo ocupadas, sólo un establo disponible y un sencillo pesebre para acoger a la esperanza del mundo. Nada más humilde y alejado de las tendencias consumistas, pero que hizo que los cielos prorrumpieran en gozo. Ésta es la historia que nos han contado; cada cual en su corazón debe decidir si fue verdadera o no. En mi caso, quiero creerlo.

La Navidad para mí es sinónimo de familia. Ya fallecieron mis padres y mi hermana (mi madre, este año). La casa del pueblo, escenario de mis navidades infantiles, ahora sólo tiene el silencio de mis emociones y recuerdos. Cada vez que abro la puerta, alzo una persiana, me siento en una silla, se me representan los ojos luminosos y la sonrisa de mi hermana, la bondad de mi padre, la laboriosidad de mi madre… Os habéis ido de mi vida, y allá donde estéis (si es que estáis en alguna parte, como yo así espero), quiero deciros que os recuerdo y que celebraré en vuestra memoria las navidades que me queden hasta reunirme con vosotros, siempre con la alegría del nacimiento de la esperanza para el mundo. El amor silencioso puede llenar una casa vacía. Hay objetos vuestros, ropas que os pertenecieron. Todavía, mamá, hay una bata que conserva tu fragancia. Perdonadme si no conseguí ser mejor hijo y hermano, si no os dije con palabras lo mucho que os quería; a pesar de eso, mi conciencia descansa porque mi sentimiento fue verdadero.

Deseo a todos los que pasen por este blog una Navidad feliz y todo lo que venga después. No se les ocurra dar margen a la tristeza, alégrense mucho; aunque los problemas permanezcan, la Navidad es tiempo de milagros, y no hay mayor milagro que la alegría del corazón. Siempre habrá motivos para la melancolía, pero para la alegría puede quedarnos uno de los mayores motivos… la Navidad… el amor... Dios, en una palabra.


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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domingo, 14 de diciembre de 2014

Proverbios: ¿Qué hacer en caso de persecuciones?


Hay más sensatez en los pies del cobarde que en los puños del valiente.

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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sábado, 6 de diciembre de 2014

El último viaje de Ebenezer Scrooge y otros asuntos literarios


En la sesión del día 3 de diciembre del actual, estuvimos trabajando en el Taller de Escritura Creativa algunas técnicas de desbloqueo. Empezamos dedicando diez minutos a hacer una relación de las cosas que nos gustan y no nos gustan. En mi caso, produje el siguiente texto:

ME GUSTA, NO ME GUSTA

Me veo hace una hora, haciendo estación junto a un descampado, el cielo impostado de nubes ultrajadas por el frío, los álamos confesando sus cuitas a la brisa vespertina; no hay pájaros, y sí está presente una farola desangelada que amenaza con romper en un trasunto de luz de gas. No sé por qué, se trata de un atardecer como uno de tantos, pero he sacado el móvil para fijar esa imagen en la virtualidad del recuerdo. Al girarme de espaldas, he avistado en la altura del campanario una porción de luna, que asoma su modesta belleza en los atrios del día que declina… Así son los momentos en los que me gustaría vivir más a menudo.

Sin embargo, no me gusta lo que de tan luminoso acaba cegando, caminar las sendas trilladas, vestir y calzar como imponen los escaparates, ser un hombre sociable cuando mi naturaleza me empuja al alejamiento. Dicen que el sol es mejor que la lluvia; pero yo sé que la lluvia es más valiosa que el concepto que tengo de mi existencia; ninguna flor ha nacido de un brote que no haya recibido la caricia pluvial de los cielos. No me gusta situar lo físico por encima de lo metafísico, juzgar cuando no es preciso hacerlo, vivir persiguiendo un sueño cuando no hay sueño más hermoso que la vida que no debió ser malgastada.

Es verdad, me gustan estas reposadas tardes de otoño.
Foto real que ha inspirado el texto


A continuación, estuvimos trabajando la técnica del binomio fantástico. Yo no me encontraba muy motivado ese día. Me fue asignado el doblete de palabras “Médano-Pozo”, y éste es el texto que salió de mi exhausto telar en los diez minutos que nos fueron dados:


MÉDANO-POZO

El capitán Ferragut se había quedado solo en el castillo de popa de su goleta. Los malditos marineros, comandados por el aún más maldito contramaestre, se habían apropiado del único bote en el albor de la tormenta. Sus manos se aferraban con un figurado rigor mortis a la caña del timón. Una isla apareció en el entrevero de la lluvia y las olas sublevadas. No había oportunidad de maniobrar. La quilla quedó encajada en el primer médano que salió al encuentro. El capitán sintió, como si se hubiera tratado de su propio cuerpo, el modo en que se partían las cuadernas, se dislocaban las vergas y los mástiles rompían sus ángulos de sujeción… Tenía que abandonar el castillo de popa o la parca implacable reclamaría el tributo de su vida. Aguardando el momento propicio para ello, se aprestó a saltar por la borda.

Pisó agua y arenas tambaleantes. Sus botas eran como brazos de ancla, que le impedían avanzar con la necesaria ligereza. Pero había que hacerlo, ahora que era el momento del reflujo de las olas.

Anduvo un paso más, y la arena abrió un pozo que se tragó al mar y al capitán Ferragut.



Para ultimar la sesión de aquel día, y a modo de ejercicio para casa, Cristina, la monitora, nos encargó que aplicásemos la técnica del plagio creativo al “Cuento de Navidad”, de Charles Dickens. Es una historia que me cautiva, y sé que en mi caso es ocioso parangonarme con el gran maestro inglés. No obstante, he aquí mi humilde aportación:


