lunes, 21 de marzo de 2016

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (XXV) - La verdadera pornografía


En San Juan Capistrano, más que en ningún otro sitio, la misa del domingo tenía un solemne carácter ritual. Allí se afirmaba el aserto de que había que hacer con los miembros de la parroquia lo que gustaría hacerse a uno mismo. Amarse los unos a los otros y aborrecer a los apartados del recto sendero; en tal silogismo se fundaba la particular visión del Evangelio que imperaba tras los muros de la iglesia local.
Muchos de los allí presentes advirtieron una extraña palidez en el rostro de Arthur Seygfried. Desde el jueves, que era cuando había concluido felizmente la aventura en el océano, no había vuelto a dejarse ver por nadie de su grey, cosa del todo anormal. Y ahora aparecía con la tez lívida y las mejillas sombreadas de incipiente barba. Sus ojos, pese a estar circuidos de profundas ojeras, traslucían una firme resolución.
Cuando llegó el momento de pronunciar la homilía, se quedó unos instantes estático en el púlpito, cual si la mente se le hubiera nublado. Apreció que entre los asistentes no se encontraba la familia de Jem el pescador. Era de esperar, pero aun así sintió que le atravesaba el corazón una espina de amargura. Finalmente, dejó oír un sonoro carraspeo y se aprestó a iniciar el sermón de ese domingo, que, en contra de sus costumbres, iba a ser totalmente improvisado.
–Creemos poseer la verdad absoluta porque nos sentimos respaldados por una institución milenaria. Llegamos a olvidar, en ocasiones, que Jesús se declaró a sí mismo manso y humilde de corazón. Tendemos a creernos justificados para no parecernos en esto a Jesús; antes al contrario, damos en mostrarnos soberbios y altaneros, sobre todo con los que no comparten nuestro mismo credo… Me avergüenzo, en consecuencia, de mí mismo, puesto que hasta hace pocos días no me he dado cuenta de lo alejado que me encontraba de los ideales del Maestro. Tanto es así, que mañana mismamente pediré a nuestro obispo que me destine a un lugar complicado, donde cada logro sólo pueda definirse a fuerza de constancia y humildad...
Un murmullo de asombro cundió entre las ringleras de bancos de la iglesia. ¿Es que mister Seygfried se había emborrachado con el vino de misa? Shana Merton estuvo a punto de atajar tal desatino, pero el poder de la mirada del párroco la mantuvo quieta en el sitio.
–… Sólo la humildad puede ayudarnos a aceptar nuestros errores y a formarnos propósito de enmienda. Me declaro culpable de pornografía, no como la que nosotros entendemos por tal, sino la que se sitúa más allá de nuestros superfluos escándalos.
Hubo quien hizo ademán de levantarse e irse, pero entonces el párroco elevó varias octavas el tono de su voz.
–¡Yo desprecié a una familia porque la que era la madre tuvo una vida imperdonable a nuestro parecer! Pero…, ¿quiénes somos nosotros para conceder perdón, cuando tanto necesitamos ser perdonados? No, la verdadera pornografía no radica en las indecencias que aparecen en esas películas que todos ven (incluso muchos de los aquí presentes) y que nadie admitirá ver. ¿Qué importancia tiene eso, después de todo? Lo que entra por los ojos no tiene por qué contaminar necesariamente el corazón. Lo que es de veras pornográfico nace del propio corazón: el desprecio, el odio, la ira, el ansia de dañar… He aquí los cargos que formulo en mi contra… Una mujer nació en el vicio y se enmendó, amó a un hombre y concibió una hija… y aquí vi yo la simiente del diablo, cuando no era sino mi corazón el que estaba envenenado. Todos conocen la historia: la separación que la mujer tuvo que arrostrar por amor a su familia… Y también desprecié a un hombre por el motivo de ser distinto a los demás y no venir nunca a la iglesia… ¡El hombre que crió a su hija, buscó a su mujer y me salvó además la vida! –Hizo una pausa, con el fin de dar mayor énfasis a sus ulteriores palabras, y prosiguió–: Éste es mi examen de conciencia... Piensen ustedes si procedieron bien en este asunto. Yo debía dar ejemplo, y me comporté como un redomado miserable. Espero que no sea demasiado tarde para alcanzar el perdón. Esa familia vuelve a estar unida, las cosas no se han dado tan mal después de todo… Que Dios les acompañe.
