miércoles, 2 de marzo de 2016

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (XXIII) - Lo que atestigua el silencio


Leña seca que arde y crepita. El humo canalizándose por una abertura en la bóveda del techo. Algunas velas apoyadas en salientes de roca, difundiendo una luz como de sacristía en el confortable recinto de esa cueva marina. Los niños compartiendo cuatro mantas entre todos, bebiendo agua fresca de una garrafa y masticando pedazos de bizcocho… Y Arthur Seygfried sabía que su descanso no iba a ir acompañado de la bendición del sueño. Encontró la posición más cómoda en ese suelo que en eras pretéritas fuera suavizado y pulido por acción de las aguas. Sus ojos se tornaron receptáculos del brillo de las llamas de las velas (¿Cómo se las habría procurado Jeremías Sandoval? Verdaderamente, parecían velas votivas).
Se hizo el dormido tras haber consumido una corta ración de bizcocho. Así no tendría que hablar ni presentar excusas incómodas. Jeremías Sandoval los había salvado a todos ellos. Era un héroe, aunque su altruismo se viera eclipsado por el interés de salvar a su propia hija. Pero no por ello se le podía restar mérito, y Arthur Seygfried se veía forzado a reconocerlo y apreciarlo en su justa medida.
Las llamas de la hoguera decayeron, cálidos rescoldos que apenas si emitían un humo bienoliente que en su trayecto hacia el techo alteraba los perfiles de las cosas cuando se miraba a su través. Jem recomendó a los niños que se echaran a dormir, apoyando sus cabecitas en las suaves concavidades de la pared de roca, a modo de almohadas. Y vio que el párroco ya dormía, al menos en apariencia, y se dispuso a hacer lo mismo. Mañana alumbraría un tiempo apacible, y la barca emprendería temprano un feliz regreso al continente.
Arthur Seygfried continuaba absorto, con los ojos entornados, en el brillo de las velas votivas. Tenía oído que en las llamas de las mismas residía toda la dulzura de la mirada de Dios; por eso eran tan adecuadas para adentrarse en los misterios de la oración. Desvió la mirada, fijándola en la yacente figura de Jeremías Sandoval, que sostenía su cabeza en la mano derecha (a su vez apoyada en el codo del mismo lado). Y Jeremías Sandoval contemplaba los rescoldos de la mortecina fogata, y sus facciones estaban parcialmente iluminadas, ofreciéndose al examen de los ojos de Arthur Seygfried. Este último había pasado una parte importante de su vida dentro de los confesionarios, y por eso sabía asociar facciones con sentimientos. Jeremías Sandoval, pese a la fama que le precedía, no era hombre de facetas oscuras, así pudo apreciarlo el párroco.
Jem pensaba en algo que le gustaría hacer en ese momento y que en cambio se veía cohibido para llevarlo a la práctica. Cerca de los rescoldos, los niños dormían amparados por la seguridad de encontrarse a salvo de un gran peligro, y Melody, la niña amada por el hombre de mar, reflejaba en sus pupilas el lento chisporroteo de los rescoldos; por una peregrina razón, tampoco lograba conciliar el sueño. El párroco podría testificar, si alguien se lo pidiera, la unión que se verificó entre las miradas de padre e hija.     
La manta, que apenas si lograba cubrir a tres niños, onduló, y Melody dio movimiento a las sombras que cundían por la cueva. Las piernas de Jem se agitaron como accionadas por un repentino calambre. La niña que era su hija, acudía a su encuentro. El párroco no pudo evitar ensanchar las rendijas de sus ojos.
–Papá.
Una de las velas votivas se apagó a consecuencia de una repentina ráfaga de aire fresco que se había deslizado por la oquedad de la bóveda. La penumbra se incrementó un tanto. Los rescoldos, animados por el aire corriente, soltaron una última bocanada de aroma. Aunque se muriera del deseo de hacerlo, Jem no lograba abrir sus brazos.
–Papá.
La niña se aproximó del todo, e hizo lo que su padre no podía. Lo abrazó entre manta y carne tapada. La emoción desbordó por todos los poros del rudo marino. Y abrazó él también, con el ansia que da toda una vida consagrada a la soledad y el alejamiento. Un velo de lágrimas obturó las rendijas de los ojos de Arthur Seygfried, único testigo del reencuentro de padre e hija.
–Tu madre ha vuelto a casa –dijo Jem, sin poder moderar el volumen de su voz–. Yo la he encontrado, y hemos vuelto los dos juntos. Ella te ama con todo su corazón. ¿Ves este anillo? Nos hemos casado. Ahora nadie podrá negar que somos una familia.
–¿Mamá?
–Sí; Rebeca. ¿Has olvidado su nombre? Siempre ha estado con nosotros aunque no lo pareciera. Ahora no habrá quien la aparte de nuestro lado.
–Quiero estar con vosotros, papá.
–Ya lo verás. En cuanto lleguemos a tierra.
Acto seguido se fundieron en un abrazo que hacía superfluo el empleo de palabras. Se escuchaba el viento en la oquedad de la bóveda. Arthur Seygfried había atenuado al máximo el murmullo de su respiración. Ahora las rendijas de sus ojos estaban totalmente soldadas. Tenía miedo de los siguientes derroteros que pudieran tomar sus pensamientos. El padre y la hija abrazados, eso lo resumía todo; tal era el símbolo de lo que el destino les deparaba. No pensar en nada, insistió el párroco en su fuero íntimo. Ya estaba todo decidido.
La voz del viento, aunque amortiguada por las rocas de la oquedad, se había terminado imponiendo a los demás sonidos.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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2 comentarios:

Model dijo...

No deja de emocionarme esta historia, cuanto tiempo esperando el reencuentro entre padre e hija y la vuelta de Rebeca. Jem me recuerda a cierta persona en algunos aspectos. Es maravilloso, cada palabra me hace explorar visualmente los detalles de la historia y las minucias trazadas por tu pluma, hasta lo más recóndito esta escrito. Espero impaciente el siguiente capítulo. Saludos y un fuerte abrazo amigo Jardinero.

El jardinero de las nubes dijo...

Gracias Mónica, después de seis años resulta alentador que una alumna aún recuerde a su profesor. Mucho ánimo, y no olvides que vivir es el mejor homenaje que podemos hacer a los que se fueron. Un abrazo.