EL ÚLTIMO VIAJE DE EBENEZER SCROOGE

–¿Por qué, tío Ebenezer, no me has hablado nunca de Belle, la única novia que tuviste en tu vida? Siempre has mentado a mi madre, tu hermanita, tu pequeña Fan, como solías llamarla. Tu nostalgia llegó a conmoverme, pero nunca referiste una palabra de Belle.
Era la tarde de Nochebuena. En el barrio de Wapping se extinguían los colores del día entre las adustas chimeneas de las fábricas, que semejaban columnas que sustentaban el cielo escarchado. Ebenezer Scrooge estaba tendido en su lecho, su mano sostenida por la de Fred, su sobrino. La puerta estaba cerrada, y sabía que en cuanto el carillón diera las doce campanadas, las llamas del candelero oscilarían y el fantasma de Jacob Marley, su antiguo socio, acudiría a buscarle.
–Escúchame, Fred. No hice caso a tu madre la Nochebuena que vino al colegio a invitarme a la fiesta que iban a dar tus abuelos; por tanto, dejé correr la oportunidad de reconciliarme con ellos. Yo le doblaba la edad a tu madre, y su rostro estaba enrojecido por el frío que había pasado corriendo por el sendero del arroyo; apenas me llegaba ella a la cintura. Y no la hice caso. Se fue llorando a pasar la Nochebuena con su familia… que ya no era la mía.
Fred le limpió una lágrima rebelde que se le había posado en la comisura del párpado. La voz de Scrooge se iba adelgazando progresivamente.
–Ella me quiso toda su vida, incluso cuando la nariz se me afiló de pura misantropía y acabé convertido en el usurero más huraño y ruin de todo Londres. Su amor resultó al final más fuerte que el de Belle… ¡Dios mío, qué adorable era Belle! Recuerdo cuando la conocí en aquel baile de Navidad que dio en su almacén el querido y recordado señor Fezziwig. Ella rehizo su vida, encontró a un hombre bueno, se casó, tuvo hijos…
  –Cálmate, tío Ebenezer –dijo Fred al ver que Scrooge se alteraba y nuevas lágrimas surcaban sus mejillas.
–Es verdad: nunca te he hablado de Belle –continuó el anciano tras recuperar el aliento– porque las cosas sagradas no deben ser aireadas. En el corazón guardamos los sueños y encerramos los pecados, y si hay tesoros tienen que ser fuertemente custodiados. Belle no se merecía un hombre como yo, mientras que yo no pude soñar con una mujer mejor… Ahora déjame solo. No apagues el candelero. Disculpadme si no os acompaño a cenar.
–Feliz Navidad, tío Ebenezer.
 Fred se marchó de la alcoba, cuidando de cerrar la puerta. Ahora sabía que su tío nunca había abandonado la pasión que retoñó en su juventud.
Llegó la hora en que un júbilo de campanas anunció la Navidad. Las velas del candelero palpitaron con un fulgor helado. El fantasma de Jacob Marley atravesó la puerta de la alcoba.
–Hola, viejo camarada, te estaba esperando –dijo Scrooge con dolorosa dulzura.
–Vengo a buscarte y a indicarte una vez más el camino –dijo el fantasma–. Te felicito: enmendaste tu vida al final, repartiste las obras de tus sentimientos, te sumergiste en la nostalgia, te consideraste en tus ratos de soledad el más indigno de los seres vivientes… Eres grande, Ebenezer Scrooge. No temas ir por el camino que te voy a indicar.
Scrooge se puso trabajosamente en pie. Tomó de la mano al fantasma de Jacob Marley, y dejó que las navidades siguieran su curso.
A la mañana siguiente, Fred descubrió que el alma de su tío había emprendido el más largo de los viajes. Sobre su mesita de noche, había una nota en la que figuraba una única palabra trazada con torpe pluma:

BELLE





Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).

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martes, 25 de noviembre de 2014

Proverbios: lo más valioso y el origen de la esperanza


Inauguro una nueva sección: “Proverbios”. Son frases que se me ocurren al acaso y que tengo la prevención de anotar antes de que se me olviden. He aquí las dos primeras:

Las cosas más valiosas son aquéllas que puedes llevar sin necesidad de transportarlas.

El universo al formarse tenía el tamaño de una lágrima.


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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domingo, 16 de noviembre de 2014

Continuación de "El guardagujas"


El ejercicio que Cristina Serrano nos propuso en la primera sesión del Taller de Escritura Creativa, consistía en dar un final a este fragmento de relato, extraído del cuento "El guardagujas" de Juan José Arreola:

-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, sólo soy guardagujas. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento. 

No es un cuento que me guste demasiado, después de haberlo leído en su totalidad. No obstante, éste es el final que yo propongo para la próxima sesión del taller, el día 19 del actual:

CONTINUACIÓN DE “EL GUARDAGUJAS”

La promesa de viajar aún latía en su interior. X era el nombre que le había dado al impertinente guardagujas, y, antes de que el tren parase en la estación, debía dejar algún testimonio de quién era en realidad. Apresuradamente, arrancó una hoja a su libreta, y a vuelapluma, cuidando que las palabras crecieran en tamaño, dejó escrito: “Yo soy Joseph Conrad”. Luego abandonó la hoja en el hueco de una ventana, adosada al cristal turbio de polvo añejo.

La locomotora frenó en seco, y mientras lo hacía soltaba serpientes de vapor. Joseph se aupó al estribo del vagón, y entró al compartimento. No se veía un alma allí, estaba enteramente solo. Se dejó caer en un frío asiento de cuero ultrajado por tantos años y viajeros. La locomotora silbó de forma perentoria, el andén de la estación desfiló hacia atrás, el bosque sumó profundidad en tanto que la última niebla del alba se fugaba en el vértice de la montaña.

Joseph sacó de nuevo su libreta, y dejó escrito: “Estoy dispuesto a sucumbir a lo que me depare el destino. Amo la humanidad, pero no espero nada bueno de ella. ‘Una muchachita’, dijo ese condenado guardagujas. ¿Qué sabrás lo que ando buscando, desgraciado pelanas?”.

El tren se zambulló en las sombras verdes de una cúpula de árboles. Redujo su velocidad porque la vía se acababa. En cuanto se parase del todo, Joseph tendría que improvisar un nuevo comienzo, y tenía claro cuál iba a ser: bajaría del vagón, buscaría un calvero en la frondosidad del bosque, echaría un tiento a la petaca de ginebra que llevaba en su maleta, y se pondría a escribir; entonces necesitaría otro trago, y seguiría escribiendo. No quería fundar ciudades: sabía que el tiempo termina sepultando la memoria de las ciudades, pero las palabras escritas con pasión sobreviven al olvido, cada día se renuevan, no desaparecen como las voluntades caídas.

Joseph encontró el calvero adecuado. Sentó sus posaderas sobre un tocón macerado de musgo, enarboló su pluma como pintor de palabras, echó un trago de ginebra, abrió por enésima vez la libreta. El tiempo callaba. Tras expulsar el aire de sus pulmones, se puso a escribir… y ya no paró de hacerlo.