Dicho esto, mister Seygfried descendió del púlpito, concluyó con fatigosa premura el oficio dominical y, como quien emprende una huida, desapareció por la puerta de la sacristía.
A la salida de misa, se suscitaron comentarios de toda clase. Muchos no acertaban a creerse lo que habían escuchado de boca del párroco. Shana Merton albergaba la firme certidumbre de que una bruja (tal vez la misma Rebeca) le había administrado un bebedizo a mister Seygfried, máxime cuando el sermón de éste, si bien camuflado de confesión personal, parecía encaminado a las tres comadres que tanta fidelidad le habían testimoniado durante todo el tiempo que duró su ministerio sacerdotal en San Juan Capistrano.
–¿Creéis, en verdad, que todo lo ha dicho por nosotras? –preguntó Ann Lawrence a sus compañeras.
–No cabe la menor duda –certificó Shana Merton.
–Mister Seygfried debe de haber perdido la cabeza –adujo por su parte Alice Stevenson.
–No debemos permitirlo –repuso Shana Merton–. Si es necesario, iremos a entrevistarnos con el arzobispo de Los Ángeles. Nuestro párroco hechizado; era lo que nos faltaba por ver… Además ha sacado de la casa de acogida a la hija de esa pareja de desnaturalizados, por mucho que afirmen haber contraído matrimonio por la Santa Madre Iglesia.
–Tienes razón, Shana –la apoyaron sus amigas.
Sin embargo, la indignación preliminar que causaron las palabras de Arthur Seygfried, estaba llamada a quedar en humo de pajas. Había dicho una gran verdad, que lentamente se infiltró en las mentes de sus feligreses, incluso en las de los más recalcitrantes.
El párroco cursó la solicitud pertinente para poder irse a misiones. Mientras preparaba su equipaje, dio en pensar que California era una tierra donde abundaron las misiones; sin ir más lejos, encontraba el ejemplo más fehaciente en San Juan Capistrano. Se sentía en paz consigo mismo después de haber vaciado su conciencia.
Confiaba en Dios para que su último sermón como párroco determinara los cambios que esa hermosa tierra necesitaba.

CONTINUARÁ… (ya el último capítulo).
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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sábado, 12 de marzo de 2016

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (XXIV) - Reunión junto al mar


Su mirada chocaba con el confín marcado por la curvatura de la Tierra. Estaba apartada del grupo numeroso de gente que la contemplaba con el pasmo que hubiera suscitado la aparición de una sirena. Las olas lamían sus tobillos, y el sol, arrepentido de sus infidelidades de la víspera, derramaba su dulzura sobre el arenal. Los partes meteorológicos aseguraban que ese día no habría sorpresas ni en el océano ni en el desierto. Los guardacostas habían reunido efectivos y emprendido la búsqueda que la anterior borrasca no había permitido. Los latidos del corazón de Rebeca habían aminorado su ritmo como el de un oso en la invernada. ¿Dónde estaba Melody, dónde Jem? Era cuanto le importaba saber.
De todos los que contemplaban a la centinela solitaria de la playa, las tres arpías que antes se declaraban sus amigas (Anne Lawrence, Shana Merton y Alice Stevenson) no salían de su estupefacción. ¡La pornográfica de nuevo en San Juan! Y resultaba tanto más escandaloso apreciar los halagos que le hacían el sol, los reflejos del mar y la tenue brisa que sucedió a la tempestad. Estaba bellísima. Así debían de ser los demonios, que para arrastrar las almas puras a la perdición, asumían una apariencia angelical. Las tres comadres, beatas de puertas para afuera, ahogaban con soflamas de rencor todo asomo de la piedad que se les presuponía so color de su filiación cristiana.
