Leña
seca que arde y crepita. El humo canalizándose por una abertura en la bóveda
del techo. Algunas velas apoyadas en salientes de roca, difundiendo una luz
como de sacristía en el confortable recinto de esa cueva marina. Los niños
compartiendo cuatro mantas entre todos, bebiendo agua fresca de una garrafa y
masticando pedazos de bizcocho… Y Arthur Seygfried sabía que su descanso no iba
a ir acompañado de la bendición del sueño. Encontró la posición más cómoda en
ese suelo que en eras pretéritas fuera suavizado y pulido por acción de las
aguas. Sus ojos se tornaron receptáculos del brillo de las llamas de las velas
(¿Cómo se las habría procurado Jeremías Sandoval? Verdaderamente, parecían
velas votivas).
Se
hizo el dormido tras haber consumido una corta ración de bizcocho. Así no
tendría que hablar ni presentar excusas incómodas. Jeremías Sandoval los había
salvado a todos ellos. Era un héroe, aunque su altruismo se viera eclipsado por
el interés de salvar a su propia hija. Pero no por ello se le podía restar
mérito, y Arthur Seygfried se veía forzado a reconocerlo y apreciarlo en su
justa medida.
Las
llamas de la hoguera decayeron, cálidos rescoldos que apenas si emitían un humo
bienoliente que en su trayecto hacia el techo alteraba los perfiles de las
cosas cuando se miraba a su través. Jem recomendó a los niños que se echaran a
dormir, apoyando sus cabecitas en las suaves concavidades de la pared de roca,
a modo de almohadas. Y vio que el párroco ya dormía, al menos en apariencia, y
se dispuso a hacer lo mismo. Mañana alumbraría un tiempo apacible, y la barca
emprendería temprano un feliz regreso al continente.
Arthur
Seygfried continuaba absorto, con los ojos entornados, en el brillo de las
velas votivas. Tenía oído que en las llamas de las mismas residía toda la
dulzura de la mirada de Dios; por eso eran tan adecuadas para adentrarse en los
misterios de la oración. Desvió la mirada, fijándola en la yacente figura de
Jeremías Sandoval, que sostenía su cabeza en la mano derecha (a su vez apoyada
en el codo del mismo lado). Y Jeremías Sandoval contemplaba los rescoldos de la
mortecina fogata, y sus facciones estaban parcialmente iluminadas, ofreciéndose
al examen de los ojos de Arthur Seygfried. Este último había pasado una parte
importante de su vida dentro de los confesionarios, y por eso sabía asociar
facciones con sentimientos. Jeremías Sandoval, pese a la fama que le precedía,
no era hombre de facetas oscuras, así pudo apreciarlo el párroco.
Jem
pensaba en algo que le gustaría hacer en ese momento y que en cambio se veía
cohibido para llevarlo a la práctica. Cerca de los rescoldos, los niños dormían
amparados por la seguridad de encontrarse a salvo de un gran peligro, y Melody,
la niña amada por el hombre de mar, reflejaba en sus pupilas el lento
chisporroteo de los rescoldos; por una peregrina razón, tampoco lograba
conciliar el sueño. El párroco podría testificar, si alguien se lo pidiera, la
unión que se verificó entre las miradas de padre e hija.
La
manta, que apenas si lograba cubrir a tres niños, onduló, y Melody dio
movimiento a las sombras que cundían por la cueva. Las piernas de Jem se
agitaron como accionadas por un repentino calambre. La niña que era su hija,
acudía a su encuentro. El párroco no pudo evitar ensanchar las rendijas de sus
ojos.
–Papá.
Una
de las velas votivas se apagó a consecuencia de una repentina ráfaga de aire
fresco que se había deslizado por la oquedad de la bóveda. La penumbra se
incrementó un tanto. Los rescoldos, animados por el aire corriente, soltaron
una última bocanada de aroma. Aunque se muriera del deseo de hacerlo, Jem no
lograba abrir sus brazos.
–Papá.
La
niña se aproximó del todo, e hizo lo que su padre no podía. Lo abrazó entre
manta y carne tapada. La emoción desbordó por todos los poros del rudo marino.
Y abrazó él también, con el ansia que da toda una vida consagrada a la soledad
y el alejamiento. Un velo de lágrimas obturó las rendijas de los ojos de Arthur
Seygfried, único testigo del reencuentro de padre e hija.
–Tu
madre ha vuelto a casa –dijo Jem, sin poder moderar el volumen de su voz–. Yo
la he encontrado, y hemos vuelto los dos juntos. Ella te ama con todo su
corazón. ¿Ves este anillo? Nos hemos casado. Ahora nadie podrá negar que somos
una familia.
–¿Mamá?
–Sí;
Rebeca. ¿Has olvidado su nombre? Siempre ha estado con nosotros aunque no lo
pareciera. Ahora no habrá quien la aparte de nuestro lado.
–Quiero
estar con vosotros, papá.
–Ya
lo verás. En cuanto lleguemos a tierra.
Acto
seguido se fundieron en un abrazo que hacía superfluo el empleo de palabras. Se
escuchaba el viento en la oquedad de la bóveda. Arthur Seygfried había atenuado
al máximo el murmullo de su respiración. Ahora las rendijas de sus ojos estaban
totalmente soldadas. Tenía miedo de los siguientes derroteros que pudieran
tomar sus pensamientos. El padre y la hija abrazados, eso lo resumía todo; tal
era el símbolo de lo que el destino les deparaba. No pensar en nada, insistió
el párroco en su fuero íntimo. Ya estaba todo decidido.
La
voz del viento, aunque amortiguada por las rocas de la oquedad, se había
terminado imponiendo a los demás sonidos.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
2 comentarios:
No deja de emocionarme esta historia, cuanto tiempo esperando el reencuentro entre padre e hija y la vuelta de Rebeca. Jem me recuerda a cierta persona en algunos aspectos. Es maravilloso, cada palabra me hace explorar visualmente los detalles de la historia y las minucias trazadas por tu pluma, hasta lo más recóndito esta escrito. Espero impaciente el siguiente capítulo. Saludos y un fuerte abrazo amigo Jardinero.
Gracias Mónica, después de seis años resulta alentador que una alumna aún recuerde a su profesor. Mucho ánimo, y no olvides que vivir es el mejor homenaje que podemos hacer a los que se fueron. Un abrazo.
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