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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domingo, 9 de noviembre de 2014

Comienzos y descripción

Hemos iniciado un nuevo curso en el Taller de Escritura Creativa, en la Biblioteca Pública del Estado de Ciudad Real, a cargo nuevamente de Cristina Serrano. Se ha incorporado mucha gente nueva. En la primera sesión, correspondiente al 5 de noviembre, trabajamos los comienzos de los relatos, que se pueden abordar desde varias perspectivas: Sentidos, Reflexión y Deseos Ocultos. Cristina nos dio unos diez minutos para hacer nuestros propios comienzos. En mi caso, éstos son los textos que produje:

SENTIDOS
¡No puedo! Se me forma arena en la boca, el bolo no quiere bajar por la garganta, hay martirio en las papilas gustativas y la sangre huye de la lengua. ¡No puedo, no me obligues! Crueldad de ajos y cebollas que se han soltado de la rienda, líquido infame que sabe como la cicuta cocida, gránulos atravesados como hormigas asesinas. ¡Por favor, no me hagas comerme tus lentejas!





REFLEXIÓN
Era el mismo lugar, la misma puerta, la entrada comunicando con la salida. La temía al principio, ahora la venero, buscando su espejismo de reposo y consuelo. No recuerdo el temor del principio, pero el tan temido final me ha encontrado, y nada ha cambiado. Está aquí, ya ha venido, la palabra “fin” ha sido escrita.






DESEO OCULTO
Llegué a la mitad del ferial. La noche se vistió de lentejuelas y fuegos que nacían en el cielo sin arder. El gentío estaba en todo su apogeo. El abrigo me sobraba. Un policía se quedó absorto mirándome, como si supiera lo que yo iba a hacer. Era el mes de agosto y ya estaban avanzadas las cabañuelas. ¡Lo hice! Me arrebaté el abrigo, y los ojos del gentío se sumaron a las miradas del policía. Mi única prenda era el abrigo… y la había perdido.



Acto seguido, abordamos la cuestión de las descripciones. Cristina nos leyó este microrrelato titulado “La coleccionista”, de Isabel González:

La niña coleccionaba arena. Aislaba cada granito aislado, lo cogía con una pinza y los guardaba en un vaso de vidrio. Había miles de átomos de coral, cientos de pizcas de nácar y quién sabe cuántas partículas de cuarzo geminado albergaban sus recipientes. La gente venía de lejos a contemplar su exposición. Ella les asignaba un número y ellos transitaban los pasillos hasta que de repente, pegaban la nariz a tal o cual vaso y acariciaban extasiados la superficie del cristal. “¿Qué les ha parecido?” – les preguntaba al salir - “Son unas vasijas preciosas”, contestaban los visitantes.
La niña apuntaba en su cuaderno “trescientos cuarenta y un mil… “ Era magnífica su colección de idiotas.

Nos pidió que reformulásemos este relato descriptivo en forma de diálogo, en un espacio no superior a cinco minutos. En mi caso, mi contribución fue la siguiente:


LA COLECCIONISTA
–Sí, yo lo veo aquí. Arenisca de luz, cuarzo de cuchillo, pizarra de nube preñada de tormenta, esquistos de ladera incendiada. Tu colección es interesante.
–Sí señor –respondió la niña tragándose la sonrisa.
–Ahora, prueba a vaciar las vasijas.
–¿Por qué, señor? –la niña se quedó pálida de asombro.
–Hazlo, por favor.
Al final accedió a ello. Los distintos fragmentos de arena se dispersaron por el suelo.
–Bien –dijo el hombre suspirando de alivio–. Me encantan las vasijas. ¿Son de cristal de Murano?
La niña escribió en su cuaderno: “el primero que me hace parecer una idiota”.




Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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sábado, 18 de octubre de 2014

Cuentos urbanos: La leyenda del pastor en el mar


Durante mis vacaciones estivales de este año, experimenté la querencia de escribir un relato en la proximidad del mar. En las playas Primera y Segunda del Sardinero, en Santander, di forma a este deseo.
El último día amaneció lluvioso, y, estando escribiendo en los jardines de Piquío, me cayó un buen temporal. La tinta se me corrió en la página de la libreta en la que estaba empleado, y tuve que terminar el cuento bajo la protección de la marquesina de una parada de autobuses urbanos. Así de imprevisible es el mar Cantábrico... Pero lo importante es que pude acabar el cuento que ahora someto a la consideración de los lectores.