Las tres estaban quedando indudablemente arrinconadas. El resto de concurrentes a la playa observaban a Rebeca con incuestionable admiración. Ella era como la roca que en mitad de los cantiles resiste impertérrita los embates de las olas. Sus ojos lloraban sin lágrimas; sus brazos caídos, despojados de energía, vencidos por el desánimo que trae aparejado la incertidumbre. Su hija, su marido, tal vez engullidos a esa hora por la voracidad del océano.
Nadie se atrevía a acercarse adonde ella estaba. Hubo un tiempo en que muchos de los presentes la despreciaban al unísono; ahora sólo la despreciaban las que antes eran sus compañeras en las actividades parroquiales, las tres meapilas de mister Seygfried. Enseguida se corrió la voz de que aquélla se había casado con Jeremías Sandoval y que los dos querían recuperar con apremiante anhelo la custodia de la hija de entrambos. Planteado así, resultaba cuando menos conmovedor.
No había noticias de los guardacostas. Alguien estaba intentando establecer contacto con ellos por medio de una llamada de teléfono celular, y ni por ésas. La desesperación se palpaba en el ambiente.
Rebeca se abstrajo de todas las hablillas que la brisa llevaba a sus oídos. Estaba pendiente de las evoluciones del horizonte: un cambio de coloración en el cielo, alguna nube desarbolada, la presencia de gaviotas, la isla de Santa Catalina sugiriéndose tras la bruma luminosa del mediodía, las embarcaciones de pesca y las de recreo. Rebeca no tenía más razón de vida que averiguar lo que se ocultaba tras la curvatura del horizonte. Las aguas cabrilleaban con el buen tiempo, creando impresión de destellos de esmeraldas y praderas lavadas por la lluvia.
Finalmente, la extraña tensión que mantenía oprimido su pecho, se identificó como expectación tan pronto un conjunto de tres embarcaciones asomó por la lejanía del océano. Al cabo de un rato se hizo posible identificarlas: dos patrulleras de los guardacostas flanqueando… ¡la barca de Jem!
Una exclamación de aliviado estupor se liberó de los labios de Rebeca, que enseguida encontró eco en el resto de los circunstantes. Parecía que no bogaba sobre las aguas otra embarcación que la de Jem; todas las miradas se focalizaban en ese punto. Y se distinguió un enjambre de niños que erguían sus cabezas por encima de la borda, alzaban sus brazos, agitándolos como juncos mecidos por el viento, y empezaban a prorrumpir en gritos de alborozo.
Los recuerdos más distantes no se remontaban a una alegría similar a la que se vivió ese día en San Juan Capistrano. ¡Los niños perdidos regresaban a casa! Rebeca sintió que le daba un vuelco el corazón al identificar las facciones de quien creía era su hija. Se había hecho una mujercita en todos esos años de ausencia. Rebeca recordaba haber tenido de niña la melena como su hija la ostentaba ahora: de un castaño sedoso y refulgente, aclarado por el sol de California. Fijándose en su tórax, se le adivinaba un cuerpecillo espiritado, sin una molécula de grasa, talmente como Rebeca lo tuviera en su niñez… La emoción era grande, profunda, irrevocable…
Las tres embarcaciones fondearon en el muelle. Los niños abandonaron la de Jem, secundados por éste mismo y el párroco. Los niños encontraron brazos que los acogieran, salvo Melody, que enseguida se dio la vuelta y acudió al encuentro de su padre. Rebeca comenzaba a aproximarse.
–Papá, ¿dónde está mi mamá? –preguntó la niña con voz trémula.
Jem mostraba en el rostro una expresión taciturna, fiel trasunto de la de mister Seygdried. El cansancio hacía mella en los dos hombres.
–Aquí tienes a tu madre –dijo Jem con turbadora solemnidad, haciendo una señal con el brazo, en tanto que Rebeca les venía a los alcances.
Melody volvió a girarse sobre sus talones. Se sentía intimidada. El instinto no la impulsaba a buscar el abrazo de la que le dio la vida. Envuelta por la mirada de la mujer, abatió impulsivamente la suya propia.
–Melody –dijo Rebeca con la voz desfallecida de amor.
–Es tu madre –recalcó Jem, temiendo que se repitiera la escena del día que los de Asuntos Sociales se llevaron a la niña.
