En
San Juan Capistrano, más que en ningún otro sitio, la misa del domingo tenía un
solemne carácter ritual. Allí se afirmaba el aserto de que había que hacer con
los miembros de la parroquia lo que gustaría hacerse a uno mismo. Amarse los
unos a los otros y aborrecer a los apartados del recto sendero; en tal
silogismo se fundaba la particular visión del Evangelio que imperaba tras los
muros de la iglesia local.
Muchos
de los allí presentes advirtieron una extraña palidez en el rostro de Arthur
Seygfried. Desde el jueves, que era cuando había concluido felizmente la
aventura en el océano, no había vuelto a dejarse ver por nadie de su grey, cosa
del todo anormal. Y ahora aparecía con la tez lívida y las mejillas sombreadas de
incipiente barba. Sus ojos, pese a estar circuidos de profundas ojeras,
traslucían una firme resolución.
Cuando
llegó el momento de pronunciar la homilía, se quedó unos instantes estático en
el púlpito, cual si la mente se le hubiera nublado. Apreció que entre los
asistentes no se encontraba la familia de Jem el pescador. Era de esperar, pero
aun así sintió que le atravesaba el corazón una espina de amargura. Finalmente,
dejó oír un sonoro carraspeo y se aprestó a iniciar el sermón de ese domingo,
que, en contra de sus costumbres, iba a ser totalmente improvisado.
–Creemos
poseer la verdad absoluta porque nos sentimos respaldados por una institución
milenaria. Llegamos a olvidar, en ocasiones, que Jesús se declaró a sí mismo manso y humilde de corazón. Tendemos a
creernos justificados para no parecernos en esto a Jesús; antes al contrario,
damos en mostrarnos soberbios y altaneros, sobre todo con los que no comparten
nuestro mismo credo… Me avergüenzo, en consecuencia, de mí mismo, puesto que
hasta hace pocos días no me he dado cuenta de lo alejado que me encontraba de
los ideales del Maestro. Tanto es así, que mañana mismamente pediré a nuestro obispo
que me destine a un lugar complicado, donde cada logro sólo pueda definirse a
fuerza de constancia y humildad...
Un
murmullo de asombro cundió entre las ringleras de bancos de la iglesia. ¿Es que
mister Seygfried se había emborrachado con el vino de misa? Shana Merton estuvo
a punto de atajar tal desatino, pero el poder de la mirada del párroco la
mantuvo quieta en el sitio.
–…
Sólo la humildad puede ayudarnos a aceptar nuestros errores y a formarnos
propósito de enmienda. Me declaro culpable de pornografía, no como la que
nosotros entendemos por tal, sino la que se sitúa más allá de nuestros
superfluos escándalos.
Hubo
quien hizo ademán de levantarse e irse, pero entonces el párroco elevó varias
octavas el tono de su voz.
–¡Yo
desprecié a una familia porque la que era la madre tuvo una vida imperdonable a
nuestro parecer! Pero…, ¿quiénes somos nosotros para conceder perdón, cuando
tanto necesitamos ser perdonados? No, la verdadera pornografía no radica en las
indecencias que aparecen en esas películas que todos ven (incluso muchos de los
aquí presentes) y que nadie admitirá ver. ¿Qué importancia tiene eso, después
de todo? Lo que entra por los ojos no tiene por qué contaminar necesariamente
el corazón. Lo que es de veras pornográfico nace del propio corazón: el desprecio,
el odio, la ira, el ansia de dañar… He aquí los cargos que formulo en mi
contra… Una mujer nació en el vicio y se enmendó, amó a un hombre y concibió
una hija… y aquí vi yo la simiente del diablo, cuando no era sino mi corazón el
que estaba envenenado. Todos conocen la historia: la separación que la mujer
tuvo que arrostrar por amor a su familia… Y también desprecié a un hombre por
el motivo de ser distinto a los demás y no venir nunca a la iglesia… ¡El hombre
que crió a su hija, buscó a su mujer y me salvó además la vida! –Hizo una
pausa, con el fin de dar mayor énfasis a sus ulteriores palabras, y prosiguió–:
Éste es mi examen de conciencia... Piensen ustedes si procedieron bien en este
asunto. Yo debía dar ejemplo, y me comporté como un redomado miserable. Espero
que no sea demasiado tarde para alcanzar el perdón. Esa familia vuelve a estar
unida, las cosas no se han dado tan mal después de todo… Que Dios les acompañe.
Dicho
esto, mister Seygfried descendió del púlpito, concluyó con fatigosa premura el
oficio dominical y, como quien emprende una huida, desapareció por la puerta de
la sacristía.
A
la salida de misa, se suscitaron comentarios de toda clase. Muchos no acertaban
a creerse lo que habían escuchado de boca del párroco. Shana Merton albergaba
la firme certidumbre de que una bruja (tal vez la misma Rebeca) le había
administrado un bebedizo a mister Seygfried, máxime cuando el sermón de éste,
si bien camuflado de confesión personal, parecía encaminado a las tres comadres
que tanta fidelidad le habían testimoniado durante todo el tiempo que duró su
ministerio sacerdotal en San Juan Capistrano.
–¿Creéis,
en verdad, que todo lo ha dicho por nosotras? –preguntó Ann Lawrence a sus
compañeras.
–No
cabe la menor duda –certificó Shana Merton.
–Mister
Seygfried debe de haber perdido la cabeza –adujo por su parte Alice Stevenson.
–No
debemos permitirlo –repuso Shana Merton–. Si es necesario, iremos a
entrevistarnos con el arzobispo de Los Ángeles. Nuestro párroco hechizado; era
lo que nos faltaba por ver… Además ha sacado de la casa de acogida a la hija de
esa pareja de desnaturalizados, por mucho que afirmen haber contraído
matrimonio por la Santa Madre Iglesia.
–Tienes
razón, Shana –la apoyaron sus amigas.
Sin
embargo, la indignación preliminar que causaron las palabras de Arthur
Seygfried, estaba llamada a quedar en humo de pajas. Había dicho una gran
verdad, que lentamente se infiltró en las mentes de sus feligreses, incluso en
las de los más recalcitrantes.
El
párroco cursó la solicitud pertinente para poder irse a misiones. Mientras
preparaba su equipaje, dio en pensar que California era una tierra donde
abundaron las misiones; sin ir más lejos, encontraba el ejemplo más fehaciente
en San Juan Capistrano. Se sentía en paz consigo mismo después de haber vaciado
su conciencia.
Confiaba
en Dios para que su último sermón como párroco determinara los cambios que esa
hermosa tierra necesitaba.
CONTINUARÁ…
(ya el último capítulo).
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).