Su madre se lo había dejado muy claro:
—¿Qué falta te hace a ti querer conocer el mar? Has cumplido los cincuenta y no te has casado, que es lo mejor que podrías haber hecho. Nada de parecerte a los señoritos. Tu vida es el rebaño y mirar por tu madre anciana. No pierdas el tiempo en memeces y céntrate en tus obligaciones.
Ricard atisbó por la ventana. En el páramo ya se asentaban las nieblas del Norte. Al día siguiente tendría que emprender la marcha trashumante para que las ovejas pasaran el invierno en un clima más benigno. Sólo tenía a su madre; lo demás pertenecía a los señoritos de la casa grande, que todos los veranos iban a bañarse al mar y hablaban maravillas de éste. El mar era fresco y profundo, los aires de la costa curaban todos los resfriados y mujeres muy guapas paseaban por los arenales calentados por el sol. Ricard quería ser como los señoritos de la casa grande, pero sólo en lo que a disfrutar del mar concernía.
—No te olvides traerme un regalo cuando vuelvas en primavera.
Su madre estaba muy a gusto, sentada junto al fuego. En el techo de bardas había una pequeña gotera, de la que descendía un lento hilván de la lluvia que había descargado durante la tarde. Ni siquiera la casa era de ellos. Se la habían cedido los señoritos a cambio de consagrar su vida al cuidado de las ovejas, a cambio de trabajar hasta deslomarse y disfrutar lo menos posible de la vida, a cambio de madrugar en la hora de la escarcha, pasar el día en los páramos y volver de la majada al sepultarse el sol tras el horizonte. A cambio de perderlo todo por la ilusión de tener algo. Ricard prefería no pensar en esas cosas, pero no podía contener el deseo de conocer el mar. Los señoritos contaban con todo lo bello de la vida: otros trabajaban para ellos, iban de cacería y organizaban fiestas en la casa grande, conducían unos coches que eran más confortables que la cabaña donde vivían su madre y él; hasta tenían familia numerosa y se apoyaban unos a otros… Y asomaban por el mar cuando les iba en gana.
—Aféitate, que tienes la cara toda rasposa.
—Vale, madre.
Tomó la navaja, la brocha y la pella de jabón, e hizo espuma con el agua de la desconchada palangana. El trozo de espejo adosado a la pared le devolvió todo un retrato de la amargura existencial. Las personas sólo tienen una vida, y él había malgastado la suya. Por nacer donde nació, por hacer demasiado caso a todo lo que le decía su madre, por apacentar las ovejas de los señoritos.
Ya tenía la cara toda enjabonada, a punto de pasarse el filo de la navaja. Por medio de la imagen del espejo, apreció un nudo en sus ojos. Acaso una lágrima abortada. Y más en el fondo de aquéllos, había un mensaje que tal vez debiera tomar en consideración.
—Madre, he decidido dejarme barba.
—¡Serás Sisebuto! Bonito ibas a estar tú con barba. Aféitate, que si no vas a parecer un adefesio.
—Da igual, nunca tendré una mujer.
—Porque tú lo has querido.
—¿Cuándo? Como no me case con alguna de las ovejas…
Se limpió con cierta pena el jabón de la cara. La dureza de su mirada se había dulcificado. Había tomado una decisión y la había cumplido. Un paso no conduce a ninguna parte, pero siempre es el primero que se debe dar para llegar a alguna parte.
—Buenas noches, madre.
Se acostó en su poco mullido lecho. ¿Qué más daba, si él estaba acostumbrado a dormir al sereno, teniendo por jergón la tierra y por almohadas las rocas pulidas por la lluvia? Durmió contento esa noche, la última que tal vez pasaría en la cabaña por mucho tiempo.
Sonaban en sus sueños las olas del mar, aunque jamás las hubiera escuchado. Un señoritingo listo dijo una vez, estando cerca Ricard, que la vida comenzó en los océanos. Empezar la vida es el milagro absoluto. El mar, las olas furibundas, esos pájaros blancos que al graznar ensordecían los aires. Ricard durmió contento esa noche, pero de todos los sueños se acaba despertando.
—Buenos días, madre.
Las gachas tropezadas con torreznos, su habitual desayuno, le esperaban en el perol que colgaba del fuego. Le aguardaban muchas jornadas por cañadas inhóspitas hasta llegar a los pastos de invierno. Sentía que el copioso desayuno cargaba su cuerpo de vigor y optimismo.
—Madre, ya tengo que irme.
—Hasta que vuelvas en primavera, hijo. Buen viaje lleves.
—Gracias, madre.
—Y no se te olvide traerme el regalo.
—Descuide, madre.
Sobre las ondulaciones del páramo, las nubes amenazaban con soltar la melancolía del otoño. Ricard dio un silbido. Enseguida “Tizón”, su fiel pastor belga, le acudió al encuentro.
—Vamos, amigo, nos aguarda un largo camino.
Se colgó el zurrón a los hombros, enarboló su cayado y siguió el camino de la majada. Trescientas cabezas de ganado lanar, de las que preveía se murieran una quinta parte antes de su regreso por primavera. Veinte días hasta llegar sin tropiezos a los pastos de invierno.
Pronto Tizón reunió el rebaño. El camino a la cañada no quedaba apartado. Ricard echó una mirada poco deseosa al embudo de tesos y montañas que confinaban el horizonte. No le apetecía meterse entre puertos y valles encajonados. Estaba harto de tener siempre a la vista bosques y roquedales; los breves lagos que iban a bordear, apenas si satisfacían sus deseos de inmensidades de agua. La vida comenzó en los océanos, y él quería vivir. El rebaño abrumaba con sus balidos el sosiego de los rincones campestres que atravesaban. Tizón era de una fidelidad angelical, que con su diligencia canina suplía los descuidos que Ricard estaba cometiendo en su labor de pastor por engolfarse en unos pensamientos que cada vez en mayor grado le agriaban la existencia.
Transcurrió la primera noche y la segunda. Los pasos entre desfiladeros, con sus frecuentes conciertos de tempestades, empezaban a anunciar la venida del mal tiempo. Las ovejas sufrían y se las veía deseosas de alcanzar cuanto antes los pastizales de invernada.
Ricard sabía que no tardarían en llegar a una encrucijada de caminos, que los últimos años no había dejado de perturbarle. Un ramal conducía a su destino, los pastos de invierno, mientras que el otro ramal prometía al cabo de pocas jornadas el encuentro con el mar. Ricard temía el momento de tener que tomar una decisión, porque sabía que su deber y su deseo entrarían en pugna. ¿De qué vale la vida si el deseo agoniza en tierra árida? ¿Y qué será de las ovejas, de Tizón, de su madre en la alejada cabaña? ¿Qué será de él mismo?
Llegado a la temida confluencia, mandó a Tizón que hiciera parar al rebaño, cosa que a éste le vino bien para pacer la preciada hierba que crecía a los bordes de la cañada. Por un lado el deber, por otro el deseo. El mar sirviendo de cuna al sol de la juventud. La vida como realmente debió ser planteada. Ricard sintió que se le aligeraba el pecho. Le hubiera gustado tener el trozo de espejo para comprobar lo que estaba sucediendo en el fondo de sus ojos.
—¡Tizón, para el otro lado!
El perro alzó las orejas, como amoscado por la orden de su amo. Ése no era el camino que habían tomado en años anteriores.
—¡Me has oído, Tizón! ¡Nos vamos al mar!
Entonces ya no quedó duda. Una nueva alegría se aposentó en los balidos del ganado. Ricard miró al cielo, por el que iban al galope unas nubes huérfanas de lluvia. ¿Qué dirían los señoritos de la casa grande? ¿Su madre se moriría del disgusto? Pero ya era hora de que él decidiera sobre su propia vida. Se había cansado de ser demasiado complaciente y prestar oídos a todo lo que le decían los demás. Aunque estuviera en el fondo equivocado, quería que fuera una decisión adoptada por él mismo.
Los bosques en los valles cercanos al mar eran de una belleza embriagadora. Hayas, álamos de viento, fresnos, castaños, serbales, pinares que frenaban el paso de los rayos de sol. Olmedas y prados constelados de tréboles y florecillas que desafiaban abiertamente al otoño. Y en el cielo de la lontananza, una promesa de luz que simbolizaba su sueño que, ahora sí, forzosamente habría de verse realizado.
Encontró a lo largo de su ruta pueblos de paredes blanqueadas, metidos en un baño de luz cálida, donde pudo renovar las provisiones de su zurrón. Muchos lugareños le observaban con los ojos desencajados de estupor. ¿Adónde iría con un rebaño tan numeroso, lejos de las habituales rutas trashumantes? Él decía que iba camino de la costa y que sus ovejas y su perro pastor irían adonde él fuera. Al mirarse los ojos en las corrientes de los arroyos que le salían al paso, pudo comprobar que se iba desamarrando el nudo de tristeza que se había establecido en el fondo de sus pupilas.
Los días pasaban, y en los valles que se abrían al mar, el viento portaba un inconfundible aroma a sal. Las ovejas pastaban hierba jugosa por sitios donde no ponían ningún impedimento a su paso. Un atardecer el sol tardó en ponerse más de lo ordinario. Ricard sintió que se le ensanchaba el pecho. Estaba a punto de cumplir su sueño más preciado.
—Tenemos que arrodillarnos en el verdor de la tierra, mientras lo tengamos presente —le dijo a su perro, dominado por un dulce éxtasis—, porque a partir de ahora todo lo veremos de color azul, un azul más cálido y profundo que el del cielo.