–Melody, apúrate –terció Shana Merton con mirada vulpina–, tenemos que volver a casa con tus compañeros.
Rebeca se horrorizaba al imaginar que su hija pudiera estar sujeta en la casa de acogida a la influencia de una sierpe como Shana Merton, a cuya demanda se unieron las no menos viperinas Ann Lawrence y Alice Stevenson. La niña estaba confundida; veía que la que se identificaba como su madre era incomparablemente más hermosa que las tres amables señoras que tanto cariño repartían entre los niños de la casa de acogida. Miró a su padre, y vio tristeza en sus ojos. Entonces comprendió: su padre amaba a su madre, y los dos la amaban a ella, el fruto de su amor. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas matizadas de rosa.
–Melody, cariño, vámonos a casa –insistió Shana Merton con afectada untuosidad.
Rebeca hizo ingentes esfuerzos por combatir la indignación que la impulsaba a poner a esa beata impertinente en el puesto que le correspondía; verdaderamente, la sangre le hervía. Pero su instinto le recomendó que guardara la calma a todo trance.
La niña se mostraba confundida, no sabía a quién atender. No se atrevía a posar la mirada en el rostro de su madre, la cual dijo con toda la dulzura de la que fue capaz:
 –Melody, vas a venir con tus padres. Para eso estamos aquí.
–¡De eso nada, prostituta! –se interpuso Shana Merton hecha un basilisco, al tiempo que expelía repugnantes fragmentos de saliva. Acto seguido, le dijo a Melody–: La parroquia cuidará de ti. Estarás mejor así.
–La parroquia va a devolver esta niña a sus padres –intervino Arthur Seygfried con inapelable firmeza y acento profético, similar al trueno del Sinaí.
–Señor… –balbució Shana Merton.
–¡Ya está todo dicho! –enfatizó el cura.
–Pero…
–¡No hay peros ni trabas burocráticas! Desde este momento no va a haber quien separe a esta familia.
Apenas pronunciadas estas palabras, el párroco salió corriendo, todo lo rápido que le permitía su maltrecha humanidad. Le horrorizaba la idea de que pudieran agradecerle lo que acababa de hacer. No quería ni pensar en las derivas de su conciencia; comprendía ahora, con fehaciente claridad, que en los últimos años su conciencia había estado amordazada del todo.
Jem fue el único que pudo dar pormenores de la operación de salvamento. Todos le preguntaban, y hubo quien le rindió alabanzas de héroe. Pero él tenía los ojos fijos en una sola cosa…
Su mujer y su hija estaban cogidas de la mano.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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miércoles, 2 de marzo de 2016

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (XXIII) - Lo que atestigua el silencio


Leña seca que arde y crepita. El humo canalizándose por una abertura en la bóveda del techo. Algunas velas apoyadas en salientes de roca, difundiendo una luz como de sacristía en el confortable recinto de esa cueva marina. Los niños compartiendo cuatro mantas entre todos, bebiendo agua fresca de una garrafa y masticando pedazos de bizcocho… Y Arthur Seygfried sabía que su descanso no iba a ir acompañado de la bendición del sueño. Encontró la posición más cómoda en ese suelo que en eras pretéritas fuera suavizado y pulido por acción de las aguas. Sus ojos se tornaron receptáculos del brillo de las llamas de las velas (¿Cómo se las habría procurado Jeremías Sandoval? Verdaderamente, parecían velas votivas).
Se hizo el dormido tras haber consumido una corta ración de bizcocho. Así no tendría que hablar ni presentar excusas incómodas. Jeremías Sandoval los había salvado a todos ellos. Era un héroe, aunque su altruismo se viera eclipsado por el interés de salvar a su propia hija. Pero no por ello se le podía restar mérito, y Arthur Seygfried se veía forzado a reconocerlo y apreciarlo en su justa medida.