A la mañana siguiente partieron temprano. Los balidos del rebaño se esparcían por la escotadura de un valle que los condujo a una caleta solitaria, confinada por elevados promontorios de roca. A la vista del mar, difuminado por los restos de bruma de la alborada, Ricard se olvidó de que tenía un rebaño a su cargo. ¿A su cargo o, tal vez, por devoción, ya que el cariño que le inspiraban los animales había hecho traspasar las fronteras del deber? Se olvidó, pues, de todo, hasta de su propia identidad. Aunque las aguas estuvieran frías como las de un lago de montaña, no pudo sustraerse al deseo de darse un baño. Se despojó de sus ropas, y, sin dar margen a pensarlo, se zambulló en medio de las olas.
Las gaviotas concertaban sus gargantas con las de las ovejas, y Tizón introducía a su vez un sonoro contrapunto. Ricard percibía un frío culebreo por todo su cuerpo, pero eso no era otra cosa que la sensación de la despuntante felicidad que le embargaba. Nunca se había sentido igual; es indescriptiblemente hermoso el cumplimiento de un sueño tan largamente acariciado. Las ovejas se emplearon con la hierba un punto salada que brotaba entre los caballetes de los peñascos.
En todos los años de su vida, Ricard no había tenido ocasión de aprender a nadar, y tuvo que agradecer que en ese sitio el mar no fuera excesivamente profundo. Posando los pies en el fondo de arena, lograba que su cuerpo sobrenadara por encima de las aguas. Estaba decidido: quería quedarse allí para siempre.
Después de la euforia del principio, tomó las disposiciones para instalarse lo más cómodamente posible en la caleta. Encontró una espaciosa cavidad en los acantilados, que le serviría para recoger al ganado y procurarse refugio durante los temporales. La hierba abundaba por las inmediaciones, así que había que desechar el temor de que las ovejas se murieran de hambre; y en cuanto a Tizón, comería de lo mismo que él. A estos efectos, dio con un islote muy cerca de la playa, donde las palomas marinas depositaban sus huevos en la bajamar, y el agua dulce se la proporcionó un riachuelo que desembocaba no muy lejos de allí.
Una nueva vida se perfilaba ante los ojos de Ricard.
Por las noches dormía feliz y despreocupado en la cueva de los acantilados, ante una vigorosa fogata de leña y rodeado por sus queridos animales. Hacía por no pensar en nada desagradable y mucho menos padecer los reproches que le perseguían desde el pasado.
El otoño comenzó a mostrar su peor catadura en aquel ignoto rincón de la costa. De vez en cuando, el horizonte marino era cortado por la sugerente silueta de un velero. Y había noches en que las nubes recorrían el cielo como si de una estampida de bisontes se tratase. Llovía con mucha frecuencia, y el mar se vestía sus galas de plata envejecida. El mal tiempo iba ganando terreno día a día. Aun así Ricard no sentía su ánimo decaer. El mar era un atinado reflejo de la propia vida: unas veces daba en mostrarse calmo y risueño, otras colmaba la medida de su furia e incluso hacía desaires a los que, como Ricard, le testimoniaban un amor incondicional. La vida es alegría y sufrimiento, reflexionaba Ricard, no le pidamos más al mar.
Tras los primeros temporales del otoño, siguieron unas jornadas que recuperaron brevemente la suavidad del estío. Ricard y su rebaño pasaban más tiempo al aire libre. El agua del mar estaba fría, pero el aire de la costa gastaba tal tibieza, que brotaron grupos de presuntuosas florecillas en los recortes de verdura comprendidos entre los roquedales. Ricard advirtió que tendría que almacenar heno para pasar el invierno y poder, de esta forma, garantizar el sustento del rebaño. Se dio, por tanto, a semejante labor, para lo cual tuvo que auparse a las mayores alturas de los riscos. Desde esas atalayas se dominaba una amplia panorámica de los valles del interior. Los pueblos distantes, esparcidos por las faldas de las montañas costeras, los caminos que se vaporizaban en el azul de la distancia, penachos de nubes grises que testimoniaban que el mal tiempo ya se había asentado en los puertos de la cordillera. A buen seguro, los ganados trashumantes ya se encontrarían en sus praderías de invierno.
La tregua del tiempo atmosférico finalizó. No tardaron en hacer su presencia las primeras nubes del invierno rozando el filo de la costa. Ricard tenía que apresurarse para completar las provisiones del rebaño. Por tanto, subió al promontorio más elevado, y se puso a segar con su navaja la hierba que allí crecía. Caían algunas gotas de lluvia que portaban toda la frialdad de la nieve.
  —Madre, qué cansado me encuentro —murmuraba para sí mismo—. Cuesta tanto abonar el precio de la felicidad. Ahora debo luchar contra el invierno. Tengo que cuidar de mi rebaño, y hacerme a la idea de que nunca te volveré a ver. Aunque te mostraras muy cargante conmigo, no puedo quitarme las gotas de nostalgia que empañan mi felicidad.
Después de pasar toda una vida en el oficio de pastor, tenía la vista muy aguzada. Podía reconocer detalles a distancias que para otros quedarían vedadas. Ahora, al escudriñar la evolución de las nubes, para lo cual miraba en sentido al continente, se percató de algo que lo dejó sumido en una extraña incomodidad. Una fila de autos serpenteaba por el camino costanero que conducía a su caleta. Era la primera irrupción del mundo civilizado en varias semanas. Ricard abandonó el haz de hierba que había segado, y, poniendo en juego la agilidad de una cabra montés, descendió hasta la base de los acantilados.
Las ovejas ramoneaban entre los recortes verdes. Tizón estaba con las orejas tiesas, oliéndose el inminente atentado a la intimidad de los seres vivos que habitaban en la caleta. Ricard se puso a mirar con amarga expectación a la cima de los promontorios; por allí, a buen seguro, asomarían la cabeza las primeras personas que vería tras tantas semanas de soledad.
Tizón ladró de un modo jubiloso, carente de agresividad. Sabía quiénes eran los visitantes.
Las malezas que bordeaban las alturas se agitaron. Ricard se restregó los ojos para cerciorarse de que éstos no le engañaban. Al igual que Tizón, conocía a los que se estaban asomando sobre la caleta. Eran los señoritos, los propietarios del rebaño, aquéllos por los que Ricard se deslomara a trabajar desde los albores de su juventud. Y para hacer más insólita la circunstancia, ¡la madre de Ricard iba con ellos! No se trataba de una fantasía ocular. El pastor fugitivo había sido buscado y encontrado en consecuencia.
—¡Ricard, bandido, no fuiste a los pastos de invierno! —gritó uno de los señoritos haciendo bocina con las manos—. ¡El rebaño nos pertenece!
Ricard se sentía corrido de vergüenza. No tenía palabras para expresar su bochorno y hacerles comprender a los señoritos que si se había llevado consigo las ovejas, era para no abandonarlas a su suerte. Notaba cómo los miopes ojos de su madre hacían esfuerzos por distinguirle en el fondo de la caleta. Las olas empezaban a recogerse con el reflujo. No estaba rota la cadena que su madre le amarrara al corazón. Hacer todo lo que ella le decía había sido su credo hasta hacía poco.
—¡Tú haz lo que quieras, pero devuélvenos lo que es nuestro! —gritó otro de los señoritos.
Hacer lo que quisiera, ¡qué bien sonaba esta aseveración! Pero que la jaula esté abierta no implica necesariamente que se haya de abandonar.
—¡Ricard, vuelve a casa!
Ahora su madre era la que se desgañitaba para recordarle el vínculo que a ella lo ataba. La vergüenza que Ricard experimentara al principio, acabó mudada en angustia.
Aunque hiciera lo que le estaban exigiendo, aunque volviera a casa, sabía que no se iba a ir de rositas. El rebaño estaba bien cuidado, sin faltar una sola de las ovejas; por esa parte, había cumplido su cometido. Su gran crimen había sido variar el camino asignado y no haber dado señales de vida. Por ello habría de pagar un precio si recobraba su docilidad de antaño. Ser un mandado, un hombre a la sombra de otros, un chantajeado por los sentimientos, un condenado a amaneceres y ocasos siempre invariables, una existencia monótona en suma. Ricard dejaba de tener su vida para asumir la de los demás.
—¡¡¡No!!!
Su grito taladró el cielo y reverberó sobre las paredes de los acantilados. Había decidido ser libre, y ahora nadie podría detenerle. En la tierra ya no le quedaba refugio; pensó encontrarlo, pues, en el mar.
—¡Tizón, cuida del rebaño!
Echó una última mirada a su madre. ¿Acaso le quedaban motivos para volver atrás y no dejar de sufrir? Madre, que el cielo te cuide puesto que el mar no es tu destino. Y en cuanto a vosotros, señoritingos estirados: ¡que os den pomada!
—¡Ricard! —chilló su madre con lágrimas en la voz al tiempo que en los ojos.
El mar le aguardaba. Ni siquiera se quitó la ropa; tal vez así le pareciera menor el frío al que tenía que hacer frente. Las aguas le engulleron. No prestaba atención a las voces a su espalda. Sus ojos se hicieron niebla antes de que el agua salada los anegara.

Estás aquí. Toda la vida esperándote.

La mujer más bella que jamás había visto, lo contemplaba entre los festones de burbujas del fondo. Su vestido era un encaje de coral, sus ojos esmeraldas de los trópicos, sus labios el fuego de los volcanes. Ricard dio un paso más, el mar se metió en su interior y luego se verificó el abrazo esperado. Fue como un estallido de luz y frío. La esperanza de toda su vida.
Entretanto, en la orilla, Tizón había reunido al rebaño. Los señoritos bajaban por las sendas de los cantiles todo lo rápido que podían. Tizón era un perro fiel, y, de igual forma que Ricard no les había abandonado, sus animales ahora no le abandonarían a él. Tizón logró sin mucho esfuerzo y sin mucha alharaca de ladridos que las ovejas se metieran en el mar, dejando atrás el refugio de los médanos. Los señoritos rechinaban los dientes de rabia; aún les quedaba un buen trecho para llegar a la playa. La madre de Ricard lloraba porque sabía que su hijo no volvería con ella a la cabaña; el destino lo había llamado adonde él siempre había deseado.
Cuando los señoritos alcanzaron por fin el arenal, las olas habían terminado su trabajo. Los seres de las lejanas parameras no se habían ahogado por el pánico, sino por el amor.
—Duerme tranquilo, hijo mío —dijo la madre secándose las lágrimas.
Ella vio desde las alturas que las espumas del mar dibujaban con el brillo del sol la forma de una inmensa boca sonriente.
Santander
 2-14 de agosto de 2014
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)






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domingo, 28 de septiembre de 2014