Las llamas de la hoguera decayeron, cálidos rescoldos que apenas si emitían un humo bienoliente que en su trayecto hacia el techo alteraba los perfiles de las cosas cuando se miraba a su través. Jem recomendó a los niños que se echaran a dormir, apoyando sus cabecitas en las suaves concavidades de la pared de roca, a modo de almohadas. Y vio que el párroco ya dormía, al menos en apariencia, y se dispuso a hacer lo mismo. Mañana alumbraría un tiempo apacible, y la barca emprendería temprano un feliz regreso al continente.
Arthur Seygfried continuaba absorto, con los ojos entornados, en el brillo de las velas votivas. Tenía oído que en las llamas de las mismas residía toda la dulzura de la mirada de Dios; por eso eran tan adecuadas para adentrarse en los misterios de la oración. Desvió la mirada, fijándola en la yacente figura de Jeremías Sandoval, que sostenía su cabeza en la mano derecha (a su vez apoyada en el codo del mismo lado). Y Jeremías Sandoval contemplaba los rescoldos de la mortecina fogata, y sus facciones estaban parcialmente iluminadas, ofreciéndose al examen de los ojos de Arthur Seygfried. Este último había pasado una parte importante de su vida dentro de los confesionarios, y por eso sabía asociar facciones con sentimientos. Jeremías Sandoval, pese a la fama que le precedía, no era hombre de facetas oscuras, así pudo apreciarlo el párroco.
Jem pensaba en algo que le gustaría hacer en ese momento y que en cambio se veía cohibido para llevarlo a la práctica. Cerca de los rescoldos, los niños dormían amparados por la seguridad de encontrarse a salvo de un gran peligro, y Melody, la niña amada por el hombre de mar, reflejaba en sus pupilas el lento chisporroteo de los rescoldos; por una peregrina razón, tampoco lograba conciliar el sueño. El párroco podría testificar, si alguien se lo pidiera, la unión que se verificó entre las miradas de padre e hija.     
La manta, que apenas si lograba cubrir a tres niños, onduló, y Melody dio movimiento a las sombras que cundían por la cueva. Las piernas de Jem se agitaron como accionadas por un repentino calambre. La niña que era su hija, acudía a su encuentro. El párroco no pudo evitar ensanchar las rendijas de sus ojos.
–Papá.
Una de las velas votivas se apagó a consecuencia de una repentina ráfaga de aire fresco que se había deslizado por la oquedad de la bóveda. La penumbra se incrementó un tanto. Los rescoldos, animados por el aire corriente, soltaron una última bocanada de aroma. Aunque se muriera del deseo de hacerlo, Jem no lograba abrir sus brazos.
–Papá.
La niña se aproximó del todo, e hizo lo que su padre no podía. Lo abrazó entre manta y carne tapada. La emoción desbordó por todos los poros del rudo marino. Y abrazó él también, con el ansia que da toda una vida consagrada a la soledad y el alejamiento. Un velo de lágrimas obturó las rendijas de los ojos de Arthur Seygfried, único testigo del reencuentro de padre e hija.
–Tu madre ha vuelto a casa –dijo Jem, sin poder moderar el volumen de su voz–. Yo la he encontrado, y hemos vuelto los dos juntos. Ella te ama con todo su corazón. ¿Ves este anillo? Nos hemos casado. Ahora nadie podrá negar que somos una familia.
–¿Mamá?
–Sí; Rebeca. ¿Has olvidado su nombre? Siempre ha estado con nosotros aunque no lo pareciera. Ahora no habrá quien la aparte de nuestro lado.
–Quiero estar con vosotros, papá.
–Ya lo verás. En cuanto lleguemos a tierra.
Acto seguido se fundieron en un abrazo que hacía superfluo el empleo de palabras. Se escuchaba el viento en la oquedad de la bóveda. Arthur Seygfried había atenuado al máximo el murmullo de su respiración. Ahora las rendijas de sus ojos estaban totalmente soldadas. Tenía miedo de los siguientes derroteros que pudieran tomar sus pensamientos. El padre y la hija abrazados, eso lo resumía todo; tal era el símbolo de lo que el destino les deparaba. No pensar en nada, insistió el párroco en su fuero íntimo. Ya estaba todo decidido.
La voz del viento, aunque amortiguada por las rocas de la oquedad, se había terminado imponiendo a los demás sonidos.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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