Cuentos Urbanos: El rapto de la luna (y IV) - El último aquelarre


Un rumor extraño empezó a hacer zumbar sus tímpanos. La vista se le puso a hacer los juegos de perspectivas cambiantes que suele traer aparejados el consumo de estupefacientes. Sintió que las rodillas se le debilitaban, no porque en realidad se encontrase mareado, sino porque era plenamente consciente de que el entorno que le rodeaba estaba sujeto a caprichosas transformaciones.
El óvalo de luz iba creciendo a cada paso que daba, cuando unos segundos antes la sensación era justo la contraria. Un fuerte azote de aire le arrebató el sombrero, que no se cuidó de recuperar. Empezaba a notar una sensación dolorosa en los oídos, por cuanto el rumor extraño iba acrecentando su intensidad. Sus piernas sólo se movían merced a agotadores esfuerzos.
 —¡Alphonsine, Alphonsine! —clamaba con una voz que apenas si podía trepar por el conducto de su garganta.
 Llegó, por fin, al punto en que la penumbra de la caverna se infiltró de una claridad nacarada. El rumor amenguó de repente. Olía a hojas verdes y a viento de llovizna. Tenía los ojos anegados en lágrimas.
—Alphonsine…
En medio de la bruma luminosa, comenzaron a definirse los perfiles del lugar en que se hallaba. Muchas ramas entrelazadas, cuyas hojas brillaban como aplicadas de un barniz de clorofila. Y al frente, al fondo de una ancha oquedad en la vegetación, la visión que terminó de encogerle el corazón.
El rumor que tanto había martirizado sus oídos, se resolvió en una especie de cántico tenebroso. Era como si a las piedras y a la masa vegetal de en derredor les hubiesen nacido pulmones y cuerdas vocales. El dolor más grande de la vida de Barbin, más dañino que todos los que hubiera experimentado hasta entonces, fue descubrir a su hija en medio de una siniestra reunión. Había humanoides con andrajos de telarañas y cráneos con cuencas vaciadas de ojos, cuyo repulsivo aspecto ya les hacía ganar la semejanza de cadáveres en avanzado estado de descomposición. Sátiros del infierno se ladeaban las borlas de sus gastados gorros frigios; sus bocazas emitían grotescas carcajadas en sonrisas carentes de piezas dentales. Serpientes, estriges, lobos de apariencia antropomórfica, desechos humanos cubiertos de cuernos y escamas coriáceas. Para completar tan horrendo cuadro, había un grupo de diez mujeres de diversas edades, vestidas del modo en que salieron del vientre de sus madres. Entre ellas estaban, también desnudas, madame Grinard… ¡y la pequeña Alphonsine!
Barbin sintió que el terror le estaba arrebatando la cordura. Lo terrible no era que su hija estuviera en cueros y en medio de esa espeluznante congregación; lo terrible era que la desnudez de la niña estaba siendo profanada por un sinnúmero de gallipatos, esos híbridos de reptil y anfibio, con unas colas de lagarto que movían a repulsión. La niña parecía obnubilada, privada de la consciencia de lo que le estaba sucediendo.
—¡Alphonsine, ven a mi lado!
Los brazos de Barbin traspasaron las ramas suficientes para hacerse visible a su hija. Pero los otros ojos también le captaron.
—¡Alphonsine!
La niña estaba como dominada por una extraña clase de sonambulismo. Sus oídos percibían el llamado de su padre, y por ello balanceaba la cabeza a uno y otro lado. Tras un instante de no saber cómo reaccionar, rompió a carcajadas, que inmediatamente se contagiaron al resto de los integrantes de la lúgubre asamblea.
Barbin rozaba los bordes de la mayor de las desesperaciones. Hizo ademán de precipitarse al encuentro de su hija. Pero en cuanto accionó las piernas, se sintió frenado al punto; era como si una miríada de serpientes le estuvieran amarrando para procurar su completa inmovilidad.
—¡Dios mío! ¿Qué es esto?
Las ramas de la misteriosa mandrágora habían cobrado la suficiente inteligencia para retener al padre que quería ir en salvamento de su hija. Por mucho que Barbin empeñara todas sus fuerzas para liberarse, su inmovilidad iba siendo cada vez mayor.
La rememoración de las palabras del libro de Jacques Bourdain golpeaba sus neuronas:

Desconfiad, pues, de las mandrágoras que os encontréis en los bosques solitarios de Bretaña. Podrían raptar la luna, pueden robaros el alma…

—¡Bruja! ¿Qué le has hecho a mi hija?
Madame Grinard se destacó del grupo, y, haciendo ostentación de su impertinente desnudez, se encaminó al encuentro de Barbin. La expresión de su rostro sólo era comparable al terror de las tinieblas.
—Tu hija pertenece a las sombras del bosque —dijo con una voz de irreconocibles inflexiones—. Tú no nos sirves para nada. Lo que podías hacer, ya lo hiciste en su momento.
La dominación de la mandrágora asfixiaba a Barbin. La sangre empezaba a aflorar por las heridas que se le estaban abriendo por la presión de agarre de las ramas.
—¡Tú mataste al viejo marinero, condenada arpía, y quién sabe a cuántos más!
—¿Y crees que los que son como tú no matan?
—Yo te maldigo.
—Yo ya estoy maldita, pobre iluso. Todas las maldiciones del infierno están de mi mano.
La locura de Barbin había llegado a un grado tal, que le hacía desistir de toda esperanza de salir con bien de esa aventura. La sangre inyectó las partes blancas de sus ojos, que al instante se tornaron fuentes desbordadas.
—¡Hija mía, ven aquí…, que me estoy muriendo!
La niña, como despertando de su inexplicable trance de sonambulismo, pareció reaccionar al llamamiento perentorio de su padre. Se destacó de tan abigarrado aquelarre, sacudiéndose los gallipatos con movimientos desesperados de sus delgados bracitos.
Al distinguirla más de cerca, Barbin fue consciente de una realidad que le hizo el efecto de un mazazo en mitad de la frente: su hija había sido arrebatada de la infancia y daba evidencias de una transformación que de haberse verificado por curso natural, no hubiera sido tan horrible. Alphonsine era ahora como la miniatura de una mujer famélica, una rosa de abril que había brotado ajada, antes de poder exhibir la gloria de su esplendor.
La mandrágora continuaba envolviendo en su abrazo vegetal el impotente cuerpo de Barbin. La vida huía por sus ojos ensangrentados, tanto más rápidamente cuanto que apreciaba que la niña que tenía delante no se correspondía con el retrato de su hija.

Desconfiad, pues, de las mandrágoras que os encontréis en los bosques solitarios de Bretaña. Podrían raptar la luna, pueden robaros el alma…

—¡Alpho… si… ne!
Todo había concluido. La mandrágora y el que en vida fuera Charles Barbin constituyeron una simbiosis perfecta. Los sonidos del aquelarre cesaron por un instante. Y, de repente, en la garganta de madame Grinard, la auténtica bruja del bosque de la Sandraie, rompió un discordante concierto de carcajadas.
—Ya eres sólo para mí, pequeña niña —le dijo a Alphonsine con los ojos húmedos de las lágrimas de la risa—. Ya nada te ata a otro mundo que no sea el nuestro.
La niña, con la mirada esfumada más allá del infinito, se puso a temblar como una azogada. Férreos calambres asediaban sus miembros. Temblaba sin saber a qué obedecía semejante síntoma. La lucidez había huido por completo de su mirada, su cuerpo mostraba una apariencia totalmente valetudinaria.
—Pequeña niña, tú serás ahora mi hija —dijo tenebrosamente la bruja—. Te iniciaré en todos mis secretos. Recorreremos los tejados a medianoche. Pernoctaremos en los cementerios. Adoraremos y yaceremos junto a nuestro dueño y señor, Satán, que me ha hecho vivir por toda la eternidad. Tu padre te hubiera corrompido con esa falsa cantinela de la bondad y la pureza de corazón.
Los espasmos epilépticos no cesaban en Alphonsine. La cabeza le oscilaba de un lado a otro. Estaba poseída, a no dudar, por alguna de las presencias invisibles que concurrían al aquelarre. La bruja de la Sandraie, en otro tiempo condesa de Clermont-Berency, no podía explicarse lo que le estaba pasando a su pupila. ¿Acaso era una reacción motivada por la horrible muerte de su padre?
—Pequeña niña, ahora tú eres mi hija. Recobra la serenidad.
Pero la crisis de Alphonsine iba en aumento. Su columna vertebral se entregaba a unas contorsiones que hubieran sido inverosímiles en circunstancias normales. Las otras mujeres del aquelarre hacían visajes de espanto a los seres siniestros que tenían al lado. La mandrágora, una vez cobrado su tributo de sangre, agitaba sus ramas como dotada de voluntad y entendimiento; de Charles Barbin ya no quedaba el más mísero resto. La bruja de la Sandraie se apercibió de que el terrible vegetal remedaba con sus ramas principales los movimientos de la niña; se estremecía como ella, y asimismo amenazaba con partirse por la mitad del tronco.
—¡Alphonsine! —exclamó la bruja, sintiendo que su inicial sentimiento de alarma se tornaba desesperación.
La niña dio un salto impresionante al frente, posándose acto seguido en medio de las ramas de la mandrágora. Empezó a moverse con la agilidad de un primate; sus cabriolas denotaban el más inexplicable de los trances.
—¡¿¡Qué estás haciendo!?!
La mandrágora había obedecido en un principio la voluntad de la bruja, pero ahora ésta había perdido el control. Resultaba indiscutible el mayor poder de la niña, a quien la misma bruja había llegado a considerar su heredera. Intentó, pues, recobrar el ascendiente que ejerciera con sus antiguos sortilegios, pero todo esfuerzo que hizo en este sentido resultó en vano.
—¡¿¡Qué has hecho, Alphonsine!?!
La niña ocultaba su rostro entre los abanicos de hojas bituminosas. Acaso un brillo sutil se desarrollara tras ese tumulto de fronda subterránea.
Entretanto, el aquelarre se había disuelto. No era posible averiguar por qué hendiduras, pasos montuosos, severos peñascales, se habían esfumado los asistentes a tan espeluznante reunión. Tan sólo en el cielo cabrilleaban los rayos de una luna afligida.
—¡¿¡Qué haces, niña de los infiernos?!?
Por un espacio próximo a los cinco segundos, se estableció un silencio más acusado que el reinante en el interior de una tumba. La luna era como un rostro contraído por el dolor en lo alto de la bóveda celeste. La bruja de la Sandraie había tratado de raptar la luna, arrebatando a una niña el amor de su padre. Y nadie que lo haya intentado ha logrado hacerse con el imperio de la luna.
Un rayo de una blancura nacarada iluminó los ojos escondidos entre el follaje de la mandrágora. La bruja de la Sandraie soltó un alarido que perforó su garganta.
De los costados del vegetal se extendieron dos ramas puntiagudas, y dieron a parar en las cavidades de los ojos de la bruja. Ella quedó colgando con los pies por encima del suelo, a semejanza de lo que le ocurriera al desdichado Absalón.
El fulgor de la luna viró a una inquietante tonalidad siena, parecida a la de la sangre de un crimen olvidado.
***
Muchos años después, cuando ya se había borrado la memoria de aquellos sucesos extraños en los bosques de Bretaña, alguien llevó a la abadía del monte Saint-Michel un libro que llevaba decenios descatalogado; había aparecido entre las ruinas de una casa solariega enriscada en la cima de un promontorio marino. Llevaba por título “Las brujas de Bretaña”, el autor era Jacques Bourdain y estaba en avanzado estado de deterioro. En las guardas traseras del libro había un añadido escrito a mano, con tinta de color almagre. Aún era legible, y esto era lo que ponía:

Tenía que serme devuelto mi padre, y no podía esperar el tiempo de otra vida para que esto ocurriera. Tenía que seguir el camino que me enseñó esa horrible mujer, que por mi intervención acabó en brazos de la última de las muertes. Mi padre fue asumido por la mandrágora, como otros tantos desde que se conocía el culto a la mujer y el toro. Yo era la nueva mujer, y los ojos de las tinieblas se fijaron en mí para suceder a la que había muerto por mis medios. La llave del infierno es el placer, y yo tendría que ser poseída para toda la eternidad. Y me fue dicho que todos los que acuden a los aquelarres fueron asumidos en alguna ocasión por la mandrágora. Mi señor me dijo: “Si quieres ver a tu padre, tendrás que hacerlo en las noches de plenilunio. Esas huellas que aparecen en el bosque, que nadie sabe de quién son, pertenecen a las figuras errantes que fueron almas puras en un principio. Sólo de esta manera, después de yacer conmigo, podrás ver a tu padre”.
Y fue así cómo el tiempo hizo de mí una mujer de hermosura imponderable. Tuve que darlo todo de mí para ser la nueva reina del bosque de la Sandraie y poder estar con la sombra de mi padre las noches en que la luna ejerce todo su señorío.
Padre querido, en el mundo del que viniste todos te han olvidado, pero por tu causa subsisten los sucesos extraños de esta tierra azotada por las iras de un mar de tristeza. Yo buscaré siempre tu sombra, como tú me buscabas en mi encarnación cuando era la niña de tu vida.
¡Temblad todos! Acabasteis con lo que fue mi padre. Dejasteis que la luna fuera raptada… La bruja de la Sandraie siempre estará en vuestro acecho…

Las injurias del tiempo habían terminado por borrar lo que quedaba del texto. No obstante, mejor era ignorarlo.

FIN

Ciudad Real, Madrid
 26 de septiembre de 2013- 22 de julio de 2014
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


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